Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Comencé a escribir un libro sobre el mundo de mi niñez y juventud. Al principio lo quería titular
Las raíces
, y describía en él las condiciones sociales entre los trabajadores de Castilla al comienzo del siglo, en los pueblos y en los barrios pobres que yo había conocido. Pero me encontré escribiendo demasiadas declaraciones y reflexiones, que creía necesario suprimir porque no brotaban de mi propia experiencia ni de mi propio ser.
Traté de limpiar la pizarra de mi mente, dejándola vacía de todo razonamiento, y tratar de retroceder a mis orígenes, a las cosas que había olido, visto, palpado y sentido, y cuáles de estas cosas me habían forjado con su impacto.
Al principio de mi vida consciente me encontré con mi madre. Con sus manos roídas por el trabajo, hundiéndose en el agua helada del río. Con sus dedos suaves enredándose en mis cabellos revueltos. El viejo puchero, tapizado de negro, en el que ella cocía y recocía su café de posos. En el fondo de mi memoria encontré la pintura del arco, para mí inmenso, visto desde el río, del puente del Rey, con el coche real, escoltado por los jinetes vestidos de blanco y rojo, pasando sobre nuestras cabezas; las lavanderas golpeando la ropa con sus palas; los chiquillos pescando pelotas de goma en el agua negra y maloliente de la alcantarilla de Madrid; y la voz de la mujer asturiana que cantaba:
Por debajo del puente no pasa nadie,
tan sólo el polvo que lleva el aire...
Así empecé. Titulé el libro
La forja
, y lo escribí en el idioma, las palabras y las imágenes de mi niñez. Pero tomó mucho tiempo escribirlo porque tenía que ahondar profundamente en mí mismo.
Por aquella época tuvimos un golpe de buena fortuna: Ilsa ganó una libra esterlina, que valía 180 francos al cambio de aquella semana. Compramos la estufilla de alcohol y la sartén de que tanto habíamos hablado, y dos platos, dos tenedores, dos cucharas y un cuchillo. Yo me acordaba del olor y del crepitar de la sartén de mi madre en la buhardilla y me puse a tratar de hacer guisos españoles para nosotros. Eran guisos de pobre, pero a mí me sabían a mi país: sardinas fritas, patatas, albondiguillas, todo frito en un aceite cantarín, aunque no fuera aceite de oliva. No había guisado en mi vida, pero me acordaba de los movimientos de las manos de mi madre: «Ahora, ella cogía esto y hacía así...».
Era algo de alquimia y de magia blanca. Mientras freía sardinas frescas y hermosas delante de la chimenea negra y fuera de uso, hablaba a Ilsa sobre la buhardilla, el pasillo, la escalera, la calle, los ruidos y los olores de Lavapiés. Se imponían y apagaban los ruidos y olores de la rue Delambre. Después, antes de volver a sentarme a la máquina, me tiraba a lo largo de la alfombra, la cabeza en el regazo de Ilsa y sus dedos entre mis cabellos, y escuchaba su voz cálida.
Al final de nuestra calle se abría una plaza en la que se instalaba el mercado del barrio. Nos íbamos allí juntos a buscar vegetales para una ensalada y el pescado más barato que hubiera en el mármol de los pescadores. Muchas veces nos salvábamos de otro día de hambre gracias a los calamares, que muy poca gente compraba y que el pescadero estaba siempre dispuesto a vender por unos céntimos. Su aspecto era repugnante: feos, sucios y escurridizos. Pero les arrancaba paciente sus varias capas de piel hasta que no quedaba más que la carne fresca llena de reflejos de nácar; preparaba una salsa deliciosa con su propia tinta, aceite, laurel, ajo y vinagre, y cocinaba en ella lentamente las tiras de carne blanca. El cuarto entero olía como la cocina de Miguel al pie del Peñón de Ifach. Otros días Ilsa tenía un ataque nostálgico e insistía en preparar por una vez un plato vienés, bajo mis ojos críticos. Tarde en la noche, cuando ya no me atrevía a teclear en la máquina, temeroso de las quejas de otros huéspedes, nos íbamos a dar un paseo hasta Saint—Germain—des—Prés, a mirar la luminosidad azul del cielo y mantener intacta la frágil burbuja de nuestra alegría.
Cuando teníamos un poco más de dinero del que necesitábamos para el día, perdíamos la cabeza. En lugar de gastarlo cuidadosamente, celebrábamos cada pequeña victoria con un nuevo desafío a nuestra existencia, pagándonos una comida completa en un verdadero restaurante —doce francos—, con una botella de vino barato incluida en el precio. Usualmente nos sentábamos bajo el toldo a tiras del restaurante Boudet en el bulevar Raspail, porque me gustaba la mezcla de sus clientes, estudiantes americanos ruidosos, disecados chupatintas parisienses y familias provincianas apaletadas, a la busca de París; y porque me gustaba mirar el espacioso bulevar con su aire de aristócrata en decadencia y la hilera de cuadros —puestas de sol, lilas en floreros azules, doncellas vergonzosas con mejillas rosadas— que se exponían en la acera opuesta. También, porque Boudet daba un buen cubierto por ocho francos o platos sustanciosos a la carta, y eran generosos con su pan blanco que circulaba libremente en cestos llenos y vueltos a llenar inmediatamente por las camareras.
En las tardes bochornosas, cuando me ahogaban las cuatro paredes de nuestro cuarto y quería ver gentes y luces, oír voces anónimas y sentir el ligero fresco del crepúsculo, íbamos a Boudet aunque todo nuestro capital no fuera más que cinco francos. Pedíamos un solo plato, rechazábamos dolorosamente la garrafa de vino que la camarera ponía automáticamente sobre la mesa, y nos adueñábamos de uno de los cestos de pan que estuviera bien lleno. Pero al principio del verano nos ocurrió un día que cuando pedíamos un plato de macarrones para el uno y otro plato para el otro —una combinación que nos permitía hacer comida de dos platos, dividiendo nuestra ración respectiva—, la camarera, una mujer ya madura de abundantes carnes, se inclinó sobre nosotros y dijo:
—Deben ustedes comer más, esto no es bastante.
Ilsa se quedó mirando la cara amistosa de la mujer y dijo:
—No importa mucho. Hoy no podemos gastarnos más dinero. Otro día tal vez.
Pero la próxima vez que volvimos a pedir un solo plato, la camarera se plantó, sólida y firme, y dijo:
—Les voy a traer dos cubiertos; hoy hay un buen menú. Madame me ha dicho que tienen ustedes crédito y que pueden comer lo que quieran.
Me fui a dar las gracias a Madame, balbuceando como un colegial. Estaba sentada detrás de su registradora, en un traje negro, con un gato blanco y negro al lado; pero al contrario de la mayoría de las propietarias de restaurantes francesas atrincheradas en la caja, no era llamativa ni su escote pródigo, ni tampoco llevaba su traje de satén negro ceñido como un guante a un cuerpo encorsetado. Era pequeña, delgada y vivaracha, rápida de frase, como una madre con muchos chicos. ¡Oh, sí, todo estaba arreglado! ¡Que no sabía cuándo y si podría pagar! No importa, ya pagaríamos. Interrumpió mis francas explicaciones de nuestra situación financiera: nosotros cenaríamos a crédito todo lo que nos hiciera falta y pagaríamos cuando tuviéramos dinero. Quien arriesgaba su dinero era ella, y era muy dueña de hacerlo.
Comenzamos a racionar nuestras visitas a Boudet; pero aun así, íbamos bastante a menudo cuando no teníamos dinero para guisar en nuestro cuarto o cuando queríamos animarnos un poco. Hacia el fin de septiembre habíamos acumulado una deuda de casi seiscientos francos. El cariño cálido de las dos mujeres no cambió nunca, ni nunca asumieron un aire protector. Algunas veces íbamos a comer allí para confortarnos en su acogida tan llena de calor humano. Cuánto me ayudó a mí a seguir trabajando sin la preocupación del momento próximo en que tendría que salir a escondidas a la caza de unas monedas, no puedo decirlo. Pero era, ciertamente, mi ambición secreta pagar un día mi deuda moral —la deuda en dinero la pagué, absurdamente, con dos mil francos ganados en la lotería, con el único vigésimo que compré en Francia y que compré con una desesperación cínica, con mis últimos diez francos, un día gris y lluvioso— y pagarla públicamente, ante el mundo, en letras impresas, como ahora lo hago.
Aquel septiembre, azul y oro, fue el septiembre de Munich.
Durante semanas, los franceses alrededor nuestro habían estado discutiendo la posibilidad de una paz pagada a cualquier precio, pagada por otros que no fueran ellos. Comenzaron a mirar de mala manera a los extranjeros que personificaban un aviso desagradable del futuro y la amenaza de complicaciones políticas. Comenzaba a extenderse el despectivo insulto,
sale métèque
. Fuera cual fuera su origen, su alcance era claro y hería por la espalda a todos los extranjeros que no fueran ingleses o americanos. Oí una vez a un borracho escupir un «¡puerco negro!» en la cara amarillagris de un mulato que llevaba en su solapa dos cintas, condecoraciones preciadas de la última guerra. Los trabajadores, cuyas conversaciones escuchaba en los
bistrots
, estaban inseguros y confundidos; ¿por qué tenían ellos que pelear por una burocracia que se volvía fascista o por un gobierno de grandes negocios? Mirad a España. España mostraba claramente lo que ocurría al pueblo que arriesgaba sus vidas por defender su libertad: «¿No es verdad, español?». Era para mí muy difícil contestar aquello; su odio a la guerra no era mayor que el mío; desconfiaba de su Gobierno tanto como ellos. Lo que dijera acerca de la necesidad de luchas por un orden social mejor, se había dicho tantas veces que sonaba a hueco; la palabra libertad sonaba irónica.
Un número cada vez mayor de refugiados solicitando en la Prefectura de Policía la prolongación mensual o bimensual de su permiso de estancia recibían la respuesta de que tenían que abandonar el país en ocho días. En la esquina del Café du Dome oía las historias de muchos que abandonaban París y se iban a pie por las carreteras, huyendo al sur, antes de que los arrestaran y los obligaran a cruzar la carretera belga o la alemana, abandonados al destino.
Los republicanos españoles también tropezábamos con el antagonismo oficial. Los ejércitos de Franco habían cortado la España leal en dos partes que disminuían rápidamente, y el grueso de sus fuerzas amenazaba Cataluña. Cuando, a nuestra vez, tuvimos que ir a la prefectura (a pie, porque teníamos el dinero justo para pagar los derechos de prolongación), discutimos sobriamente lo que haríamos si nos negaban el permiso de estar más tiempo en el país. ¿Volver a España —mi libro casi terminado, mi salud casi restablecida— con la seguridad de que no nos darían trabajo? Teníamos una invitación para ir a Inglaterra e Ilsa hablaba de marcharnos como si fuera nuestro propio país. Pero ¿cómo podíamos encontrar en ocho días el dinero necesario para el viaje? Era un callejón sin salida. Después, cuando el empleado aburrido nos prolongó el permiso sin el más ligero comentario, bajamos las escaleras cogidos de la mano como chiquillos que salen de la escuela; pero me flaqueaban las piernas.
En las tardes, las gentes se agrupaban en los bulevares, esperando, después leyendo y comentando, las últimas noticias de la última edición de
Paris—Soir
. Hitler había hablado. Chamberlain había hablado. ¿Y qué con Checoslovaquia? Era guerra o no guerra. En nuestro barrio, una de las tiendas de comestibles apareció cerrada: el propietario se había ido a provincias con toda su familia. Al día siguiente, dos tiendas más de la rue Delambre estaban cerradas porque sus propietarios se habían ido con su familia. Era una pesadilla el pensar lo que iba a ocurrir en este París si estallaba la guerra; lo primero, sería el caos en el suministro de víveres, porque las gentes no tenían más pensamiento que escapar de las bombas. Era amargo, a la vez que confortante, pensar de nuestra gente en Madrid que aún seguía resistiendo, cuando se acercaba al fin su segundo año de sitio.
El 14 de julio, cuando la ciudad crepitaba con las explosiones de los fuegos artificiales de la fiesta y el cielo estaba lleno de luces de color, me había ido a una estación del metro porque no podía soportar el ruido y la trepidación de la tierra; en la calle las gentes habían cantado y bailado, en un esfuerzo cansino y pobre de recuperar la alegría de una victoria por la libertad que ya estaba medio olvidada. Ahora, cuando sabía que el peligro era real y no una fantasía de mi cerebro, podía soportarlo, porque la guerra era inevitable y una guerra contra el agresor en aquel momento salvaría a España, la vanguardia medio destruida del mundo. Y si había guerra, lo mejor era estar en el centro de ella y tomar parte. Los franceses comenzarían metiendo a todos los extranjeros en campos de concentración, pero después nos admitirían a nosotros, que éramos los veteranos de su propia guerra. Me parecía a mí, entonces, que estaba recuperando el control de mí mismo. Había aprendido muchas lecciones.
El día en que aparecieron los grandes anuncios movilizando varias quintas francesas y ensuciando fachadas y paredes con su fealdad, el propietario del hotel Delambre me invitó a entrar en su sala de recibir:
—Como usted ve, esto significa guerra. Si el resto de su deuda no está pagado el domingo, me voy a la policía. No podemos mantener extranjeros que no tienen dinero. En todo caso, ya he hablado sobre usted a la policía. El lunes cierro el hotel y nos vamos a mi tierra. A París lo van a bombardear inmediatamente; es la ciudad que primero van a bombardear.
Ilsa estaba en cama con un ataque de gripe. Me fui a pasear por las calles de París sin idea alguna de dónde ir. En la Puerta de Orléans, una masa compacta de automóviles particulares, cargados al máximo con maletas y bultos, avanzaba lentamente, estorbándose unos a otros en su afán de escapar cuanto antes de la ciudad. Las estaciones del ferrocarril estaban sitiadas por multitudes silenciosas, malhumoradas y tensas. Hileras completas de tiendas estaban cerradas a piedra y lodo. Aquello era pánico en el borde de desatarse incontrolable.
Volví a nuestro cuarto para ver a Ilsa y tratar de preparar algo de comida. Lo único que teníamos eran unas pocas patatas y medio pan infestado en todos sus poros por las pequeñas hormigas rojas que resistían cualquier intento de echarlas de su mesa de banquete. Volví a la calle y le pedí al camarero del Dome que me diera un vaso de vino que me bebí de un trago. Volví a llenarlo sin decir palabra mirando por encima de mi hombro, distraído, la avalancha de coches en el bulevar, grandes automóviles con enormes maletas amontonadas en sus traseras.
—¡Los cerdos! Para nosotros, el cuartel y ellos... Bien, tendremos que cortarles el cuello a muchos, como hicieron ustedes en España.
Alguien me golpeó el hombro: