La forja de un rebelde (25 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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¿Qué es una angina de pecho? Nadie lo sabe o no lo quiere decir.

Por la tarde, cuando se va el sol y aún no se ha encendido la lámpara en la sala, se reúnen las vecinas, sentadas en corro, calladas.

—Porque Dios le devuelva la salud, o lo que más le convenga —dice una.

—Padre nuestro que estás en los cielos...

Vamos rezando todos bajito para que no nos oiga, mientras la tía, hundida en el sillón, deja caer las lágrimas por su cara. Yo rezo. Pero, ¡cómo rezo! ¡Me tienen que oír Dios y la Virgen y los santos todos! Cuando se callan las vecinas, yo sigo rezando bajito a escondidas, para que no me vean. ¡Me tiene que oír Dios!

Se llena la alcoba de olores fuertes de botica, de pisadas de puntillas, de ruido de tazas y frascos contra el mármol de la mesilla. Don Tomás, el médico, sale y dice en voz baja, a todos y a nadie:

—¡Qué hombre! Es de hierro. Otro se hubiera muerto ya.

Después se queda agarrado a la muñeca del tío, tomándole el pulso. El tío comienza a abrir los ojos, a mirarnos a todos y alarga una mano y la pasa por encima de mi cuello. Nos pasamos la noche así. Él dormido respirando hondo, con su fuerte mano en mi cuello y yo resistiendo. Si me duermo, se muere, me repito. Como no consiguen quitarme de allí, mi madre me da café espeso y un poquito de aguardiente. Cuando me despierto, estoy de pie, caído sobre la almohada, envuelto en una manta, la mano del tío sobre el cuello. Mi madre está sentada a los pies de la cama en una silla baja y mi tía dormida en el sillón. Por el balcón entra la luz del amanecer. Me duelen todos los huesos y mi madre me coge arropado en la manta y me tumba en mi cama. Comienza a quitarme los zapatos, pero no sé si me los llega a quitar, porque me hundo en lo negro.

Después vienen los días mejores. El tío José se levanta de la cama y anda por la casa despacito, en zapatillas. Pero los tres sabemos, el gato, él y yo: está muerto.

Un día comenzó a andar en la cómoda y me llamó:

—Toma —me dijo—. Mi reloj de plata con las dos llavecitas. Te las he atado con un cordel para que no se pierdan. Los gemelos, el bastón de puño de oro, la sortija. —Se la sacó del dedo, donde bailaba, porque se había quedado muy flaco—. Dáselo a tu madre y que lo guarde para ti. —Después me dio un beso.

Se lo llevé a mi madre.

—¿Por qué te ha dado esto el tío? —me preguntó.

—No sé. Me ha dicho que lo guardes para mí, para cuando sea mayor. —Yo no quería decirle que estaba muerto. Ella fue a mi tío.

—¿Por qué le ha dado usted esto al niño?

—Mira, Leonor, a ti te lo puedo decir. Nunca más lo llevaré. Lo sé. Estoy muerto. —Y lo decía serenamente, con sus ojos grises mirándonos a mi madre, a mí y al gato. Como avergonzado de morirse.

—No diga usted tonterías. Se repondrá usted pronto, porque es muy fuerte y está muy sano.

—Tal vez me quieres engañar o no lo ves, como no lo ve el médico. Pero, es verdad. Yo sé que me quedan muy pocos días de vida. Lo siento aquí. —Se golpeaba el pecho suavemente—. Mira, el niño también lo sabe, ¿verdad? —y me miró a mí. Cuando el gato levantó la cabeza mirándole, agregó—: Y el gato también. Los niños y los animales sienten lo que no sentimos nosotros.

Por la noche, bajé por la leche y en la cochera aullaba un perro, como aúllan cuando hay muerto. El señor Pedro le apretaba la boca para que no se le oyera.

—Cállate, ¡condenado!

Volvía con el cacharro de la leche acordándome de lo que había dicho el tío. También los perros lo sabían. Estaba ya en la cama y se tomó el vaso de leche caliente, con las gotas de medicina que olían tan fuerte. Me senté en la cama, y me habló sin que yo supiera lo que me decía. Después de cenar solo, bajo la lámpara que se reflejaba en el hule de la mesa como un sol amarillo, me acostaron y antes le di muchos besos en la cara que pinchaba de pelos de barba. Le habían dejado en mi cama para que pudiera estar tranquilo y yo dormía en la habitación del fondo, al lado, en una cama improvisada.

El gato se subió a la cama conmigo, abrió el embozo de las sábanas y se durmió ronroneando. Nos dormimos los dos.

Me despertó el gato, desperezándose dentro de la cama y maullando bajito. Por debajo de la puerta de la alcoba del tío entraba una tira de luz y todo estaba en silencio. El gato y yo escuchamos. De repente se llenó la casa de gritos.

Alrededor de la mesa del comedor se han sentado todos los parientes directos. Preside mi tía y yo al lado de ella. Están: el tío Hilario con su calva caoba y su tomate maduro en medio de la calva. La tía Braulia, con sus catorce sayas verdes, amarillas y negras de los trajes de fiesta. El tío Basilio, hermano del tío, con su cabezota y su corpachón metido en un traje de paño negro, espeso, que huele a naftalina. La tía Basilia, hermana de mi tía, viejecilla arrugada, chiquitita y gruñona, de bigote canoso de pelos sueltos, como los bigotes recortados de un gato, y su marido, el tío Anastasio, imponente en su traje negro, con tipo de capitán retirado, de bigotes embetunados y cejas gordas también charoladas. La abuela Inés, por voluntad expresa de mi tía que la ha mandado llamar, para que la ayude, porque ella entiende de estas cosas, ya que es la administradora de los bienes del señor Molina. Por último, el padre Dimas, como consejero espiritual de mi tía y último confesor del tío.

Mi abuela y el cura están codo a codo. Los dos gordos y los dos grandes. El cura pertenece a la raza de gordos blanduchos llenos de rollos de grasa en todas partes: en las múltiples barbillas, en las bolsas de los ojos, en las muñecas, en el pecho, en el estómago y en la panza enorme que le mantiene tirante la sotana, como un globo hinchado. Mi abuela pertenece a la raza de gordos de huesos grandes, macizos, que nunca se llenan de carne, con su mandíbula pesada, su nariz ancha y larga, sus brazos enormes, en la muñeca y en el codo los nudos de los huesos, que se salen de la piel. El cura es todo untuosidad y la abuela es agria y pincha como los erizos. Don Dimas no la conoce aún, ni puede imaginar que en una familia tan cristiana exista un enemigo tan irreconciliable de las sotanas.

El tío Hilario coloca sobre la mesa su mano martirizada de tierra y pregunta:

—Bueno, mujer, y tú, ¿qué piensas ahora?

—Para eso os he reunido. Para que me aconsejéis. Yo tengo una idea.

—Me choca —interrumpe mi abuela que está desazonada con la compañía del cura y no sabe cómo estallar.

—Déjame hablar, Inés —y prosigue—. Como afortunadamente el pobre Pepe ha dejado lo suficiente para que no me falte nada y yo no tengo a nadie en el mundo, fuera del niño —me da tres o cuatro besos rociados de lágrimas—, he pensado retirarme a una Santa Casa donde las hermanas recogen señoras como yo de pensionistas, y el niño que entre en un colegio.

El padre Dimas se mira cariñosamente las uñas de sus manos cruzadas sobre la barriga. Los paletos se miran unos a otros sin acabar de comprender muy bien lo que ha dicho. El tío Anastasio se retuerce nervioso el bigote. La abuela Inés se levanta pesadamente de su silla y desde allá arriba, donde tiene los ojos, mira las cabezas de todos y se encara con su víctima, la tía:

—Mira, Baldomera. Antes he dicho que me chocaba que tuvieras una idea y ahora lo repito. ¿De dónde te ha venido a ti esa idea?

—Es un consejo del padre Dimas —contesta la tía con la cabeza baja.

—¡Ah! ¡Vamos! ¿Con que ésas tenemos, padre Morcilla?

—Señora... —comienza el padre, rojo por el insulto.

—¡Qué señora, ni qué cuernos! A mí no me venga usted con ungüentos de esos que le sobran. Usted cree que yo me mamo el dedo. Mira, Baldomera, tú no sabes quién es esta gentuza y yo sí. Te metes en el convento, te tratan muy bien; el reverendo padre, que ves aquí, te visitará todos los días piadosamente. Al niño le cuidarán muy bien en el colegio, que por lo que dices no es el colegio donde está. ¿Verdad?

—No. Había pensado llevarle al colegio de Areneros.

—Exacto. El padre Morcilla «había pensado» llevarle al colegio de Areneros y ya está toda la combinación: al niño se le convierte en jesuita y a la tía se le hace que deje un testamento a favor del niño como heredero único. Después, todo se queda en casa, ¿verdad, padre Morcilla?

El cura se levanta a su vez, chispeándole sus ojillos de cerdo.

—Doña Baldomera, yo me retiro. Esto es intolerable. Mi sagrado ministerio me impide discutir con una mujerzuela. Ignoraba que en esta casa cristianísima hubiera personas semejantes.

Mi abuela le agarra de un brazo al padre y se lo tritura con sus dedazos:

—Pues claro que su Reverencia Ilustrísima se había creído que aquí no había más que idiotas, como esta pobre. Pero se ha equivocado, estoy yo. El chico no va al colegio de jesuitas, porque yo soy su abuela y no me da la gana. Baldomera se irá al convento si quiere, porque yo no soy su abuela ni su madre, que si lo fuera, con todas las canas que tiene le daba unos buenos azotes. Y lo de «mujerzuela», padre «embutido», es la primera y única vez que se lo permito, y esto por respeto al difunto. Porque la próxima vez, le pongo a usted los carrillos de doble tamaño.

La parentela ha comprendido perfectamente que se trata de captar a la tía y de que desherede a todos. Por la fama de don Luis Bahía conocen ya lo que son los jesuitas, y todos apoyan a la abuela calurosamente, mientras el padre Dimas se envuelve en su manteo que llena la habitación de remolinos de viento. La abuela le abre cuidadosamente la puerta. Cuando va bajando la escalera, no puede contener su rabia:

—¡Hala, hala! ¡Vete a tu agujero, cucaracha!

Y pega un portazo que bailan las copas del aparador sonando como campanitas.

Mi tía está asustada:

—Pero ¡mujer! ¿Qué has hecho?

—¿Que qué he hecho? Pues mira, aguantarme las ganas de liarme a bofetadas con el tío ese. Bueno, se acabó. Ahora se puede hablar en familia, sin padres postizos.

—Vosotros, ¿qué me aconsejáis? —pregunta mi tía.

El tío Hilario, cachazudo, toma la palabra el primero:

—Yo creo, salvo el mejor parecer de todos —«todos» es mi abuela que le está mirando muy seria—, que lo que debías hacer era venirte una temporada con nosotros al pueblo hasta que se te pase la pena. Luego, te puedes quedar allí, tranquilamente. De nada tienes que preocuparte. Las chicas te harán de todo y estarás como una reina. El Arturo, pues si es tu gusto, que siga estudiando y los veranos puede ir a verte.

El tío Anastasio deja de retorcer su bigote, apoya una mano en el borde de la mesa, cruza una pierna sobre la otra rígida y comienza a acariciarse la barbilla:

—Difiero de extremo a extremo con esa opinión. Claro que tú necesitas calor y cariño alrededor de ti. Pero tú no puedes meterte en un pueblo. Tú necesitas distracciones, moverte, salir, ver la gente. Con nadie mejor que con tu hermana y tu sobrina, que es tu ahijada —recalca—. Entre nosotros, ya sabes cómo vas a estar. A Arturo, le das a su madre lo que sea para que siga estudiando y a casa puede ir siempre que quiera. No digo que duerma allí, por que no hay comodidades, pero el día entero lo puede pasar contigo, si es tu gusto.

La abuela se calla, mirando a unos y a otros, y todos quedan en silencio. La tía espera que la abuela hable, y como no lo hace, se vuelve a ella, tímidamente, y le dice: —Y tú, ¿qué me aconsejas, mujer?

—¿Yo? ¿Que qué te aconsejo yo? Pues mira, te lo voy a decir, porque si no lo digo reviento. Y al que le pique que se rasque. Lo que te aconsejo es que no seas idiota. El difunto te ha dejado cuartos para que vivas bien. Te estás en tu casita con el chico, como has estado toda la vida, tienes a Leonor que te hará las cosas, y haces lo que te dé la gana sin dar cuentas a nadie. ¿Es que eres tan estúpida que no comprendes lo que quiere toda esta gentuza? El cura, aislarte del chico y de la familia. La familia, aislarte del chico y de los otros parientes, y todos, entérate bien, todos, sacarte los cuartos. El coro de voces protesta:

—¡Inés! ¡Que nosotros lo que queremos es su bien! —¡Vosotros lo que queréis son los cuartos! Si el difunto la hubiera dejado con un trapo alante y otro atrás, veríamos quién era el guapo que la metía en casa, vieja, beata y gruñona como es. De todos los que estamos aquí, pueda ser que la única que la cogiera fuera yo, que todavía me sobra un cacho de pan para repartirlo con ella. Mira —agregó, volviéndose a mi tía—, déjate de consejos de familia. La familia y los trastos viejos, lejos. Aconséjate de quien no tenga nada que ver contigo y verás lo que te dice: que te estés en tu casa y que eches los cordones a la bolsa contra los pedigüeños que te van a caer encima como las moscas a la miel. ¿Tú sabes lo que es ser una buenaza como tú, que de puro buena eres tonta, con treinta mil duros, en una familia de hambrientos? Ya lo sabrás, ya.

El tío Hilario protesta muy digno:

—Aquí nadie ha pretendido quitarle nada.

—Sí, ¿verdad? ¿Cuánto le debes tú a Pepe? Porque ya le deberás más de los mil duros. Y claro, en cuanto te has enterado de la muerte de tu hermano, has venido con los cuartos, por si le hacían falta a Baldomera de momento. Por eso le he tenido yo que dar ayer mil pesetas para que pagara gastos sin preocuparse de nada.

El tío Hilario se sienta confuso, gruñendo:

—Así no se puede discutir.

—Pues claro que no. Así lo único que se puede hacer, si se tiene vergüenza, es coger la puerta y marcharse.

—Eso es faltar —contesta el tío Hilario.

—Pues aguantarse. La verdad siempre duele. Y la verdad es que todos habéis venido, como los cuervos, al olor del muerto, a ver la tajada que os lleváis.

La tía Baldomera ha roto a llorar y a gritar y la abuela termina la discusión con la mejor receta:

—Bueno, se acabó la cuestión. Y tú deja de llorar ya, que el difunto no va a volver porque llores. Vamos a rezar un padrenuestro, por si le aprovecha —y también le rezaré, aunque no creo en esas cosas—, y cada mochuelo a su olivo.

La tía comienza el padrenuestro, mitad riendo, mitad llorando. Cuando se quedan solas las dos viejas, se abrazan llorando. De repente la abuela se separa de ella, abre el balcón de par en par y dice:

—Que entre aire. Aquí huele a podrido.

Las oleadas de aire fresco se llevan el olor de sudores y el humo frío de los cigarros en nubes lentas, azules a la luz de la lámpara, que se estiran al salir.

La vida diaria es monótona. Por la mañana temprano, mi tía, aguzada su religiosidad, se va a la iglesia y no vuelve hasta las once o cosa así. Mi madre arregla las cosas de la casa y por la tarde se marcha a la buhardilla. Mi tía y yo nos quedamos solos. Yo leyendo en la mesa del comedor, ella dormitando en la mecedora, con el gato en la falda. Allá a las once o las doce se despierta sobresaltada, mira el reloj y nos acostamos juntos los tres: mi tía, el gato y yo.

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