La forja de un rebelde (98 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Poca gente conoce con qué meticulosidad organizada han investigado el suelo español los agentes de Alemania durante veinte años. Y pocos conocen que existen docenas de sociedades, aparentemente de constitución genuinamente española, que sirven de pantalla para los más poderosos concerns alemanes, algunas veces no tanto para hacer negocios como para impedir que otros los hagan.

Los alemanes encontraron dolomía en una de las propiedades de don Rafael Soroza y trataron de hacer con él el mismo truco que con tanto éxito habían hecho con el boticario de Novés. Pero, por pura casualidad, aquella tierra estaba denunciada como coro minero, porque dentro de ella había una mina de carbón abandonada y los derechos eran propiedad de la familia Soroza. Los alemanes establecieron una compañía limitada, nombraron a don Rafael director gerente, y don Rafael comenzó a ganar dinero sin saber cómo. Alemania consumía cargamentos enteros de dolomía.

—Usted no puede imaginar la cantidad de magnesia que se consume en el mundo. Hay millones que sufren indigestión. Los alemanes compran toda la magnesia que puedo sacar y ahora me piden aún mayores cantidades. Es, además, un aislante perfecto y lo van a usar para refrigeradores y para proteger las tuberías en las fábricas de hielo. Es mejor que el amianto. Tenemos que sacar una patente

Don Rafael registraba patentes inocuas que protegían, o pretendían proteger, el derecho al uso de la magnesia como un aislante térmico. La Rheinische Stahwelke, la I. G. Farben—Industrie y la Schering—Kahlbaum nos enviaban, desde Alemania, sus patentes para la extracción de magnesio de la dolomía y el uso de este metal para fines mecánicos. Las más importantes firmas alemanas trabajaban intensamente en la aplicación del magnesio y sus aleaciones en los motores de explosión para aeroplanos. La materia prima venía de España y la barrera de patentes impedía su explotación industrial. Sin los alemanes, don Rafael no hubiera tenido comprador para su magnesia.

Cuando don Rafael terminó su discurso sobre economía y política, le dije:

—Total, que se ha vuelto usted falangista.

—¡Ah, no, Barea! Más, mucho más. Soy un miembro del Partido Nacionalsocialista alemán. Sabe usted, mis socios son alemanes y se me ha autorizado a ser un miembro, aun siendo extranjero. ¿Qué le parece, Barea?

—Que se ha metido usted en un buen lío, don Rafael.

—No diga tonterías, hombre. La causa está haciendo progresos a pasos de gigante. En uno o dos años tenemos el fascismo aquí y entonces seremos una nación como debe ser. Tal como van las cosas, esto no dura un año más, acuérdese de lo que digo... Y ahora, cuénteme, ¿cuándo se marcha usted con don Federico? Porque usted tiene que ser de los nuestros.

—La verdad es que me quedo en Madrid. El clima de Bilbao no es bueno para mí, y al fin y al cabo tengo una buena posición aquí...

—Eso sí que lo siento, pero, en fin, usted sabe mejor que nadie lo que le conviene.

No me atrevía a decirle que yo era un socialista como había hecho con don Federico. Se hubiera desmayado. Pero ¿qué diablos tenía él que hacer con el Partido Nazi alemán? En el caso de Rodríguez, que se había pasado toda su vida en la embajada alemana, podía entenderlo, pero en el suyo, ¡un labrador asturiano!

Él mismo me proporcionó la respuesta cuando me llamó a su oficina en Madrid para resolver algunos asuntos pendientes.

—Me marcho mañana y quería dejar esto resuelto antes. —Y con alegría infantil agregó—: Tengo huéspedes en casa, ¿sabe?

—¿Van ustedes a cazar osos?

En las montañas donde vivía don Rafael se encuentran osos aún.

—¡Nada de eso, hombre! Me han mandado unos cuantos muchachos alemanes que están estudiando geología, minas, topografía, esas cosas, y vienen con ellos también algunos ingenieros que tienen interés en ver si hay un sitio para un aeródromo. Es una lástima que tengamos la República, porque créame, con la ayuda de los alemanes y con lo que nosotros tenemos, éste podía ser un gran país.

—Usted no ha salido muy mal con ellos.

—No, no me quejo. Pero así son las cosas en España. Estamos andando sobre millones y no nos enteramos. España es el país más rico del mundo.

—¡Hum! Sí, y mire usted cómo anda la gente y cómo vive.

—Pero ¿por qué, dígame, Barea? La falta es de un puñado de sinvergüenzas que se han hecho los amos del país. Acuérdese de lo que hicieron con el pobre Primo de Rivera y cómo no le dejaron hacer lo que él quería. Pero esto no va a durar mucho. Vamos a terminar con todos estos masones, comunistas y judíos de un plumazo, don Arturo, de un plumazo. Ya verá.

—Me parece que no va usted a encontrar judíos en España ni para un plumazo como no los invente, don Rafael.

—¡Ah! Ya los encontraremos, Barea.

Capítulo 6

La chispa

Don Manuel Ayala nos había telegrafiado para que fuéramos a buscarle al aeródromo de Barajas. Le estábamos esperando mi jefe y yo.

Un Douglas de los utilizados en las líneas de París y de Barcelona estaba en el campo, destacándose de los viejos Fokker que le rodeaban. Me fui hacia él y me puse a estudiar los detalles de su fuselaje. Pero había algo en el fondo de mi mente que me impedía disfrutar de mi examen y me hacía sentir molesto. No acertaba la causa de aquel nerviosismo, porque la aviación ha sido uno de mis mayores entusiasmos. Para encontrarla tuve que hacer un esfuerzo.

Todo lo que yo conocía de la teoría de aerodinámica lo debía a mi trabajo en el pleito de Junkers contra Ford en el cual había intervenido por nuestro cliente Junkers. Hacía ya tiempo que habían pasado por mis manos las patentes de Junkers y Heinkel. ¿Tras de qué andaría ahora esta gente?

Cuando el capitán don Antonio Barberán me había llevado con él en una vieja «chocolatera», como llamaban a los aviones remendados que había en Marruecos, y cuando me había explicado, entusiasta, sus planes para un vuelo transatlántico, aún la aviación era maravillosa.

Me acordaba del primer aeroplano que había visto volar en mi vida y de mi entusiasmo, como un chiquillo que era entonces. Primero, había sido la larga caminata, hirviendo en excitación, hasta los llanos de Getafe, para esperar la llegada de Vedrines, el primer hombre que voló de París a Madrid. Después, las tres tardes en que me escapé a través de los campos hasta el velódromo de Ciudad Lineal, hasta que en la última el tiempo, quieto y lleno de sol, permitió a Domenjoz demostrarnos lo que era un
looping–the–loop
.

Me hubiera gustado volar en aquel Douglas a Barcelona por encima de la Costa Brava de Cataluña y de sus aguas transparentes, y contemplar desde lo alto la luz del sol temblando y escondiéndose tras las cimas de las lejanas montañas, encapuchados por una cabalgata de nubes.

Se me paró la fantasía y se enfocaron mis memorias borrosas:

Pasó en los veinte, cuando Junkers construyó un aeroplano cuatrimotor para realizar con él la vuelta al mundo y a la vez obtener contratos de las compañías aéreas que, justamente entonces, se estaban planeando en varios países del mundo. Junkers era nuestro cliente y los alemanes trataban de obtener la concesión de una base aérea comercial en Sevilla, donde se había construido la torre para el anclaje de los zepelines. España podía ser un punto clave en la red de comunicaciones con América. Se habían realizado muchas intrigas y muchas jugadas complicadas por la industria de varios países, y una de ellas había sido el pleito que Junkers había planteado a Ford por las patentes que protegían la colocación de las alas bajo el fuselaje.

Mi antiguo jefe y yo habíamos tenido que ir al aeródromo de Getafe a la llegada del cuatrimotor Junkers a Madrid en su viaje de propaganda. Se había preparado una recepción oficial con asistencia del Rey. Cuando aterrizó el monstruo, un poquito más tarde del tiempo señalado, el Rey y su séquito militar inspeccionaron el aparato detalladamente; el Rey insistió en volar en un vuelo de prueba y hubo que desarrollar un defecto mecánico —y diplomático— para evitarlo. Después, mientras las formalidades oficiales y el vino de honor seguían su curso, un ingeniero alemán tomó en sus manos explicar las características del aparato a los oficiales que formaban la comisión de compras en el caso de llegar a formularse un contrato, y mi jefe y yo los acompañamos, en nuestra calidad de representantes de las patentes.

El hombre tenía el título de
Doktor
, pero su nombre no se quedó en mi memoria. Era pequeño y delgadito, con pelo de arena de puro rubio, y afeitado, con gruesos cristales de miope cabalgando en el puente de una nariz colgante. Sus manos eran enormes. Recordaba haber pensado al verlas que parecían las manos depiladas de un gorila; cuando movía los dedos huesudos, las articulaciones parecían saltar fuera de su asiento y adquirir formas contorsionadas y extrañas.

Primero, escondió estas manos suyas debajo de los faldones de su levita y así nos llevó a través de la cabina donde estaban alineados los lujosos sillones para los pasajeros. Después nos llevó a través de pasillos como túneles que terminaban en las cabinas de los motores, y por último nos llevó a la cabina de los pilotos, separada de la de los pasajeros por una doble puerta corredera.

La cabina de los pilotos tenía la forma de una semiesfera alargada, formando la parte curva de la proa del avión. La pared exterior estaba construida de una armadura de duraluminio y paneles de cristal. Los asientos de los pilotos se elevaban en el centro de esta cúpula tumbada como suspendidos en el aire, y suministraban una vista completa en todas direcciones. Aquí, el
Doktor
hizo reaparecer sus manos y comenzó a explicar en español:

—Ahora que ya han visto ustedes el aparato —cortó las alabanzas con dos manotones—, les voy a mostrar algo que es mucho más interesante. —Con agilidad sorprendente saltó entre la armadura del suelo encristalado y comenzó a destornillar algunos remaches cilindricos colocados en el cruce de las barras de aluminio. Debajo aparecieron huecos roscados brillantes de aceite—: Como ven ustedes, basta desatornillar los falsos remaches para descubrir estos zócalos roscados, en los cuales se pueden atornillar en unos segundos las patas de una ametralladora: éste y éste, son para el asiento del ametrallador. Se quita este panel de cristal y el cañón de la ametralladora sale por la abertura. Aquí y aquí, en los dos lados, pueden colocarse otras dos ametralladoras de manera que el aeroplano puede atacar y defenderse de otros aviones. Y ahora, señores, vengan conmigo. Hay más. —Echó a correr delante de nosotros, brincando con pasitos cortos, y se detuvo en medio de la cabina de pasajeros. Aquí nos enseñó cómo las patas de los sillones estaban atornilladas al piso—: Se los puede quitar todos en dos minutos y dejar esto vacío. En su lugar se atornilla todo el equipo para transportar tropas o, si es necesario, para almacenar bombas y los instrumentos para lanzarlas. Aquí, esto son las compuertas para lanzarlas... Ahora les voy a enseñar dónde se colocan las grandes bombas. Aquí, ¿ven ustedes?, aquí. —Debajo de las alas gigantes, volvió a desatornillar los soportes para las bombas. Brincaba en las puntas de los pies y hacía castañetear los dedos huesudos, mientras repetía entusiasmado el procedimiento—: ¡Eh! ¿Qué les parece? En una sola hora podemos transformar los aviones de una línea comercial en cualquier aeropuerto de Alemania, pongamos en Berlín, y venir a bombardear Madrid. Diez horas después de una declaración de guerra podemos bombardear la capital enemiga. Y si somos nosotros los que declaramos la guerra, cinco minutos después de la declaración. Ja, ja! ¡Esto es Versalles!

El viejo y famoso piloto de globos que estaba con nosotros, y que yo conocía muy bien, se volvió a mí y murmuró:

—Este tío es tan repugnante como una araña. Dan ganas de espachurrarlo de un pisotón.

Me alegró mucho entonces que el contrato del ejército español no fuera a parar a manos de Junkers, a pesar de la convincente demostración que el macabro doctor había dado a los oficiales del Estado Mayor.

Había conseguido dar por olvidado el incidente, pero había cambiado mis ideas sobre el futuro de la aviación y había envenenado el placer que sentía cuando volaba. Ahora mismo me molestaba. Después había venido la guerra de Abisinia, y en Alemania hoy estaba Hitler. Era tan fácil lanzar bombas sobre ciudades indefensas: se desatornillan unos falsos remaches y se atornillan las patas de las ametralladoras o las perchas para las bombas...

Yo mismo me tuve que decir que me estaba volviendo mórbido. Aquel Douglas con su sobrio confort inglés no era más que un vehículo de lujo, hecho para convertir el volar en un placer.

El aeroplano de Sevilla trazó un círculo sobre el campo y aterrizó. Fuimos al encuentro de nuestro cliente. No venía solo y en el primer momento no reconocí a su acompañante. Hacían una pareja cómica los dos zanqueando a través del campo.

Don Manuel Ayala era corto y cuadrado, en la mitad de los sesenta, tostado y disecado por el sol, con una nariz de punta afilada en una cara llena de surcos y arrugas, ojos brillantes de ratón tras unos lentes de oro de vieja forma, colgantes de un cordón de seda al ojal de la solapa, y un bigote blanco, teñido de tabaco, pesado y tosco. Me parecía enorme, hasta que comprobé que sólo sus extremidades eran grandes: manos y pies fuera de proporción, que resultaban deformes, y una cabeza pesada bamboleando entre dos hombros anchísimos. La cara era una cara áspera, de campesino, afeitada, pero azuleante de las raíces de la barba. Lo que le hacía irresistiblemente cómico era el traje. Era como si un gigante hubiera estado gravemente enfermo en un hospital, hubiera perdido sus carnes y saliera ahora a la calle por primera vez en sus viejas ropas. Colgaban perdidas alrededor de él, como en la cruz de palos de un espantapájaros. Pero andaba con pasos firmes, seguros y enérgicos.

Le reconocí de pronto. Nunca le había visto en mi vida fuera de sus ropas talares. Era el hermano de nuestro cliente, el jesuita padre Ayala.

Cada vez que don Manuel Ayala venía a Madrid me pedía que fuera su acompañante. Había vivido sesenta años de su vida encerrado en un pequeño pueblo de la provincia de Huelva y nunca había ido más lejos de Sevilla en excursiones cortas y tímidas. Administraba todas las tierras heredadas de su padre y vendía sus productos, pero aparte de eso hacía la vida de un recluso. Criaba vinos exquisitos que cuidaba con sumo cuidado, y a su vejez, de repente, decidió lanzarlos al mercado. Alguien le dio una introducción para nosotros y nosotros nos encargamos de crearle una serie de marcas, etiquetas y modelos de envases para sus vinos y sus coñacs. Era alegre y locuaz, bonachón y un poco cínico hacia sí mismo. Consideraba su defecto de convertirse en un cosechero famoso como un capricho repentino de la vejez, y estaba resuelto a salirse con la suya, lo mismo que le empujó a tomar el avión de Sevilla la primera vez que vino a Madrid.

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