La forja de un rebelde (23 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Se me quedó mirando muy serio y agregó:

—¡Hombre! ¿Tú crees que se paró de golpe? Se paró poco a poco, como se para un tranvía. Anda, déjame que tengo mucho trabajo.

Poco a poco voy viendo que no soy yo sólo el que quiere saber la verdad de Dios y de la religión. Los libros que voy leyendo hacen las mismas preguntas. La Iglesia los excomulga, pero no les contesta. Sobre estos libros sólo puedo hablar con el padre Joaquín que no se enfada ni me los quita. Discutimos muchas veces. Una sola vez me ha convencido. Estaba yo sentado en su mesa y él estaba delante del atril, con el oboe en la mano y los pájaros en el alero de la ventana. Se puso a mirar afuera, al patio y al cielo, como si no mirara a nadie, y empezó a hablar, no conmigo, como si hablara solo.

—Ninguno sabemos nada de nada. Lo único cierto es que existimos. Que existen la Tierra y el Sol y la Luna y las estrellas y los pájaros y los peces y las plantas y todo, y que todo vive y muere. Una vez tuvo que ser la primera, nació la primera gallina o el primer huevo; no lo sé. El primer árbol y el primer pájaro. Alguien los hizo. Después todo marcha con una ley. Los mundos se mueven por un camino trazado siglos y siglos y los hombres y todos los seres nacen y mueren unos detrás de otros con una ley. A esto llamo yo Dios, en el que creo; el que ordena esto. Después de Dios sólo creo en la bondad.

Se calló y me dio un libro para que lo leyera:

—Toma, lee esto. Y cree en lo que te dé la gana. Aunque no creyeras en Dios, si eres bueno es como si creyeras.

Me dio la vida de san Francisco de Asís.

Tengo una caja de zapatos con agujeros en la tapa para que respiren los gusanos que hay dentro. Son gusanos de seda. Los tengo chinos, que tienen el cuerpo con manchas café oscuro, y blancos. Cuando les echo las hojas de morera se quedan tapados. Después empiezan a trepar y roen los bordes de la hoja haciendo curvas con las patas agarradas al canto de la hoja, moviendo la cabeza de arriba abajo y cortando con los dos dientes morenos que tienen en la punta de la cabeza. A medida que comen, sueltan pelotillas cilindricas. De vez en cuando arrugan la frente entre los dos ojillos negros, y una línea azulada que tienen a lo largo del cuerpo ondula como si pasara por ella un río de sangre, del rabo a la cabeza. Entonces cambian de postura y buscan otro sitio en la hoja donde roen. A veces, royendo se encuentran dos, hocico frente a hocico. Levantan la cabeza y parece que se miran y se dicen algo. Uno de ellos mueve las arrugas de su frente y cambia de sitio. Yo los cojo con la mano. Están blandos y templados. Se me enroscan al dedo con sus patas peludas y parece que curiosean mi piel llenos de extrañeza de que haya hojas de árbol así. Ven la caja debajo, se hacen una bola y se dejan caer para seguir comiendo.

Si les dejo una hoja de otro árbol entre las hojas de morera la dejan sin morder. Pasan por ella y se van a las otras. La conocen, la huelen y la ven. Entonces, ¿me conocen, me ven y me huelen a mí? ¿Saben quién soy, y cómo soy? Cuando los miro en la caja y levantan la cabeza, parece que me están mirando. Entonces cojo uno, le pongo a lo largo del dedo y le paso la punta de otro dedo por el cuerpo tan blando y tan suave. Se estira y levanta la cabeza y las patas de delante. Arruga su frente muy deprisa. Le dejo en la caja y se pone de nuevo a comer. De vez en cuando levanta la cabeza para mirarme.

Después se meten en un rincón de la caja, se agarran con sus patas al cartón y empiezan a dar vueltas a su cabeza, soltando un hilito de baba por la boca. Se van quedando pequeñitos, y la seda los va envolviendo hasta que ya no se les ve más que como una sombra que sigue moviendo la cabeza dentro del huevecillo del capullo. Por último se queda el capullo, amarillo o blanco, allí, agarrado al rincón de la caja. He roto cada día un capullo para verlos dentro. La piel se les ha puesto dura y parecen de cuerno, de color moreno, como un hueso de aceituna, llenos de anillos, con el hocico y sus dos dientes negros. Dormidos completamente, sin despertar. Moviendo tan sólo un poquitín los anillos. Después les salen patas de verdad, una cabeza y alas. Se vuelven blancos, con unos cuernecitos peludos en la cabeza, como medias lunas de seda. Hacen un agujero en el capullo y salen al paño blanco que les tengo preparado en el fondo de la caja. Las hembras agitan las alas muy deprisa y dan vueltas. El macho viene, y los dos se unen por la cola. Se quedan pegados horas. Se llena el vientre de la hembra como una bola y riega el paño blanco de huevecitos diminutos, amarillos, casi dorados, que se vuelven negros. Y se mueren, las mariposas. Se quedan en la caja, secas, las alas pegadas al cuerpecito, como si hubieran sudado antes de morirse.

Debajo de los montones de sábanas guardo el paño blanco, lleno de millares de huevecitos. La tía mete entre la ropa blanca manzanas que se secan y arrugan como cara de vieja. Al año siguiente, el paño blanco huele a manzanas y de cada huevecito sale un pelo negro que se convierte en un gusano.

Me siento en el balcón con la caja de zapatos al sol, para que los gusanos estén calientes. Tengo al lado un montón de libros y los voy cogiendo uno a uno para repasarlos. Está cerca junio y tengo que examinarme a la vez de dos cursos de bachillerato. Luego, hacer oposiciones a las matrículas de honor. Todos me empujaban.

Los curas del colegio me fuerzan y casi se ocupan exclusivamente de mí en la clase, preguntándome todo de mil maneras distintas. El tío me promete la carrera de ingeniero si termino el bachillerato así. Mi madre, la pobre, me acaricia la cabeza y me ruega que haga un esfuerzo. Ella no puede hacer nada por mí, pero los tíos lo harán todo si yo soy bueno. La tía me viste con traje de fiesta y me lleva de visitas. Me enseña a los amigos como un fenómeno, y los señores de cabeza calva y las viejas como ella me hacen preguntas idiotas:

—Muy bien, muy bien, Arturito. Cuéntanos qué estudias.

Un día me dio tanta rabia doña Isabel, con preguntas de éstas, que comencé a hablar muy de prisa de los logaritmos, del binomio de Newton, de las curvas parabólicas, y a mezclar fórmulas de álgebra en camelo, llenas de «aes» y de «zetas» y de signos y de cifras fantásticas. Doña Isabel me miraba con los ojos abiertos y la boca caída. Me paré de repente y le dije muy serio:

—¡No sé más!

—Qué maravilla, doña Baldomera, ¡qué maravilla de niño! Igual que mi marido. Cuando el pobre se ponía a hacer números, era algo maravilloso. De memoria sumaba, ¿sabe usted? ¡Sumaba de memoria! Este niño llegará lejos. Como hubiera llegado el pobre Juan si hubiera vivido.

Me hubiera puesto a llamarla estúpida, vieja cerda, zorra, animal, no sé cuantas cosas. Le hubiera arrancado la cola de pelo postizo que se ponía por moño y le hubiera frotado la cara llena de crema color manteca amasada con polvos con un estropajo de agua de fregar.

¡El porvenir! Seré ingeniero, para que todos estén contentos, pero sobre todo para que mi madre no lave y no sea más la criada de nadie. Todos son muy buenos conmigo; y todos hacen conmigo la caridad. A cambio de eso, yo me siento cansado, sin ganas de comer ni de jugar. Sólo quiero ver, ver las cosas y los seres, como los veía san Francisco.

El gato se sienta encima de mis piernas. Mira a la caja de gusanos, a los libros, me mira a mí, con sus ojos dorados. Los entorna, y se hace una bola entre sus patas con el rabo azotándole el hocico y ronronea. Creo que me entiende y sabe todas las cosas. Yo le entiendo también, pero cuando se queda así mirándome y mirando las cosas, no sé lo que va a decir. No dice nada, pero se ve en sus ojos que tiene la cabeza llena de ideas como yo. Para no pensar se duerme. Igual me pasa a mí, que muchas veces me entra un sueño invencible y me duermo en la alfombra del comedor o en el balcón a lo largo.

Los dos perros de la cochera son blancos y muy vivos. Los he visto recién nacidos, cuando eran como un puño y ellos me conocen y me quieren. Cuando bajo a la calle, vienen a mí, meneando la cola, ladrando y saltando. En el café les recojo en cuclillas y meten su hocico negro en los bolsillos del delantal para sacar el azúcar. El gato se ha asomado al balcón y entre los hierros me ve jugando con los perros. Cuando subo, el gato no quiere jugar conmigo. Está enfadado. Entonces abro el aparador y saco la bolsa de galletas. Comemos los dos juntos, yo sentado en el suelo y él entre mis rodillas. Hacemos las paces. Luego mi tía se enfada, pero no tiene razón, la tenemos el gato y yo.

La gente se asombra de lo que hace Malleu con sus leones, en los jardines del Buen Retiro, pero yo no. Tiene una jaula de hierro redonda muy grande y llena de taburetes de madera. Salen todos los leones y cada uno se sienta en su taburete con la cabeza alta, mirándole. Malleu es un hombre alto, seco, con los ojos verdes y el pelo rizado como si fuera un cubano. Les habla y los leones le entienden. Rugen y la gente cree que le van a morder. Pero Malleu sabe, y yo también, que es que los leones le contestan. Después trabajan saltando y corriendo por la jaula. El más grande abre la boca y Malleu mete la cabeza dentro. Parece que le van a comer, porque saltan a él y alargan las patas de dedos gordos con uñas torcidas. Pero es que quieren jugar. Porque Malleu no les pega.

Yo le he visto darles de comer. Les da de comer él mismo. Un mozo lleva una carretilla con trozos de carne y él va entrando en las jaulas. Coge un trozo de carne en la punta de un tenedor muy grande y se lo da. Después les rasca la melena encima de los ojos, y les da puñetazos suaves en la cabeza. Los leones rugen bajito y a veces se tiran panza arriba al suelo. Entonces les rasca la tripa. Cuando no hace caricias a un león —yo lo he visto—, el león viene rugiendo detrás de él, regañándole porque le ha olvidado.

Después, cuando Malleu sale de la jaula, acaricia a los niños y nos pregunta si nos gustan los leones. Nos lleva a ver unos leoncitos pequeños que tiene, como pellos de lanas. Le mordisquean las manos y le arañan. Algunos chicos metemos las manos entre los hierros y les acariciamos. No nos hacen nada, pero se enfadan cuando un hombre quiere tocarlos. Enseñan los dientes, gruñen y sacan las uñas.

—¡Hermano lobo! ¡Hermana piedra! —dice san Francisco...

He plantado en un pote vacío de pimientos, judías, y en otro, garbanzos. Los quiero ver crecer y revuelvo la tierra todos los días para sacarlos y los vuelvo a meter. Se han abierto y han sacado un tallo como un cuerpecito blanco. Luego les empiezan a crecer raicillas y, por último, les salen hojas verdes. Crecen como si me entendieran y quisieran darme gusto enseñándome cómo son y cómo crecen. Doy martillazos a un cacho de hierro y se pone caliente, como si le doliera.

Cuando se acaban los exámenes y tengo las matrículas de honor, me llevan al médico. Estoy flaco, no tengo apetito. Sólo quiero leer y dormir y ver los bichos. El médico me escucha el pecho y dice:

—No tiene nada. La edad. Está en el crecimiento. Lo mejor sería mandarle a un pueblo y darle un reconstituyente.

Voy a Méntrida, a correr por la alameda y a tomar cucharadas de aceite de hígado de bacalao, negro y espeso, que me hacen vomitar tanto que dejan de dármelo. Tengo uno de los prospectos del colegio donde dice que la enseñanza es tan buena que en el curso final del año, el colegio ha obtenido tantas y tantas matrículas de honor. La tía Aquilina se lo enseña a las vecinas del pueblo. —Es mi sobrino, ¿sabe usted? El hijo de Leonor que ha salido muy listo.

Las mujeres me llenan de bollos y de vasitos de vino rancio para que me ponga fuerte.

Pero los mejores médicos son el tío Luis, el maestro del pueblo y san Francisco.

El tío Luis, cuando le cuentan mis estudios me coge, pone su manaza en mi hombro, y dice:

—Bueno y ¿qué? ¿Has venido a tirar del fuelle? Porque a ti lo que te hace falta son buenas tajadas y moverte. Vente mañana y te enseñaré el oficio.

Tiró de la cadena del fuelle, machaco y limo trozos de hierro en el tornillo del banco. Me tizno la cara y las manos de negro, voy de caza con el tío a la caída de la tarde. Me atiborra de comida y de tragos de vino, pero me da rabia y casi lloro, porque con mis brazos flacos no puedo levantar el martillo más pequeño.

—¡Puñales! —dice el tío Luis—. A este chico lo que le hace falta es menos colegio y más jugar. Se va a quedar tísico y entonces veremos para qué sirve tanto estudio y tanta leche.

Después se va a cazar perdices y conejos para mí. Cuando no los hay mata un pichón. La tía Rogelia hace un caldo con él y luego me lo como yo solo. Tengo mucho apetito y el tío Luis se divierte viéndome comer. Los conejos y las perdices saben a hierba del monte.

La tía Aquilina me llevó al maestro del pueblo. Es un viejecillo muy simpático y muy alegre. La tía le comenzó a explicar. Él la escuchaba y leyó el anuncio del colegio. Después me puso la mano en la cabeza.

—¡Pobrecillo, pobrecillo! Y a ti, ¿qué te gusta?

Le conté que iba a ser ingeniero. Que me gustaban mucho los bichos y las plantas. Le hablé de san Francisco y se sonrió. Me daba mucha confianza hablar con él, porque me escuchaba muy atento, sin hablar, mirándome y mirándome, como si quisiera saber lo que tenía dentro. Cuando acabé de hablar me dijo:

—Mañana me vienes a buscar por la mañana. Nos vamos a ir a cazar mariposas.

Aquí estamos, en la alameda, el maestro y yo. Yo no sé cazar las mariposas, pero él con la manga de gasa en la punta de un palo corre detrás de ellas y las coge al vuelo. Después las saca con la punta de los dedos, con mucho cuidado, y las mete en una caja redonda de hojalata. Luego me enseña los lagartos, los galápagos y los camaleones. Nos quedamos mirando cómo las cigarras verdes se secan al sol y se escapan de la «camisa» volando, dejando en el suelo la envoltura con el dibujo de las patas, de las alas y de la cabeza.

Me va explicando los bichos uno a uno. Coge un lagarto y me explica cómo son, lo que comen y cómo viven; después, cuando yo creo que le va a meter en la caja de hojalata, le pasa un dedo por la cabeza. El lagarto cierra los ojillos, como si le diera placer. Luego abre la mano y le suelta. El lagarto se queda allí, brillando verde al sol y, en lugar de saltar al suelo, se sube por la manga y se agarra al hombro, meneando el rabo largo como un látigo. El maestro sigue con el lagarto encima, que a veces le mete el hocico en el pelo del cogote.

Cuando nos volvemos al pueblo, en la linde de la alameda, el maestro coge al lagarto con la mano, le pone en el suelo, le rasca el lomo y le dice:

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