Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Chapaprieta, entonces presidente del Consejo, era simplemente una transición para ganar tiempo. Un hombre sin partido político y sin mayoría en las Cortes, con la única tarea enfrente de él de hacer aprobar los presupuestos. Gil Robles no podía desaprovechar aquella ocasión para llevar la situación a una crisis.
Nuestro compañero tenía razón; una ocasión mejor que aquélla no podía presentarse a las derechas españolas, cuando las izquierdas estaban completamente desunidas. No se trataba de una desunión entre republicanos, socialistas y anarquistas, sino de una lucha intestina por la absorción de la masa del país por cada uno de los grupos de izquierda. Así, Azaña arrastraba tras él un núcleo importante de la clase media y no dudaba de convencer a una gran parte de la clase obrera. La UGT controlaba un millón y medio de trabajadores y la CNT unos cuantos millares más. Ambas luchaban por la hegemonía de la clase trabajadora. Pero aún había más: la UGT estaba adherida al Partido Socialista y la CNT al anarquismo de una manera oficial, aunque individualmente cada uno de sus miembros podía tener opiniones distintas. Y las opiniones estaban divididas.
Los socialistas se dividían en tres grupos importantes: el de Largo Caballero, que representaba la izquierda del partido; el de Indalecio Prieto, que representaba el centro, y el de Besteiro, que representaba la derecha con su teoría de evolución y reformismo. Estos tres grupos producían la escisión constante dentro de la UGT. La CNT estaba igualmente dividida en dos grupos: los partidarios de la acción directa, anarquistas, y los de la acción sindical. En ambos partidos y en ambas asociaciones se encontraban partidarios y enemigos de la fusión de la UGT y la CNT. Y para terminar la complejidad de la situación, el Partido Comunista comenzaba a desarrollarse y a infiltrarse en el ala izquierda de la UGT y del Partido Socialista, creando otro antagonismo doble, ya que comunistas y anarquistas eran enemigos declarados.
Es muy español «quedarse ciego por saltarle un ojo al vecino». Así, se daba la absurdidad de que los anarquistas se regocijaban de los atentados de los falangistas contra los comunistas; y que éstos, a su vez, hicieran todos los esfuerzos posibles para atacar a los anarquistas a través de los medios de represión gubernamentales.
Pero, seguramente, definiendo así la situación de las izquierdas españolas cometo un grave error, el mismo que han cometido otros escritores sobre cosas de España.
Estas divisiones, estas luchas intestinas, existen únicamente entre los dirigentes y una minoría de afiliados aspirantes a dirigentes o simplemente fanáticos de sus ideales. El hombre de izquierda de la calle, en general, pensaba de una manera distinta: la masa de izquierdas del país abogaba por la unión y por el olvido de diferencias y rencillas; por experiencia sabía que era el único camino para sostener la República y transformar el Estado. La República había nacido porque se firmó un convenio entre todas las izquierdas organizadas; en Asturias los obreros habían luchado bajo el grito ¡UHP! (Unión de Hermanos Proletarios) y ahora, en la segunda mitad de 1935, la masa del país sabía y sentía que, a menos de una unión compacta, las derechas se apoderarían totalmente del poder y no sólo se pudrirían en la cárcel los millares que en ella estaban, sino que entrarían millares más.
Como consecuencia de esto, en medio de la polémica de los partidos y agrupaciones oficiales se iba imponiendo el sentimiento de las multitudes y poco a poco los líderes iban cediendo en sus intransigencias y respondiendo al instinto de conservación, porque las derechas, cada vez más, presentaban un frente unido en sus dirigentes, en sus afiliados y en la masa simpatizante. Una prueba de esto eran mis experiencias de Novés.
Una mañana de domingo regresaba de un largo paseo a través de los campos que rodean Novés. Siempre he encontrado un placer en recorrer los campos solitarios de Castilla. No hay árboles, no hay flores, la tierra está seca, dura y gris, raramente se ve la silueta de una casa, y cuando se cruza uno en su camino con un labriego, el saludo se cambia con miradas recelosas y con gruñidos ásperos del perro del caminante, el cual se abstiene de mordernos bajo el mandato brusco del amo. Pero estos paisajes desolados bajo el sol de la canícula tienen majestad.
Los tres elementos son: sol, cielo y tierra, y los tres son despiadados. El sol es una llama viva sobre vuestra cabeza, el cielo un fanal luminoso de cristal azul que reverbera, y la tierra una planicie agrietada que abrasa al contacto. No hay paredes que den sombra, techos o enramadas que dejen descansar los ojos, fuente o arroyo que refresque vuestra garganta. El efecto es como si estuvierais desnudos y sin defensa en las manos de Dios: o vuestro cerebro se amodorra y se embrutece en una resignación pasiva, o adquiere toda su potencia creadora, porque allí no hay nada que la distraiga y vuestro yo es un «yo» absoluto que se os aparece más claro y más transparente.
El cigarrillo en la llanura desolada toma proporciones gigantes, como una blasfemia en alta voz en la soledad de un templo vacío; la llama de la cerilla desaparece bajo la luz del sol y es menos llama que nunca; el humo azul del cigarrillo traza espirales lentas, se acumula y engruesa en nubes blanquecinas en la quietud del aire y cae frío a vuestros pies, casi invisible. La tierra le absorbe. El aire le empuja hacia la tierra. La luz disuelve el azul del humo contra el azul del cielo. Cuando tiráis la colilla, la mancha blanca, humeante aún, es más vergonzosa que tirada sobre la alfombra más rica. Queda allí diciendo a todos que habéis pasado. A veces es tan intenso este sentimiento de criminal que teme dejar huellas de su paso, que he recogido la colilla de la tierra, la he apagado contra la suela de mis zapatos y la he guardado en mi bolsillo. Otras veces, cuando en mis paseos he tropezado con una punta de cigarrillo abandonada en el campo, la curiosidad me ha llevado a considerarla: si estaba húmeda aún, era señal que otra persona andaba cerca. ¿Quién sería? Una confección grosera me indicaba que era un campesino; un cigarrillo hecho de fábrica, que era un hombre de ciudad. Unos bordes secos y un papel ya amarillento, que el hombre había pasado por allí hacía días, semanas, tal vez meses. Y cuando era así, respiraba más tranquilo, porque en los paisajes desolados de Castilla renacen miedos instintivos y amáis la soledad como una defensa.
Aquella mañana había paseado solo y volvía ágil de mente, con el cerebro lavado pero con el cuerpo rendido y reseco. Me senté a uno de los veladores que José ponía a la puerta del casino:
—Dame algo que esté fresco, José.
José trajo una botella de cerveza que sudaba bajo el sol. Se apoyó en la mesa:
—¿Qué le parece el pueblo?
—¿Qué le voy a decir? A mí me parece bien. Me gustan los pueblos que aún no tienen nada de ciudad, tal vez porque estoy harto de ciudad.
—Si viviera usted aquí toda la vida, como yo, estaría deseando escapar.
Enfrente del casino la carretera descendía y un barandal de piedra la bordeaba del lado del barranco. A lo largo del barandal estaban recostados hasta una docena de hombres que me miraban silenciosos.
—¿Qué hacen ésos ahí, José?
—Esperando que caiga algo. ¡Como no caiga la luna! Sabe usted, es la costumbre de siempre que los mozos que no tienen trabajo vienen aquí en las mañanas y esperan que alguien les contrate por el día.
—Pero son las doce y es domingo. ¿Quién diablos los va a contratar?
—Psch. Vienen por la costumbre y además porque como es domingo, hoy vienen los señores a tomar vermut y a veces a alguno de ellos se le antoja algo y cae alguna perra; a veces hasta se atreven a pedirla. Alguna cosa tienen que hacer los pobres, aunque bien merecido se lo tienen.
—Bien merecido, ¿el qué? ¿Morirse de hambre?
—Hombre, yo no digo morirse de hambre, porque al fin y al cabo no tiene uno negras las entrañas, pero no está mal que aprendan un poco. Esto les enseñará a meterse en repúblicas y querer arreglar el mundo. Porque usted no sabe lo que era este pueblo cuando vino la República: hasta cohetes tiraron. Y en seguida co—menzaron a pedir cosas, hasta una escuela nueva; allí la tienen a medio hacer todavía. Como no se la paguen ellos, me parece que la República ya se la ha pagado.
Por la carretera apareció un jinete caballero, en un caballo negro de costurones y mataduras. Una figura magra embutida en unos pantalones ceñidos a las pantorrillas como un figurín del siglo XIX, americana redonda y un sombrero redondo que en sus tiempos fue negro, pero que ahora era color de ala de mosca. Quijotesco, viejo en los setenta, con pocos dientes pero con cejas espesas sobre ojos negros vivos, una barbita de chivo y unos tufos blancos bajo el sombrero. Se apeó del caballo, dejó caer las riendas sobre el cuello del animal y llamó con la mano a uno de los mirones de la muralla. Un hombre se despegó perezoso.
—Toma, llévale a casa.
El hombre cogió las riendas, tiró del caballo, pasó por delante de la puerta de la farmacia y penetró en la puerta siguiente, a diez metros escasos de donde estábamos sentados. El caballero vino hacia mí, golpeándose las piernas con el latiguillo que llevaba en la mano.
—Hombre, ya tenía yo ganas de conocer al madrileño. Con su permiso, me voy a sentar. —No esperó mi conformidad. Simplemente se sentó—. Usted, ¿qué bebe? ¿Cerveza? José, dos cervezas. —Hubo una pausa y se me quedó mirando—. Posiblemente, usted no sabe quién soy yo. Bien: soy el cómplices de éstos —y señaló a los dos médicos que habían llegado entre tanto y se habían sentado a otra mesa—, es decir, el boticario. Alberto de Fonseca y Ontivares, licenciado en farmacia, doctor en química, propietario y muerto de hambre. Aquí la gente no se pone enferma, y cuando se pone no tiene dinero. Y las fincas no producen más que pleitos. Ahora, cuénteme usted quién es.
El hombre tenía gracia. Le di unos cuantos detalles míos y de mis actividades, y cuando le hablé de mi profesión me cogió del brazo:
—Tenemos que hablar. ¿Usted sabe lo que es el aluminio?
—Sí. No sé en qué grado le interesa a usted el aluminio y si mis conocimientos serán bastantes.
—No importa, no importa. Tenemos que hablar. He hecho un descubrimiento interesante y tenemos que hablar. Usted tiene que aconsejarme.
No me agradaba mucho la perspectiva de tener en el pueblo a uno de esos inventores chiflados, pero no era cosa de darle una mala respuesta. Mientras, el hombre que se había llevado el caballo había regresado y estaba respetuosamente con la gorra en la mano a dos metros de nosotros. Don Alberto se le quedó mirando:
—¿Qué esperas? Que te dé algo, ¿no? Bueno, mira, hoy es un gran día. Toma un real, pero no te arregostes, ¿eh? ¿Qué llevas en el bolsillo de la blusa?
El hombre enrojeció y bajó la voz:
—Un poco de pan que me ha dado doña Emilia para los chicos.
—Bueno, bueno. Buen provecho os haga.
Me levanté de la mesa. Don Alberto pretendía hablarme de su descubrimiento, pero yo no había comido aún. La conversación quedó para más tarde.
La tuvimos en la rebotica. Doña Emilia nos escuchaba moviendo las agujas de hacer punto, las manos regordetas ágiles de acá para allá. El resto de su figura eran grasas amorcilladas en reposo. De vez en cuando miraba a su marido por encima de los cristales de las gafas. El gato, dormilón, sobre un viejo sillón de rep, abría de vez en cuando los ojos siguiendo las inflexiones de voz de su amo. Unos ojos verdes con una rayita vertical negra. La sala era oscura, no porque la luz no entrara libremente por una amplia ventana a la calle sino porque todo en el cuarto era oscuro: cortinas y alfombras púrpura, casi negras; los cuatro sillones haciendo juego en un color de pasa oscurecido por los años; la pared empapelada en un azul casi negro con dibujos dorados. Don Alberto explicaba:
—Como le he dicho esta mañana, yo soy un propietario. ¡Buenas tierras nos dé Dios! Un campo, grande como un camposanto, lleno de pedruscos y cuatro miserables casuchas en el lugar. Los inquilinos no pagan y la tierra es erial. Pero la contribución cae cada año como un reloj. Gracias a que le queda a uno algo más, y esta miseria de la botica, para ir viviendo. Como usted ha visto, todas las mañanas, haga el tiempo que Dios quiera mandarnos, ensillo el potro y nos vamos los dos a dar un paseo por esos campos. ¡Usted no sabe las veces que he pasado por mis tierras! Conque un día me veo allí a un tipo de rodillas sobre la tierra, escarbando. «¿Qué hará ese así?», me pregunté. Me fui a él y le dije: «¿Qué se hace, amigo?», y me contestó en mal cristiano: «Nada, curioseando. ¿Sabe usted de quién son estas tierras?». «Mías», le dije. «No es mala tierra, ¿no?», me contestó. «Sí, para sembrar adoquines», le repliqué yo. Se me quedó mirando y luego cambió de conversación: que era alemán, que le gustaba mucho España, en fin, una porción de cosas, y por último que pensaba hacerse una casita en el campo y que el paisaje le gustaba mucho. Hace falta cara dura para decir esto, porque el paisaje es como la palma de mi mano. Yo le decía «amén» a todo, pensando: «¿Qué se traerá este granuja entre manos?». Cuando le perdí de vista me volví a mi tierra, cogí unos cuantos puñados de terrones y me encerré en la rebotica. Mi amigo —dijo solemne don Alberto—, mis tierras son bauxita, ¡bauxita pura! —No me dejó mostrar mi asombro. Cambió rápidamente del entusiasmo a un gesto de rabia y prosiguió—: Pero el alemán ese es un canalla. Por eso le he llamado a usted.
Doña Emilia paró sus agujas, levantó la cabeza y, moviéndola de un lado a otro, dijo:
—¡Qué razón tienes, Albertito!
—Ten calma, mujer, déjanos hablar. —Las agujas reanudaron su vaivén isócrono y el gato volvió a cerrar sus ojillos verdes. Don Alberto prosiguió—: Hace unas semanas se presentó aquí. Se había decidido a construir una casa en este rincón del país «tan magnífico». Le gustaba mucho mi tierra y como no era tierra de labor, suponía que se la vendería barata, porque él no era muy rico. No me pude contener: «Conque una casita en el campo, ¿eh? Una casita con chimeneas, ¿no?». Se me quedó mirando muy asombrado: «Sí, hombre, sí. No se haga usted el tonto. ¿Usted cree que no sé a lo que viene? Afortunadamente aún no he olvidado la poca química que aprendí». Mi alemán se echó a reír muy campechano: «Bueno, nos podremos entender mejor. Usted comprenderá que estoy a mi negocio y si usted no hubiera sabido lo que hay en sus tierras, hubiera sido más económico para mí. Pero no importa. ¿Cuánto quiere usted por la tierra?». Yo le contesté: «Cincuenta mil duros». Mi alemán se echó a reír y dijo: «Mire usted, no vamos a perder el tiempo. El yacimiento está denunciado con arreglo a la ley de minas. Tenemos por tanto el derecho de expropiar el terreno suyo y los que le rodean. Le propongo a usted pagarle 5.000 pesetas al contado y 20.000 en acciones liberadas de la sociedad que se forme. Piénselo y verá cómo le conviene». Le dije rotundamente que se fuera al diablo. Pero ahora me han mandado una citación para comparecer en juicio de avenencia para la expropiación de la tierra. ¿Qué me aconseja usted que haga? Estos granujas creen que se van a quedar con mi tierra por un mendrugo de pan.