La forja de un rebelde (46 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Córcoles se quedó con los soldados que descargaban los mulos. Yo fui a presentarme al capitán. Desconocía el terreno y tropezaba con los vientos de las tiendas ocultos a medias entre las hierbas. Di dos o tres rodeos innecesarios que hicieron sonreír a espaldas mías a los soldados que me miraban curiosos; entré en la tienda del capitán un poco azorado.

—Bien —me dijo—. Váyase a su tienda y descanse hasta la hora de la comida. Entonces le presentaré a la compañía.

En la tienda había otro sargento. Nos saludamos: —Tú eres el nuevo, ¿no? —Sí. El nuevo. Llamó al machacante.

—¡Manzanares! Éste es el sargento Barea.

El machacante era un hombrecillo diminuto, rápido, lleno de gestos, como si tuviera la cara fabricada de goma blanda. Rompió a hablar en madrileño puro:

—Todo está arreglado. Ahí tiene usted su cama, que ni la de un rey. Y lo que le haga falta, me lo dice.

—Oye. ¿Y no hay nada para beber?

—¡Puff! Montones. Lo que quiera: vino, cerveza, aguardiente, coñac, de todo menos agua. El agua da las palúdicas. Prohibida. No sirve ni para lavarse.

—Bueno. Pues, tráete algo, lo que esté más fresco.

Trajo una botella de vino que se cubrió instantáneamente de una capa gris de vapor de agua condensado. El vino estaba casi helado.

—¿Tenéis hielo aquí?

—Ca, no, señor. Se refresca con el sol.

Me eché a reír ignorante. Aunque eran las cinco de la tarde el sol abrasaba y la tienda era un horno.

El sargento me hizo unas cuantas preguntas obligadas sobre el mundo exterior y yo le hice otras sobre aquel mundo en que entraba.

—¿Algo nuevo en Tetuán?

—No sé; he venido directo de Ceuta.

—Hace más de dos años que no he ido por allí. Aquí somos cuatro sargentos: Córcoles y Herrero, a quienes ya conoces, y Julián, que está en el tajo. Y por último yo. Esta semana estoy de servicio y además estoy de cocina este mes, así que bajo poco a la carretera. Me llamo Castillo. Comeremos a las seis.

El machacante vino a decirle que le llamaba el capitán y me quedé solo en la tienda que iba a ser mi hogar.

En medio, un mástil de unos cuatro metros de alto y alrededor de él colgaba la lona, extendiéndose en un cono que en la base tendría unos seis metros de diámetro. Apoyados en el mástil, los fusiles y las mochilas de los cuatro sargentos. Opuesta a la puerta —un roto en la lona—, una mesa portátil y media docena de asientos hechos de ramas de árbol. Adosados a la pared de lona, los pies hacia el centro y la cabecera tocando el techo de la tienda, siete camas, como los radios de una rueda. Cada cama estaba construida de seis ramas clavadas en tierra, cortadas en horquilla por arriba, y sobre las horquillas un marco de cuatro ramas en el que había clavada una tela de alambre. Sobre la tela de alambre, un jergón y una almohada de tela de saco rellena de paja. Dos sábanas y una manta. Al lado de cada cama, un cajón o una maleta con la propiedad de cada uno de los sargentos. Pero había siete camas y éramos cinco.

Tocaron a rancho. Me abotoné la guerrera y salí. Fuera, en la explanada, delante de la posición, había dos calderos enormes y a partir de ellos se formaba lenta una doble fila, los cabos en cabeza. Detrás de la fila había unas chozas de paja y un barracón de madera. El barracón se veía claramente que era un almacén de materiales. Las chozas de paja, no más altas de un metro y medio, estaban rodeadas de moros con chilabas mugrientas y raídas, que entraban y salían de ellas a gatas.

Herrero se colocó delante de la fila y comenzó a pasar lista. La respuesta «Presente» saltaba de un lado a otro a lo largo de los cien hombres. Cuando acabó, se quedó esperando. Salió el capitán Blanco con el alférez y el teniente a su lado.

Herrero gritó:

—¡Firmes! Sin novedad, mi capitán.

El capitán se enfrentó con la fila y me colocó a su lado:

—El sargento Barea, que ha sido destinado a la compañía, se ha incorporado hoy a ella. —Se volvió hacia mí—: Mándeles: «¡En su lugar, descanso!».

—¡En su lugar... anso!

La presentación estaba hecha. El capitán me presentó después al teniente y al alférez:

—El teniente Arriaga. El alférez Mayorga.

Córcoles presidía el reparto de la comida. Yo me uní a los otros sargentos. Córcoles me presentó a Julián, a quien aún no conocía. Hacían un contraste: Córcoles era alto, agitanado, con el pelo rizoso, nervioso y alegre. Julián era bajito, gordo todo él, redondo; la voz atiplada, la cara de manzana llena de carmines, el pelo lacio.

Los soldados iban recogiendo sus platos de comida y repartiéndose por la tierra. Cuando acabó la distribución surgió una fila de moros, unos con viejos platos de soldado roñosos y abollados, otros con latas vacías de conserva. El cocinero iba vertiendo un cazo a cada uno. Los moros se amontonaban alrededor de sus chozas y comían, muchos con los dedos, algunos, pocos, con cucharas cortas de soldado.

Les miraba a todos y ellos me miraban a mí. Cuchicheaban entre sí sus impresiones y creo que alguno hubiera sido capaz de venir a tocarme para cerciorarse. Me irritaba la mirada de aquella multitud; una mirada en la que se escondía un recelo. Cuando se acabó la comida, el capitán me llamó a su tienda:

—Desde mañana se encarga usted de las obras. Éstas son las instrucciones que tengo de Tetuán. Parece que usted conoce topografía, ¿no?

Me hablaba un poco altanero, mirándome con ojos estrábicos. El capitán era bizco, terriblemente bizco.

—Un poco, mi capitán.

—¿Y contabilidad?

—Sí, señor. Esto mejor.

—Bueno. Pues desde mañana corren de su cuenta los materiales y los jornales; y las obras. Claro que... como ayudante mío.

—Naturalmente, mi capitán.

—Puede usted retirarse.

—Pero, yo quisiera...

—Puede usted retirarse.

—A sus órdenes, mi capitán.

Salí de la tienda un poco aturdido. Hacía diez meses que estaba en Madrid, vestido de paisano. De entonces acá había sido soldado y después cabo; había pasado de una oficina civil a una oficina militar y había seguido trabajando entre papeles y números. De la noche a la mañana me veía en el corazón del Pequeño Atlas, en una posición de primera línea, encargado de las obras de una carretera que ni aun sabía por dónde pasaba y de la contabilidad de unas obras que no conocía. Además, era un sargento, es decir una vértebra de la espina dorsal de cualquier ejército del mundo. La pared donde se estrellan los golpes de arriba, la oficialidad, y los de abajo, los soldados.

En la vida civil se miden las dificultades y se lanza uno contra ellas, o se soslayan. Si se fracasa, mala suerte. Si se triunfa, mérito a uno. Si no se decide uno a luchar, se queda donde está y no pasa nada. Pero en el ejército es distinto: le colocan a uno frente a las dificultades y no hay más remedio que atacarlas; si se fracasa, le castigan a uno; si se triunfa, se ha cumplido con el deber. Jamás se me hubiera ocurrido a mí en la vida civil solicitar el puesto de encargado de la construcción de una carretera y contable de las obras. En la vida militar, mis «peros» me los había cortado el capitán: «Puede usted retirarse». ¿Qué demonios iba yo a hacer al día siguiente?

Me dirigí a nuestra tienda y el machacante vino detrás:

—¿Quiere usted comer algo? Los sargentos no cenan hasta las nueve.

—...Bueno. Tráete algo.

Entré en la tienda. Sobre una de las siete camas estaba tumbado un paisano que se incorporó a medias al entrar yo. Un hombre macizo, más bien gordo, la bragueta desabrochada, el pecho cubierto sólo por una camiseta de malla sin mangas, pleno de vello negro y espeso que se escapaba por la red. Unas manos cuadradas sobre la panza, los dedos amorcillados con manchones negros de vello en cada falange. Dos suelas claveteadas con clavos gordos de cabeza cuadrada. Calcetines rojos caídos. Me señaló una caja de botellas de cerveza al pie de la mesa:

—Sírvase. Aunque no está muy fresca.

Me serví un vaso de cerveza y me lo bebí de un trago. ¿Quién sería el tipo aquél? ¿Qué hacía, allí, en la tienda de los sargentos, un paisano? Se sentó completamente sobre la cama. El vientre le hacía tres fajas de grasa.

—Creo que nosotros no nos conocemos. Yo soy José Suárez. El señor Pepe me llaman todos. El contratista de la piedra. Creo que usted y yo nos entenderemos bien.

—Supongo que sí, que nos entenderemos. ¿Por qué no? —Le di mi nombre y apellido.

Pero el hombre era expansivo. Se salió de la cama, sujetándose la pretina de los pantalones con las dos manos, y se sentó enfrente de mí, la mesita plegable en medio; rebuscó en una petaca enorme y escogió un cigarro, después de hacer crujir dos o tres entre sus dedos.

—Fúmese éste. Es magnífico.

—Lo siento, pero sólo fumo cigarrillos.

—Yo también. Pero éstos son necesarios. —Se sonrió con una risilla cómplice. Encendimos los cigarrillos y quedamos en silencio, mirándonos. Al fin dijo:

—Supongo que ya estará usted al tanto de las cosas.

Me eché a reír un poco forzado.

—Hombre, no sé nada. Como dicen en Madrid: «Acabo de llegar del pueblo». Anteayer en Ceuta y hoy aquí, sin haber sido nunca sargento, y sin haber hecho, en mi vida, vida de compañía; menos con estos líos de hacer una carretera; y para colmo, sin conocer a nadie aquí. Así que no sé nada de nada.

Manzanares entró con la merienda y otra de sus botellas de vino tapizadas de vapor de agua. Tras la espalda del gordinflón me guiñó un ojo.

—Me lo figuraba. Por eso me alegro que estemos los dos solos. En cinco minutos nos ponemos de acuerdo. Como ya le he dicho, yo soy el contratista de la piedra. Tengo una punta de moros trabajando; unos hacen barrenos en la cantera y otros machacan la piedra. La compañía me da la dinamita que yo pago. Luego la compañía me paga cada metro cúbico de piedra. Usted tiene que anotar la dinamita que gasto y los metros cúbicos de piedra que les doy. A fin de mes, liquidamos cuentas. A veces, los moros que yo tengo les ayudan a ustedes a desmontar el terreno y entonces es lo mismo: tantos metros cúbicos de tierra, tantas pesetas.

—Pues, me parece que la cosa no es muy difícil; no creo que vayamos a tener discusiones.

—No, hombre. Hay para los dos. Yo acostumbro a dar una tercera parte de los beneficios.

—¿A quién?

Se me quedó mirando muy extrañado:

—¿A quién va a ser? En este caso a usted.

—¡Ah! Vamos. Usted pretende que las cuentas no sean claras, ¿no?

—Las cuentas son clarísimas. Ni Dios las puede tocar. Claro que para ello hace falta que usted lo apruebe. El capitán se lleva la otra tercera parte.

—¿Así, el capitán está en la combinación?

—Sin él no se podría hacer nada. Pregúntele.

—Yo no le pregunto nada. Si tiene algo que decirme, que me lo diga él.

Debí contestar muy agrio. El señor Pepe se calló y luego seguimos hablando de cosas indiferentes. Al cabo de un rato se abrochó los pantalones y se marchó: «A ver cómo se las arregla el chico», dijo. ¿Quién sería el chico? Diez minutos después me llamaba el capitán:

—A sus órdenes, mi capitán.

—Baje la cortina de la tienda y siéntese un poco. —Se me quedó mirando con cada uno de sus dos ojos alternativamente—. Supongo que se ha puesto usted de acuerdo con Pepe.

—Me ha hablado algo. Pero en realidad no le he entendido. Además, como usted sabe, yo no conozco nada aún.

—Bien, bien. Le he llamado por eso. Le voy a explicar cómo están las cosas. Usted sabrá que el Estado español realiza todas sus obras por uno de dos procedimientos: por contrata o por gestión directa. En las contratas se saca a subasta la obra a realizar y se paga lo convenido a un contratista. En la gestión directa, se calcula el importe y la administración lleva la dirección de las obras y paga los jornales y los materiales. Claro es que esta carretera no podría hacerse por contrata, a través de un territorio que es territorio enemigo. Así que se hace por gestión directa; nosotros pagamos los jornales y compramos los materiales. Trazamos el proyecto y llevamos a cabo las obras totalmente. Para esto está la Comandancia de Obras de Tetuán, que se encarga de la parte técnica y administrativa. Cada uno tiene su jornal: los soldados ganan 2,50 pesetas, usted seis, nosotros los oficiales doce. Éste es un gran beneficio para todos. A los soldados se les da 1,50 en dinero y el resto se les mejora en comida. Así, no hace falta robarles nada en el rancho ni en la ropa. Y lo demás, es sencillo... —Alargó una pausa y sacó de una caja una botella de coñac y dos copas—. No he querido llamar al ordenanza... —Ahora continuó—. Le voy a hablar claro, para que nos entendamos bien: la compañía tiene un fondo particular, que se nutre de las economías que se realizan sobre lo presupuestado. Así, tenemos ciento once hombres, pero no todos trabajan; unos están enfermos, otros con permiso, otros tienen un destino, etc. Pero como el presupuesto son ciento once, los jornales son, naturalmente, ciento once. Pero como el que no trabaja no cobra, el sobrante de jornales pasa a la caja de la compañía. Con los moros es igual: el presupuesto son cuatrocientos, pero nunca se les puede tener completos; en realidad, son unos trescientos cincuenta. Pero como tienen que ser cuatrocientos, se agregan cincuenta nombres árabes y en paz. ¿Quién va a venir a contarlos? Los moros ganan cinco pesetas al día. Y se les da el pan que quieren a cuenta. Pero ésta es una cuestión de usted. En cuanto a Pepe, pues, es una cosa parecida; él saca la piedra y nosotros se la pagamos. Cada kilómetro de carretera necesita tantos metros de piedra. Pero... si la carretera tiene cinco centímetros menos de piedra..., bueno, calcule usted: cinco centímetros menos son unos doscientos metros cúbicos en kilómetro. En realidad —agregó cínico—, ponemos algo más en la cuenta. Además, sus moros nos ayudan a desmontar la tierra y la pagamos por metro cúbico también. Nada importa si se cuentan algunos de los que ha desmontado nuestra gente... —Se bebió la copa de coñac—. Hay además, claro, una porción de detalles pequeños que irá usted comprendiendo. Así que, ¿entendidos, no?

Y como nada tenía que hacer allí, me marché.

Después de la cena, el señor Pepe sacó una baraja y puso una banca de bacará con cincuenta duros. Me negué a jugar y me eché sobre mi cama.

—Aquí jugamos todos —dijo.

—Bien. Pero yo no puedo jugar la primera paga que aún no he cobrado.

—Por dinero no se apure. ¿Cuánto quiere?

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