Otoño en Manhattan (8 page)

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Authors: Eva P. Valencia

BOOK: Otoño en Manhattan
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El destino a veces solía poner a prueba a las personas,
obligándoles a ser más fuertes. A luchar, a sobrevivir.

Sin darse cuenta, ambos estuvieron charlando durante más de
dos horas.

Al salir del local, ambos se quedaron uno frente al otro
sin saber qué decir. Ninguno de los dos quería despedirse. Habían conectado.
Tenían ganas de seguir conociéndose.

Gabriel se subió el cuello de la cazadora de piel, había
refrescando. Un aire frío acechaba la ciudad. Miró al cielo, unas nubes grises
amenazaban con llover en cualquier momento.

Al bajar la vista, se encontró una vez más con aquella
mirada dulce que le había encandilado desde el día del aeropuerto. Echó una
ojeada a su cartera, para ver si llevaba suelto y luego le propuso:

—¿Tienes hambre?

—Sí.

—¿Te apetece un perrito caliente?

Ella asintió aceptando la invitación y ambos caminaron
hacia una de aquellas paradas ambulantes. Pidieron dos
hot dogs
con
mucho
ketchup
y mucha mostaza. Luego se sentaron en uno de los bancos de
un parque cercano.

Charlaron sin descanso hasta que Gabriel tenía que irse.

—¡UF!, son ya casi las tres... Me marcho volando a la oficina
sino quiero que me cuelguen de la corbata...

Gabriel soltó una carcajada y tras hacer una bola con el
envoltorio de la comida, la encestó en una papelera.

—Nos vemos... —dijo mientras se inclinó para besar una de
sus sonrosadas mejillas.

Daniela cerró los ojos, aprovechando para memorizar el olor
de su perfume mezclado con el de su piel. Porque Gabriel olía estupendamente,
era un olor suave pero a la vez varonil. Olía a Gabriel, sin más.

Segundos después y tras despedirse, arrancó a correr hasta
perderse entre la gente. Al dejar de ver su silueta, suspiró lentamente.

¿Le volvería a ver?

Las probabilidades de volver a encontrarse con él, eran
ínfimas.

O tal vez no...

 

 

Capítulo 10

 

Amaneció el sábado en la ciudad de Manhattan. El sol a
primeras horas de la mañana ya calentaba con fuerza el asfalto en las calles y
las personas ya transitaban inundando las aceras.

Gabriel que no quería desperdiciar su primer fin de semana
en la gran manzana, se levantó pronto de la cama, se tomó su café solo bien
cargado y se calzó sus zapatillas de deporte para salir a recorrer algo más de
distancia que los días de entre semana.

 

Hacia las doce del mediodía acompañó a su amigo Eric al
aeropuerto JFK. Su vuelo con destino a Madrid, salía en una hora escasa.
Despidiéndose de él, regresó de nuevo a la ciudad.

Como las tiendas de ropa no cerraban al mediodía, aprovechó
para acercarse hasta la Quinta Avenida y comprarse algunas camisas de firma,
varios pantalones y algún calzado para acompañar a ese “look de ejecutivo” que
tanto detestaba. Pero, estaba dispuesto a contentar a su jefa al precio
que fuese necesario, a sabiendas que no iba a resultar nada fácil. Gabriel
se había propuesto no darle ningún motivo el cual pudiera utilizar de pretexto
para enojarse con él. Quería conquistarla, poco a poco.

Estaba convencido que con paciencia y perseverancia,
lograría llegar hasta ella. 

Jessica era una mujer especial, y como tal, requería de un
tratamiento no menos especial.

 

Al estar lejos de su apartamento y ser bien pasadas las
tres de la tarde, decidió entrar en un restaurante, el
 
Bistro.
 
Desde fuera parecía tener muy
buena pinta y él tenía un hambre de lobos.

Nada más entrar, el camarero le acompañó amablemente a una
de las mesas del fondo. Gabriel se sentó y ojeando la carta, se decidió por una
ensalada como entrante y un solomillo poco hecho con verduras como plato
fuerte.

 

Ya hacia el anochecer, se duchó y se cambió de ropa: unos
tejanos rojos, una camiseta negra ajustada y el pelo mojado dejándolo secar al
aire, como de costumbre.

Tenía planeado acercarse hasta
 
Fraunces Tavern
en Pearl
Street. Era una taberna que le había recomendado su amigo Eric antes de
regresar a Madrid. Según él, era ideal para degustar las mejores cervezas de
todo el mundo.

Cogió un taxi que le llevó a la misma puerta.  

Al apearse, sonó su móvil.

Buscó su Backberry y miró la pantalla. El nombre de Daniela
parpadeaba en letras luminosas. 

«Qué extraño…»

Intrigado por saber por qué le llamaba a esas horas de la
noche, contestó con rapidez.

—¿Daniela?

Hubo un largo silencio y luego creyó escuchar débiles
gemidos.

—Gabriel… no… sabía a quién… llamar... 

La voz de Daniela se entrecortaba entre llantos. Su rápida
respiración no permitía apenas descifrar las palabras que escupía sin darse
cuenta. Eran prácticamente inteligibles.

—Cálmate Daniela y… respira, por favor... —le susurró para
tratar de calmarla.

Gabriel se acercó más el teléfono al oído. Apenas lograba
escucharla.

—¿Dónde estás?

Daniela, tardó unos segundos en contestar. 

Gabriel insistió, volviendo a formular la misma pregunta
pero esta vez algo más pausado.

—¿Dónde estás?

—No sé… si… aún… sigue aquí —sollozó.

—¡Daniela!, escúchame… ¿dónde coño estás? —insistió
agitado, perdiendo casi el control.

De repente, la llamada se cortó. Gabriel trató de ponerse
en contacto de nuevo con ella, sin éxito. Lo volvió a intentar pero esta vez
saltó el contestador. 

«¡Maldita sea!»

Frotó la nuca con su mano, tratando de adivinar dónde
podría estar.

Gabriel empezó a caminar de un lado a otro, sorteando la
gente que se encontraba a su paso.

Se devanó los sesos haciendo memoria de las cosas que le
había dicho: "No sé si aún sigue aquí..."

«¡Joder... Daniela, al parecer no está sola...»

«Piensa, Gabriel... piensa y rápido...»

Se pasó ambas manos por su pelo. Dio un par de pasos más y
cuando se disponía a dar media vuelta, se golpeó la frente con la palma de su
mano, como una revelación.

—Eso es... su apartamento...

Echó un vistazo rápido a la manzana y al final de la calle
vio un taxi que doblaba la esquina. Corrió tras él y al darle alcance, lo hizo
detenerse.

—¿A dónde, señor?

—A Madison Avenue.

Afortunadamente, el tráfico a esas horas era fluido y en
poco más de quince minutos se plantó en su apartamento. Subió las
escaleras de dos en dos y al llegar a la puerta, se dio cuenta de
que estaba abierta. 

De forma cautelosa y muy despacio caminó hacia el
pasillo. Pero no había señales de Daniela. 

Fue hacia el salón. 

Abrió los ojos desolado. Todo a su alrededor estaba
destrozado. Alguien se había dedicado a rajar todos los cojines del sofá y las
plumas de oca de su interior, estaban esparcidas por todas partes. Había
papeles y más papeles por el suelo. Algunos cajones desmontados y otros rotos.
Era sin duda un espectáculo grotesco.

No satisfecho, atravesó el pasillo y entró al dormitorio.
Todo estaba igual que el salón. Todo destrozado.

Y ni rastro de Daniela por ningún lado.

—¡Daniela! —gritó recorriendo a grandes zancadas todo el
largo del pequeño apartamento.

La única estancia que le faltaba por inspeccionar era el
cuarto de baño. Abrió la puerta de par en par. Y allí, acurrucada en una de las
esquinas, asustada y temblorosa, estaba ella.

Gabriel, corrió hacia ella. Se arrodilló y trató de verle la
cara retirándole el pelo. 

Maldijo en voz baja al malnacido que le había hecho eso.
Daniela tenía todo el rostro lleno de moratones y sangraba por uno de los
orificios de la nariz.

—Daniela... —le susurró— Ya estoy aquí... Ya pasó todo...

Ella ni siquiera era capaz de mirarle a los ojos. Ni
siquiera lloraba. Simplemente estaba como ida. En estado de shock. 

Gabriel la abrazó con mucho cuidado, colocando su cabeza en
su torso. La besó en el pelo y empezó a acariciarlo lentamente. Después le
susurraba al oído diciéndole que ya no estaba sola, que los hijos de puta ya se
habían ido.

Después, la cogió en brazos y sentándola sobre la taza del
váter, empezó a curarle las heridas. 

Buscó en los cajones y en los armarios gasas esterilizadas,
yodo y unas tijeras.

Daniela continuaba sin hablar. Era como si su mente hubiese
viajado a otro lugar mientras que su cuerpo permanecía allí.

Gabriel cortó varios trozos de gasa, los empapó con el yodo
y empezó a repasar las heridas que marcaban el frágil rostro de Daniela. Asombrándose
de su entereza, ella en ningún momento se quejó. Cuando acabó, se dio cuenta de
que también tenía un pequeño corte en el cuello, probablemente a causa de un
arma blanca muy afilada. Un cuchillo o una navaja, tal vez.

—¿Te han golpeado en alguna otra parte del cuerpo? —le
susurró muy despacio.

Daniela puso la mano sobre su brazo izquierdo. Él le
subió la manga de la camisa a la altura del hombro y efectivamente, había otra
herida.

Tras curarle lo mejor que supo, la volvió a coger en brazos
y la llevó hasta su cama. La sentó en el borde mientras se dedicaba a
abrir las sábanas. Luego se arrodilló para descalzarla y tumbarla con
cuidado. 

—Daniela, mírame... —le dijo mientras la tapaba con la
sábana.

Ella haciendo un gran esfuerzo le obedeció. Abrió los ojos
y miró a los intensos ojos verdes de Gabriel.

—Voy a hacer una llamada. Estaré en el salón, pero vuelvo
enseguida —decía mientras le retiraba un mechón de pelo y se lo colocaba tras
la oreja—. Intenta descansar... ¿vale?

Daniela hizo un gesto tranquilizador y volvió a cerrar los
ojos, agotada.

Gabriel aprovechó para ponerse en contacto con Joey. Estaba
convencido de que él le ayudaría. 

—¿Qué pasa tío? —preguntó Joey extrañado.

—¿Estás de servicio?

—¿Te pasa algo?

Hizo una pausa y luego retomó la conversación:

—Ha habido un robo con ensañamiento en casa de una amiga.

—Dime dónde estás… y ahora mismo vamos.

Tras proporcionarle las señas, en tan solo diez
minutos, Joey y otro agente uniformado se presentaron en el apartamento de
Daniela.

—Gracias por venir tan pronto, te debo una —les hizo
pasar. 

—Dime qué ha pasado... —preguntó Joey acompañándole al
salón mientras se colocaba los guantes de silicona en las manos.

—Por lo visto han entrado a robar cuando Daniela estaba
dentro.

—¿Daniela? ¿Ella es tu amiga?

Gabriel asintió.

—Y ¿dónde se encuentra ahora?

—En su dormitorio. 

Ambos atravesaron el pasillo y se detuvieron justo ante la
puerta cerrada.

—De momento no he podido arrancarle ninguna palabra.

—No te preocupes, mientras Freddy busca huellas digitales,
yo hablaré con ella. Después realizaremos la pertinente denuncia.

—Mientras tanto, ¿puedo quedarme con ella?

—No, mejor déjanos a solas —Joey le contestó con mucha
serenidad y le colocó la mano sobre el hombro—. No te preocupes. Si las
lesiones son de gravedad, la llevaremos al hospital.

Gabriel asintió.

Muy a su pesar tuvo que dejar hacer y aprovechó para salir
al balcón a fumarse un pitillo. Lo necesitaba desesperadamente. 

Tras más de media hora, Joey salió de la habitación y
buscó a Gabriel.

—¿Has logrado hablar con ella?

—Al principio no —le confesó.

Joey relató con detalle todo lo que ella le había
explicado. Tres hombres jóvenes y encapuchados habían entrado cuando ella
estaba en el baño. Mientras uno le golpeaba, los otros dos se dedicaban a
desvalijar la casa. Durante todo el tiempo que duró el robo, uno de ellos
amenazaba con matarla con una navaja si se atrevía a denunciarlos. 

Mientras escuchaba, notó como su rostro se desencajaba,
imaginando el horror que Daniela había tenido que soportar.

—No te preocupes, le he dado un valium y ahora ya está
mucho más tranquila. Por suerte las heridas son todas superficiales.

Gabriel exhaló el aire aliviado.

Agradeciendo una vez más su rápida intervención, les
acompañó hasta la puerta y ambos agentes continuaron patrullando las calles de
aquella ciudad.

Después cerró la puerta con la llave que encontró sobre el
mueble del recibidor y puso el único pestillo que no estaba roto. Acto seguido,
apagó las luces que iba encontrando a su paso para finalmente entrar en la
habitación de Daniela.

Gabriel la observó unos segundos desde la puerta mientras
dormía.

Parecía un ángel. Un ángel al que le habían roto las alas.

Sentía una sensación extraña, desde el mismo día en que la
conoció, tenía la imperiosa necesidad de protegerla. Que nadie la hiriera. Que
nadie la hiciera sufrir.

Aquella noche, empezaría a protegerla. No pensaba
abandonarla. No la dejaría sola. 

Pronto, se descalzó en silencio y apagó la lamparilla de la
mesita.

Poco a poco, con sigilo, se tumbó a su lado, mirándola en
silencio mientras dormía.

 

 

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