La forja de un rebelde (141 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Se cortó entonces la luz eléctrica. Alguien encendió una vela que lanzaba contra las paredes del cuarto manchones amarillos y sombras inmensas. La casa se tambaleó sobre sus cimientos: había caído un rosario de bombas. Sentí temblarme las manos, y luché por retener el vómito que me llenó la boca. Otro agente trajo otra mujer prisionera, una mujer menuda, con facciones tensas y amargadas y los ojos oscuros, dilatados, de un animal perseguido. Se dirigió a Ilsa:

—Tú eres Ilsa. ¿No te acuerdas de mí, hace doce años en Viena?

Se estrecharon las manos e Ilsa se quedó rígida en su silla. Poldi comenzó a interrogar, un fiscal perfecto en un tribunal revolucionario, en el que nuestra presencia parecía desvergonzada. Estaba pensando en cómo le debía sonar su voz en sus propios oídos. Indudablemente aquello era la realización de un sueño o tal vez lo que había imaginado en prisión, cuando le habían arrestado por su participación en la huelga general de Austria contra la otra guerra, y no era más que un muchacho incierto, ambicioso e imaginativo. Ahora estaba ejerciendo lo que concebía su deber, y lo terrible era que su poder sobre los otros le proporcionaba un placer. En la luz amarillenta sus ojos estaban hundidos como las órbitas de una calavera.

Cuando salimos del edificio —que yo pensaba no quería volver a ver en mi vida—, empleó un largo rato en explicar a Ilsa por qué él ya no consideraba a aquella mujer una socialista. Se me escapaban los detalles de ello; no sentía simpatía ni por el POUM ni por su persecución, y Poldi tenía indudablemente sus razones, pero por muy cuidadosos o convincentes que pudieran ser sus argumentos, era evidente que había en él un trazo de locura. Seguramente lo había también en mí. El mío nacía en el odio y el miedo a la violencia, el suyo parecía empujarle a sueños fantásticos de poder. Pesaba tanto esta impresión sobre mí que no presté mucha atención a sus planes para el trabajo de Ilsa y mío en el extranjero. No tenía simpatía alguna con mi manera de mirar los problemas de la guerra; para él, yo no era más que un sentimental. Si quería encontrarme trabajo, era tanto porque esto le daba un sentido de poder como por su creencia de que yo era un buen propagandista. Era yo quien tenía que encontrar mi propio camino.

Como consecuencia de estas reflexiones, cada vez que Poldi nos llevaba a presentarnos a los nuevos jefes de los diversos ministerios, me dedicaba al juego de clasificarlos. Lo que más me chocaba en la mayoría de ellos era que pertenecían a un mismo patrón: jóvenes ambiciosos (o miedosos, tal vez) pertenecientes a la clase media alta que se habían declarado comunistas, no como lo habíamos hecho en Madrid, porque nos parecía el partido de los trabajadores revolucionarios, sino porque unirse a ellos era unirse al grupo más fuerte y tener parte en su poder disciplinado. Habían saltado por encima del socialismo humanista y habían adquirido una máscara de eficiencia y rudeza. Admiraban a Rusia por su poder, no como una promesa de una nueva sociedad, y su actitud me daba escalofríos. Trataba de ver dónde podía yo encajar en aquella maquinaria y no conseguía más que torturarme al ver que nada de lo que yo podía dar se utilizaba en la guerra. Lo único que encontraba que podía hacer era escribir el libro de Madrid que había planeado. Yo no era más que un recipiente que debía vaciarse de lo que tenía dentro.

Cuando se marchó Poldi hacía un frío terrible. Parecía muy enfermo y se quejaba de dolores; decía que padecía de antiguo del estómago y se había empeorado con la manera de vivir en Barcelona, acostándose tarde, comiendo irregularmente, manteniéndose a coñac y café —como yo había hecho— para fustigar sus energías. Antes de irse me habló una vez más de Ilsa: la encontraba ahora como había sido antes de que él destruyera su alegría y su simplicidad, y estaba contento de ello. En el futuro, estaríamos muchas veces juntos los tres, «porque si no fuera por Ilsa, él y yo hubiéramos sido muy buenos amigos». No creía yo así las cosas, pero estaba bien que él lo creyera. Entre nosotros no quedó el odio.

Me quedé solo, cara a cara conmigo mismo.

En aquellos días sombríos de diciembre se multiplicaron los bombardeos aéreos de Barcelona, y en enero de 1938 se hicieron aún peores. Las tropas del Gobierno habían iniciado un ataque en el frente de Aragón, y Barcelona era el centro de abastecimientos. Los aviones italianos tenían poco camino que recorrer desde las islas Baleares. Se remontaban alto, paraban sus motores a gran distancia sobre el mar, planeaban sobre la ciudad, soltaban sus bombas y huían. El primer aviso era la concusión de una bomba más o menos distante; después, la ciudad se quedaba a oscuras; mucho más tarde sonaban las sirenas. Volví a caer en las garras de mi obsesión; en el momento en que me despertaba no podía continuar en nuestra habitación. En la calle, cada ruido inesperado o confuso me sacudía y me producía la humillación del vómito. Al principio me quedaba durante horas en el
hall
del hotel, escuchando los ruidos de la calle, mirando a las gentes, en una ansiedad perpetua. Después descubrí que en el bar instalado en el sótano podía charlar con los camareros y refugiarme bajo gruesas paredes; y por último descubrí allí un cuartito diminuto, fuera de uso, que el director del hotel se avino a dejarme libre para que pudiera trabajar allí. Me instalé con mi máquina de escribir y trabajé días y noches con una excitación febril, rayando en histeria. En todo caso, cuando había un bombardeo aéreo estaba en un refugio y podía a la vez ocultarme de las gentes. En el techo del cuarto se abría una pequeña reja que salía a la altura de la acera en la calle y únicamente por allí me llegaban los ruidos del mundo exterior. Hubiera querido dormir allí por la noche; durante el día me dormía a ratos en un diván forrado de terciopelo que existía allí, en sueños cortos llenos de pesadillas de las cuales me recobraba después de beber un vaso de vino. Bebía y fumaba mucho. Tenía miedo de volverme loco.

Cuando no podía trabajar más porque las palabras se volvían borrosas, salía de mi cubículo y me mezclaba con las gentes en el bar. Se juntaban allí una colección abigarrada de oficiales del ejército y altos empleados, junto con periodistas extranjeros y españoles, huéspedes extranjeros del Gobierno, traficantes internacionales, esposas distinguidas y prostitutas de lujo. El ruido, las bebidas, las discusiones y la vista de la gente me salvaba de la melancolía mortal en que me sumergía tan pronto como me detenía en el trabajo.

Algunas veces, pero raramente, salía e iba a hablar con gentes que conocía en alguno de los departamentos de la organización de guerra. Tenía aún la esperanza de que podía ser útil y de que podía curarme dentro de España; sin embargo, un hombre como Frades, que había trabajado conmigo en Madrid en los días de noviembre —¡qué lejos estaban aquellos días en esta ciudad de negocios y burócratas, donde el ansia de lucha se había enfriado!—, me dijo que todo aquello era muy triste y que lo mejor que podía hacer era publicar mi libro y ver qué pasaba después. Rubio Hidalgo se había ido a París como jefe de la agencia España, y en Barcelona le había sustituido Constancia de la Mora, a quien yo no podía ni soñar el hablar de mis problemas. La mayor autoridad ahora en el Ministerio de Estado era el señor Ureña, que indudablemente no había olvidado mi actuación el 7 de noviembre; Álvarez del Vayo —cuya esposa había mostrado una gran amistad a Ilsa— no había vuelto aún a hacerse cargo del ministerio, y en todo caso estaba más obligado a asistir a otros que a mí. No encontraba una sola persona a la que pudiera hablar honradamente, como lo había hecho al padre Lobo.

El Gobierno y la maquinaria de guerra trabajaban como nunca habían trabajado: ahora había un ejército y una administración eficientes, dos cosas necesarias para mantener una guerra moderna aunque sea en pequeña escala. Pero el ansia de libertad, los esfuerzos desesperados por construir una vida social nueva y mejor, se habían destruido totalmente. Mi cerebro se conformaba, mis instintos se rebelaban furiosos.

Fui a una tienda a comprarme una boina. El propietario me contó, muy contento, que el negocio comenzaba a mejorar; se había dicho a las esposas de los empleados oficiales que debían volver a llevar sombrero, como una buena propaganda de que se habían terminado para siempre los tiempos turbulentos de la chusma proletaria.

Y todo aquello era verdad. Tal vez los hombres que no querían darme trabajo tenían razón. La única esperanza para España, la nueva España, era sostenerse hasta que las potencias no fascistas se avinieran a vendernos armas por ser su vanguardia; o hasta que se encontraran forzadas a luchar en la gran guerra que se aproximaba a grandes zancadas. En estos planes no había sitio para soñadores, ni tampoco sitio o tiempo para revivir la prematura fraternidad de Madrid. Aquí, en la Barcelona de 1938, yo no podía hablar a nadie en la calle como a un amigo o un hermano. Organizaron una expo—sición de Madrid, con enormes bombas vacías, con retorcidos cascos de metralla, con cientos de espoletas, con fotografías de ruinas, de hogares infantiles y de trincheras. Las caritas dormidas de los niños asesinados en Getafe volvieron a mirarme. Pero Madrid estaba muy lejos.

Nuestras tropas habían conquistado Teruel. Los corresponsales volvían del frente con historias de muerte en el fuego y en la nieve. Nuestra amiga noruega Niní Haslund, organizadora de la ayuda internacional, nos contó historias de niñas temblorosas en un convento bombardeado y de viejas mujeres que lloraban cuando se les daba pan. Me comenzaba a abrumar un sentido de inferioridad: nuestros soldados estaban muriendo en las calles de Teruel. Estábamos destruyendo nuestras propias ciudades y matando a nuestros propios hombres porque no había otra solución contra el horror de vivir en la esclavitud fascista. Yo debería estar en el frente, y no era ni aun capaz de trabajar en Barcelona cuando había un bombardeo. Era un inútil físico y mental, acurrucado en una cueva en lugar de estar ayudando a los niños o a los hombres.

Sabía que no podía remediar mis defectos físicos, ni mi mano estropeada, ni mi corazón lesionado, ni las cicatrices del tejido de mis pulmones. Sabía también que no tenía el deseo de matar. Pero era un buen organizador y propagandista y no trabajaba en ninguna de las dos cosas. Podía haber sido menos rígido, más elástico en mis relaciones con la burocracia; al fin y al cabo había sabido manejarla bien en el servicio de patentes, con beneficio para la industria pesada que yo odiaba. Y ahora, en el gran conflicto, había puesto por delante del trabajo mis odios y mis aversiones. Yo mismo me habia expulsado del puesto que había escogido en la guerra. Sin mi intransigencia y mi individualismo, Ilsa y yo podríamos estar aún haciendo un trabajo que honestamente creíamos hacer mejor y menos egoístamente que otros. ¿O habían sido mis nervios los que me habían traicionado? ¿Me hubiera impedido al fin seguir hablando como La Voz de Madrid la hiel amarga que me inundaba la boca? Me había refugiado en una enfermedad mental para no tener que enfrentarme cara a cara con las cosas que mis ojos veían y que a los otros parecían pasar inadvertidas?.

Lentamente, en espasmos, estaba terminando el libro que incluía algo del Madrid que yo había visto. En las noches escuchaba los gallos desafiándose unos a otros de azotea en azotea. Cuando Ilsa me dejaba solo en nuestra alcoba, me sentía atacado por todos los terrores, un paria, y cuando volvía buscaba refugio en su calor. Dormía muy poco. Mi cerebro giraba, como una mula ciega encadenada a una noria.

Después de un período de enfrentarme con la guerra y con la futura guerra, mis pensamientos volvían invariablemente a mí mismo. Ya no controlaba las emociones que me regían; su trama se había deshilachado. Tenía miedo de la tortura que precede a la muerte, del dolor, de la mutilación de la putrefacción en vivo y del terror que me producían en las entrañas. Tenía miedo de la destrucción y le la mutilación de otros, porque era una prolongación de mi propio terror y de mi propio dolor. Un bombardeo aéreo era todo esto, aumentado por el derrumbamiento de las paredes, el huracán de la onda explosiva, la imagen de los propios miembros arrancados del ,cuerpo vivo de uno. Maldecía mi memoria, fiel y gráfica, y mi imaginación entrenada técnicamente, que me presentaba los explosivos, los edificios y los cuerpos humanos en acción y en reacción como en una película lenta. Sucumbir a este terror de la mente sería caer en la locura, y este pensamiento me aterrorizaba.

El que las sirenas comenzaran a sonar y el peligro imaginario se convirtiera en real, era un profundo alivio. Obligaba a Ilsa a que se levantara y bajáramos al bar en el sótano. Nos sentábamos allí con otros huéspedes, todos en pijama o bata, mientras los antiaéreos ladraban y las explosiones sacudían el edificio. Algunas veces se me llenaba la boca de vómito, pero aun esto era un consuelo, porque todo era real, no imaginario. Después de un bombardeo me quedaba siempre profundamente dormido.

Después, en la mañana, bajaba al cuartucho que olía a moho y me sentaba a la máquina. Por un tiempo corto se me clarificaba el cerebro y pensaba. ¿Era verdad que tenía que abandonar España para no volverme loco y poder volver a trabajar? No creía en los planes de Poldi ni en sus negociaciones. Las cosas se desarrollarían por sí mismas, y a medida que cada situación concreta se produjera nos enfrentaríamos con ella. Mientras tanto, las fundaciones del edificio futuro estaban allí, firmes, reales e indestructibles: mi unión con Ilsa. Poldi lo había visto igual que lo habían visto María y Aurelia, igual que el padre Lobo lo había aceptado. Al menos en aquello no había problema, y me agarraba desesperadamente a esta simple realidad.

En la tarde del 29 de enero —un sábado—, el gerente del hotel bajó al bar a buscar a Ilsa: alguien la esperaba en el
hall
. Después de un rato, un camarero me dijo: «Creo que era la policía» y subí corriendo. Estaba sentada en el
hall
con uno de los agentes del SIM y su cara estaba color ceniza. Me alargó un telegrama: «Poldi murió de repente el viernes. Sigue carta». Firmaba un nombre que no conocía. El agente había venido para estar seguro de que no se trataba de una clave. Ilsa explicó cuidadosamente la situación y contestó llanamente a los comentarios locuaces del agente sobre los traficantes internacionales que había en el hotel. Después bajamos al bar, ella rígida delante de mí, y nos reunimos con el padre Lobo, que estaba con nosotros. Había conocido a Poldi, le había considerado un hombre fundamentalmente bueno y grande, y sin embargo había visto que Ilsa no le pertenecía. Ahora la consolaba gentilmente.

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