La forja de un rebelde (53 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Antes de amanecer, comienzan a llegar a través de las veredas de la montaña las mujeres cargadas como bestias y tras ellas sus amos y señores, caballeros en sus burros. A veces, el burro va también cargado con un carnero, o una cabra, atadas las patas y atravesado sobre su lomo o con un atado de gallinas, pendientes de sus patas, las cabezas balanceantes empinándose en espasmos; porque los moros nunca venden carne muerta. Al amanecer, el sitio destinado al mercado está lleno con vendedores que a la vez son compradores potenciales.

Córcoles y yo fuimos al Zoco del Arbaa acompañados de cuatro soldados y tres mulos. Ibamos a comprar carne fresca, huevos y fruta para toda la compañía. Cuando llegamos, a las nueve de la mañana, el zoco estaba en su apogeo.

—La carne la compraremos lo último —dijo Córcoles—. Algunas veces se llena de gusanos en media hora. Además, cuanto más tarde, más barata.

Zascandileamos de un lado a otro curiosos y nos detuvimos en el corro de un encantador de serpientes. Escuchamos su historia, interminable como siempre, y huimos cuando comenzó sus trucos, porque nos daban ganas de vomitar ver al moro meterse un reptil por la nariz y sacarlo por la boca.

Nunca he podido resistir la tentación de los puestos de cosas viejas, y allí había uno que me fascinaba particularmente: papeles de cocina amarillos, pintarrajeados de rameados verdes y rojos chillones, extendidos sobre el suelo. Cajas de velas inglesas y de jabón marsellés. Dos viejas lámparas de petróleo. Cartuchos de perdigones para todos los calibres imaginables, revueltos en un montón. Una cesta de huevos. Cinco gallinas atadas a un poste. Un revólver roñoso, con el gatillo roto y seis cartuchos dispares colocados alrededor de él, con las vainas cubiertas de verdín y sus balas de plomo dentadas y manchadas hasta perder la forma. Un montón de lana de oveja recién esquilada y pringosa aún de churre, y otro montón de latas de petróleo vacías. En el centro, en el sitio de honor, una montaña indescriptible de piezas de metal: trozos de espuelas, ruedas dentadas de despertadores, agujas roñosas para coser sacos, alicates con las pinzas rotas...

El propietario era un moro envuelto en una chilaba astrosa color café, que fumaba su pipa de kiffi y no hacía nada más. Sentado sobre sus ancas tras su exposición permanecía mudo, mientras todos a su alrededor gritaban a cuello herido sus ofertas. Por un momento levantó la vista y nos miró a Córcoles y a mí, para volver a hundirse indiferente en las delicias de la simiente de cáñamo. Córcoles señaló la cesta de huevos:

—¿Cuánto quieres?

—Cincuenta céntimos la docena.

—Dame dos docenas.

El moro alargó su mano para coger el dinero sin cambiar de postura. Córcoles le dio una moneda de plata. El moro no la cogió y en cambio dijo:

—Cincuenta céntimos españoles.

Córcoles se guardó su dinero, me cogió del brazo y me alejó del puesto.

—¿Qué pasa?

—¿Sabes? Aquí hay dos clases de moneda, la nuestra y lo que ellos llaman assani, que es la del Sultán. Yo le he dado un duro assani, que vale medio duro de los suyos. Pero estos granujas no quieren tomar su moneda. Bueno, no tardará en llamarnos. No te apures.

No nos llamó. Ibamos despacio, pero el moro seguía allí sin moverse, lanzando bocanadas de humo. Córcoles murmuró:

—Vamos a volver. Los huevos son baratos. Dame seis docenas —dijo al moro.

—Seis docenas son un duro español, cinco pesetas.

—Pero ahora mismo has pedido cincuenta céntimos por docena...

—Oh, sí. Eso era antes... —y siguió fumando su pipa.

Córcoles sacó del bolsillo su cartucho de máuser y se puso a juguetear con él en la mano. El moro apartó la pipa de su boca y se quedó mirando.

—¿Lo vendes? —preguntó al fin.

—No —dijo Córcoles. Y nos marchamos desdeñosos. Pero ahora el moro se levantó y vino tras nosotros, tirando a Córcoles de la manga para llamar su atención:

—Yo compro cartuchos.

—¿Cuántos huevos hay en la cesta?

—Nueve docenas.

—¿Cuánto?

—Cincuenta céntimos la docena.

—¿Assanis?

El moro tragando saliva:

—Assanis.

—¿Cuántos cartuchos quieres?

El moro barboteó jubiloso:

—Todos los que traigas. Cien, mil, yo compra todos.

—Te van a costar caros, ¿sabes?

Volvimos al puesto. Córcoles cogió la cesta de huevos y me la colgó al brazo:

—Toma, dale esto a los muchachos, que lo pongan con cuidado en un mulo. —Me guiñó un ojo y me marché sin replicar.

Cuando volví, Córcoles tenía al lado suyo un soldado de la Mehalla, la policía nativa. Los tres estaban empeñados en una discusión acalorada. Al cabo de un rato, Córcoles dejó a los moros frente a frente y se reunió a mí:

—¿Qué es lo que ha pasado? —le pregunté.

—Nada, que tenemos huevos baratos, a veinte céntimos la docena, y le he dado un susto al moro que no le va a salir del cuerpo en tres meses.

—Pero ¿qué es lo que has hecho?

—Nada. Simplemente le he ofrecido mil cartuchos a un real la pieza. Cuando ha aceptado, he llamado al Mehalla. Y, naturalmente, con la policía al lado, se ha arrepentido de la compra, y no ha pasado más. Toda esta gentuza es peor que los gitanos. Ya verás. Ahora vamos a comprar una cabra.

El puesto del carnicero consistía en una hilera de postes con ganchos, de algunos de los cuales colgaban las pieles de los animales ya vendidos. En la parte de atrás había un corralillo atestado de corderos y cabras. Córcoles escogió una cabra.

—¿Cuánto?

—Siete duros, sargento.

—Cinco.

—Seis y medio.

Después de un regateo interminable se pusieron de acuerdo en los cinco duros y la piel para el carnicero. —Ahora verás —susurró Córcoles.

El carnicero degolló la cabra sobre la tierra y colgó el cuerpo en uno de los ganchos. Hizo un corte triangular en una de las patas, levantó la solapa de piel, puso sus labios en el corte y comenzó a soplar. Lentamente la piel se iba despegando de la carne y la cabra se iba hinchando, adquiriendo una figura monstruosa. Finalmente hizo un largo corte en el vientre y arrancó la piel como si le quitara al animal un abrigo. Dejó el cuerpo ya pelado sobre una mesa cubierta con hule amarillo, vivero de moscas, y Coreóles puso cinco duros assanis al lado. El vendedor estalló en una protesta violenta:

—¡Assanis, no!

Córcoles recogió el dinero y, dejando la cabra muerta sobre la mesa, me llevó consigo:

—Ahora verás, la cabra es nuestra.

El carnicero salió tras de nosotros. Chilló, insultó e imploró, sin que le hiciéramos caso alguno. Por último, aceptó cuatro duros españoles por la cabra y nos llevamos el animal con todas las maldiciones de Alá encima.

—Es muy sencillo —explicó Córcoles—: la cabra ya no podía venderla. Los moros no compran carne cuando no presencian el matarla. Dentro de una hora, en este sol de julio, la cabra es invendible. Ningún español le daría entonces ni diez pesetas. ¡A no ser tal vez un sargento de Cazadores!

—¿Por qué un sargento de Cazadores?

—Porque es de lo único de donde pueden robar, de la comida. Pagan cinco o diez pesetas por una cabra o un carnero que está medio podrido, lo meten en el rancho de los soldados y lo ponen en la cuenta en treinta pesetas. Es de lo que chupan. No tienen paga extra como nosotros, ni pueden hincharse de comer grava de carretera.

—¡Pero es una bestialidad! ¿Y los soldados?

—Bueno, los soldados; a unos les da disentería y a otros el tifus. Pero los soldados cuestan baratos.

—Verdaderamente, entre nosotros no hay muchas epidemias.

—Nosotros somos príncipes. Aquí se está bien, si tienes dinero. ¿Cuándo has visto tú un general con malaria? Pero mira a los de infantería, sobre todo a los Cazadores, y verás.

El carnicero volvió a aparecer, conduciendo una cabra con las tetas goteando leche.

—He vendido los cabritos. Te la vendo.

—¿Qué te parece? —me preguntó Córcoles.

—No estaría mal tener leche.

—¿Cuánto quieres?

—Diez duros españoles.

—Te doy cinco.

Después de otro regateo interminable compramos la cabra en los cinco duros y nos la llevamos atada a la cola de uno de los mulos. Volví a reanudar la discusión:

—¿Entonces tú crees que tendrían menos enfermos en infantería si les dieran mejor de comer?

—Naturalmente. Bueno, tú no conoces todavía las cosas aquí, pero ya te las iré explicando. Casi todos los oficiales que vienen aquí, vienen a hacerse ricos. La verdad es que, cuando están aquí, se gastan los cuartos y nunca llegan a ricos; pero eso es otra cosa. Pero con los sargentos y los suboficiales es diferente.

No vienen aquí a hacerse ricos, vienen como soldados, a la fuerza; y vienen la mayoría de ellos de sus pueblos, hartos de pasar hambre. Un buen día se encuentran con una paga en la que no podían ni soñar como jornaleros, y con un uniforme y una categoría que les permite manos sucias. Ésos son los hombres que se hacen ricos aquí. Ya va siendo hora que te vayas enterando de las cosas. Mañana te voy a llevar al blocao.

Blocaos, como entonces los conocíamos, eran barracas de madera, de unos seis metros de largo por cuatro de ancho, protegidas hasta la altura de un metro y medio por sacos terreros y muy raramente por plancha de blindaje, y rodeadas por alambre de espino. En este reducido espacio se estacionaba una sección de compañía al mando de un sargento: veintiún hombres, aislados del resto del mundo. En casos excepcionales se destacaba con ellos un soldado telegrafista con un heliógrafo y una lámpara Magin, para mantener día y noche comunicación con el blocao más cercano y, a través de él y de una cadena de otros, comunicar con la base. Pero la mayoría de ellos no tenía este medio de comunicación.

Sobre un cerro más alto que el nuestro, al otro lado del arroyo de Hámara, había un blocao semejante. De día y de noche oíamos los «pacos» que le disparaban algunas veces. Era un puesto avanzado enfrentado con el valle de Beni—Arós y los moros permanecían constantemente emboscados y disparaban a la silueta de un soldado o a la brasa de un cigarrillo. La guarnición era una sección de Cazadores.

Cuando llegamos Córcoles y yo, nos recibió entusiasta un sargento barbudo y flaco, con la cara amarilla de fiebre. Nuestros caballos llevaban unas pocas botellas de cerveza, una ristra de chorizos y dos botellas de coñac. Un hombrecillo pringoso, embutido en un uniforme harapiento, recibió la orden de guisar un arroz en honor nuestro. Otro hombrecillo se paseaba arriba y abajo, detrás del parapeto de sacos terreros que cubría la puerta de la alambrada. Los campos bajo nosotros tenían una paz infinita.

—Lo mejor es que nos metamos dentro —dijo nuestro anfitrión—. Aquí nunca está uno seguro, y menos un grupo como el que ahora estamos. Esos hijos de puta tienen buena puntería.

Entramos. En el rincón de la derecha, detrás de la puerta, el sargento había puesto un tabique de tablas para hacerse una alcoba. El resto de la barraca era una simple habitación con la tierra desnuda como piso. Las camas de los hombres estaban en dos hileras a lo largo de las paredes laterales, dejando un pasillo estrecho en medio. Encima de cada cama, en una repisa, estaba el macuto y una caja de madera. La mayoría de los hombres estaban tumbados fumando. Alrededor de una de las camas del fondo un pequeño grupo jugaba a las cartas. A la altura de los ojos, las paredes estaban perforadas por troneras. El sol entraba a través de ellas en chorros de luz que dibujaban rectángulos deslumbrantes sobre el piso y sumergían todo lo demás en la oscuridad, hasta que los ojos se acomodaban a la penumbra. Había un olor que no sólo le saltaba a uno a las narices, sino que parecía agarrarse a la piel y a los vestidos y depositarse allí en capas como pintura. Un olor semejante al olor de ropa sucia dejada por semanas en un rincón húmedo, sólo que cien veces peor.

Charlamos de unas cosas y otras, hasta que yo dije que quería saber cómo vivían allí.

—Éste es novato aquí —dijo Córcoles— y, lo que es peor, tiene ideas socialísticas o algo así. No es de los nuestros en todo caso.

Hizo una mueca, la mueca del hombre que está en el secreto, y el barbudo sargento me consideró compasivamente.

—Ya cambiará —dijo—. Por mí puede usted mirar lo que quiera o hacer lo que le dé la gana. Yo me quedo aquí con esta moza. —Y acarició el cuello de una de las botellas de cerveza.

Salí del cuarto del sargento al cuarto común. Al pasar a lo largo de los camastros, los hombres me miraban con ojos de perro curioso. A mitad de camino, uno de ellos se levantó obsequioso:

—Si quiere usted mear, mi sargento, la lata está allí.

En un rincón había una lata de petróleo. Más tarde me contaron la historia: los hombres la usaban para orinar, porque si no tenían que salir afuera. Cuando los ataques del enemigo eran muy frecuentes, la usaban para todo. Cuando la lata estaba llena, tenía que vaciarla fuera de la alambrada el que le tocaba el turno. Esto, frecuentemente, provocaba un tiro, algunas veces una baja, y entonces se perdía la lata. El primero que tenía necesidad de aliviarse podía elegir entre salir por la lata, que era seguro estaba cubierta por un «paco», o evacuar en alguna parte fuera de la alambrada, a su propio riesgo. En un sitio tal, donde pueden imponerse pocos castigos por faltas de disciplina, los castigos consistían en dobles guardias de noche, en tener que ir por agua al exterior, o en vaciar la lata de petróleo durante un cierto número de días. Así, la lata de petróleo y su contenido se había convertido en un símbolo de vida o muerte y en el tópico principal de comentario y conversación.

Cuando llegué a la cama donde los soldados jugaban a las cartas, éstos interrumpieron el juego y se quedaron en silencio, embarazados. Saqué un paquete de tabaco y liaron parsimoniosos sus cigarrillos.

—Qué, ¿cómo van las cosas aquí? —pregunté.

—Bien —contestó uno de ellos después de un largo silencio—. Si no le dan a uno un tiro y si no le dan las palúdicas.

Me senté en el borde de la cama, un saco relleno de paja, tendido en el suelo y cubierto con dos mantas viejas.

—Ahora contadme qué hacéis aquí todo el día. —Trataba de hacerles hablar—. Allí abajo en Hámara estamos desmontando para hacer una pista y os vemos a veces; también a veces oímos que os sueltan un «paco».

—Pues, bueno, aquí, no hacemos nada del todo —dijo el que había hablado antes—. A mí me quedan tres meses sólo...

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