La forja de un rebelde (45 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Contra la pared estampa su firma llena de curvas revueltas.

—¡El que no firme esto es un cabrón!

Se va llenando el pliego de firmas perezosamente. Uno pretende escurrir el bulto. Pla le coge de la americana:

—Tú, ¿dónde vas?

—Arriba.

—¿Has firmado?

—No. No he firmado.

—¿Y tú estás sindicado? Tú firmas. Firmas por encima de la cabeza de Dios. Los que no son compañeros nuestros no tienen la obligación de firmar, pero tú firmas o te quito el carnet a bofetadas. ¡Cabrón!

Firma el miedoso con letra temblona. Después, el pliego comienza a circular por los negociados a escondidas. Hasta que en el negociado de cartera, cuando ya tiene más de cien firmas, se apodera de él uno de los jefes y lo sube a la dirección. ¿Qué va a pasar aquí? Nos damos ánimos unos a otros: «A todos no nos van a echar a la calle», nos decimos. Se pasan las horas en tensión, pendientes todos de la escalera de la dirección cada vez que baja un ordenanza. Casi terminada la tarde, me mandan a subir a ver a Corachán. Esta vez no hay espera en el saloncillo. Entro directamente en el despacho. Está bajo la lámpara que hace brillar la luna de su mesa de ministro, hojeando un dossier, el mío probablemente. Me deja esperar un rato en pie delante de la mesa:

—¿Usted es el empleado del negociado de cupones que ha roto la luna?

—Sí, señor.

—La dirección del banco ha acordado no descontar a usted el importe de la luna, porque la casa, afortunadamente, no lo necesita. Pero como estas cosas no pueden quedar sin sanción, se le pondrá a usted una nota en el dossier.

—Una nota, ¿de qué?

—¿De qué va a ser? Una nota de mal empleado. Porque a mí no va usted a convencerme que una luna se rompe así, con un sello. Una luna que tiene casi un dedo de gruesa. —Y coge entre el pulgar y el índice el borde de la luna de su mesa—. Ésta sólo se rompe jugando, como la ha roto usted. Al fin y al cabo son ustedes unos crios todavía. Pero yo no soy tonto.

—Usted no es tonto —replico fuera de mí—. ¡Usted es imbécil! ¡Con la bola secante, que es de madera —cojo el secante y lo levanto sobre la luna de la mesa—, rompo yo la luna de su mesa, su cabeza y la de su puñetera madre! A usted lo que le ha molestado es esa lista. Pues sí, señor, es una vergüenza que el banco me quite la mitad de mi sueldo para pagar una luna que está asegurada. Son ustedes unos ladrones y unos canallas...

Carreras, el subdirector, me coge del brazo por detrás, suave, pero firme:

—¿Te has vuelto loco?

—Sí, me he vuelto loco de asco y de rabia y de desprecio. Este tío con su chaqué, que se esconde en los retretes para cazar empleados fumando y justifica así el sueldo que gana y el puesto en la dirección. ¡Este tío es un cerdo y el banco una pocilga!

Salgo dando portazos y gritando por las escaleras.

Ya en mi mesa, extiendo mi recibo del sueldo hasta el día y le exijo a Perahíta que pida un certificado de trabajo.

—Un certificado limpio, de mis tres años de trabajos forzados. Le dice usted a Corachán que si me lo niega me voy de aquí a la Casa del Pueblo, porque estoy sindicado. —Y agito delante de sus narices el carnet.

El cajero me coge el recibo:

—Yo no puedo pagar este recibo sin la visa de la dirección.

—Pues suba por él.

—Suba usted o no le pago.

—Mire usted —le digo con la voz concentrada y baja—, yo no quiero perjudicarle a usted. Llame usted a Corachán por teléfono, haga usted lo que quiera, pero pagúeme, porque o me paga o se va a armar aquí el escándalo más grande del mundo delante de todos los clientes que hay.

Se intimida el hombre y me paga medio mes: 37, 50 pesetas.

Perahíta baja conciliador:

—He hablado con Corachán. No hace falta que te marches. Basta que le presentes tus excusas y seguirás en la casa sin nota en el dossier.

—¿Pero usted ha creído que yo voy a subir de nuevo esa escalera a lamer la mano del tío ese? ¿Y para qué? ¿Para que mi madre siga lavando en el río? No, hombre, no. ¡Soy yo muy hombre para eso! Me guardo mi certificado de dimisionario y tomo el camino de la puerta. El inmenso hall del banco está lleno de mesas cubiertas de lunas que brillan como diamantes bajo los globos lechosos de la luz eléctrica.

La calle de Alcalá está llena de ruidos. Los vendedores de periódicos pasan con paquetes enormes bajo el brazo, gritando; la gente les arrebata el papel de las manos. Ha estallado la guerra europea.

En casa, mi madre me escucha sentada en su silla baja, la labor caída de las manos, las manos sobre la falda. Le voy contando con pesadumbre lo que ha pasado. Al final, trago saliva y termino:

—Me he marchado del Crédit.

Nos quedamos en silencio. Y sus dedos juguetean en mis cabellos enredándolos y desenredándolos. Al cabo de un ratito me dice:

—Ves como todavía eres un niño.

Notas

[1]
A la muerte de don Luis Bahía, se promovió un pleito ruidosísimo en España, por impugnación de su testamento, en el que legaba más de treinta millones a la Compañía de Jesús. (N. del A.)

[2]
Bandido célebre de principios de este siglo.

[3]
Los huesos de los albaricoques que utilizan los niños en España para jugar

La ruta
Primera parte
Capítulo 1

Bajo la tienda

Estoy sentado sobre una piedra pulida por millones de gotas de agua de lluvia; pulida como un cráneo pelado. Es una piedra blancuzca llena de poros. Arde con el sol y suda con la humedad. Enfrente de mí, a treinta metros escasos, está la vieja higuera, con sus raíces retorcidas como venas de abuelo robusto, con sus ramas contorsionadas, repletas de hojas carnosas, tréboles carcomidos. Al otro lado del arroyo, salvando el barranco, trepando cuesta arriba, están los restos de la kábila.

Hace meses era un grupo de chozas de paja. Dentro, esterillas de paja trenzada. Una en la puerta, para dejar las babuchas al entrar. Otra dentro, para agruparse en cuclillas alrededor de las tazas de té. Otras más largas, adosadas a la pared, para dormir. La kábila era chozas de paja y esterillas de paja. El pan era tortas chamuscadas, cocidas sobre piedras calientes, hecho con el grano machacado entre piedras, barbudas de pajas enhiestas requemadas. Cuando coméis este pan, los pelos agudos de la hierba seca del trigo se os agarran al fondo de la garganta y os muerden allí con sus mil dientes.

La kábila despertaba en las montañas con el sol. Los hombres salían de las chozas apaleando el borriquillo mísero. Montaban en él y sus babuchas lamían la tierra. Tan pequeño era el burro. La mujer salía detrás, cargada, siempre cargada. Iban los tres a las tierras más llanas de la ladera y el hombre desmontaba; la mujer descargaba de sus hombros el primitivo arado de madera y uncía el burro al arado. Después, mansa, se uncía ella; y el hombre revisaba los nudos del atalaje del burro y de la mujer; empuñaba el arado, y la mujer y el burro marchaban a compás, lentos. El burro tirando de las cuerdas con su collarón sobre el cuello desollado, la mujer tirando de la cuerda cruzada sobre sus pechos fláccidos. Lentos los dos, clavando en tierra los pies, doblando las rodillas en el esfuerzo.

Los señores de la kábila amanecían a caballo, sobre un caballejo nervioso de crines espesas, el fusil en bandolera. Se perdían monte arriba, monte abajo. Quedaban en la kábila las gallinas, los corderos y los chicos con las viejas; todos juntos, revoloteando entre las chozas, picando, mordisqueando, revolcándose en el polvo. Todos sucios de mugre, de mocos, de polvo y de sol.

Hace meses, la kábila fue arrasada de la raíz de la tierra. A tan corta distancia que los telémetros no eran necesarios. El capitán de la batería había dicho:

—¿Para qué? Se tira a ojo, como se le tira una piedra a un perro.

Al primer cañonazo se derrumbó todo: la paja de las chozas saltó en briznas encendidas. Los chicos huyeron piedras arriba. Las gallinas y los corderos se dispersaron a donde su instinto los empujó. Las mujeres lanzaron chillidos agudos que repercutían en el valle. Los señores de la kábila caracoleaban en sus caballos, agitando en el aire el fusil. Después de los pocos cañonazos, la infantería subió la cuesta y se apoderó del poblado. Los soldados cazaban las gallinas huidas y los corderos extraviados que iban volviendo a la querencia al ponerse el sol. Encendieron fogatas y cenaron, el aire lleno de plumas de cuello de gallina, que revoloteaban lentas y a veces caían en el plato mansas. La operación había sido una cosa perfecta. A la caída de la tarde sólo quedaban unos montoncitos de paja humeantes y dos o tres chicos despanzurrados por el primer cañonazo. Plumas de gallinas volteando en el aire y pieles de cordero —festín de moscas— clavadas en palos cruzados. Donde estuvo la kábila, olía a yute de los mil y un sacos terreros que formaban el parapeto; olía a carne asada, a caballos y a soldado. Ese olor de soldado sudoroso con piojos en cada pliegue de su uniforme.

El general que conquistó la kábila estaba en su tienda delante de una mesa: un cabo de vela encendido, una bandeja y dos botellas de vino, rodeadas de varios vasos. Iban entrando los oficiales de cada una de las armas que realizaron la conquista, con su lista de muertos y heridos. Cada oficial traía dos o tres muertos, diez o doce heridos. El ayudante del general apuntaba. El general invitaba a un vasito de vino. Los oficiales se iban soñando con las cruces que aquellos muertos les hincarían sobre la guerrera al lado del corazón. En la noche, luego, se oían los ronquidos del general, ronquidos de viejo borracho que duerme con la boca abierta, los dientes en el fondo de un vaso.

Al amanecer vinieron los caballeros de la kábila: traían un toro y le degollaron allí, delante del general que aún tenía los ojos inflamados de sueño y de vino. El toro mugía a todos los valles y a todas las piedras de la montaña. El general hizo un discurso, hambriento de sueño: «¿Por qué madruga tanto esta gentuza?», pensaba. Después, el ayudante dio a los caballeros un talego lleno de monedas de plata.

Hace meses de aquella batalla gloriosa, en que un ejército heroico logró una victoria inmensa sobre la kábila. La kábila ya no existe y sólo hay unos manchones negros por el humo. Ahora estoy yo aquí. El valle es un hormiguero. Cientos de hombres cavan la tierra y allanan un camino ancho que pasará al pie de la kábila y la kábila se beneficiará del camino. ¡Ah! No. No podrá beneficiarse, porque ya no existe.

Pero... dicen que la montaña tiene dentro hierro y carbón. Y aquí, donde estuvo la kábila, quizá se alce pronto una ciudad de mineros. Tal vez un alto horno. Al lado de la carretera correrá un tren cargado de mineral y de trozos de hulla. Volverán los moros de la vieja kábila. Comerán pan blanco sin pajas ásperas. Viajarán en las bateas del tren, sucios de polvo y carbón; irán a la ciudad y se divertirán en la feria: darán vueltas en el tiovivo y habrá una barraca con un negro que asoma la cabeza a un agujero de arpillera; por una moneda de cobre podrán tirarle una pelota a la cara y reír a carcajadas de los visajes del negro. Volverán felices a la mina.

En la montaña habrá una cama de cemento llena de soldados. Cuando los moros no sean felices con la mina y con el negro magullado a pelotazos, los soldados montarán sus ametralladoras.

Pero esto vendrá después y tal vez yo nunca lo vea. Ahora la carretera tiene que pasar por aquí, al pie de la kábila y a través de la vieja higuera. Como tiene raíces tan hondas, mañana la volaremos con medio cartucho de dinamita. Bajo su tronco estamos haciendo un taladro profundo que llegará hasta su mismo corazón.

Y hoy, nos hemos comido sus últimos higos que eran dulces como miel vieja.

Hasta el Zoco del Arbaa, Córcoles y yo fuimos en uno de los cuatro camiones cargados de material que conducíamos a Hámara. En el Zoco del Arbaa nos esperaba una sección de soldados al mando de Herrero, un sargento ya reenganchado, veterano de África, seco y huesudo, de facciones tostadas pero finas, bien humorado. Celebramos la amistad con unas botellas de cerveza alemana, más barata que la cerveza de España. Los veinte hombres de la sección comenzaron a descargar los camiones y a cargar la reata de mulos que había de llevar los materiales a la posición. Asombraba ver la cabida de los cuatro vehículos, conforme se iba amontonando en tierra yeso y cal, cemento y ladrillos, barras de hierro, madera en tablones, sacos terreros. Los soldados pasaban y repasaban y se apedreaban desde lo alto de los camiones en un ágil lanzarse los ladrillos unos a otros en una cadena; volvían la cabeza rápidos y me miraban.

Miraban al nuevo sargento, con sus galones de plata cosidos en la bocamanga, nuevos de quince días. «¿Quién será éste?», se cuchicheaban unos a otros.

Cuando estuvo cargado el primer convoy de mulos, Herrero se quedó con dos soldados al cuidado del resto y Córcoles y yo emprendimos la marcha con el convoy. Córcoles se puso en la cabeza y me indicó quedarme el último, por si alguno se rezagaba. Y así marchaba detrás de todos, absolutamente aislado. Miraba curioso el paisaje. Delante, los hombres hablaban de mí; lo sentía como un tacto físico, pero no me producía ninguna reacción. Miraba el paisaje.

A la izquierda se sucedían las montañas de granito pelado sin vegetales, que se ven a lo largo de la costa desde la desembocadura del río Martín hasta Alhucemas. A la derecha se alineaban las montañas lejanas del yébel Alam—Yebala, verdes, plenas de vegetación. Caminábamos por un valle que no era más que el lecho , limpio de arena de una torrentera donde se vierten las aguas de las montañas en la época de las grandes lluvias. El Zoco quedaba atrás en alto, y enfrente se levantaban varios cerros que cortaban el fondo del arenal. Uno de aquellos cerros era Hámara.

Después de una marcha de dos horas, asfixiantes por el calor y el polvo que levantaban en la arena las patas de los mulos, llegamos al pie de Hámara. Un arroyo trazaba un semicírculo alrededor del cerro y allí, en el lecho mismo del arroyo, nacía una cuesta empinada. Un camino de herradura lleno de fango en el margen del arroyo; un barro amasado por pies de hombres y patas de caballos húmedos de cruzar el vado.

La cresta del cerro era plana, como si un cuchillo hubiera rebanado su cumbre; en esta llanura circular se encontraba la posición. Una circunferencia de piedra de un metro de alta, y, fuera, otra circunferencia de alambre de espino roñoso. Dentro, tiendas de lona sucias y dos pequeñas barracas de madera. Esta fue mi primera visión de Hámara.

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