La forja de un rebelde (110 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Me acordé entonces de una patente por una granada de mano de mecanismo muy simple que había pasado por mis manos y cuyo inventor, un buen mecánico, llamado Fausto, era un viejo amigo mío. Cuando estalló la insurrección, la Fábrica de Armas de Toledo había comenzado su fabricación en serie. Ésta era la clase de arma que necesitábamos ahora. Me fui a buscar a Fausto y le pregunté qué había sido de su invento.

—En realidad no lo sé. Los oficiales de la fábrica que estaban con ello han desaparecido: ahora hay allí un comité de trabajadores y nadie sabe nada de nada. He estado allí un día y salí asqueado.

—¿Quieres que trate de ponerlo en marcha?

Estaba encantado, pero escéptico. Hablé con Antonio, que se había mostrado mucho más accesible a mí, y me presentó al comandante Carlos, del 5.° Regimiento.

El Partido Comunista había dado el primer gran paso hacia la formación de un ejército, organizando el 5.° Regimiento no como una milicia suelta, sino como un cuerpo articulado y disciplinado. Los voluntarios acudían a él en masa. La idea prendió entre las gentes fuera de los grupos políticos, porque parecía algo alejado de la ambición y propaganda de los partidos. En aquellos últimos días de agosto, el 5.° Regimiento era ya, simultáneamente, un mito y una realidad.

Su comandante, Carlos, procedía de algún sitio de Europa central, a lo que me pareció, pero había vivido muchos años en América y hablaba un español perfecto. Le mostré un modelo de la granada, le expliqué sus posibilidades, y cuando me marché lo hice con una autorización para coleccionar los cientos de granadas que debía de haber fabricadas en Toledo y estudiar las posibilidades de reanudar su producción. Me acompañó a través del vasto edificio que servía de cuartel. Vi reclutas haciendo la instrucción que se movían y actuaban como soldados regulares, y así lo dije, profundamente impresionado. El comandante Carlos movió la cabeza descontento. Me quería enseñar un taller para hacer granadas de mano que habían montado unos cuantos mineros asturianos; no pertenecía al 5.° Regimiento, pero abastecía a todos los frentes.

En el taller todos los hombres estaban dedicados a cortar tubos de hierro y rellenar las piezas con dinamita y mechas cortas. Por todas partes íbamos tropezando con cartuchos de dinamita, bombas ya llenas y colillas aún encendidas, todo en una mezcolanza infernal. Me sentí completamente inconfortable.

—Pero, Carlos, esto va a volar de un momento a otro.

—Pues no puedo hacer nada. Hacen lo que les da la gana y no admiten razones. Son voluntarios, no están bajo la disciplina de nadie y nadie puede convencerlos de que están locos, porque dicen que llevan manejando dinamita en las minas toda su vida y que nadie les va a dar lecciones ahora.

Dejamos el taller a las once de la mañana. Aquella misma mañana, poco después de las once y media, una explosión enorme sacudió el barrio de Salamanca. El taller de granadas de mano desapareció.

Unos días más tarde, Fausto y yo nos íbamos a la Fábrica de Armas de Toledo en un coche que nos prestó el Partido Comunista. La ciudad de Toledo estaba en manos del Gobierno, pero el Alcázar estaba mantenido por una fuerza importante de cadetes, falangistas y guardias civiles con sus familias, bajo el mando del coronel Moscardó. Tenía municiones y víveres en abundancia, y la vieja fortaleza, con defensas construidas en la roca viva, desafiaba el armamento de las milicias. La batalla se mantenía desde el principio de la rebelión. Las milicias habían ocupado todos los edificios que dominaban el Alcázar y habían emplazado una batería fuera de la ciudad en la otra orilla del río Tajo. Todos los asaltos habían fracasado. Por aquellos días el Gobierno había ofrecido el perdón a los rebeldes si se rendían, y éstos habían rechazado la oferta. Se hablaba de un nuevo asalto final. Se hablaba también del avance hacia Toledo de una columna enemiga que había tomado Oropesa.

Cuando llegamos a la Fábrica de Armas, en el fondo del valle, lo único que sabíamos era que un comité de obreros se había hecho cargo de los talleres; pero, en el momento que estuvimos allí, se nos hizo perfectamente claro a los dos que lo único que allí existía era una atmósfera de sospecha mutua. Nadie sabía «nada de nada», nadie estaba dispuesto a tomar una resolución. Fausto sabía en qué parte de la fábrica estaban almacenadas las granadas. Efectivamente, las encontramos, pero el hombre que tenía a su cargo el almacén dijo:

—No os las podéis llevar sin una orden del Ministerio de la Guerra, aprobada por el Comité de Obreros.

—Bueno, no te apures, ya vamos a arreglar eso —dijo Fausto—. Lo importante es que sigáis produciéndolas.

—Bueno... la cuestión es que estamos produciendo ya algo.

Este «algo» era algo que consumía material y justificaba el pago de jornales: estaban produciendo miles de tornillos para la granada y seguían produciéndolos sin parar; y miles de metros de alambre se estaban convirtiendo en muelles y agujas de percusión por millares; pero ninguna otra pieza de la granada, ni aun el explosivo.

—Tuvimos que matar al técnico que hacía el explosivo —dijo el «responsable»—. Por sabotaje. Primero, se negó rotundamente a darnos el explosivo para cargar cartuchos de fusil y tuvimos que confiscarle todas las existencias que tenía en almacén. Cargamos los cartuchos y explotaban los fusiles. Al final, le fusilamos.

—Pero, hombre, claro. Si metéis en un cartucho de fusil mitramita que es con lo que se cargan las granadas, salta en pedazos el fusil —dijo Fausto.

El hombre se encogió de hombros:

—Compañero, ya te he dicho que los fusiles reventaban y ¡esto es sabotaje!

Antes de marcharnos, deprimidos y desesperanzados, el hombre nos hizo un gesto misterioso y nos invitó a ir con él a un rincón del edificio central. Nos mostró un interruptor eléctrico:

—¿Eh? ¿Qué os parece esto? Si los fascistas vienen, no se van a llevar una mala sorpresa. Bajas la palanca y ya está: ni uno de los talleres se queda en pie. Los tenemos todos minados, con una carga de dinamita. Pero, claro, esto es un secreto.

En el coche, dijo Fausto:

—No sabe uno si reír o llorar. Tendremos que fabricar la granada en Madrid. Carlos puede ayudar. Vamos a dar una vuelta por Toledo.

Estábamos en el fondo del valle abrasado de sol. El Tajo ronroneaba en la presa de la fábrica de electricidad. Los álamos bordeaban la carretera con sus hojas verde claro y sus sombras frescas, y en la orilla del río había gentes merendando, bebiendo y riendo. La roca ingente que soporta sobre sí la ciudad presentaba sus flancos leonados, salpicados aquí y allá por el verdor de jaras y matorrales, y su cima bordeada por la corona de las viejas murallas. A lo lejos, en el otro lado del río, un enjambre de hombrecillos se dispersaron y dejaron ver la silueta de un cañón de juguete, la boca cubierta por una vedija de humo algodonoso. Algo cruzó el aire con un maullido largo. Después nos llegó una explosión, apagada por otra detrás de las murallas. El eco de las dos explosiones retumbó entre la roca desnuda de la garganta estrecha que cruza el puente de Alcántara.

Ahora comenzábamos a oír el chasquido de los disparos de fusil en lo alto de la ciudad, pero sonaban sólo como cohetes de verbena.

Fuimos hasta la esquina de Zocodover, la plaza del mercado en Toledo. Sillas rotas, árboles con las ramas desgajadas, barras de hierro retorcidas, el quiosco de la banda en ruinas, harapos y papeles viejos dispersos acá y allá, las fachadas de las casas llenas de costurones, agujas agudas de cristal colgando del marco de las ventanas, el balcón de un hotel colgando en el aire sujeto por un hierro roñoso. En medio de la plaza, nadie, como si allí no existiera más que un vacío silencioso. En los quicios de las puertas y detrás de las esquinas, milicianos y guardias de asalto en uniformes azules se agazapaban en posiciones ridiculas, vociferando y gesticulando, disparando, gritando órdenes, soplando furiosos en silbatos estridentes; todos a cubierto del fuego del Alcázar. Algunas veces, una bocanada de humo, como si detrás de la ventana estuviera sentado un fumador, surgía de la fachada rosada del Alcázar; pero era imposible oír el disparo entre los cientos de disparos ininterrumpidos de la muchedumbre al pie de la fortaleza. Era como la visión de una película sonora en la que fotografía y sonido no sincronizan: el actor abre la boca para hablar y, mientras, oís la voz de la mujer que le escucha con los labios cerrados.

—Vamonos de aquí —gruñó Fausto. Más tarde dijo—: Si esto es un símbolo, la guerra está perdida.

Pasábamos coches y camiones requisados. Los milicianos y milicianas iban en plena juerga: reían, cantaban, se achuchaban, los hombres bebiendo de las botas empinadas, las muchachas haciéndoles cosquillas en los sobacos para que se atragantaran. Otra vez volvían a sonar los disparos como cohetes de verbena y el cañón al otro lado volvía a decorarse con su copo de algodón. Al día siguiente veríamos en los periódicos una miliciana guapa montada a caballo sobre el cañón.

Cerca de Getafe, una avioneta estaba haciendo acrobacias en el aire, una mosca dorada por el sol, brillantes el cuerpo y las alas. La gente se detenía a contemplarla y el tráfico de la carretera estaba interrumpido; un rosario de coches cargados con milicianos cerraba el camino. Fausto hizo sonar el claxon de nuestro coche.

—¡Vete al diablo! ¿Tienes prisa? —gritó un miliciano y continuó después apoyado contra su camión, contemplando el aeroplano.

Cuando llegamos al puente de Toledo tuvimos que ceder el paso a uno de los camiones de la limpieza que venía de la Pradera de San Isidro. Fausto me miró:

—¿Tú crees que llevan algo? Me parece muy tarde.

Era uno de los camiones que recogían los cuerpos de los fusilados y los llevaban a los cementerios.

Fausto aceleró el coche y sobrepasamos el camión. Sus puertas de hierro estaban cerradas. Botó en un bache y dentro de sus entrañas vacías resonaron las barras de hierro sueltas. Iba vacío. Me limpié algunas gotas de sudor de la frente.

Antonio me había dejado un recado en casa: quería verme tan pronto como fuese posible. Me lo encontré en el radio, muy ocupado, rodeado de milicianos que acababan de llegar de la Sierra. Me preguntó rápido:

—¿Tú sabes inglés?

Se volvieron los milicianos y me miraron curiosos:

—Bueno, no lo hablo, pero lo leo y lo traduzco fluentemente, si esto os sirve para algo.

—Vete al cuarto de al lado y habla con Nicasio.

Cuando entré, el otro me dijo:

—Antonio me ha dicho que tú querías hacer algún trabajo. El Ministerio de Estado necesita gente que entienda el inglés. Así que si quieres... —Escribió una nota y llamó a alguien—: Toma. Vete allá y pregunta por Velilla: es un cantarada del Partido y te dirá lo que tienes que hacer.

El Ministerio de Estado estaba custodiado por guardias de asalto. Tuve que esperar en el portalón enorme, donde el sargento de guardia había instalado una mesa. Las puertas macizas de hierro estaban cerradas con la excepción de la mitad de una de ellas. Parecía la oficina de registro de una cárcel. Al cabo de un rato llegó un hombre joven con gafas ribeteadas de concha tan anchas como un antifaz, encima un remolino furioso de pelo. Vino derecho a mí con la mano extendida:

—Tú eres Barea, ¿no? —Me quitó la nota de los dedos y la rompió sin mirarla—: Necesitan gente que conozca idiomas en el departamento de prensa.

—Conozco francés bien, pero no hablo ni una palabra de inglés. Desde luego, sí lo puedo traducir.

—No te hace falta más. Vamos a ver al jefe de la sección.

Una simple lámpara de despacho lanzaba un círculo de luz sobre un montón de papeles y un par de manos blancas y fofas. Detrás del cono luminoso de la lámpara aparecían dos discos pálidamente brillantes adheridos a un manchón blanco ahuevado que se movía en la sombra. De pronto vi la figura completa de la cabeza, un cráneo lívido y calvo provisto de gafas ahumadas con armadura de concha. Las manos blanduchas se restregaban una contra otra silenciosamente. De entre los labios surgió una lengua de punta triangular que se curvó hacia arriba en busca de las ventanillas de la nariz. En aquella luz parecía negra.

Velilla me introdujo a don Luis Rubio Hidalgo, quien me invitó a sentarme, cambió la posición de la pantalla cónica en forma tal que el cuarto, él mismo y sus ojos, de párpados pesados sin pestañas, se hicieron visibles, y comenzó a explicar.

Era el jefe de la Sección de Prensa y Propaganda del Ministerio de Estado. Su departamento incluía la censura de los despachos de prensa extranjera y quería que me incorporara a ellos como censor de los telegramas y conferencias telefónicas que los corresponsales mandaban a sus periódicos. El trabajo se hacía durante el día en el ministerio y durante la noche en el edificio de la compañía Telefónica, desde medianoche hasta las ocho de la mañana. Para este trabajo nocturno me necesitaba. Podía empezar al día siguiente. El salario era cuatrocientas pesetas al mes. Me llevarían a trabajar cada noche en uno de los coches del ministerio. Le bastaba con que yo supiera traducir inglés.

Acepté el trabajo, que me parecía interesante. Pero me desagradaba mi nuevo jefe y así se lo dije a Velilla:

—Nadie le quiere —me contestó—, pero es el hombre de confianza de Alvarez del Vayo, el ministro. Nosotros no tenemos ninguna confianza en él. En la sección tenemos dos camaradas y debemos procurar que todo esto pase a nuestras manos. Ven a verme tanto como puedas. Tendrás que unirte a nuestra célula. Ahora ya somos once. —Se marchó a toda prisa envuelto en una mezcla atrayente de simple buena fe y enrevesados argumentos. Para él la guerra estaría terminada en unas semanas y España se convertiría en una República soviética. Me parecía la idea completamente absurda, pero el hombre era simpático y me atraía la idea de trabajar con él.

Cuando le conté toda la historia a Ángel, que me estaba esperando a la puerta del ministerio, comenzó a murmurar. Todo eso significaba que tendría que salir a medianoche, y a esa hora los milicianos disparaban a todo bicho viviente, porque les daba miedo; además, era la hora en que se paseaban los automóviles fantasmas de Falange disparando a diestra y siniestra. Pero él se encargaría de cuidar de mí. Cuando le expliqué que todas las noches me recogerían en un coche oficial y lo que él tenía que hacer era cuidar de mi mujer y los chicos, volvió a murmurar, para, al final, sentirse orgulloso. Todos los amigos en el bar de Emiliano se sintieron intrigados y contentos por mi nuevo trabajo. Se convirtió en el tópico de todas las conversaciones, hasta que el tema se agotó, sin perder la importancia de que uno de nuestro grupo estaba trabajando nada menos que con el ministro de Estado. Después siguieron las discusiones políticas, ahora con más autoridad que nunca.

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