La forja de un rebelde (96 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Al día siguiente apareció Ángel en casa:

—He venido porque con la mudanza le va a hacer falta arreglar una porción de cosas en el piso. Le puedo instalar la luz y pintarle las habitaciones, ir a la compra o llevarme los chicos de paseo. Me han sido ustedes simpáticos.

Durante unas pocas semanas Ángel empleó el tiempo arrancando el viejo papel de las paredes, rellenando agujeros con yeso y pintando las habitaciones. Cuando terminó, continuó viniendo: ayudaba a la mujer en la casa y se llevaba los chicos al Retiro. Los niños se habían encariñado con él, a mí me atraía el hombre y él pagaba prodigando sobre mí el afecto de un ayuda de cámara, viejo en la familia. Era un madrileño clásico, criado en la calle, listo, despreocupado y despierto como un pájaro, siempre contento y siempre alerta. En unas semanas se había hecho un sitio en la peña que cada noche se reunía en el bar de Emiliano.

Yo también me había hecho un sitio allí. No podía invitar a amigos a casa en la atmósfera helada de mi «hogar»; tampoco quería quedarme metido allí en un aislamiento irritante o en disputas faltas de sentido; tampoco quería salir cada noche con María. Pero necesitaba estar con gentes que no exigieran cosas de mí cuando había terminado el trabajo de mi oficina, un trabajo complicado y muchas veces repelente.

Cada noche, después de cenar, Rafael venía a buscarme y bajábamos al bar de Emiliano a tomar café. Allí nos reuníamos con Fuñi—Fuñi. Había sido compañero de colegio de Rafael y yo le conocía desde que era un niño. Le habían puesto el mote en la escuela, porque al respirar hacía un ruido con la nariz —fu—fu—, como un perro cuando olfatea excitado, y a cada segunda palabra que decía repetía el ruidillo; como complemento, cada vez que levantaba la cabeza estornudaba irremediablemente. Su nariz era un pegotito, con dos agujeros frontales en medio de una cara de luna, y por aquel embrión de apéndice nasal le era imposible respirar propiamente. Era terriblemente corto de vista y llevaba unos cristales gruesos en los bordes, llenos de circulitos brillantes; el óptico se había visto forzado a idear un puente en sus gafas, ancho y aplastado, que pudiera sostener estos cristales en aquella nariz no existente. Tenía los labios gruesos y carnosos, abultados, y sin duda para disimular al menos el labio superior, se había dejado crecer un bigote de pelos cortos, gruesos y erizados como púas de erizo. El conjunto de su cara de luna, con aquella nariz, aquellas gafas y la franja de púas enhiestas, le hacía parecer uno de esos pescados grotescos que a veces se mezclan en una caja de pescado y que nadie se atreve a comer, ni aun a dar al gato.

Fuñi—Fuñi vivía cerca de nosotros y venía cada noche al bar, para enredarse en una discusión política con Manolo, el hijo de nuestro portero. Fuñi—Fuñi era un verdadero intelectual, casi un escolar, y un anarquista, imbuido de teoría política y de filosofía abstracta; Manolo era un mecánico con simpatías comunistas, que se tragaba cada libro sobre el marxismo que caía en sus manos y lo digería a su manera. Rafael y yo nos solíamos sentar con ellos y Ángel se arrimaba a nosotros.

Durante muchas noches Ángel había escuchado muy quieto y muy atento la discusión, perdido a veces en el laberinto de nombres y citas que no le decían nada. Algunas veces interrumpía a Fuñi—Fuñi:

—¿Quién es ese tío de quien estás hablando?

Y Fuñi—Fuñi le explicaba paciente quién fue Kant, o Engels, o Marx, o Bakunin, mientras Ángel le escuchaba haciendo gestos y rumiando palabras. Inesperadamente, una noche se levantó, golpeó la mesa con la mano abierta y dijo:

—Bueno, ahora me toca hablar a mí. Todo eso que estáis discutiendo un día y otro y todas esas historias que estáis contando, no son más que cuento. Yo soy un socialista. Sí, señor, un socialista. Y no he leído en mi vida a ese Marx ni a ese Bakunin, ni me interesan un pito. Yo soy un socialista por la misma razón que tú eres un anarquista y Manolo un comunista: porque estamos hartos hasta la coronilla de esta cochina vida. Un buen día te pare tu madre, sin que tú te enteres de lo que ha pasado. Y cuando te empiezas a enterar de dónde estás, de lo primero que te enteras es de que padre está sin trabajo, madre esperando un hermanito y el puchero vacío. Te mandan a la escuela a que los frailes te den de comer de limosna, y en cuanto te empinas un poco, antes de que sepas mal leer te dicen que eres ya un hombrecito y te ponen a trabajar. El maestro te da cuatro perras gordas y los oficiales no te dan nada, y lo que te enseñan es: «Tú, chaval, tráete un vaso de agua». «Llévate esos cubos.» «Te voy a dar una patada...» A veces te la dan. Cuando llegas a hombre, ganas un duro, cinco cochinas pesetas. ¿Y qué pasa? Se te sube la torería a la cabeza, te encaprichas de una fulana, te casas, tienes chicos y de la noche a la mañana te quedas sin trabajo. ¿Y qué vas a hacer? La mujer a fregar suelos, los chicos al colegio de frailes por la sopa y tú a dar vueltas por la calle y a blasfemar de la madre que te parió. Pues por todo esto es por lo que soy un socialista, por esta leche agria que durante cuarenta años de su vida se ha tenido que tragar Angelito García, un servidor de Dios y ustedes. Y ahora os voy a decir una cosa. Callaros ya con Bakunin y Marx y toda esa gentuza. ¡UHP! ¿Sabéis lo que quiere decir?: Unión de Hermanos Proletarios. Igual, igual que aquellos tíos de Fuenteovejuna: todos a una. Esto es lo que cuenta. Lo que contáis vosotros son pamplinas que sólo sirven para revolverle a uno los sesos y darnos patadas en las espinillas unos a otros. Y mientras, los otros nos sacuden de firme.

El fuego retórico de Ángel y sus manoteos habían atraído a otros parroquianos y teníamos un corro alrededor de la mesa. Cuando acabó, le dieron una ovación cerrada y desde aquella noche se convirtió en el orador más popular de todas las tabernas del barrio. Allí se encaraba con la gente y exponía sus planes:

—Los curas, ¿que qué haría yo con los curas? Muy sencillo. Los curas pueden ir y decir su misa y el que quiera que la oiga o que se confiese o que le den la extremaunción. A mí no me importa nada eso, porque allá cada uno con sus creencias. Pero ni un céntimo del Estado, y además, pagar contribución como los albañiles. Tantas misas, tantas pesetas... ¿Los ricos? Yo no les iba a hacer nada a los ricos. Si alguno se hincha de ganar dinero porque vale para ello, que lo disfrute. Pero cuando se muera, todo el dinero y todas las propiedades al Estado. Nada de eso de las herencias y de los señoritos vagos. Y el ser rico, limitado. Más allá de una cantidad, ni un céntimo, porque lo que hay que arreglar en esta cuestión de los ricos es el dinero, no los hombres. El que gane dinero con su trabajo que se lo gaste o que lo meta en un cajón, pero nada de eso de vivir cortando el cupón y chupando de los intereses. El Estado a mirar por los negocios y se acabó el chupar del bote. ¿Me entendéis lo que digo? Algo así como lo que tienen en Rusia. Allí le dan a uno de esos stajanovitas, o como se llamen, cien mil rublos de premio, pero tiene que seguir stajanoviando porque allí no hay bonos del Tesoro ni acciones de la Telefónica. Aquí le das a uno cien mil duros, los mete en el banco, vive de la renta y tira el martillo a la lata de la basura. Esto es lo que hay que arreglar.

Ángel me trataba como si fuera mi escudero y mi nodriza al mismo tiempo. Lo que nunca supo es cuánto apoyo moral me daba. Sus absurdidades y sus disparates cuando trataba de barrer de golpe todas las complicaciones intelectuales y políticas eran un estímulo, porque detrás de ello estaba su lealtad sólida y su sentido común junto con la creencia de que tarde o temprano todos los trabajadores del mundo se unirían y arreglarían el mundo sólidamente. Daba la impresión de ser, él y esto, inevitable e indestructible.

Muchas tardes, antes de irme a cenar, salía de la oficina con Navarro, nuestro dibujante, y nos íbamos juntos a tomar un aperitivo a la taberna del Portugués. A veces, veía allí, en un rincón, a mi viejo amigo Pla, ahora ya irremediablemente viejo e irremediablemente chupatintas para lo que le quedara de vida, melancólico y dormilón de vino. Escuchaba a Navarro sus problemas, pensando a la vez en los míos, y a veces me asustaba el futuro mirando a Pla.

Navarro había soñado con ser un artista y se había convertido en un dibujante del Instituto Topográfico. Su paga de empleado del Estado era una miseria y por las tardes se dedicaba a hacer dibujos de propaganda comercial o dibujos mecánicos para nuestras solicitudes de patente. No sabía nada de topografía, de publicidad o de mecánica, pero había aprendido a dibujar correctamente, igual que un aprendiz de zapatero aprende a clavar hileras de clavos en las suelas. Sus dibujos eran perfectos, pero había que confrontarlos pieza a pieza, porque a él no le decía nada una rueda dentada o un tornillo menos.

Estaba casado y tenía dos hijos de dieciséis y veinte años. Su trabajo le permitía mantener su casa en un nivel desahogado y dar a los hijos una carrera. Su mujer regía la casa y a la vez estaba enteramente bajo la influencia de su padre confesor, un jesuíta, y de su hermano, un capitán de la Guardia Civil. Entre ellos, los tres, manejaban la casa y los hijos, quienes ya desde pequeños se habían dado cuenta de que el padre no pintaba nada y que la familia —su familia— era la madre con un apellido ilustre, el tío con unos bigotes espléndidos y un puesto en el Ministerio de la Gobernación, y la sombra del cura sobre todos. Los dos estudiaban en el colegio jesuíta del Paseo de Areneros y eran el problema más grave del pobre Navarro.

—No sé qué puedo hacer con los chicos, Barea. Su tío los ha metido en Falange y ahora van con sus porras en el bolsillo, armando bronca a los estudiantes de la Universidad. En la escuela los dejan que vayan a la Universidad con el pretexto de que oigan conferencias, pero de verdad para que se metan en jaleo. ¿Usted qué haría, Barea?

—Mira, Juanito —a Navarro podía hablarle con franqueza y hasta brutalmente—, para decirte la verdad, tú no eres capaz de hacer la única cosa que solucionaría tu problema. Y lo peor de todo es que tú eres el que vas a pagar el pato a fin de cuentas.

—Pero, bueno, ¿qué es lo que yo puedo hacer? Dígame qué puedo hacer.

—Mira, coger una estaca y liarte a palos con el capitán, con el padre confesor y con tu mujer y romperles unas costillas. Y después liarte con los niños.

—Eso es una barbaridad que ni usted mismo haría.

—Sí, seguramente soy un bárbaro y tal vez por eso no tengo yo un lío semejante al tuyo. Pero no tiene remedio; eres muy flojo y eso no hay quien lo solucione.

—¡Pero yo no quiero que los chicos se metan en política! Desde que su tío volvió de Villa Cisneros, adonde le mandaron por meterse en la revuelta de agosto, les ha estado llenando la cabeza de heroicidades. Y un día se van a meter en algo gordo. Pero ¿qué puedo hacer yo, Arturo, dígame?

Su único consuelo era beber un vaso de vino en el Portugués, y ver todas las películas de Walt Disney que se presentaban en Madrid. Como uno de sus pocos amigos íntimos, tal vez el único, iba a menudo a su casa y conocía la atmósfera de insolencia, absoluta y fría, en la cual este hombre tolerante y sencillo estaba condenado a vivir. Su mujer eternamente citaba a su hermano o al padre confesor: «Pepe me ha dicho...» o «el padre Luis me ha dicho...». Navarro sufría el martirio de un ansia sin esperanza de un hogar donde pudiera sentarse en su sillón en medio de su familia y envolverse en cariño y alegría.

Una mañana se presentó inesperadamente en la oficina con una cara descompuesta. Precisaba hablarme.

Unos días antes se había desarrollado en la Universidad una verdadera batalla entre los estudiantes de la derecha y de la izquierda. Había comenzado a puñetazos, como siempre, pero había terminado a tiros y un estudiante había muerto. Aparte de eso, había bastantes heridos. Una de las noches siguientes, Navarro había estado trabajando en su casa hasta muy tarde en la noche y se le terminaron las cerillas; buscó una caja en los bolsillos del hijo mayor y encontró allí una matraca, hecha de una bola de plomo, atada con una cuerda a un mango de madera. La bola estaba manchada de sangre seca. En la mañana, poco después de irse el muchacho a la escuela, la policía había venido a buscarle. Ahora estaba refugiado en casa de su tío. Navarro estaba desesperado.

—Naturalmente, la policía le va a encontrar, más tarde o más temprano. Y lo que es peor, los otros le tendrán ya señalado y en cuanto puedan lo matan. Porque cada uno tiene una lista de los más destacados del otro bando.

—¡Bah! No te preocupes; ésas son cosas de muchachos —le dije sin convicción.

—¿Cosas de muchachos? ¡Tonterías! Cosas de hombres ya maduros. Gentes como su tío y los sotanas que incitan a los muchachos y los convierten en carne de cañón, para que se maten unos a otros y les hagan el caldo gordo a ellos. Y sabe Dios si hasta meterán al pequeño en jaleo. Si las derechas ganan un día, ya le han prometido a Luis que le van a hacer no sé qué, para que tenga una manera de vivir. Claro, al capitán le harán comandante y al padre Luis, canónigo, supongo. Y el que se traga los disgustos soy yo. Su madre está encantada de las hazañas del niño; el tío dice que es un héroe y su hermanito me ha traído una carta de los Reverendos Padres, diciendo que lamentan mucho lo que ha pasado —yo no sé todavía lo que ha pasado—, pero que debemos tener paciencia, porque todo es en servicio de Dios y de España. ¡Y aquí estoy yo, su padre, hecho un cornudo!

Estaba pensando que Navarro era incapaz de cambiar el curso de su vida porque su propio carácter y las circunstancias le tenían atado de pies y manos, y me daba una lástima casi desdeñosa. De pronto me encontré preguntándome a mí mismo si yo no me hallaba en el mismo caso. ¿Es que se resolvía algo en la vida si se dejaba uno llevar por las cosas tal como vinieren? ¿No era tal vez mejor rebelarse de una vez y al menos saber que si uno se estrellaba era por su propia falta?

Todo era indicaciones de que cada cosa iba a derrumbarse o a estallar irremediablemente. El país iba de cabeza a una catástrofe. Aunque las derechas habían perdido puestos en el Parlamento, habían ganado en el sentido de que todos sus partidarios estaban ahora dispuestos a batallar contra la República en todos los terrenos posibles. Y estaban en buena posición para hacerlo: las derechas podían contar con la mayor parte del ejército, el clero, el capital interno y extranjero, y el soporte desvergonzado de Alemania. Era una cuestión de tiempo.

Mientras tanto, los partidos republicanos estaban sujetos a la presión del país que exigía se llevaran a la práctica las reformas prometidas en la campaña electoral, y cada partido explotaba esta exigencia para atacar a los otros, acusándolos de obstrucción. Alcalá Zamora había sido destituido como presidente de la República y Azaña había sido nombrado en su sustitución. Esto había privado a la República de uno de sus cerebros más constructivos. El País Vasco y Cataluña dificultaban aún más la situación por sus exigencias particulares. Los trabajadores desconfiaban de un Gobierno en el que no había ni aun socialistas de los más moderados, y que se mantenía contemporizando con unos y con otros. Los debates de las Cortes no eran más que discusiones interminables de la situación, discusiones que las derechas utilizaban hábilmente. Gil Robles, doblemente derrotado, por sus pretensiones disparatadas de la jefatura y por el fracaso de su estrategia electoral, había sido eliminado como jefe de las derechas y cedido el puesto a Calvo Sotelo.

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