La forja de un rebelde (29 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Entra —contesta a mis golpecitos en la puerta—. ¡Ah! ¿Eres tú? —Se levanta y me da un abrazo—. Qué, ¿tienes muchas ganas de estudiar otra vez? Eso no te será difícil. En un par de meses estás al corriente. Vas a bajar a clase para que sigas a los demás, pero yo te enseñaré todo esto fuera de las horas de clase, de una manera mucho más rápida que a los chicos. Y luego a trabajar y a ganar la vida. Porque ya eres un hombre, ¿eh?

Bajamos juntos a clase. Cuando entramos, los chicos, como siempre, se ponen de pie.

—Sentarse —dice el padre Joaquín.

Vamos hasta la tarima y allí, dirigiéndose a todos, les dice:

—Desde hoy tenéis un nuevo compañero que muchos de vosotros ya conocéis. Viene con nosotros un poco de tiempo para estudiar la contabilidad, porque ya está trabajando y lo necesita. Correrse todos un puesto para que pueda sentarse aquí. Como sabéis, en esta clase no hay primero ni último, pero hay que dejarle el primer puesto porque se lo merece.

Quedo allí, en el extremo del primer banco, y comienza la lección. Una lección casi enteramente dedicada a ponerme al corriente de la marcha del curso, para que pueda seguir a los demás. Me es muy fácil coger el hilo general, hojeando el método que me ha dado el padre Joaquín. Los chicos me miran y cuchichean entre ellos. Muchos miran el sombrero colgado en la percha con las gorras y las boinas de los demás. Ninguno me habla. Son todos chicos pobres del barrio. A algunos los conozco, pero cuando intento hablar con ellos, se cierran como las almejas y me contestan con un ¡hola! y con «síes» y «noes».

Cuando acaba la clase, subo con el padre Joaquín a su cuarto y charlamos un poco.

—¿Qué te parece? —me pregunta.

—¿Qué quiere usted que le diga? —Me cuesta trabajo hablar. Estoy de pie al otro lado de la mesa, con mi sombrero entre las manos. El padre Joaquín se levanta, da la vuelta a la mesa, me pone una mano en el hombro y me atrae suavemente hacia él. —Vamos a ver, cuéntame. ¿Qué te pasa?

—No lo sé. Es una cosa muy rara. Todo me parece distinto. Hasta las piedras del claustro que las conozco una a una. Todos me parecen otros: los chicos, usted, el colegio. Hasta la calle de Mesón de Paredes. Cuando he bajado esta mañana era una calle distinta. Veo a los hombres, a las mujeres, a los chicos, las casas, todo, absolutamente todo, distinto. No sé cómo. No sé explicarlo.

Entonces el padre Joaquín se me queda mirando un poco, de frente, en los ojos.

—Pues claro, hombre, claro que ves todo distinto. Pero todo es igual. El que es distinto eres tú. Mírate. ¿Qué llevas en los bolsillos? A ver, enséñamelo. —Insiste ante mi extrañeza—. Sí, hombre, sí, enséñame todo lo que llevas en los bolsillos.

Voy sacando, confuso, el pañuelito de seda del bolsillo del pecho, la cartera de piel nuevecita, el reloj de plata, el pañuelo doblado, dos pesetas, un lápiz automático, un cuadernito de apuntaciones. No hay más.

—¿No llevas más?

—No, señor.

—¡Caramba! ¿Y qué has hecho de las bolas y del peón? ¿No llevas chapas, ni cajas de cerillas, ni fototipias, ni cordeles para jugar a justicias y ladrones? ¿No llevas ningún bolsillo roto, ni te faltan botones, ni llevas manchas de tinta en las manos?

Debo de tener una cara muy ridicula. Él va recogiendo burlón todas las cosas, una por una, me las va metiendo en los bolsillos:

—El pañuelito de seda para estar guapo. ¿Qué, ya miras a las chicas? La cartera para guardar los cuartos. Todavía no hay billetes dentro, pero ya vendrán. Tiempo requieren las cosas. El reloj de plata, para saber la hora. Ya no hace falta mirar los relojes de las tiendas y bajar corriendo la calle porque se hace tarde. Ni esperar la campanada de la torre.

Me pone las dos manos en los hombros, sus dos manos grandes de hombrón vasco, y me mira otra vez, cara a cara.

—¿Te has enterado de lo que ha pasado ya?

—Sí, señor —le digo.

—Si vas a ver al padre Vesga —agrega burlón—, te dirá que has perdido el estado de pureza. Yo te digo simplemente que has dejado ya de ser niño.

En la compañía de mi tía y de mi madre, el padre Joaquín se convierte en la única persona con la que puedo hablar y discutir. De lo que menos hablamos es de contabilidad, que me resulta una cosa sencillísima. Muchas veces salimos juntos a rebuscar libros en el Prado o a ver los museos y hablamos; hablamos como si fuéramos un padre y un hijo carnales. Un día me dice el padre Joaquín:

—Mañana hay comunión. Tú, ¿has dejado ya la costumbre de comulgar todos los meses?

—Sí, señor.

—Claro, es lógico. De todas maneras, si quieres, puedes comulgar mañana.

Al día siguiente voy al colegio y bajo a la iglesia con el padre Joaquín.

—¿Qué has pensado? —me dice.

—Voy a comulgar —le contesto.

—Si quieres, espérame allí para confesarte.

Cuando me coge en el confesonario me dice:

—Bueno, cuéntame tus pecados.

—¿Qué voy a contarle a usted?

¿Qué voy a contarle a este hombre que conoce mis últimos pensamientos, como no los conoce mi madre, ni aun yo mismo, porque muchas veces es él quien me los aclara?

—También es verdad —contesta—. Vamos a rezar los dos un padrenuestro por el alma de tu tío.

Después desayunamos en su cuarto un chocolate espeso con bollos y un vaso de limonada.

Cuando vuelvo a casa, todo está lleno de luz.

A excepción del padre Joaquín, me encuentro aislado de todos los demás. Es una cosa que veo claramente. Todos los conocidos han dejado de tratarme como niño, pero ninguno quiere tratarme como hombre. Yo comprendo que hay muchas cosas de las que no pueden hablar conmigo, pero yo necesito hablar y que me hablen, enterarme de las cosas. Los mayores no se enteran de que, conmigo, hacen el ridículo. Si llego yo cuando están hablando de mujeres, se callan y cambian de conversación, para que yo no me entere porque soy un chico. No saben que estoy enterado de todo lo que pueden contar. Arnulfo me contaba en la trastienda, con todos los detalles, hasta los más mínimos, sus relaciones con todas las golfas del barrio y sé más de esto que muchos que se callan cuando llego. La gente es toda ella hipócrita o bruta. ¿No lo ven que estoy solo? Necesito jugar. He comprado un montón de herramientas y estoy construyendo una máquina de vapor pequeñita. Me hago mis dibujos y mis piezas en chapa de latón. He comprado un tratado de máquinas de vapor y copio los dibujos. Es un libro antiguo y las máquinas son de hace treinta años. Pero me basta porque lo que yo quiero hacer es una máquina muy sencilla. La tía se enfada conmigo porque me mancho las manos y le ensucio la casa. Los domingos me voy al Rastro a comprar las piezas que me hacen falta.

El Rastro está en el barrio del colegio. Desde la plaza de Cascorro hasta el Mundo Nuevo, hay una cuesta muy empinada que se llama la Ribera de Curtidores. Muy cerca está el matadero y las pieles de todas las reses que se comen en Madrid vienen a parar aquí a las fábricas de curtidos. A ambos lados de la calle hay fábricas de éstas, que son unas construcciones de cuatro y cinco pisos de vigas de madera, abiertas por todos los lados. En las vigas cuelgan las pieles a secar por el aire y el sol que entra por todas partes Hay en el barrio un olor acre de la carne podrida de las pieles, que se agarra a la garganta. En las aceras de la calle se ponen los vendedores de cosas viejas y allí se encuentra de todo, menos lo que se busca.

Todas las cosas viejas que se desechan de las casas, allí se venden. Hay ropas usadas de hace cincuenta años, faldas con su miriñaque de mimbre, ya podrido, dentro. Uniformes de la época de Fernando VII, muebles, cuadros, alfombras, tapices, instrumentos de música abollados, cacharros de todas clases, estuches de cirugía roñosos, bicicletas viejas con las ruedas torcidas, relojes absurdos, verjas de hierro, lápidas de sepulturas con el nombre carcomido, coches viejos con las ruedas rotas o un agujero en el techo por el que cae el sol sobre el resto de terciopelo del asiento, gatos, perros y loros disecados, saliéndoseles las tripas de paja, anteojos de larga vista de un metro de largo que se cierran como un acordeón, brújulas de barco, armas de Filipinas, decoraciones y cruces viejas del pecho de algún general, libros, papeles, tinteros de cristal gordo o de barro vidriado. Hierro viejo, mucho, mucho hierro viejo: barras retorcidas que nadie sabrá decir qué fueron, aros, tubos, piezas de máquinas pesadas, ruedas dentadas descomunales que dan escalofrío de pensar en la mano triturada por sus dientes, yunques con la nariz rota, rollos de alambre llenos de ocre de la roña, herramientas: limas desgastadas con los dientes embotados de limaduras, martillos de formas inverosímiles, tenazas de labios carcomidos, alicates con la pata rota, escoplos desbocados, cinceles, taladros, barrenas, escuadras. Hay alimentos: chorizos cubiertos de moho, galletas apolilladas, tocino vivo, quesos acartonados, dulces que lloran goterones de miel como pus, gallinejas que se fríen en sartenes llenas de sebo, churros resecos, chocolates torcidos ablandados por el calor, mariscos, cangrejos de río pataleando cieno, bollos barnizados, manzanas bañadas en caramelo rojo como sangre viva. Centenares de puestos. Millares de personas a ver y a comprar; Madrid entero se pasea en el Rastro, los domingos por la mañana.

Allá abajo, en la Ronda, entre las Américas y el Mundo Nuevo, están los puestos más miserables, los puestos donde compran los miserables. La Flor de Cuba se llama un puesto: es un tablero de dos metros de largo y uno de ancho. En medio hay un montón enorme de tabaco. Tabaco negruzco y maloliente obtenido de las colillas de Madrid. A los lados del montón hay, a la derecha, hileras de paquetes de cigarrillos liados en papel grueso, con una cintura verde chillón. A la izquierda, en hileras simétricas, docenas de colillas de puros, con su faja puesta, clasificados por tamaño y por calidades. Los precios son varios: una buena colilla de caruncho, con su faja acreditando su procedencia auténtica, puede valer hasta cincuenta céntimos. Detrás del puesto está un gitano, viejo, ochentón, con patillas de plata en la cara, y a su lado tres mujeres en cuclillas que lían cigarrillos con una rapidez pasmosa. El tabaco del montón se vende al peso: dos reales el cuarterón. El establecimiento está siempre lleno por la parte de delante de compradores, por la de atrás de vendedores, golfillos de Madrid que llegan con su bote con su saco lleno de colillas, ya limpias de papel —requisito obligado para la compra—, a vendérselas al viejo. Con sus manos, que no se distinguen entre el tabaco por tener el mismo color, pesa cuarterones a unos y a otros. A unos les paga un real por cuarterón, a otros les cobra dos por la misma cantidad. Los botes se vacían en la cúspide del montón y le mantienen siempre pleno.

Entre tanta porquería me siento feliz, porque el Rastro es un museo inmenso de cosas y de gentes absurdas. De aquí va saliendo poco a poco mi máquina de vapor.

Los jueves me voy al cine solo. Los domingos, con Rafael. Los libros, el cine, la máquina de vapor, el padre Joaquín y la clase constituyen todo mi mundo. A mi tía la acompaño algunas veces a dar un paseo y una vez al mes, en coche, al cementerio a renovar las flores de la tumba del tío y a rezar allí un rosario con ella. Ya no hay disgustos con mi madre, pero la tía va perdiendo poco a poco la cabeza, y la memoria. Se va volviendo tonta.

A fin del verano serán los exámenes en el banco. Don Julián viene de vez en cuando a casa y me explica cosas que luego me preguntarán. Lo que he aprendido en el colegio no me sirve para nula. En el banco tienen formas distintas de hacer las cuentas para abreviar y todo se vuelven trucos y combinaciones que nada tienen que ver con la regla de tres y con la de interés. Pero todo son cosas sencillas y si todo es así, en cuanto esté en el banco y vean cómo puedo calcular me pondrán un buen sueldo. Entonces, mi madre no bajará más al río.

A las seis y media me presento en el banco. Un ordenanza viejo que está allí sentado llama a don Julián, y con él subo una escalera alfombrada de rojo, con varillas doradas sujetando la alfombra. Arriba hay un pasillo con linóleo encerado en el que se escurren los pies y unas barreras de madera gruesa a los lados. Detrás de las barreras hay unos empleados a cual más raro. Tipos como yo no los he visto en mi vida. Uno muy rubio, con el pelo casi ceniza, una pipa en los labios, oliendo a tabaco inglés, un monóculo clavado en el ojo derecho que le levanta la ceja sobre la otra. Un tipo bajito, con el pelo entrecano y una calva en la entrada de la cabeza, bigote negro que se ve es teñido y una perilla a la francesa. Una señora vieja, delgada, de muñecas finísimas, que escribe a máquina con una rapidez increíble. Un ordenanza impecable con las iniciales C. E. bordadas en oro sobre el uniforme azul. El ordenanza nos mete en uno de los recintos que forman las barreras de madera: un recinto donde hay seis o siete mesas, cada una con su máquina de escribir encima.

Después viene un señor con redingote color café, gafas de oro pendientes de una cinta de seda atada al ojal, perilla francesa cana y una pipa de ámbar larga en la que arde un cigarrillo. Don Julián y él se saludan y hablan en francés muy de prisa. El señor viene a mí y me pregunta cuál de las máquinas que hay allí conozco mejor. Me decido por una Underwood. Entonces, coge el borde de la mesa, da un tirón de él y la máquina se vuelca, se cae para atrás y se hunde. A la vez, sale un tablero y la mesa queda completamente plana. La máquina ha desaparecido como en un juego de prestidigitación. Debajo hay un tablero inclinado y de la máquina ya no se ve nada.

Entonces aprendo la primera palabra francesa que ya me perseguirá toda la vida: dossier. El señor de la perilla y los lentes de oro coge una carpeta amarilla, llena de hojas dentro, y dice en mal español:

—Vamos a hacer el dossier.

Nombre, apellidos, padre, madre, estudios, fecha de nacimiento, etc. Después, más hojas con los problemas que he de resolver escritos a máquina con un espacio debajo para las operaciones. Me quedo solo allí haciendo números. Don Julián y el francés que, luego me entero, es el jefe del negociado de Acreditados, se pasean por el pasillo de linóleo. Después me dictan un párrafo en la máquina de escribir. Después, otro párrafo a mano. Luego me dan una hoja llena de anotaciones que es un informe comercial de una casa de Lugo. Se trata de redactar con estas notas un informe completo.

Cuando acabo, don Julián viene conmigo hasta casa. En el camino me da palmaditas en el hombro.

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