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Authors: Eva P. Valencia
OTOÑO
EN
MANHATTAN
Eva P. Valencia
A mi hijo,
con toda mi alma.
“Siempre hay un poco de locura
en el amor, pero siempre hay un
poco de razón en la locura”
Friedrich Nietzsche
Sinopsis
Gabriel Gómez, es un joven y guapo arquitecto de 30 años,
que decide abandonarlo todo huyendo del amor de la prometida de su hermano
Iván. Deja Barcelona para emprender una nueva vida en la ciudad de Manhattan.
Nada más llegar, conocerá a su sexy, autoritaria y exigente jefa, Jessica
Orson. Ambos, con personalidades completamente distintas y escépticos en el
amor a quienes el destino pondrá a prueba.
OTOÑO EN MANHATTAN
Saga Loca
Seducción
-1
Código: 1311240103352 SafeCreative
© ALL RIGHT RESERVED
Prólogo
Barcelona, julio 2013
Ya han transcurrido cuatro años desde el fallecimiento de
Érika en un fatídico accidente de tráfico. Ella y Gabriel, tenían planeado
contraer matrimonio aquel mismo invierno, sin embargo el destino les
deparó un desenlace muy distinto.
Para poder olvidar y dejar atrás el pasado, Gabriel decide
marcharse de Madrid y trasladarse junto a su hermano Iván a la ciudad
condal.
Pronto conoce a su prometida, Marta Soler, una guapa
catalana de veintiséis años. Gabriel enseguida cae rendido ante sus encantos, enamorándose
perdidamente.
Todo en ella le recuerda a Érika. Su rostro, su pelo…
incluso su mirada.
Sin pretenderlo, Marta se vio tentada. Amaba
a Iván pero no podía evitar sentir deseo por su hermano Gabriel.
Cuando aquel triángulo amoroso les empezó a asfixiar,
Gabriel decidió desaparecer, poner tierra de por medio.
Viajar a Manhattan… podría ser la solución.
Septiembre, 2013
La voz del capitán
alertó a Gabriel que su avión, un
JetBlue Airways
(Airbus A320) estaba
sobrevolando la ciudad de Nueva York para tomar tierra en el aeropuerto John F.
Kennedy.
Estiró
los brazos y haciendo crujir los nudillos, echó un vistazo a través de la
diminuta ventanilla, admirando los increíbles gigantes de hormigón que se
alzaban arrogantes sobre el grisáceo asfalto de Manhattan.
Inspiró
hondo, soltando poco a poco el aire mientras pensaba:
«
Nueva
vida, nueva ciudad…»
Las
casi nueve horas de vuelo en aquella reducida e incómoda butaca y sin la
posibilidad de fumarse un pitillo, habían exasperado los nervios de Gabriel a
límites incalculables, produciéndole una tremenda jaqueca y un peor humor de
perros.
Los
últimos días en Barcelona habían sido completamente caóticos. Enamorarse de la
prometida de su único hermano no había sido un gesto demasiado elegante por su
parte. Por lo que, tratar de poner tierra de por medio, había sido sin duda la
mejor solución, o por lo menos, la más práctica dada las circunstancias.
Nada
más desembarcar y tras recoger su escaso equipaje, Gabriel encendió de nuevo su
Blackberry
mientras esperaba junto a la parada de taxis.
Comprobó
la bandeja de mensajes entrantes; tenía dos de sus padres y otro de su amigo
Víctor, quien se dedicaba a jornada completa a la supervisión de un despacho de
arquitectura justo en el centro de Madrid, a solo dos manzanas de la
emblemática plaza de
Cibeles
.
Mientras
se disponía a abrir el primer mensaje, una tos seca alertó a Gabriel de una
compañía femenina a escasos dos metros de su lado izquierdo.
Curioso,
miró por el rabillo del ojo sin perder un ápice, a la vez que guardaba el
teléfono móvil en uno de los bolsillos traseros de sus vaqueros desgastados.
Sonrió
tras descubrir que se trataba de una bonita chica de cabellos castaños cuyas
ondas le caían justo por encima de sus hombros. Con enormes y vivaces ojos
verdes, poblados de largas y rizadas pestañas negras, y un gracioso lunar
dibujado sobre el labio superior. Su cuerpo era menudo y delgado, y aunque irguió
la espalda esforzándose en aparentar ser una persona segura de sí misma,
enseguida se delató avergonzada pintando sus mejillas de un color rosáceo muy
sutil.
Abrió
la boca en un acto de fe, reuniendo el coraje suficiente para empezar a
entablar una conversación con aquel desconocido, pese a no tenerlas todas con
ella.
—¿Eres
Español? —de momento tan solo pudo articular aquel par de palabras y su dulce
voz, tembló.
—Sí, eso parece
—le contestó.
Gabriel sonrió,
señalando con el dedo índice a la serigrafía que había dibujada en el centro de
su camiseta gris
oscura.
—Barcelona…
—leyó la joven mentalmente y enseguida se le dibujó una sonrisa de oreja a
oreja—. ¡Uf! Menos mal… —suspiró con gran alivio llevándose la mano sobre el
pecho—. Me acabas de salvar la vida. ¿Puedes creerte que llevo más de media
hora tratando de encontrar a alguien que hable mi idioma? Es la primera vez que
viajo a Nueva York y entre mi pésimo sentido de la orientación sumado a mi
absoluta negativa con el idioma, la verdad, ando muy perdida.
Gabriel
se echó a reír. Al parecer su forma de hablar tan locuaz le estaba jugando una
mala pasada. Cada dos o tres palabras se le trababa la lengua, sin siquiera ser
consciente de ello.
Mientras hablaba,
se fijó en sus manos. Cada una de ellas, sujetaba una enorme maleta roja con
los ribetes negros, que a duras penas podía cargar.
Antes
de preguntarle, Gabriel miró con suavidad a aquellos ojos inseguros tratando de
mostrarle confianza.
—¿Hacia
dónde te diriges?
—Hum…
—ojeó un trozo de papel que simulaba un mapa—. Al centro de Manhattan.
—Pues…
sin duda, hoy es tu día de suerte porque casualmente esa es mi próxima parada
—le regaló una sonrisa radiante que la desarmó en un santiamén.
La
conversación quedó interrumpida justo cuando un taxi se detuvo a sus pies.
Gabriel
miró al vehículo estacionado y luego a la joven que permanecía inmóvil a su
lado.
¿Por qué no
compartir el taxi?
Bien mirado no
resultaría tan mala idea. Ambos necesitaban algo del otro: Ella ayuda y él
compañía. Podría resultar hasta divertido. Además, no le parecía ético dejarla
sola en medio de aquella jungla, llena de depredadores acechando para
homenajearse un suculento festín: A una joven guapa, dulce y fácilmente
influenciable.
Tras proponérselo,
ella dudó unos instantes.
En
una situación normal, ni siquiera se estaría planteando la remota posibilidad
de subirse a un taxi con un desconocido, pero daba por hecho que era la mejor
opción, dada las circunstancias. Solía hacer caso a su sexto sentido: la
intuición. Y algo le decía que aquel chico no la iba a engañar, así que aceptó.
Nada
más acomodarse en los asientos traseros del taxi, Gabriel, con un acento inglés
un tanto peculiar, le indicó al conductor la dirección a la cual se dirigían.
Después
de ceñir el cinturón de seguridad a su cuerpo y pasarse la mano por el pelo,
ladeó la cabeza para interesarse por su acompañante.
—Así
que de Barcelona, ¿eh?
—Sí,
de un pueblecito costero.
—¿Y
qué lleva a una chica guapa y solitaria a decidirse a viajar a miles de
kilómetros de su casa?
—Pues…
—dijo ruborizándose nuevamente. Era la segunda vez que no podía evitar que
aquellos ojos verdes y penetrantes de Gabriel la amilanaran de aquella manera.
Tuvo que tragar saliva y respirar hondo si quería proseguir lo más sosegada
posible—: La universidad en la cual estudio, me ha concedido una beca y empiezo
el semestre en pocos días.
Gabriel,
mientras la escuchaba, aprovechó para repasarla de arriba abajo. Por lo visto,
era una chica sencilla, al menos por su atuendo. Daba por hecho que era una
persona muy tímida por cómo se ruborizaba cada vez que se atrevía a mirarlo a
los ojos más de dos segundos seguidos. Aquello le hacía mucha gracia.
El
trayecto duró poco más de media hora.
Apeándose
primero del taxi, Gabriel recuperó las maletas y las apoyó en el pavimento.
Luego rasgó un tozo de papel de la agenda que llevaba en su bandolera y
escribió de puño y letra su número de teléfono.
Tras
doblarlo, se lo entregó mirándola por última vez:
—Por
cierto, me llamo Gabriel.
Ella
trató de mostrarse lo más serena que fue capaz. Era muy probable que no se
volvieran a ver.
—Yo
soy Daniela.
—Si
necesitas ayuda con el idioma, llámame…
Hizo
un gesto con la mano emulando un teléfono y tras guiñarle el ojo, el vehículo
se incorporó al tráfico.
Tras
permanecer en el sitio viendo alejarse al taxi, asió ambas maletas hinchando el
pecho mientras admiraba al enorme rascacielos que se alzaba ante él.
Su
destino era la planta treinta y seis. Según le había informado su amigo Víctor,
lo que primero debía hacer era ir a la oficina y una vez allí, preguntar por
una tal Jessica Orson. Ella se encargaría de enseñarle el despacho y de darle
las llaves del apartamento donde viviría a partir de aquel momento.
El
viaje en el ascensor resultó de lo más asfixiante y lo más parecido a una
leonera. Entre la cantidad de personas que cabían por metro cuadrado y el
peculiar olor unido a la mezcla entre perfumes y otras cosas que prefería no
nombrar… el aire se había convertido en prácticamente irrespirable.
Al
fin, la puerta se abrió y Gabriel pudo salir, respirando a pleno pulmón para
renovar el aire.
Miró
un panel en el cual indicaba la dirección que debía seguir para llegar hasta
las oficinas de Andrews&Smith Arquitects. Cruzó un largo pasillo hasta
encontrarse con una enorme puerta acristalada que se deslizó a ambos lados,
cuando el sensor notó su presencia.
Abrió
los ojos y arqueó las cejas, sin poder evitar pegar un silbido.
Todo
a su alrededor estaba decorado con un gusto exquisito.
Aquellas
oficinas no tenían nada que ver con el pequeño despacho de apenas cincuenta
metros que tenía alquilado en el centro de Barcelona junto a su hermano Iván.
Después
de echar un vistazo rápido, se acercó a una chica de cabellera rojiza y grandes
ojos color café que presidía la mesa de recepción. Acababa de colgar el
auricular del teléfono y no tardó en brindarle una amable sonrisa de
bienvenida.
Él
se presentó interesándose por Jessica Orson.
—Puede
acomodarse en el sofá mientras le aviso.
—Gracias.
Dejó
las maletas a un lado y se espachurró en el sofá a esperar durante más de media
hora; incluso se permitió el lujo de quedarse dormido sin darse cuenta.
De
repente, un increpante y desagradable carraspeo hizo que Gabriel se despertara
bruscamente de su letargo, pegando un brinco. Al abrir los ojos se encontró con
una fulminante y gélida mirada azul que lo observaba desde lo alto.
Gabriel
no tardó en saltar del sofá y erguirse, enderezando la espalda.
Tosió.
Se
frotó los ojos repetidas veces mientras abría la boca de par en par esbozando un
bostezo sin pudor.
—¡Aquí
no se viene a dormir! —vociferó aquella chica de cabellos negros que le miraba
centelleante con cara de pocos amigos mientras cruzaba los brazos bajo sus
voluminosos pechos.
Gabriel
se rió con ganas y aún a riesgo de enojarla más, trató de justificar como
pudo aquel comportamiento infantil y poco profesional.
—Debe
de ser el
jet lag
.
De
nuevo, se le escapó la risa sin poder evitarlo, a la vez que se rascaba la
cabeza simulando a un perro sarnoso.
Ella
arrugó la nariz.
¿De
dónde había salido?
Aquel
chico cuanto menos era el
antiglamour
personificado y aún peor, estaba
exacerbando sus nervios y mermando la poca paciencia de la cual disponía.
Empezó
a tintinear contra el suelo uno de los tacones de sus carísimos y exclusivos
Christian
Louboutin
mientras se mordía la lengua privándose así de no escupirle una
soberbia grosería.
«¿
Quién
coño se cree que es? No es más que un niñato que por lo visto no sabe con quién
está tratando
», pensó para sus adentros, malhumorada.
—Usted
debe de ser el amigo de Víctor —le estudió de arriba abajo concienzudamente.
—El
mismo —añadió de forma divertida.
Cuando acabó de
repasarle y aprenderse de memoria hasta el número que calzaba, arrugó el
entrecejo. Lo que había visto hasta el momento no era de su agrado. Las pintas
de Gabriel distaban mucho de los demás empleados. No tenía clase, ni presencia
y por lo visto su educación se la dejó a orillas del Mediterráneo...
Chasqueó
los dedos un par de veces para que espabilara.
—Acompáñeme.
Abrió
el camino marcando el paso. Gabriel la seguía justo detrás, dejando una
distancia prudencial, la suficiente para poder admirar las increíbles curvas de
aquella desconocida sexy.
Aquel
traje negro de falda lápiz y americana endiabladamente entallado a su cuerpo,
dibujaba cada exquisita forma de la mujer, que unido a los rítmicos contoneos
de las caderas, eran música celestial para sus oídos.
El despacho
quedaba justo al final del pasillo.
Nada
más llegar, abrió la puerta cruzando la enorme estancia para sentarse en su
confortable silla de piel. Luego, cruzó las piernas con refinada elegancia y
cuando Gabriel apoyó ambas maletas en uno de los carísimos muebles de madera de
nogal que había encargado traer expresamente desde Europa, arrugó la frente muy
molesta.
—Si
no le importa, las deposita ahí —le advirtió señalando al suelo con la mano,
mostrando una perfecta y cuidada manicura francesa—, o empezaré a descontar de
sus honorarios todos los desperfectos que vaya ocasionando en mis muebles.
—Descuida
—murmuró con un deje de burla en su timbre de voz.
Por
lo visto, ella estaba dispuesta a declararle la guerra. No pensaba darle
ninguna tregua. Era un hueso duro de roer. Gabriel no solía hacer juicios de
valor precipitados, pero no se lo estaba poniendo nada fácil. Su actitud
arrogante, la delataba de haber tenido una vida acomodada, acostumbrada a tener
el resto de los mortales como servidumbres.
Trató
de que su comportamiento no le enturbiara el buen humor y tras sentarse frente
a ella, quiso hacer borrón y cuenta nueva para empezar de nuevo desde cero:
—Así
que eres Jessica Orson —dedujo él con suspicacia.
—Para
usted la señorita Orson —le rectificó mirándole de forma cortante y con cara de
pocos amigos, haciendo ademán de superioridad.
Mientras,
Gabriel comenzó a sonreír abiertamente. La actitud pedante de Jessica Orson
crecía por momentos. Y a más crecía, más se divertía.
—Ya
sé que en Barcelona, se estila aquello de llevar tatuajes y
piercings
, pero
siento aclararle que trabajará en Nueva York, en la cúspide. Sus atuendos, su
pelo desaliñado… su actitud arrogante, no son en absoluto compatibles con este
trabajo. Esta es una compañía seria.
Andrews&Smith Arquitects
está
entre las diez compañías noveles más importantes e influyentes de toda la Costa
Este. Y así seguirá, pese a quién pese.
Jessica
miró con bastante repulsa el tatuaje que asomaba por la manga de la camiseta
justo por encima del codo derecho y después al aro que Gabriel movía en aquel preciso
instante a propósito para cabrearla y ponerle todo lo nerviosa que fuese
posible. Porque si ella era una estirada snob, él podría llegar a ser un
español de lo más petulante si se lo proponía.
—Hay
normas, señor Gómez —comenzó a relatar—, si tiene intención de trabajar para
mí, tendrá que acatarlas y me la trae floja las recomendaciones de su amigo
Víctor. No importan lo más mínimo sus notas académicas, ni sus méritos
profesionales...