La forja de un rebelde (143 page)

Read La forja de un rebelde Online

Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
10.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando entré en la oficina de aduanas, estrecha y desnuda, me vi envuelto en humo de tabaco y en el tufo de una estufa de hierro encendida al rojo. Dos hombres dormitaban detrás del mostrador, envueltos en capotes. Uno de ellos se movió, estiró los brazos, bostezó y de pronto me dirigió una mirada aguda:

—Acaba de entrar de España, ¿eh? —y me alargó una petaca rebosante de tabaco negro cortado en hebras finas. Di unas chupadas hambrientas al cigarrillo antes de volver a la claridad helada de la noche. No había lámparas encendidas en la calle, al igual que en España; La Junquera había sido bombardeada un par de noches antes y Le Perthus estaba al lado peligrosamente cerca.

Ilsa estaba hablando al centinela español, pero yo no me sentí con ganas de prolongar la conversación. Cogí la pesada maleta, ella cogió la máquina de escribir y volvimos la espalda a España. El centinela nos gritó:

—¡Salud!

—¡Salud!

Subimos la empinada cuesta sin hablar.

No había posibilidad de dormir aquella noche en Le Perthus, porque los chóferes de los camiones que traían naranjas de España habían ocupado hasta el último rincón posible. Ahora sentía no haber cogido una de aquellas naranjas; estábamos sedientos y hambrientos. El oficial de aduanas, un francés ya viejo con unos bigotes espesos y lacios, negros y blancos, amarillos de nicotina, sugirió que un vecino suyo podría llevarnos en su coche a Perpiñán. Nos hubiera dejado pasar la noche en la oficina, pero a la una la cerraban. Pensé del dinero escaso que teníamos, de la noche helada, y decidí hablar con el vecino. Después de unos minutos de llamar a una puerta y helarnos en su umbral, nos abrió un hombre gordo, adormilado, vestido con unos pantalones desabrochados y una camiseta sin mangas. Sí, nos llevaría a Perpiñán, pero primero echaríamos un trago. Sacó una botella de vino tinto y tres vasos:

—¡Por la República española! —brindó.

Mientras se vestía, él y el oficial me agobiaron a preguntas sobre la guerra. Después, el oficial de aduanas dijo:

—Yo estuve en la otra guerra, ¡mierda, miseria y piojos! Y ahora nos están empujando a otra. Mi chico tiene justamente la edad. —De una cartera panzuda y grasienta sacó la fotografía de un muchacho espigado embutido en un uniforme mayor que él—. Aquí está. Ese Hitler está revolviendo las cosas y la segunda guerra va a ser peor que la primera. Me da lástima de ustedes, en lo que les han metido. Nosotros no queremos guerras, lo que queremos es vivir en paz, todos, aunque no se viva muy bien. Pero estos políticos, todos debían estar ahorcados. ¿Usted qué es?

—Un socialista.

—Bueno, yo también, si me entiende usted lo que digo. Pero la política en general es una basura. Si me matan al chico... No nos hemos peleado para tener otra guerra, pero si se empeñan les vamos a tener que romper los huesos otra vez. Sólo que, es lo que yo digo, ¿por qué no pueden dejar a la gente vivir en paz?

Cuando llegamos a Perpiñán eran cerca de las tres. Las calles estaban desiertas, pero el alumbrado encendido. Mirábamos con asombro las farolas que exhibían sus focos tan desvergonzadamente. La luz de una de ellas penetraba en el cuarto de nuestro hotel. Correr la cortina era como dejar la luz fuera, desamparada en el frío de la noche.

Ilsa se había quedado dormida instantáneamente con el sueño del agotamiento. Ya me había advertido que una vez que estuviéramos en Francia, era su turno el dejarse caer. Toda la noche, a través de mi sueño, escuchaba los ruidos de la calle. A las siete estaba completamente despierto y no podía soportar más el estar encerrado en una habitación. Las paredes se me caían encima. Me vestí sin ruido y me marché a la calle, llena ya de gentes que iban a su trabajo y de un sol pálido de helada. Una muchacha con un delantalito blanco, una faldita negra corta y medias de seda, tan bonita como la doncella de una comedia, estaba ordenando los anaqueles del escaparate de una panadería: bollitos y barras, cruasanes y bizcochos, panes grandes de pan blanco sobre bandejas de madera color oro tostado, como si también las hubieran dorado al horno. El aire llevaba hacia mí la fragancia del pan fresco y caliente, como el olor de una mujer empapada de sol. La vista y el olor del pan me hicieron sentirme furiosamente hambriento, voluptuosamente hambriento. —¿Puede usted darme algunos cruasanes? —pregunté a la muchacha.

—¿Cuántos quiere, monsieur?

—Todos los que quiera, media docena...

Me miró con unos ojos claros, amistosos, llenos de compasión.

—¿Ha llegado usted de España? Le daré una docena, se los va a comer todos.

Me comí algunos en la calle y volví a nuestro cuarto con el resto. Ilsa estaba aún profundamente dormida. Puse uno de los cruasanes en la almohada al lado de su nariz. El olor la despertó.

Íbamos por la calle perezosamente, disfrutando el placer de ver las gentes y las tiendas, aunque nuestro paseo tenía una finalidad urgente. Íbamos al banco donde Poldi había depositado dinero a nombre de Ilsa, como parte de un dinero nuestro que él había necesitado al marcharse de España. La cantidad sería lo suficiente para permitirnos ir a París y tener dos o tres semanas de descanso, sin preocupaciones financieras inmediatas. El futuro nos parecía simple y claro. Lejos de los bombardeos me recuperaría inmediatamente. Mientras tanto, trabajaríamos en París para nuestro pueblo. A ella la aguardaba escribir innumerables artículos; a mí, historias humanas. Después volveríamos a España, a Madrid, y todo acabaría bien. Teníamos que estar en Madrid a la hora de la victoria, y estaríamos. Lo único que aún le dolía a Ilsa era que no habíamos podido quedarnos en Madrid, como era nuestro deber y nuestro derecho.

Pero en ninguno de los bancos de Perpiñán había un depósito a nombre de Ilsa. Poldi debía de haberlo olvidado; en sus últimos días, parece que su cerebro no funcionaba bien.

Contamos y recontamos nuestro dinero. Al cambio oficial habíamos salido de España con cuatrocientos francos. No era bastante ni para dos billetes de tercera a París, ni para estar una semana en el hotel de Perpiñán. Nos sentíamos estupefactos, sin saber qué hacer. ¿Qué podíamos vender? No teníamos más que unas cuantas prendas de vestir bastante usadas, papeles y un viejo mantón filipino. ¿La máquina de escribir? Pero entonces nos quedábamos sin nuestra herramienta de trabajo.

Dejé a Ilsa en el hotel, buscando refugio en el sueño, y bajé a beber algo al patio del hotel. Cuando vi a Sefton Delmer sentado allí en el centro de un ruidoso grupo, me sentí molesto. No quería que se enterara de nuestra situación. Pero él tomó nuestra estancia en Perpiñán como una cosa natural y comenzó a hablar únicamente del nuevo coche que había venido a buscar para sustituir el viejo Ford de dos asientos, desgastado por la guerra, que había pasado por última vez a través de la frontera antes de licenciarlo. Miré con él el nuevo coche y escuché sus viejas hazañas y pensé si el viejo veterano estaría destinado como la máquina de escribir, que ahora era mía, a morir en la basura. Sentía una amargura y envidia secretas y pregunté a Delmer qué le iba a pasar al coche. Bueno, su colega Chadwick, que era quien había traído el nuevo coche desde París, se iba a quedar con él: ese tipo que está ahí, el de la cabeza apepinada. En un par de horas volvía a París en él.

Temblando de excitación, le pregunté, tan casualmente como pude, si creía que Mr. Chadwick tendría por casualidad sitio para nosotros en el coche. Teníamos poco equipaje y queríamos ir a París. Sí, había el sitio justo si no nos importaba ir incómodos. Le dije que no nos importaba y corrí a despertar a Ilsa, orgulloso como si le hubiera jugado una mala partida al destino. A las cinco de la tarde estábamos en camino de París, donde nuestro conductor tenía que estar al día siguiente a mediodía.

El viaje fue nuestra salvación y mi pesadilla. En la luz del crepúsculo, cada curva del camino sobre el llano era una amenaza de destrucción súbita. Me sentía aterrorizado de la posibilidad de un accidente estúpido y malicioso, de cada torsión de los engranajes del mecanismo triturador de la vida. Cuando comenzamos a trepar al Plateau Central (en el mapa parecía el camino más corto a París), la carretera estaba helada y el coche patinaba en cada curva cerrada. Chadwick era un chófer experto y decidido y yo tenía bastante disciplina de viajero de automóvil para decirle nada, pero tenía a veces que apretarme contra Ilsa para calmar mi temblor. Con la misma gráfica claridad con la que había imaginado muchas veces el curso y efecto de un obús, imaginaba ahora el patinazo, el choque y la mutilación cruel. Paramos una vez en una taberna aislada para confortarnos un poco y cenar rápidamente. Perdimos el camino y volvimos a encontrarlo. El hielo se convirtió en nieve crujiente. Seguíamos sin detenernos, a toda velocidad, mientras yo apretaba el brazo de Ilsa con mis dedos.

Poco antes del amanecer, cuando nos encontrábamos cerca de Clermont—Ferrand, Chadwick detuvo el coche. Estaba agotado y necesitaba descansar algo como una hora. Ilsa se incrustó en el hueco detrás del asiento, bajo la curva baja del techo del coche. Chad—wick se quedó dormido sobre la rueda del volante. Yo traté de hacer lo mismo en un rincón, ahora que tenía más sitio. El frío me agarrotaba, me tenía que mover, no podía dormir. Abrí la portezuela cuidadosamente y me fui a pasear por la carretera.

Era un amanecer gris, frío y húmedo. La tierra estaba profundamente helada. Unos cuantos árboles a lo largo de la carretera no eran más que esqueletos retorcidos. En la cima de un cerro cercano, una alta chimenea de ladrillo se enseñoreaba sobre los edificios negros de una fábrica y vomitaba oleadas de humo espeso. Pasaban a mi lado los obreros en sus bicicletas, primero sueltos, después en enjambres; sus luces rojas punteaban un camino lateral que iba a la fábrica. De pronto, el alarido de una sirena rasgó el aire; de la base de la chimenea surgió un pulmón espeso de vapor blanco que se enroscaba en la neblina. Me estranguló la náusea cuando no estaba preparado para ello. Vomité en medio de la carretera y me quedé allí helado, temblando, empapado en sudor, castañeteándome los lientes.

¿Es que no había cura para mí? Había estado allí, mirando la chimenea, viendo surgir el chorro de vapor blanco antes de que llegara a mí el sonido; debía saber que el silbido de la sirena iba a llegar a mí; sabía que lo único que significaba era la hora de entrada al trabajo y no el aviso de un bombardeo. Sabía que estaba en Francia, en la paz. Y sin embargo era el muñeco de mi cuerpo y de mis nervios. Hasta que no pasó media hora, no desperté a los otros. Chadwick gruñó un poco porque le había dejado dormir más allá de las seis; le dije que me daba lástima despertarle, tan agotado como estaba. No podía decirle que me hubiera dado vergüenza el que me hubiera visto pálido y temblón.

Hacía una mañana fría y soleada cuando entramos en París. Chadwick, todo prisas, nos dio la dirección de un hotel barato en Montparnasse y nos fuimos allí en un taxi. El ruido de la ciudad me desconcertaba. En broma, dije a Ilsa:

—Hotel Delambre, rue Delambre. Si lo pronuncias como en español, es hotel del hambre y la calle del hambre.

Lo fueron: hotel del Hambre, calle del Hambre, era nuestro destino.

La pequeña alcoba en el tercer piso olía a guiso pobre y a calle sucia. Sus paredes estaban cubiertas con un papel pintado con rosas rojas y malva descoloridas que parecían repollos sobre el fondo gris azulado; un lecho, desvergonzado de puro grande, llenaba la mitad de la habitación; un armario amarillo que crujía pero no cerraba, una mesa vieja de oficina, un lavabo de esmalte blanco con grifos niquelados, ambos surtiendo agua fría a pesar de sus leyendas, era el resto. Madame, la mujer del propietario, debía de haber sido una gran moza. Ahora era formidable, con unos ojos negros taladrantes y una boca de labios finos apretados. Su marido tenía un bigote flojo de foca y un corpachón blanducho; en cuanto tenía la ocasión, se escapaba de la portería y dejaba a la mujer que hiciera guardia detrás de la mampara de cristal. Era más barato alquilar el cuarto por mes; pero después de pagar un mes adelantado nos quedó dinero bastante para comer tres días. Los pequeños restaurantes del barrio ofrecían comida a siete francos y medio, con pan a discreción incluido en el menú. Después de España, y una vez que nuestra primera hambre se había apaciguado, una comida al día nos parecía bastante. Calculábamos que podíamos vivir con veinte francos al día. Para irnos sacando adelante teníamos algunas pocas cosas —nuestros relojes, mi estilográfica, el mantón filipino— que podíamos empeñar en el Monte de Piedad, por cantidades lo suficientemente pequeñas para darnos la seguridad de recuperarlas. Y yo iba a comenzar a ganar dinero inmediatamente.

Me fui a la embajada de España. El canciller, Jaime Carner, me recibió con mucha simpatía y no menos escepticismo, me dio una carta de presentación para dos periódicos de izquierda, pero me avisó que encontraría dificilísimo el romper el círculo encantado de las peñas literarias sin estar apoyado fuertemente, bien por un partido político o por alguno de los escritores consagrados. Sabía que no podía contar con ello.

Vincéns, al principio el agregado de prensa, después la cabeza de la Oficina de Turismo Española —una de las principales agencias de propaganda—, nos invitó a comer, lo cual era bienvenido, y me dio otra carta de presentación para otro periódico de izquierda.

El profesor Dominois, que había sido un amigo de Poldi —un socialista francés, un partidario ciego de la República española y un experto en la política de Centroeuropa—, nos citó en el Café de Flore, se dejó caer de un taxi, su chaleco manchado y tripudo a medio abrochar, sus lentes de oro colgando de un cordón de seda negra, su cartera de ministro vomitando papelotes, y, con un entusiasmo y una buena voluntad tremendos, comenzó a desarrollar ante nosotros fantásticos planes de nuestro futuro trabajo de propaganda, ¡en la embajada de España!

Con un paquete de traducciones defectuosas de mis historias sobre Madrid me fui a visitar a los editores. Algunas de estas historias fueron aceptadas, para perecer
sur le marbre
, la mesa de componer, que es el cementerio de todas las contribuciones sin importancia. Algunas fueron publicadas; y dos ¡me las pagaron! Las pruebas de una historia, con todos los sellos de
La Nouvelle Revue Française
que la había aceptado, impresionó tan profundamente a nuestra patrona que pudimos obtener de ella crédito por una quincena... Ilsa tenía más suerte: colocó algunos artículos de ella y algunas traducciones de mis cuentos en periódicos suizos socialistas que pagaban puntualmente, aunque poco. Más tarde encontramos una muchacha sueca que, llena de entusiasmo (porque reconoció en Ilsa a la heroína de una charla por radio que había dado una periodista sueca a su retorno de Madrid), tradujo dos historietas de
Valor y miedo
, y las historias, milagrosamente, fueron publicadas y pagadas. La suma total de nuestros esfuerzos en las primeras semanas comenzaba a parecer importante. Nos decíamos a nosotros mismos y uno al otro que solos, sin ayuda de nadie, habíamos obligado a leer a gentes de fuera sobre nuestra guerra, precisamente cuando ya comenzaban a sentirse cansados de ella y que para los mismos periódicos no tenía importancia. Pero aunque había consumido todas nuestras energías combinadas el hacer tanto, era sin embargo muy poco, poquísimo, para lo que había que hacer, y no satisfacía nuestra ansia de trabajar, ni nos proporcionaba más que un poquito de dinero ocasionalmente. Muy pronto nos vimos entrampados con el hotel, encadenados a un sitio en el que odiábamos hasta el mismo aire, sin contar las minúsculas hormigas rubias que invadían nuestro cuarto a millares. A menudo pasábamos hambre.

Other books

Wedding Survivor by Julia London
Wicked Sense by Fabio Bueno
White Goods by Guy Johnson
Black Betty by Walter Mosley
Casca 19: The Samurai by Barry Sadler
Angelica Lost and Found by Russell Hoban
The Book of Lies by Mary Horlock