La forja de un rebelde (30 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Les has gustado mucho, sólo la letra no es muy buena; pero esto se puede arreglar pronto.

En la Puerta del Sol tomamos un vermut. Pica el agua de seltz. Me la bebo con ansia, porque tengo la boca seca y estoy aún deslumhrado de aquellos salones y aquellos globos de luz lechosa. Allí voy a trabajar yo? Me siento lleno de orgullo.

Cuando llegamos a casa, don Julián afirma a mi tía que puedo contar con la plaza.

Tres días después, recibo una carta —la primera carta— comunicándome la dirección del banco —Crédit Étranger, capital 50. 000. 000 de francos— que don Arturo Barea pasará a prestar sus servicios el próximo 1 de agosto de 1911.

Me faltan aún tres meses para cumplir catorce años, pero soy ya empleado de una de las primeras casas de banca del mundo.

Capítulo 4

Trabajo

De pie alrededor de la mesa, vamos clasificando rápidamente la correspondencia con arreglo a las iniciales en rojo que marcan el negociado a que va destinada cada carta. De vez en cuando, Medrano se vuelve hacia la mesa de los jefes y un nuevo montón de cartas sustituye al ya clasificado. Está prohibido hablar, pero de todas formas hablamos bajito los tres, Gros, Medrano y yo. Nadie puede saber si hablamos del trabajo.

—¿Por quién has entrado aquí? —me pregunta Medrano.

—Por el jefe de la Bolsa —contesto.

—A mí me ha recomendado el cajero, que es amigo de casa hace muchos años. ¿Dónde has estudiado?

—Yo en la Escuela Pía. ¿Y tú?

—Casi igual. En los salesianos de la Ronda. Por lo menos aquí no nos dan la lata con sus misas y sus rosarios. Aunque el señor Zabala, el jefe de correspondencia —el que está en medio de los tres—, es un jesuita. Lleva un escapulario debajo de la camisa y todos los domingos va a la misa de la calle de Cedaceros, donde tienen la residencia los jesuítas. El otro es igual, el señor Riñón, el chiquitín, ése que está a la derecha y que es el jefe de la sección española. Al único que se puede tratar es al otro, al jefe de extranjero, el señor Berzotas. Claro, como ha viajado mucho, ya no hace caso de curas ni de frailes.

—¿Cómo has dicho que se llama?

—El señor Berzotas. Sabe jugar al tenis. Los sábados y los domingos se va a un campo que tienen los ingleses. Quiere hacer una sociedad deportiva con los empleados.

En este momento, el señor Berzotas me llama:

—Mande usted, señor Berzotas —le digo atentamente. Se pone instantáneamente rojo y se me queda mirando muy serio. Los empleados que hay más cerca se sonríen y yo me azoro. —¿Con que Berzotas, eh? ¿Quién te ha dicho a ti que yo me llamo Berzotas?

La costumbre del colegio de no denunciar a nadie, me obliga a replicar en el acto:

—Nadie. Se lo he oído a los empleados.

—Aquí —me dice muy serio— no hay ningún berzotas, porque cuando hay alguno se le pone en la calle y en paz. Yo me llamo Manuel Berzosa.

Cuando ve mi azoramiento, y que casi se me saltan las lágrimas, me golpea el hombro.

—Bueno, no te apures. Berzosa tiene también algo de coliflor. Mira, este señor, Mister Ciernan, me llama «Birchosas» desde el primer día y no hay manera de hacerle cambiar.

Me da un paquete de cartas para repartir y vuelvo a la mesa malhumorado con Medrano.

—No te lo tomes tan en serio. Aquí nos gastamos bromas todo el día. Ya verás. Y el que se cabrea, peor.

La segunda broma viene mediada la tarde. Gros me dice mientras manipula con los copiadores de cartas y con el montón de paños húmedos para copiar:

—Vete al váter y tráete llenos dos cubos que hay allí. Vuelvo del váter con dos cubos de agua rebosantes que me salpican el pantalón, porque pesan más que yo. Gros se lava las manos minuciosamente en uno y Medrano en el otro. Después me dice:

—Te los puedes llevar ya. —Y los dos se echan a reír.

Yo hago de tripas corazón, cojo los cubos otra vez y al pasar al lado de Gros hago oscilar uno de ellos. Le lleno de agua el pantalón desde más arriba de la rodilla. Se vuelve furioso. —Perdona, ha sido una broma —le contesto—. Y si te cabreas, peor.

Acabamos los tres riendo a carcajadas que provocan la salida de las barbas sucias del señor Zabala, que nos regaña con su voz atiplada. Después me enseñan la técnica de copiar cartas. Se pone una hoja de tela gruesa y tupida, húmeda, se vuelve encima una hoja del papel de seda del copiador y después se coloca la carta encima. La humedad pasa a través del papel, bajo la presión de las prensas de bolas doradas que llenan las mesas de copiar, y la carta queda copiada. Muy sencillo, pero hay que aprender la técnica. Cuando el paño está muy húmedo, la carta se convierte en un borrón; cuando está muy seco, no se copia. Además, con las cartas escritas a máquina el punto de humedad es distinto de las cartas a mano.

Después de quince días es todo lo que he aprendido: el grado de humedad necesario para que una carta se copie.

Estoy verdaderamente desilusionado. El día que vine a trabajar por primera vez, mientras esperaba al jefe de personal que había de destinarme, pensaba que dentro de pocos minutos estaría sentado en una de aquellas mesas, escribiendo a máquina o haciendo cálculos. Estos cálculos maravillosos que se hacen en un banco. Por si acaso, me cercioraba de que me había traído media docena de plumas de pata de gallo. Son las plumas con que escribo mejor, aunque a veces dejan caer borrones. Don Julián vino a verme y me dijo:

—Te van a llevar a la sección correspondencia. Estarás muy bien. Así que, a trabajar y a ver cómo nos portamos.

¡A la sección correspondencia! ¡A escribir cartas del banco! Seguro que me darán una máquina de escribir. La mayoría de las que veo son Underwood o Yost. Las dos las conozco muy bien. Ya verán cómo soy capaz de escribir. Tengo uno de los campeonatos de velocidad de la casa Yost en máquina ciega de doble teclado.

Cuando vino el jefe de personal, un señor imponente, con su chaqueta de trencilla, sus botines de paño blanco, su barba entrecana y sus gafas de oro, le seguí orgulloso. Me presentó al señor Zabala:

—Ahí tienes un nuevo —le dijo.

El señor Zabala llamó a Gros:

—Tú enséñale a éste para que os ayude.

Me cogieron entre Gros y Medrano. Los tres estamos de pie al lado de una mesa de pino pintada de negro, llena de desconchones y cortaduras, de manchas de tinta y de goma, armados cada uno de una plegadera, cortando sobres, sacando las cartas de dentro y colocándolas en un montón que pasa a la mesa del señor Zabala.

—Ten cuidado —me dijo Gros— de no romper ninguna carta al cortar el sobre. El Barbas se pone furioso.

—¿Le llamáis el Barbas?

—Se lo llama todo el mundo. Además, le da más rabia que si le llamaran hijo de mala madre.

Después, emparejado con uno o con otro, me pasé el día subiendo y bajando escaleras. En cada negociado dejábamos la correspondencia y recogíamos la que estaba contestada. Todo el día subiendo y bajando escalones de cuatro en cuatro. ¡Todo era urgente! Por la tarde, a copiar los cientos de cartas escritas por todos los negociados de la casa. Después, a meter las cartas en sus sobres, cerrarlos, lacrar los certificados y marcharnos a cenar. Eran las diez menos cuarto de la noche. No cené apenas, me dejé caer en la cama como un plomo. La tía me decía:

—Está cansado. ¡Pobrecillo! Hala, acuéstate.

En quince días me he convertido en un técnico de la copia y en el corredor más ágil del banco. Somos en el banco unos sesenta chicos, todos meritorios sin sueldo. Estamos sin sueldo un año y después pasamos a ser empleados. Pero para llegar a empleado hay que hacer méritos. Cada año hay sólo dos o tres plazas de empleado entre las trescientas de la casa. Cincuenta y siete meritorios van a la calle en el curso del año, mientras van entrando, uno a uno, otros cincuenta y siete que los sustituyen para cumplir su año de meritorio. Los otros tres se quedan ya con plaza fija. Mi única manera de hacer méritos es ser el más rápido de los meritorios, cosa fácil con mis piernas largas, y ser simpático a todo el mundo. Además, copio las cartas maravillosamente. En esto ya se han fijado los tres jefes y cada vez que hay una carta importante, me llaman para que la copie sin hacer ningún borrón, ni ninguna sombra del paño húmedo. Salen en las hojas del copiador como si estuvieran impresas allí. Gros y Medrano me envidian esta facilidad.

De todas formas no se puede uno distraer ni un momento. A un chico lo puede poner en la calle cualquiera, hasta un empleado de alguna categoría. Por otra parte, como necesitan despedir cincuenta y siete en el año, el jefe de personal, el señor Corachán, se dedica a la caza de los chicos y de los empleados que fuman en los retretes. Parece un fantasma. Sale de detrás de los rincones. Se esconde en los váteres y surge de repente, sorprendiendo a los empleados. Anda con suelas de goma y se para en silencio detrás de uno, escuchando. De pronto le pone la mano en el hombro y le dice:

—Suba usted a verme a mi despacho.

Le llamamos la Mosca, y cuando aparece por un pasillo los empleados se corren en voz baja la voz de alarma unos a otros:

—¡Ahí va esa mosca!

Los que están hablando se callan y comienzan a escribir muy de prisa. Los que leen el periódico a escondidas, doblado dentro de una carpeta, tosen, cierran la carpeta con aire indiferente, la meten en el cajón y se ponen a escribir. Pero como todos los departamentos están sólo separados por barreras de madera de un metro de altas y por mamparas de cristal, desde todas partes espía a la gente. A veces viene a Correspondencia, que está en el primer piso y tiene una barandilla que cae sobre el hall donde están los negociados del piso bajo, y desde allí se pone a mirar a los empleados uno por uno. Luego baja, saca los periódicos de los cajones y distribuye las broncas. Cuando está inclinado sobre la barandilla, dan ganas de darle un empujón para que se caiga de cabeza abajo.

Pero a quien persigue con ensañamiento es al pobre Pla. Cuando desde arriba ve su silla vacía, baja de prisa, se sienta en ella, saca el reloj de oro y le pone encima de la mesa. Cuando vuelve Pla, se lo encuentra allí.

—Señor Pla —le dice con voz campanuda, para que todos le oigan—, hace doce minutos justos de este reloj que estoy sentado esperándole. Y vaya usted a saber cuánto tiempo hacía que faltaba usted de su puesto.

—Señor Corachán, he ido un momento al váter.

—¿A esto llama usted un momento? Un cuarto de hora de trabajo perdido. Además, aquí se viene con todas las necesidades hechas. Pero usted toma el váter por un jardín para recrearse. Viene usted apestando a tabaco. —Después se levanta, se estira el chaqué, cierra la tapa del reloj de oro con un ¡clac! seco y agrega—: Siéntese y que no vuelva a ocurrir. Esto es intolerable.

Pla le mira con sus ojillos de miope, brillantes detrás de los ladrillos de las gafas, balbuceando, porque Pla, además de miope, cuando está enfadado o azorado tartamudea terriblemente. Sus manos como bolas en el extremo de sus brazos cortos, unas manos que no saben dónde estar, se apoyan en su tripa, porque todo Pla es una bola sudosa, y sus excusas salpican de saliva los papeles de la mesa. Cuando cae una de estas gotas de lluvia sobre un impreso en tinta de copiar, se forma un redondelito morado.

Aunque Pla se queda todas las noches hasta las nueve o las diez, abrumado de trabajo porque tiene a su cargo atender a todos los clientes del mundo que juegan a la lotería española, el señor Corachán le vigila a la hora de entrada y viene a restregarle el reloj por las narices y a insultarle.

La mayoría de los empleados no se tratan con Pla más que para burlarse de su ceguera y de su tartamudez, y los grandes amigos suyos somos los chicos. A mí, como a todos, me larga el discurso que es su obsesión:

—Tú eres nuevo, ¿verdad? ¿Cómo te llamas? Bueno, bueno —agrega sin esperar a que le conteste—, ve aprendiendo. Aquí tienes tu porvenir. Fíjate: un año sin sueldo, sesenta chicos como tú, tres plazas al año y a los doce años de estar en la casa, noventa pesetas al mes como gano yo.

Otras veces hace cálculos fantásticos:

—Hay en Madrid veinte bancos; a cincuenta meritorios cada uno son un millar. En España habrá un promedio de doscientos bancos con veinte meritorios cada uno, son cuatro mil chicos; hay millares de casas de comercio que tienen meritorios sin sueldo; así que hay millares de chicos que trabajan, no ganan nada y además quitan de trabajar a los hombres.

—Pero, Pla —le digo yo—, es el aprendizaje. —¿Es aprendizaje? Es la explotación sistemática del chico. Está muy bien estudiada. Cuando lleves aquí siete u ocho meses, un día te pondrán en la calle; si entonces vas a otro banco y cuentas que has estado aquí ocho meses y te han despedido, no te admiten. Si te callas, tienes que estar otro año de meritorio, para correr el riesgo de que te despidan a los ocho meses. Y te encuentras en la misma situación. Si buscas trabajo en una oficina particular, te dirán que aquel negocio no es un negocio de banco y que si quieres puedes entrar de meritorio, para que aprendas sus particularidades. La única posibilidad de romper este círculo vicioso es aprovechar ahora y pedir trabajo mientras estás trabajando en el banco. Así sí es fácil encontrar una casa que te dé cinco o seis duros de sueldo al mes.

—Pero yo quiero ser empleado de banco.

—Bueno. Pues entonces prepárate a tener paciencia.

Todos tenemos la misma ilusión de llegar a ser empleados del banco y alcanzar un puesto bueno. Vemos a los altos empleados y nos conocemos su historia: don Julián es hoy el jefe de Bolsa y gana cerca de mil pesetas al mes. Entró como yo, de meritorio. El cajero, que lleva treinta años en la casa, igual, y así otros varios. Pero la mayoría de los que tienen sueldos mejores son precisamente los que no han sido meritorios, sino que han entrado ya de empleados. Ahora, que todos tienen una especialidad. Unos saben idiomas y otros son técnicos que saben cómo emplear el dinero del banco para que produzca intereses y beneficios. Así, por ejemplo, el señor Tejada.

El señor Tejada es el apoderado de Bolsa y está por encima de don Julián. Es el único que puede dar órdenes en Bolsa, y don Julián lo único que hace es cumplirlas y luego ocuparse de la correspondencia de los clientes. El señor Tejada gana millones para el banco y le pagan muy bien. Es uno de los que ganan más, casi tanto como el director. Yo puedo llegar a ser como él, porque es muy sencillo. Una vez don Julián me explicó cómo se hacen las especulaciones y el juego de Bolsa. El banco no puede nunca perder. Los que pierden son los bolsistas que tienen poco dinero y los clientes. Además, al banco le dan aviso de las cosas antes de que nadie las sepa, en telegramas cifrados que traduce don Julián.

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