La forja de un rebelde (48 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—¿Qué te pasa?

—Estoy muy malo, muy malo. Todo el cuerpo pica. Todo el cuerpo mío muy malo.

Tenía unas manos nudosas, enrojecidas, cubiertas de escamas resecas, sarna, pero una sarna terrible. Le señalé las manos:

—¿Y tienes todo el cuerpo así?

—Sí, sargento. Y peor.

Hacía una figura lastimera, alto, huesudo, negro, peludo, con olor de cabra desprendiéndose de las innumerables capas de sudor resecadas sobre su piel; descalzo, con las piernas desnudas, piernas y pies semejantes a las patas de una gallina vieja, escamosas, plaqueadas de sarna y basura sujetas por una envoltura córnea. La cabeza rapada estaba apuñalada de costurones de la sarna y de las cortaduras que el barbero salvaje había prodigado. Los ojos eran pitarrosos. Aquel hombre no estaba enfermo, estaba simplemente sucio. Llevaba encima una carga horrible de suciedad acumulada sobre la piel en la miseria de toda su vida miserable.

—¿Quieres que te cure? Me miró ansioso:

—Sí.

—Te voy a hacer daño, mucho daño. Pero si eres capaz de aguantarte, te curo.

—Sí.

Sus «síes» sonaban como el ladrido temeroso de un perro asustado.

Teníamos en almacén grandes cantidades de pomada de azufre y de lo que llamábamos «jabón de perros». Era un jabón inglés, rojo, con un olor penetrante de ácido carbónico. Me armé de ungüento y jabón abundantes y aquella tarde, después del trabajo, bajamos al arroyo el moro, dos vecinos suyos y yo.

Le mandé desnudarse. Los otros dos comenzaron a fregarle tan brutalmente que la sangre brotaba de la piel carcomida. Después le untaron de pies a cabeza con el ungüento. Le embutimos en un par de pantalones de soldado y en una vieja guerrera y quemamos la chilaba. En dos semanas de este tratamiento estaba curado.

Un día me llevó una cesta llena de higos y dos gallinas. Parecía un hombre diferente y hasta había engordado. Cavaba mucho más de prisa y cada vez que le miraba se reía como un chico. Poco a poco fueron viniendo moros a mí, tímidos. Me mostraban las marcas de la sarna entre los dedos y pedían un poco de ungüento. Algunas veces me traían lo mejor que poseían y dejaban unos pocos huevos, una gallina y siempre higos secos entre las raíces de la higuera. Algunas veces uno de ellos dejaba de trabajar y venía a la higuera para hablarme en secreto, receloso. Se quedaba de pie delante de mí, retorciendo el borde de su chilaba entre los dedos. Por último decía:

—Sargento, no trabajar más. Me voy. Tener bastante trabajo.

—¿Y qué vas a hacer?

Volvía a enmarañar sus dedos en los pliegues de la chilaba:

—Yo decir la verdad a ti. Yo tiene treinta duros y compra un fusil. Pero nunca viene a matar sargento. Ninguno de nosotros mata sargento.

—¿Quién te va a vender el fusil?

—Los franceses. ¿Sabes?, un buen fusil con balas gordas como esto. —Y me mostraba todo el largo de su pulgar—. Después tendré un caballo y una mujera.

Se marchaban, sonriendo felices como chicos revoltosos y asegurándome que no me matarían. Pero un fusil era todo su futuro; un fusil para matar soldados españoles. Su técnica era simple: al amanecer se emboscaban en una cuneta con su fusil cargado y esperaban por el primer soldado solitario que pasara. Le mataban, le robaban y desaparecían. Los viejos fusiles Remington que el gobierno francés vendía a comerciantes poco escrupulosos venían a parar aquí. La gruesa bala de plomo producía un sonido peculiar cuando salía de la boca del fusil, un ruido que sonaba en los cerros: «Pa... co». Y por este nombre «Paco» los conocíamos todos. En las primeras horas de la mañana, parejas de soldados de caballería hacían un recorrido de reconocimiento entre las posiciones: eran la presa que más codiciaban los pacos. Un tiro afortunado les hacía dueños de un fusil y un caballo.

Una mañana, al fin de mi primer mes en la posición de Hámara, vino el comandante Castelo. Venía en un Ford, uno de aquellos Ford legendarios que corrían mejor sobre un campo arado que sobre un camino. Poco después un soldado vino a buscarme:

—A sus órdenes, mi sargento. El comandante, que se presente usted.

El comandante y los tres oficiales de la compañía estaban agrupados al lado del coche. Sobre su techo negro habían extendido mi plano del terreno. El comandante Castelo me miró de alto abajo. Nunca nos habíamos visto. Era un hombre bajo, corpulento, con la atrayente agilidad infantil de algunos hombres gordos que parecen sentarse de culo a cada paso. Sus ojos pequeños eran vivos, las manos muy finas y sus botas increíblemente brillantes en todo este polvo.

Señaló el plano:

—¿Es usted quien ha hecho esto?

—Sí, señor.

—Bien. Véngase con nosotros.

Me senté al lado del chófer, el comandante y don José —nuestro capitán—, en el interior. Cruzamos la llanura y trepamos al Zoco. En la cima dejamos el coche y el comandante mandó a su chófer que pidiera a la Compañía de Ingenieros que había en el Zoco del Arbaa que nos prestaran los instrumentos topográficos necesarios y cuatro soldados con jalones. Nos quedamos esperando y contemplando la llanura. En la distancia emergía el pico de Hámara como un pecho de mujer erecto. Su verdor, alimentado por el arroyo, resaltaba agriamente sobre la tierra amarilla. Don José dijo:

—Abrasa el sol. Debíamos de beber algo primero.

El comandante no replicó. Después se dirigió a mí:

—Ha trazado usted la pista casi en una línea recta, pero me parece que hay una pendiente excesiva. —Se volvió a don José—. Dispense. Ha trazado usted la pista casi en una línea recta... pero, como es Barea quien ha dibujado el plano...

—Oh, sí, sí. No importa. Personalmente, yo lo encuentro mejor así. Ya sabe usted, Castelo, entre dos puntos lo más corto es una línea recta. —Y se echó a reír con una risita chillona que el comandante cortó en seco con una mirada.

—¿No cree usted, Barea, que hubiera sido mejor hacer aquí un descenso en ángulo, bordeando la ladera?

—Posiblemente, mi comandante, pero había un problema de nivelación. La trinchera que yo he marcado tiene aproximadamente unos cien metros de largo y supone desmontar bastante tierra. Pero un descenso en zigzag supone más de cuatrocientos metros para llegar al mismo sitio. En total habría que desmontar mucha más tierra, construir mucho más firme y pagar más jornales. Por mis cálculos, creo que se ahorran unas cinco mil pesetas...

Venía el coche con los instrumentos. El comandante alargó a don José el estuche del teodolito:

—Póngale aquí en estación y corrija los niveles —dijo señalando un punto en el terreno. Un soldado armó el trípode. El comandante explicaba a cada uno el sitio donde tenía que ir con los jalones. Don José había sacado el teodolito de su estuche y estaba allí quieto, sosteniéndole con ambas manos. Uno de los soldados tomó el instrumento y lo atornilló al trípode. El capitán le hizo girar y se inclinó a mirar curioso por el anteojo. El comandante preguntó:

—¿Estamos listos?

—Cuando usted quiera.

El comandante fue al instrumento y lo hizo girar:

—Pero le he dicho que corrigiera los niveles, capitán Blanco.

—Oh, ya está. Se puede ver Hámara perfectamente.

El comandante se dirigió a mí como a un cómplice:

—¿Quiere usted comprobarlo, Barea?

Corregí los niveles, la brújula y las retículas. El comandante me dijo:

—Coja un eclímetro.

Trabajamos juntos toda la mañana el comandante y yo. Don José se paseaba a nuestras espaldas, fumando sin cesar. De tiempo en tiempo se acercaba:

—Qué, ¿cómo van las cosas, bien?

Volvimos a la posición. Después de comer, el comandante me mandó llamar. Entré en la tienda del capitán. Estaban los dos en mangas de camisa, sentados a la mesa con el plano entre medias y una caja de botellas de cerveza a los pies:

—Coja usted una botella de cerveza si quiere —dijo el comandante; y al capitán:

—Deje usted que se siente aquí Barea.

Me senté enfrente del comandante y éste comenzó:

—Aquí hay un error, pero es insignificante...

Nos enzarzamos en una larga discusión sobre el terreno. Don José se sentó en su cama y por un rato nos contempló con sus ojos bizcos. Después dejó caer la cabeza sobre la almohada y te quedó dormido. Comenzó a poco a roncar suavemente, como un puchero que hierve al rescoldo.

El comandante Castelo era un hombre inteligentísimo. Sus explicaciones eran claras y simples. De vez en cuando aclaraba fácilmente mis dudas. Conocía cada palmo del terreno y la lección que me dio fue admirable. Corregimos el plano a lápiz. Al fin lo dobló y cogió su guerrera del respaldo de la silla.

—Le mandaré un ferroprusiato de Tetuán. —Se quedó mirando a don José:

—Me voy. —Cuando estábamos fuera de la tienda volvió la cabeza hacia ella—: Por Dios, no le deje usted meter mano a este hombre. Si tropieza usted con dificultades, llámeme al teléfono. Voy a arreglar esto; ¿dónde está el telefonista?

Dio órdenes de poner el teléfono a mi disposición siempre que le quisiera llamar. Le acompañé hasta el coche y cuando bajábamos la cuesta le pregunté:

—Mi comandante, ¿y qué hacemos con el teniente y el alférez? Porque me parece que me coloca usted en una situación violenta.

—No se apure. El teniente se va a la campaña el mes que viene. El alférez, ¡puf!, le costó veinte años llegar a serlo. ¿Qué diablos entiende él de estas cosas? Cuando don José despertó de su siesta, me preguntó:

—Qué, ¿le agrada el comandante?

—Mucho, mi capitán.

—Bueno. Supongo que se habrá enterado usted bien de todo. Haga lo que quiera. La verdad es que yo no entiendo una palabra de estas cosas. Se me ha olvidado todo. De todas maneras, para lo que sirve... —Hizo una pausa—. Mañana me voy a Tánger.

Martín me contó su historia a trozos: cuando nació le echaron a la Inclusa de Madrid. Unos pocos días más tarde le pusieron en manos de una nodriza que vino a buscar un crío, desde un pueblecito escondido en las montañas de León. Tuvo suerte. La beneficencia generalmente confía los expósitos a nodrizas de los pueblos, que se presentan atraídas porque la paga miserable representa una riqueza en su pueblo. Después hinchan a los chicos con sopas y vuelven a buscar un nuevo crío cuando el primero se ha muerto de disentería. Pero la nodriza de Martín era una mujer montañesa, casada, a quien el chico le había nacido muerto y, además, se había quedado inutilizada para tener más. Crió al expósito a sus pechos y ella y su marido le tomaron cariño como si fuera el hijo propio. Los familiares odiaban al intruso y el pueblo entero le llamaba el Hospiciano. Cuando tenía quince años, sus padres adoptivos murieron con unos meses de diferencia; los familiares tomaron posesión del trozo de tierra, de las dos mulas y de la casita donde habían vivido y devolvieron al hospiciano al Hospicio. Nadie le quería aquí y él no se podía acostumbrar a vivir encerrado. Solicitó ir de corneta a un regimiento, y allí, un niño entre hombres, se convirtió otra vez en el chico mimado. Cuando llegó a dieciocho años, se vino voluntario a África. Desde entonces nunca había salido de allí. Ahora llevaba en el regimiento casi veinte años. ¡Las cosas que había visto!

—¿Y qué piensas hacer? ¿Vas a estar aquí toda la vida?

—¡Oh, no! Tengo derecho a retirarme dentro de tres años. Me darán una pensión de cinco reales diarios y con mis ahorros, pues, yo he pensado poner una taberna en Madrid. Y casarme.

—¿Has ahorrado mucho?

—Figúrese. Todos los premios de voluntario. Cuando me marche de la mili, tendré unas seis mil pesetas. La única cosa es que, si yo hubiera sabido leer bien, me hubieran hecho un cabo de banda y ahora sería un sargento de banda y no me iría.

—¿Por qué no has aprendido a leer?

—No pude. Las letras y los números se me revuelven en la cabeza y no puedo separarles. Es aquí; debo tener una cabeza muy dura. —Se golpea el cráneo para convencerme de que nada podía entrar dentro de él.

Cada tienda contenía veinte hombres. Dormían sobre sacos rellenos de paja, tendidos en el suelo y puestos como los radios de una rueda alrededor del palo de la tienda. Algunas veces encendían una vela y la pegaban al poste. Se quitaban las guerreras y las camisas y se quedaban desnudos de cintura arriba. Buscaban entre los pliegues de la ropa y mataban los piojos uno a uno. El piojo era el amo y señor del campamento. Nada en Marruecos estaba libre de piojos. Se contaba que el día de la toma de Xauen, el general Berenguer se quejó de no tener carne en la comida. El general Castro Girona dijo:

—¿Carne? —Se metió una mano bajo el sobaco y sacó dos o tres piojos de allí—. Ésta es la única carne que hay aquí, si te sirve...

Entre los árabes de la montaña el piojo debía ser un animal sagrado. Escarbaban con los dedos entre sus chilabas y durante horas sacaban piojos de entre sus pliegues, pero los dejaban caer a sus pies sin matarlos. Así, sentarse era correr el riesgo de ser asaltado por un ejército de insectos hambrientos. En el arroyo habíamos cavado un remanso y construido un baño. Se obligaba a todos a bañarse el sábado y, después, a lavarse las ropas que se secaban al sol rápidamente. Los domingos por la mañana,

Hámara estaba habitado por una tribu de salvajes desnudos. A la hora de la comida se ponían sus ropas calientes de sol. Por la tarde estaban infestados de piojos. Era una batalla silenciosa, en la que era imposible vencer.

Una tarde, Manzanares, nuestro ordenanza, comenzó a hablarme:

—Usted es de Madrid, ¿no?

—Sí, ¿por qué?

—Nada. Curiosidad. Vaya juergas que me he corrido en Madrid. —Tomó una actitud interesante que resultaba cómica por su figurilla y agregó—: ¿Usted sabe quién soy yo?

—¿Quién eres tú? —le contesté muy serio, conteniendo la risa.

—Primero me llamaban el Manzanares, pero luego comenzaron a llamarme el Marquesito, porque me casé con tres muchachas contándoles que era el hijo de un marqués. Dos en Barcelona y una en Madrid.

Me le quedé mirando. Nuestro ordenanza, o padecía megalomanía o había bebido más de la cuenta.

—Bien, hombre, anda, márchate y déjame en paz.

Cuando vinieron los otros sargentos, les conté la historia y Córcoles dijo:

—No sé si la historia sobre los casamientos es verdad. Pero lo que sí es verdad es que Manzanares es un carterista famoso; y tiene gracia cómo ha venido a parar aquí. La policía de Madrid no conseguía atraparle nunca ni probarle ningún robo, y uno de los inspectores decidió estropearle la carrera. Un día arrestaron a Manzanares en la calle y le llevaron a la comisaría. Le preguntaron el nombre, la edad, el domicilio, hasta que llegaron a la profesión. Manzanares tenía dinero, pagaba puntualmente a la patrona, se gastaba un pico en mujeres y vino, pero no podía explicar de dónde le venían los cuartos.

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