Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Le dan el pitillo, y a veces consigue en este último momento la peseta que no ha logrado antes. En la alcoba de los arcos del Teatro Real le llaman el Marqués, y él afirma que lo fue. Cuando está borracho, cuenta historias y le escuchan los mendigos, los chicos de la calle y la gente que pasa. Los bomberos, que tienen un puestecillo de socorro allí mismo, le convidan a vino o a café caliente y a veces le emborrachan sólo por oírle sus historias.
Las columnas de piedra que sustentan los arcos tienen pedestales anchos, en cuyos ángulos se puede uno sentar. Allí se sienta el Marqués y empieza su historia. Le han dado los restos de la cena los bomberos de guardia, ha bebido unos tragos de vino, un vaso de café y los cocheros le han convidado a una copa de aguardiente. Tiene los ojos llorosos y la nariz roja de frío y de vino.
—Cuando me casé, hice el viaje de novios a Venecia. Me casé con una gran mujer. No voy a decirles cómo se llamaba, porque los nombres no hacen el cuento. Entonces se viajaba en diligencia y tardamos dos meses de Madrid a Italia. Todavía no había en el mundo esta porquería de los autos soltando truenos y oliendo a demonios. Buenos caballos y malos caminos. Pero se vivía.
Y cuenta durante una hora su viaje a Italia y sus amores. Los mendigos se sientan a los pies de él, y, detrás los cocheros en pie, le escuchan bebiendo sorbos de café en el pitorro de las cafeteras.
Es un arte beber café como lo hacen los cocheros. Y el café sabe distinto. En una bandeja de metal blanco les trae el camarero dos cafeteras, una llena de café puro y otra de leche, una grande y otra pequeña, abrasando porque si no, no estaría bien. Y sobre la bandeja van echando café a la leche y leche al café pasándole de una a otra cafetera por el pitorro que cada una de ellas tiene, hasta que el líquido de las dos tiene el mismo color. Entonces se lo van bebiendo a sorbitos por el pitorro, poniendo los labios en él, chupando y pasándoselo uno a otro.
El señor Encinas es un viejo de pelo y bigotes blancos, con la cara redonda roja y llena de venitas moradas que en los carrillos parece que le van a estallar. Todas las noches que hay función llega a las nueve a la taberna del señor Manolo, se toma dos vasos de vino tinto y luego cruza al Café Español, pasando entre las mesas, con sus pasitos de hombre gordo de piernas cortas. Es el número uno de la claque del teatro. Oyó cantar a Gayarre y a la Patti y se emociona cuando habla de ello. Cuenta muchas veces la historia de la avispa:
Una noche, cantaban Gayarre y la Patti un dúo al lado de la concha y Gayarre estaba con la boca abierta soltando notas. La Patti le miraba y se reía sin poder contener la risa y el público miraba a todas partes buscando de qué se reía la cantante. De pronto Gayarre hizo un gesto muy raro, cortó la nota, tosió y escupió en el escenario, y empezó también a reírse. Hubo que parar la función. La mitad del público se reía y la otra mitad pateaba. Entonces la Patti se fue a la boca del escenario y explicó lo que había ocurrido. Una avispa se había metido entre los dos y, cada vez que Gayarre abría la boca, la avispa parecía que iba a meterse dentro hasta que una de las veces que Gayarre respiró se tragó la avispa.
Le gusta tanto la música al señor Encinas que a los cuarenta años —como él decía— tomó clases de solfeo. Y después siempre va con un rollo de papel de música que compra de viejo en la calle de la Montera y sigue las óperas con sus papeles encima de las rodillas, moviendo la mano derecha como si dirigiera la orquesta.
La claque se reúne en la tertulia del Café Español. El jefe de la claque es un italiano, antiguo cantante, ya sin voz a fuerza de beber y fumar, que se llama Gurius. Tiene la cara arrugada de las pinturas y todo el mundo dice de él que es capaz de sacar leche de un ladrillo, porque a todo el mundo saca dinero. No sólo dinero, sino todo lo que necesita para vivir. Tiene una manera especial de pedir las cosas. Coge a un cantante en la calle y le abraza y le besa ruidosamente:
«¡Mio caro, carissimo!»
. Y se pone a hablar en italiano a toda velocidad sin dejarle al otro abrir la boca. De repente se separa dos pasos de él, le mira de arriba abajo y le dice:
—Chico, ¿sabes que tenemos la misma estatura y el mismo cuerpo?
—Sí —contesta el otro.
—Entonces, seguro que tienes algún traje para mí, que no esté muy estropeado, porque uno tiene que ir decente.
Al día siguiente tiene el traje, porque es el jefe de la claque y puede estropear a un artista. De esta manera se hace con botas, sombreros, camisas. Cuando tiene sed, es mucho más sencillo.
Hay una colección de muchachos que esperan todos los días para ver si pueden entrar por la claque y Gurius, claro es que los conoce a todos, elige al más inocente y le da unas palmaditas en la espalda.
—¿Qué hay, muchacho?
El muchacho se siente orgulloso de que haya reparado en él y contesta, a veces con la cara colorada:
—Ya ve usted, señor Gurius, esperándole a usted, a ver si queda algún sitio y puedo entrar.
—Bueno, bueno, vamos a ver si queda alguna tarjeta esta noche. Voy a tomar un refresco a casa de Manolo y vengo en seguida —le coge del brazo y le dice—: ¿Oyó usted anteanoche el
Rigoletto
. — y se lo lleva con él a la taberna. Cuando se ha hartado de beber le deja pagar y no vuelve a acordarse de él en toda la noche. Sin embargo, gana mucho dinero. Los cantantes le pagan para que no les estropee sus canciones. Cuando no se encuentran bien o cuando tienen miedo a una nota, se ponen de acuerdo con Gurius. Entonces Gurius coloca a uno de confianza en una buena localidad y, cuando el cantante está subiendo la nota y llega al agudo y se va a ahogar, el otro se levanta del asiento y suelta un ¡bravo! formidable y toda la claque estalla en una tempestad de aplausos. Nunca se sabe si el cantante ha dado la nota o no.
La gente que no tiene dinero y le gusta la música, paga dos pesetas al mes por ser de la claque. Gurius ha arreglado dos turnos para los dos abonos. Como todos los sitios los tiene siempre suscritos, ha hecho otros dos turnos de aspirantes que también pagan sus dos pesetas y entran por turno en lugar de los que faltan de los fijos. Después ha hecho otros dos grupos de suplentes, que entran cuando no hay bastantes fijos ni aspirantes. También pagan sus dos pesetas.
Cuando canta un artista de fama, vienen los seis grupos a ver si pueden entrar, y entonces los que tienen cinco duros entran, aunque no sean de ninguno de los grupos. En la taberna de Manolo hay un ayudante de Gurius que cobra los cinco duros y uno más de propina para él. Entonces le da una tarjeta escrita al hombre y le dice al oído lo que tiene que hacer. El hombre entra en el Café Español y se abre paso entre los ciento que hay alrededor de Gurius.
—¿El señor Gurius?—pregunta. Gurius se levanta muy atento de detrás de la mesa de mármol donde está pasando lista y cobrando los cuartos.
—
¡Servitore!
—Le traigo a usted esta tarjeta de parte de don Manuel.
—Con permiso. Siéntese usted un momento. ¿Cómo está don Manuel?
Cuando tiene sed, que es casi siempre, agrega:
—¿Quiere usted tomar algo? —Y se vuelve al camarero—: Pepe, tráeme una copita de coñac. Y al señor lo que quiera.
Se pone a leer la tarjeta calándose las gafas y dando tiempo a que el camarero vuelva. Entonces echa mano al bolsillo y se pone a buscar los cuartos, mientras el otro paga.
—Caramba, no se moleste usted, esto es cuenta mía. Lo que siento es que no sé si le voy a poder servir a don Manuel, porque es usted el tercero que viene esta noche. Claro, las noches de gala tengo recomendaciones hasta de ministros. En fin, a don Manuel no me puedo negar.
Después vienen el recomendado de don Antonio, de don Juan, de don Pedro y se repite la misma escena. Las tarjetas que quedan se las reparte a los veteranos de la claque. Cuando alguno protesta, le dice:
—Haga usted lo que éstos, busque usted algún amigo diputado o senador y le dará una tarjeta, porque usted comprenderá que yo tengo que estar a bien con todo el mundo.
Esta noche hay entradas para todos. Es una función de relleno con artistas de segunda categoría y sólo la mitad de la orquesta, pero el señor Encinas no falta. Esta noche trae un tambor. Un tambor de llaves de aros niquelados, lo que se llama redoblante. lo trae debajo de la capa y lo deja sobre uno de los veladores del café.
—Lo prometido es deuda —dice—. Me he traído el tambor y corno esta noche hay sesión «infantil» van ustedes a oír un concierto.
La tertulia se llena de parroquianos. Hay artistas del Real que hoy no trabajan, hay policías de servicio, cocheros de los abonados, parroquianos de los habituales, camareros y hasta el cocinero con su gorro blanco como un merengue. En medio de todos se coloca el señor Encinas pasándose por el hombro la correa ancha con el gancho que sujeta el tambor que le sale de la tripa como una mesita pequeña, haciendo redobles y filigranas. Todos aplauden y él repite, sin cansarse. Cuando acaba se limpia la cabeza redonda con un pañuelo verde, enorme, y limpia también los dos palillos, como si sudaran de haber golpeado el parche. Después se pone a aflojar los tornillos del tambor, uno por uno, explicando:
—Hay que aflojarle, porque estos instrumentos son muy delicados. Aquí en el café hace un aire muy seco y en la calle mucha niebla. Si se les saca del calor a la humedad, se corre el riesgo de que se rompa el parche.
Modesto, el pianista ciego, le pregunta al señor Encinas:
—Pero ¿cómo le ha dado a usted por aprender a tocar el tambor y no otro instrumento cualquiera?
—¡La técnica, amigo mío, la técnica! —contesta el señor Encinas—. Yo nací para la música, pero como usted sabe, no he podido aprender música hasta que no he sido viejo y me he podido permitir el lujo de pagarme unas lecciones. Mientras tanto he estado chupando tinta toda mi vida. Cuando he aprendido música, ya había echado panza de estar todo el día sentado en una silla haciendo facturas y ahora se me ha planteado el problema. Me hubiera gustado tocar el violín, pero mire usted mis manos —y enseña dos manos que son dos bolsas con cinco morcillitas cortas—. Tampoco podía aprender el piano, porque no llego a la octava. Así que sólo me quedaban los instrumentos de viento, pero para esto hace falta embocadura. Esto tampoco lo podía ya aprender, porque se me saldrían las muelas —y con un gesto rápido se saca la dentadura postiza de la boca—, así que me decidí por el tambor. Ahora estoy ahorrando para comprarme un xilofón que se toca lo mismo. Algunos salen de la tertulia riéndose y a mí me dan ganas de pegarles. Yo quiero mucho al señor Encinas. Sabe hacer con hojas de papel ranas y pájaros y saltamontes, camellos, mariposas y matracas. Nos coge a los chicos y en un momento nos llena la mesa del café de figuritas y nos cuenta cuentos. No sé por qué si el pobre tiene su manía con el tambor se han de reír de él.
Entre los que se ríen está el comisario jefe de la policía de escolta del rey. Es un tío bruto que conocemos todo el barrio. Lleva siempre un bastón de cartas. Con las barajas viejas se hacen estos bastones: con un sacabocados se cortan redondeles de las cartas a martillazos y se les hace un agujero en medio para pasarles un alambre de acero. Así se hace una barra que es el bastón. Luego, con papel de lija llena de rayitas. Estos bastones cimbrean mucho y pueden matar a uno.
El comisario una vez mató un perro con su bastón y por esto le tenemos odio todo el barrio. Iba una mañana con su puro en la boca y su sombrero hongo de medio lado, muy chulo como va siempre. Iba dando con la punta del bastón a los pobres que estaban durmiendo en los bancos de la plaza de Oriente. Se despertaban y salían corriendo para que no los detuviera o les diera un bastonazo como hacía a veces. Había una señora que había bajado su perrito a la plaza a mear por la mañana. El perro se conoce que se asustó de ver a aquel hombre pegando a la gente y le ladró furioso. Y entonces el comisario le dio un palo. La mujer empezó a chillar el perro le ladró más y le quiso morder. El tío se volvió loco y empezó a palos con el perro y a insultar a la mujer. Como el perro era un perrito blanco, pequeño, le mató. Luego se subió encima y le pateó las tripas. El pobre perro se quedó allí, con la boca abierta llena de sangre negra y la tripa manchada de barro de los zapatones; y la pobre mujer lloraba y le besaba. Dicen que es capitán, y si lo es, debe andar siempre a palos con los soldados, como cuenta mi tío que hacía con ellos un sargentón muy malo que tenían.
También ha estado oyendo al señor Encinas Titta Ruffo, que hoy no canta y ha venido al café con unos amigos. Cuando salimos todos de la tertulia, Ramiro y Modesto se van a tocar. Y todo el mundo se sienta en su mesa para escucharlos. Titta Ruffo va de una mesa a otra saludando a los conocidos. Yo me subo a la tarima del piano, porque me divierte ver los martillitos golpear las cuerdas. Es un piano de cola muy grande, con la tapa levantada y las tripas al aire. Ramiro abre la caja de su violín y se coloca en el hombro el instrumento, metiendo entre él y la barbilla un pañuelo de seda blanco doblado, que tiene para eso y que de tanto usarlo tiene ya un hoyo como una almohadilla. Deja el violín sujeto con la barba y el hombro y unta el arco de resina. Titta Ruffo viene a mi lado y mira el papel de música, en tipos Braille, que Modesto está repasando con la punta de los dedos. Ramiro no necesita repasar los papeles porque tiene buena memoria.
Empiezan a tocar el prólogo de
Payasos
. En el Café Español se tocan muchas óperas, porque todos los parroquianos van al Real. Entonces Titta Ruffo se sube a la tarima, al lado de Modesto. Y Modesto dice, sin dejar de tocar.
—Buenas noches, don José.
Porque mi tío José tiene a veces la costumbre de subirse a la tarima cuando está tocando.
De repente, Titta Ruffo, que se ha sonreído y no ha contestado a Modesto, abre la boca y se pone a cantar:
lo sono il prologo...
Como cuando apagan la luz en el teatro, el café queda en silencio. Modesto y Ramiro han puesto cara de asombro y parece que los dos ciegos quieren mirar. Saben quién es, pero quisieran verle la cara. Siguen tocando, escuchándose a sí mismos para no equivocarse y escuchando el trueno de voz de Titta Ruffo que hace bailar las copas, las cucharillas, los espejos y los globos de luz. Ha puesto una mano encima del teclado y con la otra se ha deshecho el nudo de la corbata y ha saltado el botón del cuello duro. Muy tieso, sigue cantando, y en la calle las ventanas se llenan de caras con la nariz aplastada contra el cristal, formando redondeles blancuzcos. Algunos abren la puerta y entran de puntillas, y se van colocando de pie al lado de las mesas, donde no estorban. La mayoría son cocheros. La pareja de guardias del teatro también ha entrado y está al lado de la puerta con sus capotes azules y el casco en la mano.