Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Los espectadores favorecían a uno u otro de los dos combatientes; sus clases directoras se inclinaban del lado del fascismo internacional; parte de sus trabajadores y de sus intelectuales se inclinaban más o menos claramente hacia un socialismo internacional. Una guerrilla ideológica de ambos bandos combatía en Europa y América. Reclutas para las Brigadas Internacionales venían de todos los países, y todos los países se negaban a vender a la República española las armas que necesitaba. La razón que se daba era que se quería evitar una guerra internacional. Sin embargo, algunos grupos tenían la esperanza de que España provocaría la guerra entre Alemania y Rusia y muchos tenían curiosidad por ver enfrentarse la fuerza de las dos ideologías políticas, no en el campo de la teoría, sino en el de batalla.
Me parecía, sin duda alguna, que las clases directoras de Europa esperaban mantenerse como dueñas de la situación después de una derrota del comunismo y una debilitación del fascismo, que podía entonces ser explotado y usado ventajosamente por ellas. Así, su papel era proteger al fascismo contra el peligro de perder su guerra definitivamente en España, porque el fascismo era para ellos un mal menor o, mejor aún, un beneficio en potencia. Esto se traducía en la no intervención, en la capitulación del Gobierno de la República en manos de la Rusia soviética, y en la de los rebeldes en las manos de Alemania e Italia.
No podíamos ganar la guerra. Los hombres de Estado de la Rusia soviética no iban a ser tan estúpidos como para llevar su intervención a un punto en que constituyera peligro de guerra contra Alemania, en una situación en la que Rusia se encontraría abandonada por todos y Alemania disfrutaría del apoyo de las clases directoras y la ayuda de las industrias pesadas de todos los demás países. Muy pronto los rusos nos dirían: «Lo sentimos mucho, no podemos hacer más por vosotros, arreglároslas como podáis».
Estábamos condenados de antemano. Y sin embargo continuábamos una lucha feroz. ¿Por qué?. No teníamos otra solución. Ante España no había más que dos caminos: la terrible esperanza, peor aún que desesperación, de que estallara una guerra europea y obligara a alguno de los otros países a intervenir contra la Alemania de Hitler; y la desesperada solución de sacrificarnos nosotros mismos para que otros pudieran ganar tiempo y hacer sus preparativos, y así, cuando un día llegara el fin del fascismo, tener el derecho de pedir nuestra compensación. En cualquiera de los dos casos teníamos que pagar con la moneda de nuestra sangre y la destrucción bárbara de nuestro propio suelo. Era por esto que muchos miles, que se enfrentaban en el frente con la muerte, luchaban con un credo y una convicción política, con fe y con esperanza de victoria.
Cuando llegué a alcanzar estas conclusiones, se convirtieron en tortura intelectual para mí. No tenía nada con que suavizarlas. Veía, con el pensamiento, irse amontonando sin fin los cadáveres, extenderse la destrucción sin descanso, y tenía que aceptarlo como inevitable, como necesario, como algo en lo que yo tenía que tomar parte, aunque me faltara el consuelo de una fe ciega en un credo o la esperanza en el destino. En aquel punto, se me hacía muchísimo más intolerable que nunca el ver que existía tan poca unidad en nuestro lado. Entre los líderes de la lucha, la idea de salvar la República como base de un gobierno democrático había desaparecido; cada grupo se había vuelto monopolista e intolerable. Por un corto tiempo había olvidado la atmósfera que existía fuera del frente de Madrid. Ahora nos llegaban noticias de batallas en las calles de Barcelona entre los antifascistas. Los empleados del Estado que nos llegaban de Valencia eran estrictamente minuciosos en sus etiquetas políticas. Nosotros, los que habíamos tratado de mantener Madrid en los días de noviembre, estábamos fuera de lugar, y se estaba convirtiendo en peligroso para nosotros el expresar nuestros sentimientos.
Pero aún había muchísimos hombres como Ángel, como los milicianos vergonzosos y torpes que nos traía al ministerio a que conocieran a Ilsa y a mí; muchachos que llegaban con un ramo de rosas, lastimosamente estranguladas entre sus dedazos; muchachos que habían llegado de los olivares de Andalucía y surgido de chozas de adobes para luchar por la República y que me pedían les leyera los versos de García Lorca, a ellos que no sabían leer. Había aún los hombres que encontrábamos cuando llevaba a Ilsa a la tabernita de Serafín en las tardes de calma: trabajadores quietos, fatalistas, gruñones e inalterables. Había gentes como la muchacha que se asomaba a la portería de piedra e invitaba a las gentes a refugiarse allí, porque su abuelito había hecho lo mismo hasta que una granada le había matado en la puerta del portal, y era su deber seguir en el puesto del caído.
Yo quería gritar. Gritarles a ellos y al mundo entero sobre ellos. Si quería seguir luchando contra mis nervios y mi cabeza consciente sin descanso de mí y de los otros, tenía que hacer algo más en esta guerra que simplemente vigilar la censura de las noticias para unos periódicos que cada día eran más indiferentes.
Seguí escribiendo y comencé a hablar por radio.
La Voz de Madrid
Al estallar la guerra civil, las estaciones españolas de radio, las semioficiales así como las numerosas particulares que existían, cayeron en las manos de grupos políticos y fueron usadas para su propaganda exclusiva, es decir, no para una propaganda general de la República, sino para la política de cada grupo y a veces de cada sección. El resultado fue una confusión tremenda, afortunadamente poco difundida, porque muy pocas de las transmisiones se oían en el extranjero y ninguna de ellas, sin excepción, en toda España. Cuando el Gobierno consiguió al fin imponer su autoridad al menos en parte, comenzó aceptando este estado de cosas como un mal menor, para después, poco a poco, ir imponiendo su autoridad y terminar por decretar el cierre de todas las estaciones de partido y el funcionamiento único de transmisiones bajo el control oficial.
Una mañana, el interventor del Estado en la Transradio, el mismo burócrata tímido y vergonzante que me había hecho resolverle sus problemas sobre los radiotelegramas en los primeros días del sitio, se presentó en el ministerio para confrontarme con un nuevo rompecabezas.
El Estado español tenía adquirido un derecho contractual para usar, durante ciertas horas del día, el transmisor de la compañía Transradio, la estación de onda corta EAQ. Este servicio estaba bajo la administración y autoridad de un delegado del Gobierno, pero el interventor no sabía a qué ministerio pertenecía. Hasta ahora, un reducido grupo de locutores había estado radiando los comunicados oficiales en español, portugués, francés, inglés y alemán y coleccionando recortes de la prensa diaria para rellenar sus boletines. Pero desde el decreto de organización de la radio, el delegado del Gobierno había dejado de pagar sus salarios a los locutores y ahora sólo existían el locutor español y el portugués que seguían actuando.
El interventor no tenía nada que hacer con las emisoras de radio; pero le preocupaba este abandono de una de las mejores armas de que la República disponía, y había discutido el asunto con los miembros del Comité Obrero que coincidían con su punto de vista. Había que hacer algo. Si no, la única estación de onda corta que había en Madrid, capaz de llegar a todos los rincones del mundo, tendría que cesar, al menos en lo que se refería a la propaganda. Los locutores no podían sostenerse. El portugués estaba medio muerto de hambre y con enormes agujeros en las suelas de sus zapatos. Él, el interventor, había intentado discutir el caso con uno de los secretarios de la junta de Madrid en el Ministerio de la Gobernación y con sus propios superiores, las autoridades del servicio de correos, pero en el momento en que se habían enterado que las emisiones de la EAQ estaban destinadas a países extranjeros, habían dejado de interesarse. En el fondo, decían, la propaganda extranjera era un lujo inútil. No sabían nada de ello ni les interesaba, y de todas formas, con cuestiones extranjeras quien se entendía era el Ministerio de Estado. A ellos, que los dejaran en paz. El Ministerio de Estado estaba en Valencia, y «yo sé —decía el interventor— lo imposible que es ir a Valencia y conseguir nada para Madrid». Pero ahora
que yo estaba establecido oficialmente en el Ministerio de Estado, ¿no podía intentar algo?
No conocía yo la situación mucho mejor que el interventor. Miaja, como gobernador general de Madrid, era el llamado a intervenir, pero me parecía completamente inútil el acercarse al general con este intrincado problema, aunque compartía la opinión del interventor de que había que hacer algo. Lo único que se me ocurrió en el apuro del momento fue que el locutor portugués viniera a comer a nuestra cantina y si no tenía dónde ir, que durmiera en un diván en uno de los despachos vacíos del ministerio, bien cubiertos de fundas polvorientas. Le dije al interventor que me mandara al portugués y le prometí tratar de encontrar solución al problema.
Estaba contento de tener algo concreto de que ocuparme. La censura funcionaba ahora con leyes fijas. Tenía la ayuda de un nuevo censor, una muchacha canadiense rubia platino, que no me merecía ninguna confianza. En la oficina de Valencia, Rubio Hidalgo iba dejando cada día más las riendas en manos de un nuevo asistente, la comunista Constancia de la Mora, que trataba todas nuestras peticiones a favor de los periodistas con un desdén consistente y aburrido. Había más «turistas» cada día, y cada día llegaban más «enviados especiales» que hacían visitas relámpagos al frente de Madrid. Al general Goliev le habían enviado al frente de Vizcaya. El cañoneo seguía día y noche; y mis pesadillas también.
Vino a verme el portugués Armando, altivo, sin afeitar, un armazón esquelético cubierto de nervios vibrantes, el traje arrugado lastimosamente. Su nariz huesuda y ganchuda y los dientes solitarios en su boca abierta no contaban. Tenía unos ojos vivos e inteligentes bajo una frente abombada, y sus manos, largas y flacas, subrayaban la palabra con gestos enérgicos y rotundos. Me habló sin interrupción de los crímenes políticos que se estaban cometiendo por indiferencia y corrupción mental y se apoderó de mi imaginación con su descripción de lo que podía hacerse si la estación de radio se usaba para una propaganda intensiva sobre América. Cuando le enfrenté con su situación personal, rechazó todas mis proposiciones con un orgullo salvaje; él no pedía limosna, se le debía el sueldo de tres meses y no tenía por qué aceptar mi caridad ni la de nadie. Si se moría de hambre, mejor, sería una prueba clara de sabotaje oficial. Al final Ilsa le cogió por su cuenta, y acabó sentándose a mi lado en nuestro comedor improvisado, donde los periodistas y los visitantes ocasionales comían juntamente con los censores, los ciclistas y los ordenanzas.
Puede ser que la coincidencia de indignación encendida, incansable y voceada a gritos, de las cosas tal como eran, con mis propios pensamientos, nos convirtiera en amigos.
Aprendí de Armando no sólo todas las posibilidades, sin explotar aún, de la estación EAQ, sino también la necesidad de una dirección y de una censura de las emisiones. Había ya ocurrido —y ahora me daba cuenta de cómo— que periodistas a quienes se había impedido enviar una noticia, porque estaba prohibido por las autoridades militares, habían protestado violentamente y habían probado que la misma información se había radiado al mundo entero.
Entre los visitantes regulares a la oficina había un periodista español, a quien llamaré Ramón; estaba agregado al cuartel general de Miaja, que le utilizaba como una especie de secretario privado y agente de publicidad. Expliqué a Ramón todo este desbarajuste de la radio y él comprendió inmediatamente que yo entendía debía intervenir el general, pero que no sabía cómo enfrentarme con él. Dos días más tarde me llamó Miaja:
—Bueno, tú, ¿qué historia es ésa de la radio que me cuenta éste? Vosotros estáis siempre tratando de que os saque de vuestros líos y un día os voy a meter a todos en un calabozo.
Ramón me guiñó un ojo. Después de mi explicación simple y directa, el general limpió sus gafas cuidadosamente y llamó a su ayudante:
—Tú, hazle a Barea uno de esos papeluchos. Desde hoy se hace cargo de la censura de la radio. Y sabes, muchacho, ¡te la has cargado por tonto!
Comencé a hablarle de la propaganda extranjera, de la estación EAQ y de las posibilidades que había en ello. Miaja me cortó en seco y Ramón sacó dos botellas de cerveza de la alcoba. La cuestión se había terminado. Sin embargo, unos pocos días más tarde me llamó de nuevo. Miaja me alargó un «papel» con su firma, nombrándome su delegado en la estación EAQ con plenos poderes.
Mi tarea más inmediata era encontrar qué departamento oficial debía pagar a los locutores. Llamé al delegado del Gobierno —sobre quien me encontraba ahora más elevado—, y le pedí que me rindiera cuentas de su administración. Nunca volvió a aparecer por mi despacho. El Comité Obrero me había llevado un paquete de cartas de simpatizantes de ultramar en las que se incluían pequeñas donaciones y cuyo dinero había desaparecido. Esto era una cuestión policíaca, y puse en sus manos los documentos y las noticias que tenía del delegado. Pero la policía no estaba ya en manos de mis amigos anarquistas: Pedro Orobón había sido matado por un casco de
shrapnel
, y la jefatura tolerante, humana y justa de su amigo Manuel había sido reemplazada por un nuevo sistema, mucho más impersonal y mucho más político, bajo un joven comunista.
Seguía sin saber qué ministerio tenía que pagar a los locutores y el reemplazo de algunas lámparas especiales que la estación necesitaba urgentemente. Rubio Hidalgo, a quien planteé la cuestión en una de nuestras esporádicas conferencias telefónicas, me hizo ver perfectamente claro que no le parecía bien que me hubiera mezclado en algo fuera de la órbita de la oficina. Las emisiones de radio eran una cuestión del Ministerio de Propaganda que tenía un delegado en Madrid, don José Carreño España. Le mandé una comunicación a don José y no recibí contestación alguna.
En vista de esto, convoqué una especie de consejo de guerra entre el interventor del Estado, el Comité Obrero y los dos locutores. Les dije que no había resuelto aún la cuestión financiera. Yo creía en la importancia de su trabajo. Si ellos no querían seguir radiando, en vista de las dificultades y del desamparo oficial, nada tenía que decir. Pero si estaban dispuestos a seguir hasta que yo encontrara una fórmula —y estaba seguro de encontrarla—, yo haría todo lo que pudiera. Los locutores podían comer en nuestra cantina —ya que el problema de la comida, sin ello, les sería insoluble—, y les ayudaría en los programas. Ilsa encontraría amigos en las Brigadas Internacionales para hablar en idiomas extranjeros.