La forja de un rebelde (31 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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El juego de Bolsa consiste en apostar si el valor de unas acciones o del papel del Estado va a subir o a bajar a fin de mes. Esto es muy sencillo cuando el banco tiene muchas acciones en su cartera, porque entonces es él el que gana siempre. Acepta todas las ofertas que le hacen, sean al alza o a la baja, y cuando llega al fin de mes, mira las compras que ha hecho. Si le conviene que suban los valores, pide comprar más, ofreciendo un precio mayor. Como la mayoría lo tiene en sus cajas o ya comprometido, en Bolsa hay muy pocos valores, y los mismos bolsistas se encargan de comprarlo para revendérselo al banco. Así que a fin de mes el precio está mucho más alto y al banco tiene que darle, el que compró a principio de mes, mucho más barato a la fuerza o pagarle la diferencia. Entonces el papel baja, pero como el banco ya lo tiene vendido a un precio más alto, se guarda la diferencia. Así se arruina mucha gente, pero el banco gana dinero.

Hay otro negocio que es mucho mejor. Este negocio lo hace mucho el Banco Urquijo, que es de los jesuítas, y el Banco de Vizcaya, que parece lo es también. Unos industriales piensan montar una fábrica. Necesitan cinco millones, pero no tienen este dinero. Entonces, si al banco le parece bueno el negocio, adelanta el dinero y se hace una emisión de acciones que el mismo banco pone a la venta al público. Si el público cubre la emisión, el banco se guarda la comisión del préstamo y el corretaje de la emisión. Si no se cubre, el banco se guarda las acciones que no se han vendido y cuando la fábrica está ya en marcha, entonces hace subir las acciones y la gente las compra. El banco se guarda la diferencia. Muchas veces ocurre que el negocio es malo, y cuando el banco ya ha vendido sus acciones, el negocio se hunde y los accionistas no ven un céntimo, porque los bancos ya saben que aquellas acciones no pueden comprarse. De esta manera parece que estos dos bancos son los dueños de los servicios públicos de Madrid y de casi todas las industrias de Bilbao.

El otro negocio grande es la cartera. Hay mucha gente que para no tener el dinero en casa lo lleva al banco, que lo guarda en seguridad y paga un interés pequeño al año. Con este dinero que no es del banco, el banco hace préstamos a los comerciantes; las letras de cambio que tienen las llevan al banco para que se las cobre y por esto pagan una comisión. Pero como el banco no les paga hasta que no se ha cobrado la letra y ellos necesitan el dinero en seguida, cuando llevan las letras piden el descuento de ellas. Entonces el banco les cobra el descuento y además el corretaje. Como el descuento es el cuatro por ciento y el dinero que emplea no es suyo, resulta que por cada cien pesetas por las que paga tres años, cobra cuatro pesetas cada vez que le llevan una letra de cien a descontar. En el año le llevan millares de ellas.

Para esto tienen un servicio de informes y saben el crédito que necesitq cada comerciante. En el negociado de informes tienen trabajando a señoritas que copian los informes a máquina y hacen cientos de ellos todos los días. Les pagan dos pesetas diarias y muchos días trabajan hasta doce horas, sin levantar la vista de la máquina de escribir. Hay también señoritas en el negociado de títulos, pero éstas están mucho peor, aunque ganan lo mismo. Como yo llevo la correspondencia a todos los negociados, las veo todos los días. A veces me dan caramelos.

Abajo, en los sótanos, hay unas habitaciones que son todo en acero. Las paredes, el techo y el suelo. Las mesas y las sillas. Las puertas son unas verjas de hierro, y por las noches cierran otra puerta gruesa de acero que tiene muchos cerrojos y muchos botones con números que hay que combinar para que la puerta se abra. No hay ventanas y sólo se puede trabajar con luz artificial. Allí estan las señoritas. Trabajan guardando y ordenando los títulos que depositan los clientes. Además, cortan los cupones de todos los títulos cuando llega su vencimiento para cobrarlos, y preparan las facturas para el cobro de todos los cupones que se pagan en España. Así que pasan el día con las tijeras en la mano o contando paquetes de cien cupones y relacionándolos uno por uno en las facturas de cobro. Como no hay aire y todo es de hierro, la atmósfera es sofocante. Las chicas están todas pálidas y a la señorita Magdalena, que es la que lleva más años allí, le tienen que dar todos los meses tres o cuatro días de permiso. El único hombre que hay es el jefe, el señor Perahíta, un hombre gordo, muy gordo y muy bonachón. Pero a éste parece que no le hace efecto trabajar allí, porque cada vez está más gordo y más colorado. En la puerta de entrada al negociado hay un motor de ascensor, y el olor de la grasa entra en la habitación y se agarra a la garganta.

Además de éste, hay otros negociados especiales; están las cajas de alquiler, otra habitación de acero con una puerta muy gruesa. Dentro está lleno de cajas como armarios y cada cliente tiene la llave de uno de los cajones de estos armarios. La mayoría son joyeros de alrededor, porque este es el barrio de las joyerías. Por la noche vienen con los estuches llenos de joyas y las guardan allí. Pero hay también otros clientes que guardan allí sus joyas, sus títulos y su dinero. Hay uno que tiene muchas barras de oro y muchas monedas también de oro. Cuando abre la caja, toda ella brilla por dentro de amarillo. Las monedas y las barras están en pilas. Una vez nos dejó ver una barra que había venido de China y estaba llena de letras chinas en relieve. Pesaba, lo menos, un cuarto de kilo. Viene también una señora vieja que tiene allí sus billetes, y que todas las mañanas a las diez viene por el dinero que le hace falta para el día. Abre su caja y mira a todos lados para que nadie sepa el dinero que tiene. Cuando hay alguien al lado abriendo otra caja, se espera a que se marche. Una vez el cajero del banco le dijo que por qué no daba el dinero al banco y así podría ella retirar el que le hiciera falta siempre que quisiera y que, además de ahorrarse el gasto de la caja, ganaría el interés. Le contestó que todos los bancos quiebran un día u otro y no hubo manera de convencerla. Siempre le pide a Antonio, el jefe de los ordenanzas, que la acompañe, porque tiene miedo de que pueda haber alguien en el sótano que la robe y la mate cuando abra la caja.

Este Antonio es peor aún que el señor Corachán. Siempre está detrás de los ordenanzas, que son chicos como nosotros, y además nos espía a nosotros y se lo cuenta al señor Corachán. Así que le tenemos todos verdadero asco, hasta los empleados, porque como ellos han sido meritorios, saben que es un tiralevitas. Delante de él nadie habla y él tiene odio a todos los empleados. A veces un ordenanza o un cobrador se examina y logra entrar como empleado en el banco. Entonces Antonio no vuelve a dirigirle la palabra. Vive en el mismo banco, y por las noches vigila a los serenos hasta las doce o la una, paseándose por los pasillos en silencio, con zapatos con suela de goma como el señor Corachán. Como a los serenos los tiene hartos, un día le han gastado una broma que por poco se muere del susto:

Uno de los serenos, el señor Juan, se ha escondido en un rincón y, cuando ha pasado Antonio, de puntillas para que no le oyeran, de repente ha hecho funcionar los timbres de alarma y le ha apuntado con el revólver a Antonio, que estaba en el fondo del pasillo oscuro.

—¡Alto o disparo! —le gritaba—. ¡Los brazos arriba! —Antonio estaba de espaldas y se quería volver—. ¡No se vuelva o hago fuego!

—Pero, Juan —gritaba Antonio lleno de miedo—, que soy yo, Antonio.

—Cállese o le pego un tiro.

Como todos estaban compinchados, le tuvieron de cara a la pared con los brazos en alto más de media hora, hasta que vinieron los otros serenos con los guardias de la calle de Alcalá, que también traían el revólver en la mano. Nosotros estábamos velando y nos corrimos una juerga viéndole salir lleno de miedo, rodeado de todos con el revólver en la mano. El señor Juan le decía muy serio:

—Pues se ha salvado usted de un tiro por milagro. Yo que veo una sombra negra que va despacito sin meter ruido, me dije, ladrón tenemos. Si llega usted a correr o a hacer un movimiento extraño, lo dejo seco.

Al día siguiente se reía todo el banco de él, hasta en la dirección. El señor Carreras, el subdirector, que es muy guasón, le pidió explicaciones delante de todos para reírse.

Poco a poco van desapareciendo todos los chicos que entraron cuando nosotros, y nos vamos quedando sólo los tres. Es una coincidencia que seamos tres como en la escuela Pía, y tengo la superstición que los tres vamos a ser empleados. Se va acercando Navidad y entonces sabremos cómo marcha la cosa. Tenemos buenas esperanzas porque nos han puesto dos chicos nuevos para que les enseñemos el trabajo, y ahora somos cinco. Esto significa que a dos de nosotros nos van a trasladar de negociado. Si nos fueran a echar, lo habrían hecho y no estaríamos preparando a otros dos. Ahora que, como sólo enseñamos a dos, indudablemente a uno de los tres o le dejan allí o le echan. Así que los tres tenemos miedo. Cada uno hemos preguntado a los que nos han recomendado al banco y todos nos han dado buenas esperanzas, pero ¡vaya usted a saber lo que harán!

El día de Nochebuena estamos todos pendientes de los sobres que han traído a las mesas de los jefes de negociado. Unos sobres amarillos, dentro de los cuales va la gratificación de Nochebuena, el sueldo del mes y, en algunos casos, el papelito donde constan las dos cantidades: tiene una nota escrita que puede ser el ascenso, o un aviso de la dirección de no estar satisfechos con el empleado. Así que todo el mundo está impaciente y nervioso por ver su suerte.

El señor Zabala va llamando a los empleados uno por uno, con su voz campanuda. A algunos les felicita antes de que abran el sobre. Todos le dan las gracias a él y le felicitan las Pascuas. Van abriendo los sobres y se reúnen en grupos a comentar, unos contentos porque les han hecho un buen aguinaldo o el ascenso, otros disgustados.

Recalde se ha puesto a dar puñetazos en la mesa y a decir barbaridades. El señor Zabala se levanta de la silla y grita:

—¿Qué pasa, señor Recalde? Venga usted aquí.

Viene Recalde con el sombrero encasquetado en la cabeza y sigue dando puñetazos en la mesa de Zabala:

—¡Esto es una mala faena! Es el tercer año que se hace esto conmigo. No lo aguanto más. ¡Se pueden ir al diablo el banco y todos los jesuitas como usted! Yo trabajo aquí y nadie puede decir nada de mi trabajo; pero claro, ¡al reverendo padre capuchino se le ha puesto en las barbas que yo no puedo tener querida! ¡Yo tengo lo que me da la gana!

El señor Zabala, encarnado de rabia y tirándose nerviosamente de la barba, grita:

—¡Cállese usted, o será peor! ¡Cállese, le digo!

—¡No me da la gana! ¡Chillo porque quiero y porque me voy de esta pocilga!

Sale dando zancadas y portazos por el pasillo adelante. Un grupo de empleados rodea al señor Zabala y le consuela, dándole coba. Otro grupo, los descontentos, comentan en una mesa y dan la razón a Recalde.

Los últimos somos nosotros. A los tres nos han dado cinco duros de gratificación para cada uno, y en la nota nos destinan, a Gros y a mí al archivo, a Medrano como auxiliar de corresponsal. Los tres estamos locos de alegría porque esto es ya la segundad de llegar a empleados y acordamos ir a tomar un vermut a la taberna del Portugués, que está en la calle de la Cruz.

Allí está Pla. Un Pla desconocido. Tartamudo como nunca, con los ojillos medio llorosos detrás de las gafas, convidando a todo el mundo, mostrando a todos su papel y los billetes que le han dado. Un Pla feliz que nos abraza a los tres.

—Tomad lo que queráis, pago yo. Tú, chico —dirigiéndose al del mostrador—, da de beber a éstos y a todo el que quiera. —Después comienza a contar otra vez su suerte para que lo oigamos nosotros:

—La abuela se va a poner loca de alegría. —La abuela es su madre, una viejecita muy simpática que a veces viene a buscarlo—·. Yo que abro el sobre con la mala gana de todos los años, diciéndome: «Como siempre, no se habrán acordado de ti», y voy y me encuentro dentro un montón de billetes y la nota que dice: «Desde el 1 de enero, jefe del archivo con 175 pesetas al mes». El doble de lo que gano, menos un duro.

—Nosotros vamos al archivo con usted —le decimos, enseñándole nuestras notas.

Vuelven los abrazos y vuelve otro convite. Luego le convidamos nosotros. Han entrado más empleados del Crédit y Pla tiene delante una hilera de copas. Todo el mundo le convida y él convida a todo el mundo. Acabará borracho perdido con la alegría. No sotros nos vamos a casa. Pla me ha emocionado. Yo también quiero ver la cara de alegría que pondrá la «abuela», como él dice, y la tía, cuando reciban la noticia.

Todos los que estamos en el archivo tenemos nuestra ilusión Pla es feliz, Gros y yo somos felices. Antonio Álvarez, el otro chico que hay en el archivo, es también feliz: le han dado cien pesetas de gratificación y ya gana quince duros al mes. Lleva sólo cuatro años en el banco. El porvenir es nuestro. Trabajamos como bestias de día y de noche.

Al anterior jefe del archivo le han despedido porque hacía «nidos». Es decir, cogía los montones de correspondencia y, en vez de clasificarla y meter cada carta en su dossier, la escondía por los rincones. Luego faltaban las cartas. Un día cogieron un nido y le pusieron en la calle. Cuando entramos nosotros hay millares de cartas sin clasificar. Cada día encontramos un nuevo nido. Hay que poner aquello al corriente y archivar la correspondencia del día. Trabajamos desde las siete de todas las noches. Cuando nos vamos a casa, tenemos los dedos pelados del polvillo del papel, estriado de tinta seca en granos microscópicos.

¿A quién se le puede haber ocurrido nombrar a Pla jefe del archivo? ¡Seguramente a Corachán! Aquí está el pobre miope con sus gafas como ladrillos, los cristales llenos de redondelitos de luz de la bombilla encendida de día y de noche encima de su cabeza, tumbado sobre el mostrador. Con la nariz rozando el montón de cartas descifra firmas y membretes, horas y horas. Luego le dan unos dolores de cabeza horribles. A media noche nos suben el café y Pla se lo bebe puro con ansia. Un café espeso lleno de achicoria y de cola de pescado que deja manchas negras en el mostrador del archivo. Del bolsillo saca una botellita pequeña llena de coñac barato. Esto le quita el dolor de cabeza. Después no duerme, y por las mañanas da vueltas como un buho atontado, hasta que a las once el bocadillo de quince céntimos de queso y un traguito de vino le reaniman. Trabajamos todos ciegamente y Pla nos quiere como si fuéramos hijos suyos. Tenemos que coger un cachito de su queso, un sorbo de vino, una chupada de su cigarrillo que siempre tiene encendido debajo del mostrador del archivo. Su figurilla redonda se esconde allí, da una chupada muy honda, manotea en el aire para que el humo no salga y surge con una cara muy seria de chico malo, que ha hecho una travesura.

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