Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
¿Qué podía yo aconsejarle a este boticario pueblerino? Si había alemanes en el asunto, indudablemente estaba detrás alguna firma importante de Alemania, porque eran éstas las que pagaban estas prospecciones en España, y nadie mejor que yo conocía el poder y los medios de esta gente. Don Alberto podía coger un puñado de pesetas, no muchas, o sostener un pleito, con la consecuencia de que las pesetas que cobrara al fin no serían bastantes para pagar a la curia. Desde luego, le habían entrampillado y no tenía escape. Le expliqué la situación legal del asunto y le aconsejé que tratara de sacar la mayor cantidad posible de dinero, y se dejara de pleitos. El hombre se indignó:
—Pero, ¡esos granujas vienen con sus manos limpias a robarnos lo nuestro! Esto es la historia de España: estas gentes vienen aquí donde nadie les llama y se apoderan de lo mejor. Ahí tiene usted Río Tinto, y la Canadiense, y la Telefónica, y el petróleo y yo qué sé más. Mientras tanto, nosotros muertos de hambre. Lo que hace falta es que el jefe tome esto entre manos.
—¿El jefe? ¿Qué jefe?
—¿Quién va a ser? El hombre que va a salvar a España: don José María Gil Robles. El hombre que tiene detrás de él a todas las personas decentes de este país.
Uno de mis incurables defectos que me ha costado muchas enemistades, es revertir en el curso de una conversación seria a mis reacciones de chico de la calle y de soldado en África y dar libre suelta a mis pensamientos, con la mayor franqueza y peor lenguaje. Contesté a don Alberto, sonriéndome:
—¡Hombre! No creo que ese ratón de sacristía vaya a arreglar el país.
Don Alberto se puso intensamente rojo, más rojo bajo su marco de pelos blancos, se levantó y me fulminó con una mirada iracunda. Las agujas se pararon en seco y el gato se levantó y se arqueó, haciendo crujir sus uñas en el forro del sillón. Las palabras cayeron solemnes y melodramáticas:
—Comprenderá usted, don Arturo, que no podemos seguir cruzando la palabra usted y yo.
Me tuve que marchar, un poco avergonzado y disgustado conmigo mismo por mi incongruencia. Pero aquella conversación trajo su secuela una semana después.
Un día me paré a contemplar en detalle la torre de la iglesia, construida en una esquina del edificio y a todas vistas independiente de él. Las fundaciones de la torre eran indudablemente romanas y los ladrillos colocados sobre los sillares de piedra, muchísimos años después, eran árabes. Sería curioso conocer las vicisitudes por las que había pasado la vieja torre, fortaleza o atalaya, o lo que hubiera sido... Una voz gruesa me habló desde la puerta de la iglesia:
—Qué, ¿curioseando? ¿No se atreve usted a entrar en la iglesia? Aquí no nos comemos a nadie. —En la puerta de la iglesia estaba don Lucas, el cura, mirándome un poco socarrón.
—Estaba viendo la mezcolanza que es esta torre. Pero, sí me gustaría ver la iglesia, si el cancerbero no se opone.
—El cancerbero no se opone. Ésta es la casa de Dios, y está abierta a todos. Claro que si lo que le interesan son cosas viejas, va a encontrar pocas; esto es un caserón.
La iglesia merecía el nombre de tal. Unas paredes lisas de cal y canto, enjalbegadas, y a lo largo de ellas media docena de altares, cada uno con un santo en tamaño natural, todos modelados en cartón piedra y decorados con colores chillones. Una profusión de faldillas de altar, tiesas de almidón, con grandes bordados, y sobre ellas candelabros de latón y floreros llenos de flores de papel polvorientas. Un altar mayor con una Purísima de menor tamaño con un fondo de estrellas prendidas a una tela azul. Dos confesonarios, uno a cada lado del altar mayor, y detrás de la puerta de entrada un Cristo, con la pililla del agua bendita a un lado y la pila bautismal al otro. Dos hileras de bancos en medio de la nave y un par de docenas de sillas con asientos de paja desperdigadas. Lo único bueno del recinto era su frescura.
—La verdad es que esto no vale mucho.
—Ahora le enseñaré el tesoro.
Me condujo a la sacristía: dos grandes cómodas con herrajes plateados —seguramente lo de más valor en la iglesia—, una hornacina con un Niño Jesús en talla antigua, un pupitre, un banco a lo largo de la pared, un sillón frailero y unos cuantos utensilios del culto sobre las cómodas. En el testero, un cuadro al óleo representando un san Sebastián de anatomía feminoide. La pintura era de la segunda mitad del siglo pasado y pertenecía a lo que yo llamo «escuela cromolitográfica».
El buen padre, llenito de carnes, tipo de campesino pulido por el seminario, un poco cerduno por sus ojillos diminutos y la abundancia del pelo, barba y vello, con labios gruesos y rojos y manos anchas, casi manazas, se sentó en el sillón y me invitó a sentarme en el banco al lado del pupitre. Sacó una petaca de cuero y liamos un cigarrillo. Dio unas chupadas y se me quedó mirando:
—Ya he visto que no viene usted a la iglesia los domingos. Yo sé que es usted un socialero y que se mezcla con la gentuza del pueblo. La verdad, cuando se instalaron ustedes aquí y les vi a ustedes, a su señora y los niños, me dije: «Parece buena gente. El Señor lo haga». Pero... parece que me he equivocado.
No lo dijo insultante. La pausa después del «pero» fue para dar énfasis a una sonrisa suave, casi diría evangélica, que presentaba excusas por el atrevimiento. Después se quedó con las dos manos sobre la mesa, mirándome.
—Bien. Sí, es verdad que tengo ideas socialistas; también es verdad que no voy a misa los domingos, ni van los míos; y también es verdad que, si esto es ser «mala gente», pues somos mala gente.
—No se me sulfure usted, don Arturo. No quería molestarle, pero al fin y al cabo uno puede comprender que cualquiera de estos palurdos del campo no crean en Dios ni en el Diablo, pero encontrar una persona que parece inteligente en las mismas circunstancias...
—El que yo no venga a la iglesia no quiere decir que no crea en Dios...
—No me vaya usted a decir que es usted uno de esos herejes protestantes. Lo sentiría infinito, porque no podría tolerarle en esta santa casa ni un momento más.
—En esta santa casa que según usted es la casa de Dios y por tanto la casa de todos, ¿no? No tenga usted miedo, no soy hereje, no me ha dado por cambiar de etiqueta. Lo que me pasa es que me temo haber padecido demasiada religión en mi vida. Puede usted estar tranquilo, me he criado en el seno de la Santa Madre Iglesia.
—Entonces, ¿por qué no viene usted a ella?
—Si le dijera la verdad, seguramente nos disgustaríamos los dos.
—Dígala, dígala. A mí me gustan las cosas claras y saber a qué atenerme.
—Pues bien, yo no vengo a la iglesia porque en la iglesia están ustedes y somos incompatibles. A mí me enseñaron una religión que, en doctrina, era todo amor, perdón y caridad. Francamente, salvo muy contadas excepciones, me he encontrado siempre con que los ministros de esta religión poseen todas las cualidades humanas imaginables, menos precisamente estas tres cualidades divinas.
Don Lucas no lo tomó por lo trágico, sino por la tangente.
—Entonces, según usted, ¿qué deberíamos hacer? Por ejemplo, ¿qué debería yo hacer? Mejor aún, ¿qué haría usted si estuviera en mi puesto?
—Me lleva usted a un terreno que cae en lo personal. Posiblemente, usted es uno de los sacerdotes excepcionales de que hablaba antes y que he conocido y conozco aún. Pero si quiere usted saber lo que yo, sacerdote, haría en su puesto, es sencillo: dejaría de ser presidente de Acción Católica, como creo que es usted, por cumplir la ley del maestro: «Al César lo que es del César», y la otra orden que dice que «Su reino no es de este mundo»; utilizaría el púlpito para enseñar la palabra de Cristo y no para propaganda política, y trataría de convencer a unos y otros para que vivieran en paz, para que los pobres no se murieran en la pared de la carretera esperando el milagro de un mendrugo de pan, mientras que los ricos dejan la tierra yerma y se juegan cada noche en el casino lo suficiente para que no haya hambrientos en Novés.
Ahora sí que mi cura se había sentido herido. Se le quedaron los labios blancuzcos y un poco temblorosos:
—No creo que usted pretenda enseñarme cuál es mi obligación. Aquí, en este pueblo, lo que hay son muchos canallas y lo que hace falta es palo, mucho palo. Ya sé que, para usted, nuestro jefe es un ratón de sacristía. Pero quieran ustedes o no quieran, ustedes los revolucionarios que quieren hundir a España en la miseria, ese hombre hará una España grande. Siento decirle que usted y yo no podemos ser amigos. Usted ha venido a turbar la tranquilidad de este pueblo. Lucharemos cada uno por nuestro lado y Dios dará la razón al que la merezca.
Salí de la iglesia un poco pensativo. Era una declaración en toda la regla de guerra contra mí, que aún no me había mezclado en la vida del pueblo. Era también una confirmación de la unión de las derechas españolas contra la República.
Don Alberto era viejo monárquico. Heliodoro, un usurero sin entrañas. A los dos médicos les tenía sin cuidado la Iglesia y la política. Valentín se jugaba la hacienda. Los otros, simplemente por poseer tierras, se creían en la obligación de estar contra los obreros. Ninguno de ellos tenía ideales, ni políticos ni religiosos, y sin embargo se unían como un solo hombre, agresivos, para defender una política y un ideal. ¿Era, precisamente, esta falta de convicciones lo que les permitía unirse? ¿Sería precisamente la existencia de ideales lo que nos impedía unirnos a los hombres de izquierda?
La consecuencia lógica era que aquellos hombres se unían para defender sus propiedades y su posición. Pero entonces, ¿por qué no se unían entre sí los líderes de la izquierda que también tenían ya una posición? ¿Por qué los hombres de la calle, los trabajadores y los labriegos o los mineros de Asturias, o los camareros de café, estaban siempre dispuestos a unirse, y sus líderes, no?
No era una pregunta más. En aquellos días era una pregunta que se hacía toda España, hasta nuestros enemigos.
Las elecciones
Inquietud e incertidumbre me hacían más echar de menos algo fijo y seguro en las relaciones humanas. Pero hasta mi madre hacía ya tiempo que había muerto.
—Había muerto —como ella decía a veces— «uncida al carro», trabajando sin descanso hasta los setenta y dos años, dando de lado la fatiga que pudiera sentir para ayudar a mi hermana a través de sus numerosos partos; haciéndose cargo de los pequeños y del manejo de la casa; y hasta ayudándola económicamente, gestionando el que le dieran una portería en una casa de vecinos para que todos pudieran tener casa gratis y sacrificando las míseras propinas de los inquilinos para ayudar en los largos períodos en que mi cuñado Agustín, un buen ebanista, se quedaba sin trabajo por las huelgas que se sucedían unas a otras.
Hubo una época mala, antes de que yo mismo llegara a mi relativa prosperidad, en la que mi madre y Concha tuvieron que aceptar la ayuda de instituciones de caridad: la reina María Cristina había fundado un asilo para lavanderas, impelida, sin duda, por la visión de cientos de infelices encorvadas a lo largo del río, que inevitablemente tenía que soportar cada vez que iba o venía a los jardines de la Casa de Campo. Mi madre solicitó la ayuda de las monjas que regían el establecimiento, no para ella, sino para que proporcionaran ropa a los nietos. Existía también una institución oficial llamada La Gota de Leche, donde las madres pobres podían obtener leche gratis y asistencia médica. Concha tramitó su solicitud y le concedieron una ración diaria de este producto, siempre caro y malo en Madrid, a cambio de guardar cola diaria y pacientemente, mientras la abuela se cuidaba de la casa y de los chicos. Recibían éstas y otras caridades después de trámites absurdos, en los que se comprendían certificados de estar casada por la Iglesia, figurar en las listas de los que asistían a misa asiduamente o presentar el certificado del cura de la parroquia de haber comulgado en Cuaresma. Ninguno de estos requisitos hacía más agradable recibir la caridad, sino sentirse humillados. Pero mi madre nunca se sintió amargada por ello. Su amargura la compensaba el orgullo de su ayuda y se aguantaba con «las cosas de la vida» como ella las llamaba, con una resignación alegre y una esperanza escéptica. A mí me ponía furioso la situación, y a veces, cuando me sentía en condiciones de ayudar algo, injusto con mi hermana. Era natural que mi madre ayudara a su hija. Pero me hería y me dolía el alejamiento de mi madre hacia mi propia casa por su incompatibilidad con Aurelia. Aunque yo comprobara claramente el fracaso y la vacuidad de mi matrimonio, no aguantaba críticas de otros, ni aun de mi madre, y muchísimo menos de mi hermana, mi hermano, o la mujer de éste y el marido de aquélla, pues todos coincidían en detestar a la mujer que, al fin y al cabo, era mi esposa.
Mi madre murió en 1931. Desde entonces había tenido poco contacto íntimo con la familia. Pero ahora, cuando el fracaso de mi matrimonio era un hecho irremediable y cuando sentía en los huesos el escalofrío del cambio que se avecinaba, estreché más aún la vieja amistad con mi hermano y mi cuñado. Cuando éramos muchachos habíamos sido amigos inseparables y, sin necesidad de decírnoslo, nos comprendíamos perfectamente unos a otros. Las mujeres —la mía, la de mi hermano y mi propia hermana— se detestaban cordialmente y hacían todo lo posible para no encontrarse. Agustín, rechoncho y macizo, lento en el hablar y lento, pero a la vez ágil en sus movimientos, con una vena inagotable de sátira maliciosa a la vez que lleno de sentido común, plácido y seguro, me daba un sentimiento de reposo y seguridad; cuando hablaba era tan infalible como un típico Sancho Panza. Pero era muy difícil para él salir con nosotros y dejar a Concha con los siete chicos que la recargaban de trabajo y no la dejaban un momento en paz.
Fue así como Rafael, mi hermano, flaco, descolorido, ácido, mucho más inquieto y escéptico que yo, se convirtió más y más en mi compañero silencioso: cuando deshice mi casa en Madrid e instalé a la familia en Novés, me cedió una alcoba en su casa. Para escapar de la atmósfera agria y espesa del piso estrecho y de la charla insulsa de su mujer, cada noche después de la cena nos marchábamos a dar un paseo a través de las calles, a pasar un rato en un café o en un bar donde teníamos amigos, siempre para terminar en otro paseo más o menos largo, enfrascados en una discusión acalorada y sin sentido o hundidos en un silencio moroso. Algunas noches salía con María.
Pero mis relaciones con María atravesaban también un estado crítico.