Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Unas puertas más allá en el mismo pasillo del subterráneo, y en un mundo absolutamente distinto, estaba el general Miaja. Las operaciones eran dirigidas por el Estado Mayor y él, nominalmente el comandante en jefe, tenía poco que decir en su planeamiento. Y, sin embargo, era mucho más que una figura decorativa. En aquel período, cuando el papel de la Junta de Defensa se había reducido y la nueva administración aún no funcionaba, actuaba como gobernador de Madrid y tenía en sus manos una gran parte del poder administrativo, aunque no hiciera gran uso de él. Tenía la cazurrería lenta de un campesino gallego que no quiere mezclarse en cosas más allá de su entendimiento, y sabía absolutamente su propio valor como un símbolo de la resistencia de Madrid. Sabía que estaba en su mejor cuando podía expresar los sentimientos de los hombres en las trincheras y en la calle, en las palabras crudas y rudas que eran su mutuo lenguaje; y estaba en su peor cuando se mezclaba en el juego de la política o de los problemas estratégicos.
Miaja era bajo, panzudo, la cara roja, la nariz larga y carnosa con unas gafas inverosímiles que convertían sus ojos en ojos de rana. Le gustaba beber cerveza tanto o más que beber vino. Cuando la censura de prensa extranjera, que ni entendía ni quería entender, cayó bajo su autoridad por la ley marcial y el estado de sitio, lo consideraba «como una pejiguera que le había caído encima». Con Ilsa, que escapó a su antipatía hacia todos los intelectuales por sus curvas y sus buenos ojos, nunca sabía cómo comportarse. A mí me trataba como un buen muchacho. Muchas veces disfrutábamos bebiendo juntos, maldiciendo juntos de intelectuales y políticos y compitiendo en el peor lenguaje cuartelero, en cuyo uso encontraba escape del florido lenguaje a que le obligaba su dignidad oficial. En tanto que «no le metiera en líos con esos fulanos de Valencia», estaba dispuesto a sostener las razones mías contra viento y marea dentro de su reino de Madrid.
El patio del Ministerio de Hacienda, en el cual estaba la entrada a los sótanos, estaba ahora limpio de los legajos que se amontonaban allí en los días de noviembre. Entonces, cuando se instalaron a toda prisa allí los servicios del Estado Mayor, se marchaba literalmente sobre un empedrado de documentos empapados de lluvia y hollín: proyectos económicos, borradores de presupuestos, planes de reformas de la contribución, certificados del Tesoro ya amarillentos y cruzados con sellos de NULO que habían perdido el color, miles de pliegos con estadísticas agrarias, recibos, instancias, minutas..., todo fechado cien y más años hacía. Era el contenido, con millones de insectos y ratas, de las bóvedas que ahora se habían convertido en habitaciones confortables, a veces hasta lujosas, protegidas de los bombardeos. En lugar de toda esta basura el patio ahora hormigueaba con autos, camiones, motocicletas y a veces un tanque ligero ruso que acababa de llegar de un puerto mediterráneo. El olor de moho y de nidos de ratas que aún se pegaba a las baldosas, a las que el sol nunca llegaba, se mezclaba ahora con un olor pestífero de grasa quemada, de petróleo y bencina, de pintura y metal calientes.
En el primer piso del feo edificio se habían instalado las oficinas del Gobierno Militar de Madrid, la Auditoría de Guerra y los Servicios Especiales. Estos últimos estaban en manos de un grupo de anarquistas que se habían apoderado de la abandonada oficina cuando la maquinaria gubernamental se había ido a Valencia. Nunca en mi vida he tropezado con una autoridad policíaca que tratara de una manera tan meticulosa ser justa y no abusar de su poder; y sin embargo, algunos de sus agentes eran primitivos y mal educados, con mucho del tipo de agente provocador, utilizando viejos y románticos métodos de espionaje con una brutalidad truculenta, extraña en absoluto a las ideas de sus jefes temporales. Pero éstos sabían imponerse.
El hombre que se entendía con las cuestiones relativas a extranjeros era Pedro Orobón, cuyo hermano había sido famoso entre los colaboradores del gran anarquista Durruti. Pedro era pequeño, moreno y delgado, con unos ojos inteligentes, tristes y amables en una fea cara de simio, con una sonrisa infantil y manos nerviosas. Carecía absolutamente de egoísmo, siendo un creyente ascético con un sentido de justicia incorruptible y ardiente que le clasificaba en el mismo tipo que ha dado a España un cardenal Cisneros y un Ignacio de Loyola. Franco, generoso y abierto a la amistad en tanto que fuerais de su confianza, estaba dispuesto a fusilar a su más íntimo amigo si le encontraba culpable. Era un sentimiento que se tenía constantemente a su lado; pero también se sabía que estaba dispuesto a pelearse con todas sus energías contra cualquier castigo que creyera injusto, que era incapaz de acusar a alguien antes de estar convencido de su culpabilidad, y aun así, antes de haber agotado todos los medios que pudieran servir para justificarle. Para él, un aristócrata tenía un derecho moral de ser fascista, porque su medio ambiente le había moldeado en un sentido determinado al que le era muy difícil escapar. ¿Fusilarlos? No. Pedro les hubiera dado un pico y una pala y les hubiera hecho ganarse el pan con las manos y los músculos pensando que era posible que la lección que les diera esta forma de vivir podía abrir sus mentes a los ideales del anarquismo. Pero un trabajador convertido en fascista, o un traidor pretendiendo pasar por revolucionario, no tenían redención posible y se sentenciaban ellos mismos. Tenía respeto por las convicciones de otros y estaba dispuesto a colaborar con todos los militantes antifascistas, Ilsa y él se tenían mutua confianza, yo era un amigo. Aunque él mismo trabajaba como una parte de la máquina de guerra sin atenuar sus ideas, le preocupaba mucho la participación en el Gobierno de anarquistas como ministros, porque temía las tentaciones del poder y el efecto que tendrían sobre sus ideales.
Muy pronto iba a tener ocasión de estar agradecido a la escrupulosa rectitud de Orobón.
Hartung, el austríaco cuya vaga promoción había obligado a Rubio Hidalgo a mandarnos a Madrid a toda prisa, se había presentado con documentos que le acreditaban como un jefe de prensa del ejército en operaciones en el frente central. Se presentó desbordante de palabras y de entusiasmo y nos explicó sus planes: desde luego, él se las entendería con el Estado Mayor, nuestra oficina tendría a su disposición una caravana de automóviles y todo lo que se necesitara, se reorganizarían todos los servicios, y yo no sé cuántas cosas más. Cuando se le acabó el chorro, desapareció. Inmediatamente comenzamos a oír que andaba exhibiéndose en todas partes con un uniforme de comandante de artillería recién salido de la sastrería, haciendo discursos grandilocuentes e insinuaciones nebulosas, dejando a todo el mundo perplejo y desconfiado. Cuando enfrenté el asunto con Rubio Hidalgo en nuestra conferencia telefónica, me dijo que no me preocupara de él, que no era más que un loco y un granuja y que los papeles que exhibía carecían de valor. Al mismo tiempo, los periodistas comenzaron a hacer preguntas embarazosas sobre el tipo.
Algunos días más tarde se presentaron en la oficina dos agentes de la policía militar y preguntaron a Ilsa cuáles eran sus relaciones con un compatriota suyo que se hacía llamar el comandante Hartung; cuando yo intervine y les expliqué lo que había pasado nos di—jeron que les acompañáramos los dos. En Servicios Especiales nos encontramos con nuestros amigos anarquistas desconcertados y preocupados, pero ridiculizando la idea de que estábamos detenidos, aunque, eso sí, no podíamos abandonar el edificio. Nos pasaron a un salón destartalado donde se estaba formando una colección de gentes a quienes se había visto hablando o alternando con Hartung: un agregado de la embajada soviética, el corresponsal de un periódico suizo, una periodista noruega y el profesor Haldane. El ruso se paseaba en silencio de arriba abajo, la noruega estaba asustada, y el profesor Haldane se sentó a una mesa de despacho y comenzó a revolver en los cajones. Encontró en ellos diplomas en blanco, firmados por Su Graciosa Majestad Alfonso XIII, y Haldane comenzó a llenar los blancos y a concederse títulos y nombramientos. Ilsa explicó a Hilda, una chica alemana que trabajaba como secretaria de Orobón, que aquel gigante panzudo, vestido con un chaquetón de cuero, era un hombre de ciencia famoso, un premio Nobel y un gran amigo de la República. Hilda le invitó azorada a pasar a su despacho. Salió Haldane al cabo de un rato, gruñón y malhumorado, y nos endilgó una larga arenga en inglés, el resumen de la cual era que no se habían dignado amenazarle con fusilarle en la mañana, sino que se les había ocurrido ofrecerle, de todas las cosas imaginables, ¡una taza de té!
De los comentarios reservados de nuestros amigos, saqué en claro que Orobón y sus colegas estaban resistiendo la presión del juez militar especial que nos quería meter a todos en prisión como sospechosos de complicidad con un espía extranjero. El juez, un oficial del ejército, masón, y con fuerte prejuicio contra socialistas y extranjeros, encontraba, como justificación de esta orden draconiana, que todos los que habían tenido trato con Hartung eran extranjeros con la única excepción mía. El jefe de Servicios Especiales se oponía a esta justicia sumaria contra gentes que habían probado su lealtad más claramente que el propio juez y contra periodistas cuyo único delito era haber encontrado a Hartung en el hotel. Al fin Orobón llamó por teléfono al general Goliev y dejó a Ilsa hablar con él. Después yo hablé brevemente con el general Miaja, quien me dijo que el juez era amigo suyo y que él no podía intervenir en materias judiciales, pero que de todas maneras iba a intervenir para que se aclarara la cuestión y no nos detuvieran más tiempo.
Cuando me hicieron pasar a presencia del juez tuve la sensación de haber caído en una trampa. En la habitación, un salón tapizado con brocado ya descolorido por los años, reinaba un coronel impecable entronizado en un viejo sillón forrado de rojo y cargado de dorados, detrás de una mesa enorme abarrotada de papeles, y al lado suyo, como secretaria, una muchacha muy guapa, perfectamente maquillada y peinada por manos profesionales, vestida con pantalones de montar. En tonos secos el juez me hizo una serie de preguntas, mientras la muchacha tomaba nota, con risitas guasonas intercaladas.
¿Cuáles eran mis relaciones con Hartung? Le conté que no lo había visto más que una vez en mi capacidad de oficial. El coronel estalló como si estuviera en el patio de un cuartel de caballería:
—¡A mí no me venga con cuentos! ¡Usted está aliado con una manada de cochinos fascistas extranjeros! ¡Pero yo sé cómo entendérmelas con todos ustedes...!
Bien, el hombre agotó mi paciencia. Cuando le estaba gritando a pleno pulmón que él era un fascista enmascarado tras un unifor—me, sonó el teléfono y el coronel comenzó a repetir como un muñeco de guiñol:
—Sí, mi general... Naturalmente, mi general... A sus órdenes, mi general.
Me miraba mientras y veía claramente que a cada momento estaba más asustado del teléfono y de mí, que no aguardaba más que el teléfono callara para reanudar mi explosión. Cuando dejó el auricular, y antes de que yo hablara, comenzó a presentarme sus excusas, con las frases más escogidas: tal vez todo aquello no era más que un error, tal vez Hartung no era más que un lunático peligroso, un hombre que no ha dormido en toda la noche y que devora todo lo que le dan. «Hasta esa porquería de arroz que los milicianos comen», remató con una mueca de asco.
Después, el interrogatorio de Ilsa duró unos pocos minutos en los cuales el juez, ya repuesto de su susto, trató de hacerla declarar que Hartung había sido promovido a una posición clave por Alvarez del Vayo y Rubio Hidalgo, que tenían razones no muy claras para hacerlo. Para Ilsa fue fácil rechazar estas insinuaciones torpes. Haldane salió chasqueando la lengua, enfundándose en su chaquetón de cuero y encasquetándose el casco de acero, procedente de la última guerra, como si fuera el yelmo de Mambrino. La noruega estaba a punto de estallar en lágrimas. El ruso desapareció silenciosamente. Volvimos todos a la Telefónica. Se había terminado el incidente. Rubio Hidalgo estaba muy afectuoso durante días en nuestras conversaciones diarias: no había habido escándalo y todo se había arreglado bien. Sin embargo, yo sabía que sin la negativa de Servicios Especiales de meternos a todos en prisión sin más averiguaciones, y sin la intervención de arriba, hubiéramos podido ser entrampillados en un lío sin fundamento, pero peligroso, y triturados entre los engranajes de una maquinaria hostil a todo aquello por que luchábamos.
Me llamaron del hospital de sangre en que se había convertido el hotel Palace. Un miliciano herido quería verme. Se llamaba Ángel García.
Me quedé convencido de que Ángel estaba en peligro de muerte. En mis pensamientos le veía condenado, como todos los hombres sencillos de buena fe parecen condenados cuando la lucha es desigual. El día era sucio y nublado. El ruido de la batalla en el sector sur de la ciudad llegaba en ráfagas de viento frío. Me llevé a Ilsa conmigo, un poco temeroso de enfrentarme a solas con un Ángel moribundo.
Nos lo encontramos tendido boca abajo sobre una cama, salpicado de barro y de sangre seca, mal cubierto con una camisa hecha jirones. Pensé que era el fin. Volvió la cabeza y se echó a reír, los ojillos chispeantes de granujería. Un vendaje ancho y sucio le envolvía de la cintura hasta los muslos, y otro, el pecho a la altura de los omóplatos.
—Bueno, ahora que han venido ustedes, esto está mejor. Aquí está Angelillo recién nacido, porque ha nacido hoy. Estos hijos de zorra de moros me han querido violar.
Había visto casos de éstos en Marruecos y me dio una náusea. Pero Ángel estalló en risas. Sus dientes, que debían brillar en su cara color caoba, estaban más negros que nunca de tabaco.
—¡Ca!, se cuela usted, don Arturo; no es por ahí. ¿Qué se ha creído usted de Angelillo? Es que esos tíos me han fusilado por el trasero, con perdón de Ilsa. ¡Y vaya un tiro de zumbas! Verá usted, la cosa ha pasado así: hicimos anoche un ataque contra un nido de ametralladora que nos estaba dando la lata y, claro, se liaron a rociarnos de balas que no nos podíamos despegar del suelo como si fuéramos lapas, con la cabeza metida en el barro, que todavía lo tengo pegado a los morros, ¿no? Pues así, y a pesar de que estaba apretado contra el suelo cuanto podía, una bala me pegó en el hombro, me rozó el espinazo y me atravesó un carrillo del trasero sin tocar más que carne. Ni un hueso roto. Bueno, si no me hubiera aplastado tanto contra el suelo, valiente que soy, me habrían hecho un túnel desde el hombro a los talones. Pero por esta vez se han quedado con las ganas.