La forja de un rebelde (26 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Se ha recrudecido su cariño hacia mí y sus celos hacia mi madre. No nos deja solos un momento. Los jueves y los domingos, para que no me vaya con ella, sale conmigo a la plaza de Oriente o a la plaza de Palacio, se sienta en un banco y siempre encuentra una vieja a quien contar la historia del tío y soltarle unas lágrimas. En una de las buhardillas de casa vive la señora Manuela, que tiene un puesto de refrescos en la plaza de Oriente y muchas veces vamos allí. Mi tía se toma un refresco y cambia con la señora Manuela el recuerdo de sus maridos respectivos.

Desde que se ha muerto el tío, los parientes sienten un cariño ciego por la tía. Los de Brunete vienen casi todos los meses. La tía les ha roto todos los recibos de las deudas con el tío José. ¡El año ha sido tan malo para ellos! Cuando vienen, le traen unas gallinas y unas docenas de huevos gordos y frescos. Cuando se van se llevan cincuenta o cien duros. Su hermana viene a hacerle compañía muchas tardes y otras viene su hija, Baldomerita, la ahijada de mi tía, que la llena de besos y de abrazos. Como ella no los volverá a llevar, porque el luto no se lo quitará «hasta que el Señor se la lleve con Pepe», un día le regala los pendientes de oro y brillantes, otro la cadena de oro. Otro el alfiler de pecho. Otro las sortijas. Así van desapareciendo las alhajas, las peinetas de concha de carey altas, las mantillas nudosas de bordado espeso, el mantón de Manila de chinos de marfil, los trajes de seda bordada. Cuando llega su santo o una fiesta, siempre están mal de dinero y no pueden celebrarlo, y la tía saca un billete grande que mete a la sobrina en el escote, dobladito en dobleces pequeños. A la caída de la tarde, cuando mi madre se ha marchado o está a punto de marcharse, vienen la tía Eulogia y su hija Carmen, sobrinas de mi tía en el mismo grado que mi madre y yo. Siempre encuentran algo que arreglar en la casa, algo que coser, algo que planchar. Van sacándole los billetes de cien pesetas, uno a uno, entre halagos y mimos.

Todos se dedican a lo mismo: a mimarme y a acariciarme y a desprestigiar a mi madre, fomentando la fobia de mi tía. La situación entre mi madre, mi tía y yo es cada vez más tensa. Los motivos más mínimos producen discusiones tan punzantes como agudas. La tía llora en el comedor y mi madre llora en la cocina. Un día se acaba todo:

—Mire usted, tía, esto no puede seguir así. Usted y yo no nos entendemos. Ha sido usted muy buena con nosotros, pero esto se ha terminado. Yo me voy a la buhardilla; usted tiene ahora quien la sirva con mucho gusto y todos viviremos en paz.

—¿Y el niño? ¿Qué vas a hacer del niño?

—De eso, usted verá lo que dispone.

Yo no pinto nada en esta discusión y ninguna de las dos pregunta mi parecer.

—Si tú no quieres estar en casa, yo no te voy a obligar. El niño se puede quedar para que termine el preparatorio y luego veremos, si Dios me da salud, que haga la carrera como quería su tío.

—Entendidas —dice mi madre—. Usted busca a quien quiera y cuando me avise, dejo la casa.

Por la tarde, la tía Eulogia y Carmen se disponen a venir desde el día siguiente:

—Pues no faltaba más, mujer. Ya verás cómo estás atendida por nosotras. Ni al niño ni a ti os faltará nada.

La tía Basilia habla con la tía seriamente:

—¿Cómo se te ocurre, mujer? Salir de Málaga y entrar en Malagón. Echas a Leonor y tomas a Eulogia. No has escarmentado bastante. Ésas vienen a chupar. Tú lo que debes hacer es vivir con nosotros, que al fin y al cabo soy tu hermana. Si es por el chico, como no tenemos casa bastante y esta casa es muy grande, podemos venir a vivir nosotros contigo.

Pero mi tía no quiere tener en casa al tío Anastasio y se resuelve por la tía Eulogia. La Carmen dormirá en la casa y su madre vendrá por las mañanas y se irá por las noches.,

Todas las conversaciones son delante de mí. Nadie se recata para hablar. ¿Por qué? Mi tía me va a hacer ingeniero. ¿Qué más quiero? Tampoco les preocupo yo. Una vez dentro de casa, ellas se las arreglarán para echarme, más tarde o más temprano.

Mi madre recoge todas sus ropas y el señor Manuel viene por el baúl grande, pesado. Cuando se va escalera abajo, mi madre entra en el comedor.

—Bueno, tía, me marcho. Que lo pase usted muy bien. Cuando necesite usted algo, me llama por el niño.

Entonces yo, estallándome las lágrimas por dentro, digo: —Por mí no podrá avisarte, porque yo me voy contigo. —Me vuelvo a mi tía furioso—: Mi madre no se queda aquí y yo tampoco. Me voy a la buhardilla y se guarda usted los cuartos y la carrera, que yo sé trabajar. Si no ha tenido usted hijos, se aguanta, pero yo no dejo a mi madre. Usted se queda con su Baldomerita y su Carmencita y les da usted todo lo que quiera, las mantillas y los cuartos, porque es usted una tía egoísta. Mi madre ha sido la criada de usted doce años. Eso es lo que ha sido, para que usted se llene la boca de que la ha mantenido a ella y a mí de limosna, porque estábamos muertos de hambre. Y ahora vienen estas piojosas y les da el dinero, que lo he visto yo, y las alhajas y los trajes y todo porque le dan coba y la besuquean.

Hay en mí todas las iras; la de ver despreciada a mi madre, la de perder la carrera, la de ver gentes extrañas saquear la casa, y nadie puede hacerme callar.

—Cuente usted los cuartos. Sí —agrego mirando a mi tía—, los cuartos que tiene usted en la cartera del armario. Donde tiene usted las cinco mil pesetas y los resguardos del banco. Cuéntelos usted y verá que le falta. Luego dirán que se lo ha llevado mi madre, pero yo sé quién los ha cogido.

En la cocina meten ruido con los cacharros la tía Eulogia y su hija. Mi tía, descompuesta, va al armario. Faltan quinientas pesetas.

—¿Lo ve usted? Tenía razón mi abuela que es usted una estúpida. ¿Sabe usted quién se los ha quitado?

Me traigo de la cocina a la Carmen, agarrada del brazo: —¡Ésta, ésta se los ha llevado ayer! Lo he visto yo, aquí escondido —me meto detrás de una cortina—. Y su madre estaba mirando a ver si se movía usted de la butaca. ¡Anda, di que es mentira!. Carmen, que es poco mayor que yo, una niña también, rompe a llorar.

—¿Has sido tú? —pregunta mi tía.

—Sí, señora. Yo no sabía; me lo ha dicho mi madre.

Yo cojo a mi madre del brazo:

—¡Vamonos! ¡Ahí se queda usted bien enterada!

Nos vamos, mi madre asombrada, yo temblando de rabia y de excitación, cayéndoseme las lágrimas. En la calle ya, mi madre me va besando. La tía llama desde el balcón:

—¡Leonor! ¡Leonor! ¡Arturito!

Doblamos la primera esquina de la calle de la Amnistía y nos vamos despacio, sin hablarnos, por las calles llenas de sol, hasta la buhardilla. Allí mi madre se pone a arreglar las ropas del baúl. Yo la miro, sentado, sin decir nada. Se interrumpe y me dice suavemente:

—Habrá que ir a casa de la tía por tu ropa.

—Que se la meta donde le quepa —contesto furioso.

Y me tumbo en la cama grande de hierro donde duerme mi madre, llorando, con la cara metida en las almohadas que se mojan, sacudido de espasmos. Mi madre tiene que cogerme y darme cachetes, porque no puedo hablar. La señora Pascuala, la portera, me da una taza de tila con aguardiente; y me quedo allí tumbado como un fardo.

—Lo mejor es acostarle —dice la señora Pascuala.

Y entre las dos me van desnudando. Me dejo hacer, mirando el cuadrado de sol que entra por la ventana. Después me quedo dormido.

Mi madre baja conmigo al colegio, para despedirme de los padres. Van viniendo uno a uno y hablando con ella. El último es el padre rector, que se une al padre prefecto y a nosotros.

—Es una lástima —dice—. Este niño está particularmente dotado. Mire usted, nosotros comprendemos su situación. Le daremos al chico los estudios y la comida, porque a nosotros también nos conviene, y es una lástima que se pierda.

—Pero hay que vestirle, padre —dice mi madre.

—Mujer, ya arreglaremos eso. No le va a faltar ropa al chico.

Mi madre está inclinada a dejarme en el colegio. Ha aguantado a mi tía tantos años, que ¿qué no haría ella por mí? El padre rector corta la discusión:

—Mire usted. Al chico le tomamos nosotros como un interno más. Donde comen ciento, comen ciento uno. La ropa y los libros, ya lo arreglaremos. No se preocupe usted.

¿Y yo? ¿Yo no soy nadie? ¿Dispone todo el mundo de mí a su antojo? Todos quieren hacer conmigo la limosna y luego aprovecharse. Me tengo que meter en el colegio, estudiar como un burro, para que luego los curas hagan sus anuncios para atraer a los padres como el de Nieto, que me llamarán hijo de lavandera. —Yo quiero trabajar —digo de repente. —Bueno, bueno —dice el padre rector—. Tú no te preocupes de nada, que nada te va a faltar.

—¡No quiero más limosnas! ¿Cree usted que no lo sé? Llorando me salen las palabras a chorro: ya sé lo que es ser el hijo de la lavandera; sé lo que es que le recuerden a uno la caridad; sé lo que son los anuncios del colegio y lo que es fregar mi madre el suelo en casa de mi tía, sin cobrar sueldo. Sé lo que son los ricos y los pobres. Sé que soy un pobre y no quiero nada de los ricos. De la cocina del colegio me suben una taza de té y el padre rector me da de palmaditas en la espalda. Me tienen que dejar tumbado un largo rato en uno de los divanes de terciopelo de la sala de visitas. Los padres van viniendo a verme y a hacerme una caricia. El padre Joaquín se sienta a mi lado, me levanta y comienza a preguntarme qué me pasa. Le respondo exaltado y entonces me da cachetes en las manos y me dice:

—No, no. Despacito, como si te estuvieras confesando. El padre rector empuja a mi madre al otro extremo de la sala y quedamos allí los dos solos. Le cuento todo al cura que tiene mis manos entre sus manos grandes y me sigue dando en ellas golpecitos cariñosos, que me incitan a seguir. Cuando acabo, me dice:

—Tienes razón. —Se vuelve al padre rector y a mi madre.

Agrega muy serio—: No se puede hacer nada. A este niño le han estropeado entre unos y otros. Lo mejor es dejarle que vea la vida.

Cuando nos vamos, me machaca la mano entre la suya, en un apretón como el de los hombres, y me dice:

—A ser valiente, ¿eh? Que ya eres un hombre.

Subimos la cuesta de Mesón de Paredes, mi madre pensativa, yo orgulloso; ¡tengo razón! Lo ha dicho el padre Joaquín.

Por la tarde viene a la buhardilla la tía Basilia a ver a mi madre:

—Baldomera quiere ver al chico —le dice.

Antes que conteste mi madre, replico yo:

—Le dice usted que no me da la gana. Y además, aquí a la buhardilla no tiene usted que venir. Ya se ha salido con la suya de echarnos. Aquí no es la casa de la tía. Aquí es mi casa y no quiero que entre usted ni nadie. Le dice usted a la tía Baldomera que no voy porque no quiero. Que hay la misma distancia de aquí a allí que de allí a aquí. ¡Si el pobre tío José levantara la cabeza! —Me ciega otra vez la rabia y la cojo del brazo—: ¡Hala, hala! ¡A la calle, tía bruja, cotilla, lameculos! ¡Hala! A sacar a su hermana las joyas y el dinero y las ropas hasta que la deje en cueros. ¡Ladrona!

Pretende empezar a chillar. Pero la señora Pascuala, que está enterada de todo y ha venido al ruido de las voces, la coge del brazo:

—¡Márchese! El chico tiene razón, sí, señora, mucha razón. Lo mejor que puede usted hacer es marcharse. Y no me conteste usted, porque aquí soy yo la portera y no tolero escándalos. ¿Se entera? ¡Tía hambrienta! ¡Lo que tienen ustedes los señoritingos es hambre! ¡Pues no faltaba más! ¡Hala! ¡A la calle!

Y la lleva delante de ella a lo largo del pasillo de las buhardillas, sin que la tía Basilia se haya atrevido a decir una palabra. Si la dice, la señora Pascuala le pega. ¡Con las ganas que tiene ella de coger por su cuenta una señorona de éstas!

Entre mi madre y la señora Pascuala acuerdan que debo entrar de chico en una buena tienda. Con lo que sé, en cuanto pase el aprendizaje, seré un buen comerciante y haré carrera. Dos días después, mi madre me lleva a una tienda de bisutería de la calle del Carmen: La Mina de Oro. El dueño, don Arsenio, bonachón, bajito y tripudo concierta con mi madre las condiciones:

—Trabajar, hay que trabajar, pero el chico comerá como un príncipe. En mi casa se come mejor que en la de muchos marqueses. Tendrá la comida, ropa limpia y la cama. Diez pesetas al mes y las propinas.

Capítulo 2

Iniciación al hombre

Cuando el sereno se retira a dormir, a las seis y media de la mañana, da unos palos con el chuzo en el cierre metálico de la tienda. Arnulfo y yo nos despertamos. En el pasillo que forman las dos camas juntas, agachados, porque de pie damos con la cabeza en el techo, nos metemos los pantalones y nos lavamos uno detrás del otro en la palangana que hay a los pies de las camas. Bajamos, abrimos la puerta de entrada y barremos la tienda y las trastiendas. Después yo cojo un cubo de agua y una escalera. Voy limpiando los cristales uno tras otro. Hay cinco escaparates con cristales por dentro y por fuera. Cuatro espejos dentro de la tienda. Dos en la puerta de entrada. Una columna cuadrada forrada de espejos. Un mostrador, que es vitrina, forrado de cristal. La tienda entera es de cristal. En el cristal de los escaparates hay dedos marcados, manchones de nariz de miope, polvo, rozaduras, todas las porquerías que la calle tira durante el día contra las vidrieras. En los cristales del mostrador hay las mismas manchas y además manchas del tarro de goma de pegar las etiquetas, rayaduras de lápiz y de botones de bocamanga, manchones coloreados de las cajas puestas encima.

Todo tiene que quedar como un diamante. A las ocho don Arsenio baja, restregándose los labios grasientos, con su primer puro recién encendido y comienza a inspeccionar los cristales uno por uno, sin que ni una sola vez los encuentre bien. Después, bajo su inspección, mientras da chupadas al puro, de pie en la acera, contemplando su tienda, con una esponja lavo la portada de madera barnizada. Mientras tanto, viene Rafael que es el dependiente mayor, y cuando acabo de lavar la portada, don Arsenio nos manda a desayunar.

Arnulfo y yo subimos al último piso de la casa, donde vive don Arsenio, y, allí, su esposa doña Emilia y la criada nos sirven el desayuno, en la terraza si hace buen tiempo o en el comedor si el tiempo es malo. En general el desayuno consiste en un par de huevos fritos o en un filete o en un chorizo y un huevo frito, con un tazón de café con leche.

Comer bien es el orgullo de don Arsenio y a la vez la compensación del hambre que ha pasado toda su vida, hasta que ha llegado a ser independiente. Todos sabemos ya su historia, contada casi diariamente:

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