Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
—¿Qué le importa a ella de los instructores rusos para nuestros pilotos? Dile que no nos hacen falta los rusos, que nos sobran muchachos con reaños para volar. ¿Por qué no le interesan?
—Oh, Ilsa, me figuro lo que dice. Ya sé cómo hablan los generales, por mi propio marido —decía la duquesa alegremente.
Cuando trajeron bebidas, Miaja levantó su vaso y dijo en su mejor francés:
—¡Por la paz!
La duquesa replicó:
—Y por la libertad, porque la paz puede costar muy cara.
—¡Salud! —gritó Ellen Wilkinson desde el otro extremo de la mesa.
Cuando nuestros huéspedes se fueron al hotel Florida, trabajamos unas cuantas horas en la Telefónica y después cruzamos al hotel Gran Vía para dormir. Nos habían dado un par de nuevas habitaciones en la misma ala del edificio que las anteriores. Estábamos muy cansados, pero mientras Ilsa deseaba escapar de más ruido, yo tenía que alternar aún. Simón había invitado a unos cuantos americanos y alemanes de las Brigadas en otro piso del hotel y me tuve que ir con él. No había allí nadie que me agradara. El comandante Hans era todo lo que yo imaginaba como la encarnación del oficial prusiano en toda su crudeza; Simón estaba sobando a una rubia platinada con piel de bebé y una boca dura. Estaban bebiendo una mezcla absurda de licores, blasonando su rudeza y sin pensar ninguno de ellos de la guerra como nuestra guerra, como el dolor y la tortura de España, sino como soldadesca. Bebí y estallé en una tirada que sólo una persona, un crítico americano de cine cuyo nombre nunca he sabido, escuchó con simpatía. Les grité que habían venido a España para sus propios fines, no animados por una fe, y que no nos estaban ayudando; que ellos podrían ser muy cultos y muy pulidos y nosotros bárbaros, pero que al menos sabíamos y sentíamos lo que estábamos haciendo. De pronto se apagó mi indignación. Era un completo extranjero entre gentes que tenían todo el derecho a rechazarme, como yo los rechazaba a ellos. Me marché y al lado de ella encontré reposo.
Me desperté a las ocho de la mañana. Ilsa dormía profundamente y no quería despertarla. Quería bañarme y me encontré con que el jabón, las toallas, los cepillos de dientes y las cosas de afeitar se habían quedado en nuestro antiguo cuarto de baño. Me fui allí a recogerlas.
Nuestro viejo cuarto estaba inundado de sol. Olía aún a humo y a cuero quemado y en el suelo había charcos de agua sucia con hollín. Era una mañana espléndida. Al otro lado de la calle, la fachada lisa de la Telefónica, bajo el sol, tenía una blancura cegadora. Me asomé a la ventana y miré a la calle para ver si no estaban regando el empedrado y liberando el olor de tierra mojada en la mañana que tanto me gustaba. Sonó una explosión en el extremo más lejano de la calle. El bombardeo de la mañana —«el lechero», como lo llamábamos con doble sentido— había acudido puntual como todos los días. Había poca gente en la «Avenida de los Obuses». Me quedé mirando, perezosamente, a una mujer que cruzaba la calle un poco más arriba. ¿Era Ilsa? Sabía que no. Ilsa estaba durmiendo en el cuarto de al lado, pero esta mujer era tan semejante a ella, la misma estatura, el mismo cuerpo, el mismo traje verde oscuro, que vista así, de espaldas, daba la impresión de ser ella. Estaba mirando a la mujer, tratando de adivinar su cara, cuando el silbido agudo de una granada desgarró el aire. Se estrelló contra la fachada del teatro Fontalba, encima de la taquilla de venta de localidades, y explotó. La mujer se tambaleó, y cayó lentamente sobre sus piernas blandas; una mancha oscura comenzó a agrandarse a su alrededor. Uno de los guardias de asalto, de centinela en la puerta de la Telefónica, corrió hacia ella, dos hombres surgieron de debajo de mi ventana y cruzaron la calle corriendo; entre los tres la recogieron. Se doblaba el cuerpo y se escurría bajo sus manos. Le colgaban sueltos los cuatro remos, como si le hubieran roto las articulaciones con un martillo.
Volví a nuestro cuarto y me encontré a Ilsa mirando a través de la ventana, envuelta en su bata. La miré y mi cara debía de ser muy extraña, porque vino hacia mí y me dijo:
—¿Qué te pasa?
—Nada.
Sonó otro silbido y mis ojos siguieron instintivamente la dirección del sonido. Había en el frente de nosotros, en el chaflán de la Telefónica, una ventana en el quinto piso que tenía echadas las persianas. Sus tablillas se curvaron hacia dentro y saltaron en astillas; una sombra oscura, fantasmal, penetró por el orificio y casi instantáneamente las tablillas astilladas se abombaron hacia fuera. Me tiré al suelo y arrastré a Ilsa conmigo; estábamos en la línea de la metralla y de los cascotes proyectados por la explosión.
Sentado en el suelo tuve un ataque de náusea, una contracción violenta del estómago, como cuando comencé a vomitar ante los cadáveres del Desastre de Melilla, aunque en aquel momento no me acordaba de ello. Me acurruqué en un rincón, temblando, incapaz de controlar mis músculos, que habían adquirido vida propia. Ilsa me bajó del brazo a lo más hondo del vestíbulo del hotel, en un rincón oscuro detrás de las cabinas del teléfono. Me dieron a beber un par de copas de coñac y se me quitó el temblor. Desde el rincón oscuro donde estaba sentado veía, a través de la oscuridad del vestíbulo, la puerta de entrada al hotel. El sol brillaba en los cristales y lamía las maderas de las puertas giratorias. Era como encontrarse en el fondo de una cueva abierta a los campos, como despertar de una pesadilla vivida dentro de las paredes de una alcoba extraña. En tal momento mi conjunta vida sufrió una distorsión.
Los otros no se enteraron. Hasta Ilsa creyó que únicamente estaba sufriendo un efecto pasajero del choque del día antes. El grupo de visitantes ingleses se había marchado y reanudamos la fatigosa rutina de cada día; lo único fue que me negué a comer más en nuestra habitación, como era el deseo de Ilsa, e insistí en que nos incorporáramos a la mesa ruidosa de los periodistas, donde yo nunca hablaba mucho y donde las gentes estaban acostumbradas a mi cara seria.
Cuando subimos a nuestra habitación antes de reanudar el trabajo, vi un orificio chiquitín en el cartón que reemplazaba uno de los cristales de la ventana y encontré, incrustado en la pared opuesta, un trozo de metralla, agudo como una aguja.
Estábamos arreglando nuestros libros en una estantería al lado de la ventana, las gentes paseaban y discutían en la calle; todo estaba lleno de luz, el color y el olor de la primavera. El cielo era azul profundo y la piedra de las fachadas estaba caliente de sol.
El guardia de asalto a la puerta de la Telefónica piropeaba a cada muchacha que pasaba a su lado, y desde mi ventana era fácil ver que había alguna que cruzaba la calle nada más que por pasar cerca de él y oír lo que el mocetón murmuraba en los oídos femeninos. La puerta giratoria de la Telefónica giraba incansable detrás de él y el reflejo de sus vidrieras lanzaba puñados de luz a través de la sombra del edificio.
Tres personas estaban cruzando la Gran Vía, un soldado y dos muchachas. Una de las muchachas vestía de negro y llevaba un paquete envuelto en papel color de rosa, luminoso y alegre contra el fondo de luto. Ilsa dijo que la muchacha andaba como un animalito joven y yo le expliqué:
—Si una mujer anda así, nosotros decimos que es «una buena jaca», porque se mueve con la soltura y la gracia de un caballito.
Silbó entonces el proyectil, y tuve la sensación de que había pasado a pocos metros de nosotros, a la altura de nuestras caras. El soldado se tiró él mismo al suelo, estirado a lo largo, las manos cruzadas sobre la cabeza. La granada estalló enfrente de él con una llamarada y una nube de humo negro. El guardia de asalto desapareció como si se lo hubiera tragado la pared. Las dos muchachas cayeron como dos sacos vacíos.
Estaba agarrado al alféizar de la ventana, la boca llena de vómito, y veía a través de una nube cómo las gentes corrían con los dos cuerpos. La calle se quedó desierta y el paquete de color rosa yacía allí en medio de manchas oscuras. Nadie lo recogió. La calle estaba alegre, llena de primavera, inhumanamente indiferente.
Era la hora en que comenzaba nuestro turno de la tarde. Cruzamos la calle a la otra esquina de la Telefónica.
Me senté a mi mesa y me quedé mirando los raquíticos despachos de los periodistas que no tenían nada que contar, salvo que el cañoneo de Madrid seguía con la misma intensidad y monotonía, Ilsa se paseaba nerviosa a través de la sala, perdida por una vez su serenidad. De pronto se sentó a una de las máquinas de escribir y comenzó a teclear con gran velocidad. Cuando terminó, llamó a Ilsa Wolf —la periodista alemana que regía la emisora de radio de la UGT y que radiaba diariamente en varios idiomas—. Para distinguirla de ella, a Ilsa se la llamaba entonces: «Ilsa la de la Telefónica».
Hablaban en alemán y no me interesaba, pero cuando terminó, se levantó Ilsa, cogió su abrigo y dijo:
—Tengo que hacer algo, si no, no voy a olvidar el paquete rosa. Tengo que hablar a mis propios trabajadores, en mi país aún muchos recuerdan mi voz; y he dicho a Ilsa que hoy me tiene que dejar hablar a mí en lugar de ella.
Me di cuenta inmediata de lo que se proponía. Había muchos proyectiles que no explotaban y todos estábamos convencidos firmemente de que existía sabotaje en las fábricas alemanas que surtían a Franco. Ilsa iba a gritar a los trabajadores austríacos. Bien pocos de ellos la escucharían. Cuando se marchó a la calle me quedé allí, escuchando el ruido de las explosiones.
Había muy poco que hacer y me obsesionaba trazar el curso de las granadas. El trozo de metralla que había incendiado la cortina de nuestra ventana había seguido una curva tal que indudablemente la hubiera herido en la cabeza si hubiéramos comido, como era usual, en nuestro cuarto. El trozo diminuto de metralla que unas pocas horas antes había taladrado el cartón de la ventana y se había hundido profundamente en la pared opuesta, había seguido una trayectoria en medio de la cual se hubiera encontrado la cabeza de Ilsa si hubiéramos comido allí como ella quería. Se multiplicaban en mi cabeza las imágenes de ella como la mujer que había sido herida en la mañana, sentada a nuestra mesa con la cabeza agujereada...
Entraban y salían los periodistas y yo hablaba tanto, o mejor, tan poco, como siempre; al final dije al viejo Llizo que se hiciera cargo de ellos y me puse a escribir un cuento.
No recuerdo bien la historia; para un psiquiatra hubiera sido de interés. Como en un sueño, mezclaba cosas vistas y visiones: el escaparate de la compañía del Gramófono, la exhibición de los discos negros con su perro blanco, las orejas alertas, resaltando en sus etiquetas alegres; la luna del escaparate reflejando el paso de los transeúntes, una multitud de fantasmas vivos sin vida; los discos negros encerrando en sus surcos una multitud de voces fantasmas; todo sin realidad. La única cosa real sobre ellos, en la superficie transparente del cristal, era una piltrafa de cerebro palpitante, vivo aún, las antenas de sus nervios rotos agitándose furiosos, en un grito sin voz a una multitud sorda. Después, detrás del cristal del escaparate, colocaba a la mujer, yacente, un orificio en su sien, la comisura de los labios modelando una sonrisa suave, como una interrogación, muy serena y quieta en su muerte. No, no era ninguna historia.
Cuando volvió Ilsa, fatigada, pero ya tranquila, aún estaba tecleando. Le alargué las páginas que había escrito. Cuando llegó a la descripción de la mujer, me miró asustada y dijo sin pensarlo:
—Pero ¡aquí me has matado a mí!
Le quité las páginas escritas y las rompí en infinitos pedazos.
Seguía el trabajo rutinario pero ahora teníamos un huésped a quien yo quería y respetaba, John Dos Passos, que hablaba de nuestros campesinos con una comprensión gentil y profunda, mirándonos a uno y a otro con sus ojos castaños, inquisitivos. Aquella tarde nos ayudó mucho a escapar de nosotros mismos. Veía a Ilsa seguir mis gestos con una ansiedad reprimida y conducir la conversación de tal manera que yo pudiera recaer en el contacto normal con personas.
Mucho después me enteré de que John había mencionado este encuentro en una de sus descripciones en
Journeys between wars
. Dice así:
«En la gran oficina quieta encontráis a los censores de prensa, un español cadavérico y una mujer austríaca, regordeta, de voz agradable... Ayer mismo la mujer austríaca encontró que un casco de metralla había provocado un incendio en su habitación y que todos sus zapatos se habían quemado, y el censor había visto convertirse, bajo sus ojos, una mujer en pulpa sangrienta... No es sorprendente que el censor sea un hombre nervioso; parece mal nutrido y falto de sueño. Habla como si entendiera, pero sin sacar ningún placer personal de ello, la importancia de su posición como guardián de estos teléfonos que son el lazo de unión con países técnicamente en paz, en los cuales la guerra se desarrolla aún con créditos en oro en cuentas corrientes, en contratos de municiones, en conversaciones sobre sofás de terciopelo en antecámaras diplomáticas, en lugar de con granadas de seis pulgadas y pelotones de ejecución. No da la impresión de ser muy complaciente sobre ello. Pero es duro para uno, que es más o menos un agente libre de un país en paz, hablar de muchas cosas con hombres que están encadenados a los bancos de galera de la guerra.
»Es un descanso huir de los cuadros de mando del poder y pasear de nuevo en las calles soleadas.»
Pero yo estaba encadenado a mí mismo y dividido dentro de mí mismo.
Cuando yo tenía siete años, iba a la escuela una mañana; de pronto vi un hombre que daba la vuelta a una esquina de la calle y corría velozmente en mi dirección. Detrás de él sonaban gritos y carreras de una multitud para mí aún invisible. El trozo de calle donde yo estaba se encontraba vacío, con la excepción del hombre y yo. Sonó una explosión. Vi la gorra del hombre saltar en el aire y volar con ella trozos negros de algo envuelto en una llamarada. No vi más; después me encontré en la Casa de Socorro, rodeado de gentes que me echaban por la garganta agua con un olor penetrante. Cuando tenía nueve años, estaba un día sentado en el balcón de la casa de mis tíos leyendo un libro. De pronto oí un golpazo sordo en la calle. En la acera de enfrente yacía el cuerpo de una mujer, estrellado contra las losas. Tenía los ojos cubiertos con un pañuelo blanco que se iba volviendo rojo y que después se convertía en negro. Sus faldas estaban recogidas por encima de los tobillos y atadas con un cordón verde de cortina. Una de las borlas del cordón colgaba en el borde de la acera. El balcón comenzó a oscilar y la calle a girar bajo mis ojos.