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Authors: Eva P. Valencia

Otoño en Manhattan (3 page)

BOOK: Otoño en Manhattan
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Gabriel le premió con una de sus sonrisas endiabladamente
arrebatadoras mientras jugueteaba girando el aro de acero con la punta de la
lengua, sin apenas quitar el ojo a la preciosidad rubia que se contoneaba ante
él.

A mitad de la noche, aquella camarera acompañada de otras
tres, subieron a la barra y empezaron a danzar al sensual ritmo de la banda
sonora de
El bar Coyote
.

Gabriel y Eric que gozaban de un lugar privilegiado,
abrieron los ojos hambrientos mientras babeaban observando aquellos movimientos
dignos de cualquier contorsionista.

Durante toda la canción, la joven solo bailó para Gabriel,
al parecer el resto de la clientela no existía para ella.

Cuando la última nota se desvaneció en el aire, saltó de la
barra cayendo justo delante de él. Sonrió con extrema picardía y sin previo
aviso, se acercó a su boca lamiendo, con sugerente morbosidad, su labio
inferior. 

Gabriel, no se hizo de rogar. Hacía rato que la rubia lo
había puesto muy cachondo. Primero el baile y luego su sensual lengua caliente.

—Si empiezas algo, debes acabarlo…

Le sujetó con fuerza de la nuca con una sola mano y devoró
su boca hasta la saciedad, metiéndole la lengua hasta el fondo para dejarla
extasiada,  sin aliento y medio aturdida.

Instantes después, se separó de sus labios para pedirle
otro whisky.

 

A la luz del alba, Gabriel abrió los ojos.

Sufría un horroroso dolor de cabeza. Aquello era las
consecuencias inevitables de una larga noche de alcohol, música y… tal vez,
algo más. 

Se frotó los párpados con los puños tratando a su vez de
incorporarse de la cama, pero algo se lo impedía. 

Sobre su torso reposaba el brazo desnudo de alguien y
cubriendo parte de su rostro unos largos mechones rubios.

Cuando pudo liberarse, echó un vistazo rápido para intentar
descifrar dónde se encontraba y quién era ella.

La miró con displicencia.

Se trataba de la escultural camarera de la discoteca.

—¡Joder! —masculló.

No recordaba nada. Ni siquiera el haber llegado hasta allí
y mucho menos haber follado con ella.

Trató de deslizarse entre las sábanas poco a poco, para no
despertarla. No le apetecía nada tener que dar explicaciones…

Debía huir lo antes posible de sus garras… o estaría
sentenciado.

Se puso los Calvin Klein y recogiendo las demás prendas del
suelo, salió despavorido de aquel apartamento.

Capítulo 3

 

Cuando Gabriel salió a la calle, lo primero que hizo fue
tratar de ubicarse. No tenía ni la menor idea de dónde se encontraba. Así que,
detuvo al primer viandante que se cruzó en su camino.

—Perdona, ¿en qué parte de la ciudad estoy?

El joven le miró desdeñoso. Arrugó el entrecejo y le repasó
de arriba abajo con desfachatez. El aspecto desaliñado de Gabriel no ayudaba
demasiado, ni aquel pelo castaño enmarañado, ni ese fuerte hedor a whisky.

—Estás en Brooklyn —apresuró a contestar para largarse lo
antes posible de su lado.

—Grac...

Gabriel se quedó con la palabra en los labios. 

«¿Tan mal aspecto tengo? No creo que sea para tanto…»

Se giró sobre sus talones en busca de un improvisado
espejo. La cristalera de uno de los locales, le serviría. Se acercó a uno y
bajo su sorpresa, daba pena. 

Trató de acicalarse el pelo con los dedos, pero era del
todo inútil. Al cabo de unos segundos, desistió en el intento.

La ropa arrugada y manchada —de dios sabía qué—, le daba un
aire descuidado y astroso.

Acercándose al pie de la calzada, miró la hora en
su reloj.

Tenía que apresurarse si pretendía llegar puntual en su
primer día de trabajo. No transcurrió ni un minuto cuando apareció el primer
taxi doblando la esquina. Desafortunadamente, el letrero luminoso indicaba:
Ocupado.

Esta vez tuvo que esperar cerca de diez minutos, antes no
silbara con los dedos mientras alzaba el brazo alertando a otro.

El tiempo se le echaba encima, literalmente. Preso de los
nervios, empezó a girar el aro de su labio sin ser consciente de ello.

Debía estar en el centro de Manhattan en menos de veinte
minutos. Un milagro.

Era hombre muerto.

Ni siquiera cabía la remota posibilidad de darse una ducha
rápida ni cambiarse de ropa…

«¡Joder, ni siquiera la interior!»

Resopló, entrando en el taxi.

Enseguida, la Backberry le dio los buenos días con el
pitido de un mensaje entrante. Era de su amigo Eric, quien al parecer tampoco
había dormido solo.

 

“¡Campeón! Ya me explicarás con todo lujo de detalles como
folla la rubia con cara de viciosa... Yo al final me largué con la morena del
tatuaje y su amiguita la brasileña. La próxima vez, te secuestro y te vienes
con nosotros”

 

Gabriel se echó a reír. Eric era un portento, un
verdadero crack. Noche que salía, noche que follaba. Solo o en grupo. Jamás
había sido pudoroso. Los juegos le excitaban, era un pervertido dios del sexo.
Salvo por un inconveniente: Tenía mujer e hijos.

 


Eric, creo que
sufro principio de amnesia. No sé qué coño tenía el whisky pero, apenas consigo
recordar nada”

Segundos después, Eric le contestó:

 

“Pues lo dicho. Mañana por la noche salimos. Te aseguro que
conmigo lo recordarás todo, ja, ja, ja…”

 

Gabriel sonrió torciendo el labio.

Sacudió la cabeza y guardó el móvil en el interior de uno
de los bolsillos de sus tejanos desgastados y llenos de pequeñas roturas.

 

* * *

 

Claudia Uralde entró en la habitación del apartamento que
compartía con su compañera, Daniela Luna. Ambas habían viajado a Manhattan por
los mismos motivos: una merecida beca para acabar sus estudios universitarios
en bellas artes.

Claudia a diferencia de Daniela, era de Vitoria-Gasteiz.
Tenía veintidós años recién cumplidos y un currículum académico intachable.
Había sido la mejor de su promoción con notable diferencia. El destino sin
duda, le trataría bien y era muy probable que le tuviera guardada una carrera
profesional muy prometedora.

Daniela que estaba estirada boca abajo sobre una de las dos
camas de metro treinta y cinco, escuchaba
Mirrors
a través de su iPod
mientras leía Orgullo y prejuicio de Jane Austen.

Era una chica romántica donde las hubiera. Creció creyendo
en príncipes azules, aunque daba por hecho que bien podían ser azules algo
desteñidos. Pese a ello no perdía la esperanza, tenía fe ciega deseando
enamorarse perdidamente de un chico.

Hasta el momento, había tenido dos novios. Si salir un par
de meses con uno y un mes con el otro, podría denominarse de aquella forma.

Daniela Luna tenía una especie de fobia al sexo. Cada vez
que lograba avanzar un paso adelante en la relación, sentía un horrible pánico
que le obligaba a finiquitarla en el acto.

Claudia se acercó a Daniela, la saludó pero ésta no la
escuchó. 

—Hola...

Al ver que Daniela utilizaba a modo de punto de libro un
trozo de papel roto y arrugado, se lo quitó para verlo más de cerca.

—Pero, ¿qué es esto? —le preguntó con la curiosidad pintada
en su cara—. Gabriel Gómez… 6-8-5-2-2-1-0-5…

Daniela se sobresaltó avergonzada, sintiendo como sus
mejillas se encendían despavoridas.

Le arrancó el papel de las manos para correr a esconderlo
de nuevo entre las páginas del libro. 

Claudia alzó las cejas asombrada por su comportamiento.

—Perdona Daniela, no pretendía ser una impertinente...

—No pasa nada, no te preocupes —le respondió tratando de
disimular la vergüenza que sentía.

—Pero, ¿es guapo?

Daniela abrió los ojos poniéndose más colorada todavía.

—Ejem, solo se trata de un amigo.

Claudia al notar la incomodidad en su tono de voz, dejó de
insistir. 

—Bueno, me voy a la ducha. Si por casualidad llama mi
madre, dile que cuando salga la llamaré.

—De acuerdo.

Daniela siguió con la mirada a su compañera de piso hasta
que desapareció tras cerrar la puerta del cuarto de baño.

 

* * *

 

Gabriel como era de prever llegó tarde a la oficina.

Sin perder más tiempo se encaminó a su despacho, rezando
porque su guapa, sexy y malcarada jefa, no hubiese llegado todavía. Bastante
tenía con  sufrir aquel dolor zumbando la cabeza, como para encima tener
que escuchar su sermón.

Colgó su cazadora de cuero en la percha, depositó la
Blackberry
sobre la mesa y volvió a pasarse los dedos por el pelo.

No tuvo tiempo ni de acomodar su prieto trasero en la silla
de piel, cuando el teléfono sonó.

«Me juego el pescuezo y los pavos que llevo en la cartera,
a que es la gruñona de Jessica Orson»

Gabriel descolgó el interfono, apretando los ojos mientras
esperaba los ladridos de su
Rottweiler
particular:

—¡Le quiero en mi despacho, AHORA! —gritó desafiante y fría
como el acero.

Y dicho esto, Jessica Orson colgó el auricular de un golpe
seco.

—Buenos días a ti también… —respondió con sarcasmo a
sabiendas que ya no podía escucharlo.

«¡Joder, pero qué mala hostia tiene la tía…! Seguro que
hace días que no folla...»

Gabriel salió de su despacho. Aunque en vez de dirigirse al
de Jessica Orson, cruzó el pasillo hasta recepción. Necesita una dosis extra de
cafeína, para ser persona.

Alexia, al ver aproximarse a Gabriel, empezó a enredar con
nerviosismo un mechón de pelo entre sus largos dedos.

Al llegar, se inclinó apoyando el codo en la superficie del
mostrador.

La muchacha tragó saliva ruidosamente.

Gabriel Gómez, era un hombre muy atractivo, de facciones
rectas y perfectas, mirada seductora y labios de infarto… quien a veces abusaba
de su suerte, y le gustaba jugar con el sexo opuesto:

—Buenos días, Alexia —acarició cada palabra con su lengua
al darse cuenta de cómo le afectaba su sola presencia. Le echó un vistazo
rápido y luego añadió esbozando una cautivadora sonrisa en los perfilados
labios—: Ese vestido te sienta muy bien, realza el color de tus ojos.

Alexia pestañeó, abrumada.

—Hola —logró articular tras unos segundos en Babia.

—¿Sabes dónde puedo tomarme un café? 

—La máquina está justo dentro de esa oficina —señaló con el
dedo índice—. Pero si quieres, puedo ofrecerte del café que comparto con las
chicas de la oficina…

—¿Y no se enfadarán? —preguntó sin dejar de observarla con
descaro levantando una ceja perfecta.

—No. No lo creo. Además, puedo ofrecerte una de mis
cápsulas…

Sin esperar respuesta, se levantó de la silla y puso en
marcha la máquina de café que había sobre uno de los muebles apoyados en la
pared.

Alexia preparó dos tazas, una para Gabriel y otra para
ella.

—¡Hum!, No creo que puedas llegar a imaginar cuánto
necesitaba este café —dijo sorbiendo de la taza.

Alexia sonrió tímidamente mientras se sentaba de nuevo en
la silla.

Tras acabar el café, le guiñó el ojo devolviéndole la taza.

Luego se despidió y a grandes zancadas cruzó el pasillo.

Respiró hondo antes de golpear la puerta con los nudillos.
Jessica Orson enseguida le hizo pasar.

Al entrar, quedó extasiado tras toparse de bruces con la
viva imagen de la sofisticación y la elegancia. Jessica Orson estaba de pie,
junto al impresionante ventanal que dibujaba perfectamente las formas
geométricas de los rascacielos de la ciudad de Manhattan. Al igual que las
perfectas y femeninas formas de su escultural figura.

El delicado vestido de lino en tonos verde oliva, se
ajustaba como un guante a cada una de sus indecentes curvas, unido a su larga
melena de un brillante color azabache, no le dejaron indiferente.

Tragó saliva con grandes dificultades mientras ella se
giraba lentamente.

«
Eres preciosa
», musitó Gabriel para sus adentros.

«Si no fuera porque eres tan jodidamente… perra»

Resopló con fuerza, conturbado.

Dejando a un lado, por su bien, aquellos tórridos
pensamientos que bombardeaban su lujuriosa mente.

—Buenos días, señorita Orson.

—Deduzco que para usted, no lo son tanto. —se burló jocosa
cruzando los brazos mientras le escaneaba de arriba abajo—. Llegas tarde,
sucio, con la ropa arrugada y ni siquiera te has dignado a afeitarte. ¡Por el
amor de dios…!

Jessica Orson, puso los ojos en blanco.

—Además de ese olor a whisky que echa para atrás…

Gabriel en esta ocasión no supo qué contestar.

Muy a su pesar, se tragó las palabras porque en esta
ocasión ella tenía la razón. Punto de ventaja para Jessica (1-0).

Ella negó con la cabeza, recordando que había prometido a
Víctor concederle catorce días.

Abrió el primer cajón del escritorio y  buscó algo en
su interior.

—Tome —se acercó y le ofreció tres bolsas.

Gabriel las miró anonadado.

—¿Qué es esto?

—Ábralas.

Abrió la primera. Había un par de camisas y dos pantalones
de firma. En las otras: zapatillas y ropa de deporte. 

Frunció el ceño, ofendido y luego miró a Jessica.

—¿Ropa? —preguntó enfurruñado.

«¡Joder! Pero ¿qué coño se ha pensado, qué soy un puto
maniquí?»

Jessica ignoró sus gestos de inconformidad y añadió:

—Espero haber acertado con su talla. Ayer le comenté que
debía vestir acorde a la situación. Pues bien, ha llegado la primera prueba de
fuego. Nos reuniremos mañana con los socios de la multinacional
Kramer
.

—¿Los famosos Peter y Martin? —preguntó Gabriel con
curiosidad olvidándose de la ropa.

—Sí. Aunque usted de momento se limitará a acompañarme.
Solo escuchará. Mantendrá la boca cerrada y dejará que yo concluya el trato.

—¿Y la ropa de deporte?

—Después del almuerzo jugaremos al tenis. Aquí los negocios
se cierran así. —Jessica lo miró con reticencia—. Víctor me aseguró que sabía
jugar muy bien.

—Claro. Si hay que jugar, jugaremos —sonrío hilarante sin
vacilar. Menuda forma de hacer negocios que tenían los neoyorquinos. Si esa iba
a ser su rutina laboral, por él encantado.

—Abra la mano —le ordenó.

Gabriel así lo hizo y ella le colocó una pastilla en la
palma de su mano.

Él frunció las cejas.

—Es ibuprofeno. Tómeselo. Le irá bien para la resaca —le
instó—. En la planta de arriba hay un pequeño gimnasio. Pregunte por Henry, él
le indicará donde puede ducharse —bajó la vista a su boca—. Y por favor…
quítese ese aro, es repulsivo.

Se giró dándole la espalda.

Asió su agenda y empezó a escribir en ella.

—Le quiero aquí en diez minutos, ni uno más. —aseveró sin
levantar la vista dando por finalizada la conversación.

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