La forja de un rebelde (142 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Se pasó una noche entera sentada en la cama peleándose consigo misma. Yo no podía hacer más que acompañarla. Se creía responsable de la muerte de él, porque pensaba que su manera de vivir desde que ella le había dejado había minado su salud. Pensaba que no se había preocupado de sí mismo, precisamente porque ella se había ido de su lado y porque había intentado encontrar una finalidad en la vida distinta de sus sentimientos hacia ella. Esto fue al menos lo que me dijo, aunque no habló mucho. No era más fácil para ella el que no sintiera remordimientos, sino sólo pena de haberle herido mortalmente y de haber perdido una amistad profunda y vieja. Habían tenido buenos ratos en su vida en común. Pero ella conocía el fracaso de él, porque ella no había podido amarle, y esto le angustiaba. Era el precio que tenía que pagar.

A las tres de la mañana hubo un bombardeo. No bajamos al bar. Las bombas cayeron muy cerca. Unas pocas horas más tarde Ilsa cayó en un sueño inquieto; me levanté, me vestí y bajé al
hall
. Las mujeres de la limpieza no habían terminado aún y tendría que esperar para poder trabajar. Me quedé en el
hall
. Un inglés joven —el segundo oficial de un barco inglés que había sido hundido por bombas italianas, según me contó el gerente del hotel— se paseaba de arriba abajo y de abajo arriba como un oso en una jaula. Tenía los ojos de un animal amedrentado y la mandíbula le colgaba floja. Se paseaba en el
hall
en dirección opuesta a la mía y cada vez que nos cruzábamos nos mirábamos uno a otro.

Aquella mañana de domingo era maravillosamente azul. Ilsa había prometido actuar como intérprete para uno de sus ingleses amigos, Henry Brinton, durante una interviú con el presidente Aguirre, del país vasco. Bajó, muy rígida y pálida, se bebió el desayuno —una infusión de manzanilla sin pan, porque la situación alimenticia de Barcelona se agravaba por días— y me dejó solo. Tenía bastante ya de mirar los paseos del inglés y bajé a mi refugio. Mi colección de cuentos estaba terminada, pero quería revisarla y corregirla. Iba a titular el libro
Valor y miedo
.

Media hora más tarde sonaban las sirenas, simultáneamente con la primera explosión. Me fui corriendo al mostrador del bar; se me contraía el estómago y el camarero me llenó un vaso de coñac. El joven inglés bajaba las escaleras temblándole las piernas; en el último descansillo —un triángulo estrecho— se paró y se recostó contra la pared. Me fui a él. Le castañeteaban los dientes. Le obligué a sentarse en uno de los escalones y le traje un vaso de coñac. Comenzó a contarme en una laboriosa mezcla de francés e inglés: las bombas habían caído en la cubierta del buque y había visto a sus hombres hechos pedazos ante sus ojos dos días antes. Aquello le había dado un choque... e hipó convulso.

Un tremendo desgarro y aullido sacudió el edificio, seguido del derrumbe de paredes contra las paredes que nos encerraban. De la cocina llegaban chillidos agudos. Una segunda explosión nos tambaleó a nosotros y a la casa. El oficial inglés y yo nos bebimos el resto del coñac. Veía temblar mi mano y bailotear la suya. El camarero, que había corrido escaleras arriba, volvió y dijo:

—La casa de al lado y la de detrás de nosotros están hundidas. Vamos a hacer un agujero en el tabique de la cocina con el sótano de al lado, porque se oye gritar a gente en el otro lado de la pared.

E Ilsa estaba en la calle.

Apareció una horda de cocineros en mandiles blancos corriendo por el pasillo. El blanco estaba salpicado del pimentón de los ladrillos. El alto gorro blanco del
chef
estaba apabullado. Conducía un grupo de mujeres y chiquillos con los trajes desgarrados y llenos de polvo. Lloraban y gritaban todos; los acababan de recoger a través de un agujero en el tabique. La casa entera había caído sobre ellos. Había dos más que estaban aún aprisionados en los escombros. Una mujerona ya madura y gorda se cogió el vientre con las dos manos y comenzó a reír en tremendas carcajadas. El oficial inglés se quedó mirándola con los ojos azules dilatados. Yo sentí que mi control, también, se me escapaba. Separé al oficial bruscamente de un codazo y abofeteé a la mujer. Se le cortó la risa y se me quedó mirando asombrada.

Poco a poco fueron desapareciendo las mujeres y los chiquillos. El inglés, mientras, se había bebido una botella entera de vino y ahora estaba caído a través de una mesa, roncando, con la cara contraída dolorosamente. El camarero me preguntó:

—¿Dónde está tu compañera?

No lo sabía. Tenía los oídos llenos de explosiones. Estaría allí, en la calle, o muerta. Estaba en un estupor. A través de las claraboyas del techo llegaban las campanadas del servicio de incendios y penetraba una lluvia finísima de yeso. Olía igual que el derribo de una casa vieja. ¿Dónde estaba Ilsa? La pregunta me golpeaba el cráneo, pero no intentaba contestarla. Era un murmullo semejante al del latir de mi sangre en las sienes. ¿Dónde estaba Ilsa?

Bajaba las escaleras acompañada de Brinton y parecía años más vieja que el día antes. En nuestro cuarto encontramos roto sólo un cristal del balcón, pero la casa al otro lado del jardín del hotel había desaparecido. El jardín estaba lleno de persianas retorcidas como serpientes, muebles rotos, tiras de papel pintado y una gran lengua de escombros desbordados. Ilsa se quedó mirando aquello y después se desplomó. Había estado en la calle durante el bombardeo y no se había asustado mucho; después había piloteado a Brinton durante su interviú con Aguirre; había una mimosa en flor en el jardín del presidente, y una bala de un antiaéreo clavada en la acera. Después, el chófer le había dicho que las bombas habían caído en el Ritz y, volviendo, se había hecho fuerte contra lo peor que podía encontrar. Había ayudado a matar a Poldi. Ahora pensaba que me había dejado solo para que me mataran o me volviera loco. Me di cuenta entonces de que yo también la había dado por muerta a causa de la muerte de Poldi, pero sin admitirlo.

Aquella noche el ruido de pico y pala, los gritos de los trabajadores desescombrando, entraban en nuestro cuarto mezclados con el canto de los gallos. Recuerdo que aquella tarde llegó una delegación inglesa —lord Listowel y John Strachey, entre ellos— y fue conducida al montón de escombros que rodeaba el hotel, donde los hombres trabajaban bajo la luz de las lámparas de acetileno para recoger a los enterrados. Creo recordar que los periodistas hablaban mucho de una misa pública que el padre Lobo había dicho aquella mañana y que Nordahl Grieg —el escritor noruego que fue derribado en un avión inglés durante un raid sobre Alemania seis años más tarde— me contó cómo las escuadras de salvamento habían entrado en un cabaret donde estaba él bebiendo, y habían obligado a todos los juerguistas a ayudar a desescombrar. Pero no me acuerdo de nada sobre mí mismo. Los días siguientes se pasaron en una niebla. Mi libro estaba terminado, Ilsa estaba viva, yo estaba vivo. Era claro que tendría que abandonar mi país si no quería volverme loco. Tal vez lo estaba ya; pensé sobre esta posibilidad lleno de indiferencia.

Todo lo que hicimos en aquellas semanas de febrero fue hecho por Ilsa y sus amigos. Acabó la traducción alemana de mis historias y las vendió a un traficante holandés en tabaco y otras cosas, por dinero contante; con él pagamos la cuenta del hotel. El manuscrito español de
Valor y miedo
fue aceptado, con gran asombro mío, por Publicaciones Antifascistas de Cataluña. Una refugiada alemana —una muchacha que había sido secretaria de escritores de izquierda, había huido del régimen nazi, había pasado hambre en España y estaba sufriendo de un choque nervioso que la convertía en un peligro en los refugios públicos— había obtenido una visa de entrada en Inglaterra porque Ilsa había convencido a Brinton de que la ayudara, y al ministro de Gran Bretaña en Barcelona de que se ocupara de ello; y en su gratitud, la muchacha había cogido mi manuscrito y se lo había llevado a los editores a quienes ella conocía. No me quedaba más que firmar el contrato. Era bueno saber que algo de mí sobreviviría.

Como no era útil para el servicio activo, se me concedió un permiso para abandonar el país, pero tenía que pasar a través de complicados trámites oficiales. Nos ayudó Julius Deutsch, nos ayudó Del Vayo, nos ayudaron yo no sé cuántos a llenar los requisitos innumerables, necesarios para obtener nuestros pasaportes y el visado de salida. En las contadas ocasiones en que no tenía más remedio que salir a la calle, mi única preocupación era cómo no vomitar. Cuando volvía al hotel, caía en un adormilamiento sordo o me enzarzaba en cualquier discusión interminable con alguien que hubiera en el bar. Pero no creo que la gente en general se diera cuenta de que estaba batallando contra una destrucción mental. Docenas de veces le decía a Ilsa que era inútil empeñarnos en batallar contra las circunstancias, y cada vez me repetía que si queríamos, sobreviviríamos, y debíamos quererlo porque teníamos muchas cosas que hacer en el mundo. Cuando me sentía derrotado y me sumergía en mi modorra, se enfurecía desesperadamente conmigo y convertía en posible lo imposible. Mi debilidad la obligaba a sacarse ella misma de su propio infierno; le daba tanto trabajo que llegaba a olvidar sus miedos por mí. Porque ella, también, creía que me estaba volviendo loco y era incapaz de ocultar su miedo a mis ojos agudizados.

Había sabido por varias cartas que Poldi había muerto de una enfermedad incurable de los riñones, que ya había afectado su cerebro y que le habría destruido lenta y dolorosamente, si hubiera vivido, en lugar de morir rápidamente; supo por su madre que había regresado de Barcelona muy tranquilizado, casi feliz, orgulloso de ella, amistoso hacia mí y determinado a rehacer su propia vida. Esto la liberó de su sentido de responsabilidad por su muerte y la dejó con el conocimiento de la herida que le había infligido. Decía que su muerte había terminado su juventud, porque la había enseñado que no era más fuerte que las circunstancias de la vida, como ella creía secretamente. Pero mi propia enfermedad estaba extrayendo de ella sus reservas más profundas de energía. Como ella decía, estaba realizando el milagro del barón de Münchhausen; sacarse del pozo tirándose de la propia coleta. Pero todo esto yo lo contemplaba entonces a través de una niebla de apatía.

Hubo sin embargo una cosa, una simple cosa, que hice solo: arreglé los documentos y di los pasos necesarios para nuestro matrimonio. Una semana antes de abandonar Barcelona y España, nos casamos legalmente ante un cáustico juez catalán que, en lugar de una plática, nos dijo:

—Uno de ustedes es una viuda, el otro un divorciado. ¿Qué les puedo decir yo que no sepan ustedes mejor? Ustedes saben a fondo lo que hacen. ¡Buena suerte!

Cuando bajábamos las escaleras retorcidas del juzgado, pensaba que una simple formalidad me aliviaba el corazón, sin que nada se hubiera alterado. Pero estaba bien que no tuviéramos que luchar más para que se nos reconociera el derecho de vivir juntos.

Fuera, en la calle llena de sol y vacía, un viento de primavera temprana me azotó la cara.

Capítulo 10

No hay cuartel

El reloj de la iglesia española dio las doce campanadas de medianoche justamente cuando el oficial de aduanas levantaba su sello de caucho de la almohadilla pegajosa de tinta. Lo apretó contra la página abierta de mi pasaporte y al mismo tiempo el reloj francés, al otro lado de la frontera, lanzó su respuesta. Si hubiéramos llegado a La Junquera cinco minutos más tarde, podían habernos hecho volver, porque mi permiso de salida de España expiraba el 22 de febrero y aquellas campanadas eran el fin de aquel día. Hubiera tenido que regresar a Barcelona y solicitar una prolongación del permiso. No hubiera tenido fuerzas para ello. Mejor reventar en Barcelona. Nuestros soldados habían perdido otra vez Teruel, estaban siendo rechazados a través de los campos helados. ¿Por qué tenía yo que huir de una imaginada locura?

El oficial estaba estampando el pasaporte de Ilsa.

Ella era quien había encontrado el coche que nos condujera, uno de los coches de la embajada británica. Por días sin fin había sido imposible encontrar otro vehículo, La última semana había estado sacudida por los bombardeos y el hambre. No había pan en Barcelona, ni tampoco tabaco para calmar el vacío consciente en el propio estómago. La mañana antes de partir habíamos pasado los puestos de pescado de la Rambla de las Flores, yendo al puerto en una busca desesperada de cigarrillos para mí; había en uno de ellos un montón raquítico de bogas, esos pececillos que pueden pescarse a millares al lado de los muelles, y sobre ellos un trozo de cartón sostenido por un alambre: «1/4 de kilo, 30 Pts». La paga de un miliciano eran 300 pesetas al mes, y para muchos era el único ingreso de sus familias. Durante las horas de camino en que había visto flamear delante de mis ojos la bandera británica, enhiesta sobre el radiador del enorme coche, había pensado varias veces en el miserable montoncito de pescado con su banderita de cartón.

El oficial de aduanas estaba ahora cerrando las correas de nuestras tres maletas.

El hombre había manejado mis manuscritos, hechos paquetes precintados por el sello de la censura del Ministerio de Estado, con un cuidado y un respeto exquisitos; indudablemente creía que iba a Francia en alguna misión misteriosa, por el prestigio de aquellos sellos y por haber llegado en un automóvil de la policía. Porque a cincuenta kilómetros de la frontera, nuestro hermoso coche británico nos había dejado en el borde de la carretera con una biela fundida, las gentes del garaje más cercano eran impotentes para arreglar aquello. Me había vuelto a sentir derrotado por el destino, me había visto a mí mismo como uno de aquellos soldados huyendo de Teruel, condenado por el fuego y la nieve; pero el propietario del garaje había llamado por teléfono a la policía del pueblo más cercano, la magia de la bandera inglesa, del acento extranjero de Ilsa y del paquete lleno de sellos les había impulsado a ofrecerse a llevarnos a la frontera en su destartalado coche. El azar ciego nos recogía de lo que él mismo había provocado.

Así llegamos a La Junquera cinco minutos antes de medianoche, después de un viaje entre dos hileras apretadas de árboles surgiendo de la oscuridad bajo el cono de luz de los faros, y a través de pueblos dormidos, donde a veces los escombros de las casas demolidas por las bombas llenaban la carretera. Era verdad que estaba abandonando mi país.

Después, estábamos entre las dos barreras, en la tierra de nadie, un carabinero a un lado, un gendarme al otro. La carretera francesa estaba bloqueada por camiones pesados, sin luces, inmóviles, vueltos de espalda a la frontera española: no armas para España, pensé. Cruzamos la frontera. El gendarme miró por encima nuestros pasaportes y nos dirigió a la Aduana. Tuve que llevar en dos veces nuestras maletas y la máquina de escribir; Ilsa esperó por mí en el lado de España. Era una cuesta pina y ella no podía ayudarme. De uno de los camiones brincó a la carretera helada un puñado de naranjas, alegres en su liberación; dos de ellas pasaron a mi lado, rodando ráudas, de vuelta a España.

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