Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
—Eso, precisamente eso. Y lo que habrás hecho es un hipócrita o un desgraciado. Mi chico, Aquilino, que ya le gustan las mozas, está machacando hierro en la fragua y cuando pasa una le dice: «¡Güena estás!». Y si la otra se deja, lo más que pasa es que al otro día le pesa un poco más el macho. Pero luego trabaja con muchas más ganas y come como el diablo y va con la cabeza muy alta porque no tiene de qué avergonzarse. A éste —por mí—, afortunadamente, le pasará lo mismo. Pero será un señorito chupatintas que se casará con alguna tísica con sombrerito y rabiarán de hambre con treinta duros al mes.
—Entonces, según tú, no tiene uno que preocuparse de que los chicos lleguen a ser más que uno.
—Más que lo que es uno, sí. Pero no distintos a como uno es. Hoy yo tengo todo, tengo la mujer, los chicos y la fragua, todos con salud, gracias a Dios. Además tiene uno su cachito de tierra de trigo, su trozo de huerta, su cerdo, su vino y sus higos para postre. Pues todo eso ya lo tienen mis chicos, y después, que se lo aumenten con su trabajo como me lo he aumentado yo. En mi casa no hay ni Dios, ni rey, ni Roque; allí no manda nadie más que yo y a mí no me manda nadie. ¿Y para qué quiero ser más rico, si no me manda nadie y tengo todo lo que necesito?
—Entonces, ¿qué debería haber hecho yo? —dice mi madre, que ha escuchado callada y quieta a los dos hombres.
—¿Tú? Bastante has hecho con sacarlos adelante y no hacerlos curas. Ahora son ellos los que te tienen que sacar a ti.
—Pues yo trabajo como una burra —dice la Concha.
—¿Y qué te has creído, rica? Yo trabajo como un caballo y eso es lo que nos toca en este mundo, trabajar como bestias. Pero, por lo menos, que le dejen a uno el derecho de dar coces de vez en cuando —dice el tío Luis.
Rafael levanta la cabeza, hasta ahora gacha, y dice:
—En total, que la única verdad es que a los pobres nos toca aguantarnos. Usted, como tiene todo solucionado, es feliz. Pero yo le ponía a hacer facturas en mi oficina y que a fin de mes le dieran seis duros.
—¿Y sabes lo que haría? Cogería la gorra y la puerta. Tú lo que te pasa es que te encuentras muy cómodo en tu oficina y no quieres trabajar. Vente conmigo a Méntrida a machacar con el macho y yo te enseño el oficio y te mantengo. Claro que te vas a poner negro, sin que te valga lavarte, y te van a salir callos en las manos.
Hasta ahora no he querido mezclarme en la discusión porque conozco que estoy a punto de estallar. Pero ahora, unos y otros plantean las cosas, para mí, mal; e intervengo:
—Yo creo que ninguno tiene razón. Usted, tío Luis, está enamorado de su oficio y ha vivido a gusto con él. Pero sus hijos no podrán vivir con el oficio suyo. Y usted lo sabe. Se acabaron las herraduras forjadas a mano y se acabaron las rejas hechas a martillo. Conmigo ha visto usted en la Cava Baja las herraduras hechas de acero estampado por medidas como los zapatos, que ya en el pueblo sólo le han dejado a los viejos amigos como clientes. Pregúntele usted a Andrés, que ya es maestro de obras y ha construido casas, cuántas rejas le ha encargado a usted. Le dirá que las compra hechas en Madrid, más baratas que el hierro que usted compra para las herraduras.
—Donde estén unas herraduras forjadas puestas a fuego sobre el casco de un caballo, que se quite todo lo demás. Eso es como las botas a medida —exclama el tío Luis golpeando la mesa.
—Exacto —le respondo—. El tío Sebastián, cuando tenía treinta años, calzaba al pueblo entero. ¿Y hoy? Se conforma con poner medias suelas y gracias, porque cuestan menos unas alpar—gatas de goma y duran más que medias suelas a un zapato viejo.
—Eso es lo que digo yo —grita Andrés.
—No, no es eso lo que dices tú. Porque yo soy un chupatintas, pero al fin y al cabo es un trabajo. Pero tu hijo es un cura en cierne, y eso no es ningún oficio. Además que escribir se hará toda la vida, pero el ser cura se acabará muy pronto. Está la gente harta de mantener vagos que berrean en latín.
—Eso es insultar, pero aparte de ello, siempre habrá religión.
—¿Tú la tienes? —le pregunto directamente a Andrés.
—Hombre, yo te diré, a mí no me da ni frío ni calor. Y cuando se tercia soltar una palabrota, la suelto porque es un desahogo.
—Entonces, ¿por qué haces a tu hijo cura? Tú no crees en Dios o te tiene sin cuidado. Pero al chico le haces cura para que explote a los demás con ese Dios en que tú no crees. Y lo que es peor, le dejas sin oficio, y, como dice el tío Luis, le quitas de ser hombre. —Bueno, bueno, todo eso son retóricas. Cada uno hace lo que le parece mejor, y mi chico hará lo que me dé a mí la gana. Porque para eso soy su padre y tengo derecho.
—Tú no tienes ningún derecho. Los padres no tienen ningún derecho. —Andrés y el tío Luis me miraban asombrados. Mi madre se mira las manos. Rafael levanta la cabeza de nuevo y me mira de costado. La Concha pone los puños sobre la mesa como si me fuera a pegar. Y entonces hablo a todos mirándolos circularmente: Sí. No me miréis todos. Los padres no tienen ningún derecho. Los hijos estamos aquí porque ellos nos han traído, por gusto suyo. Y deben aguantarse con lo que ha sido su gusto. Yo no he pedido a mi madre que me trajera al mundo y no puedo reconocerle ningún derecho sobre mí, como el que tú pides sobre tu hijo. Si yo tuviera padre y me dijera lo que tú has dicho, le mandaría a paseo. Cada uno reacciona a su manera. Andrés dice: —Eres un sinvergüenza. El tío Luis:
—Si fueras hijo mío, te rompería una pata para que anduvieras derecho.
La Concha:
—¿Entonces madre nos debía haber tirado a la Inclusa? Rafael: —¡Ele!
Después de todos, mi madre dice pausadamente: —Sí. Tener hijos es un placer que se paga bien caro. Entonces es la visión tumultuosa de la casa de los tíos, y de la ropa sucia, y de las manos picadas de lejía y de su aguantar callado y humilde, siempre con una sonrisa en la boca. Los besos en la cocina y tras las cortinas del Café Español. El pelear con los céntimos. El dejarse caer fatigada en una silla. El hundir sus dedos en mis pelos revueltos, mi cabeza en sus rodillas. Todo esto se viene de golpe y me quita la razón. No los gritos, ni las protestas de los otros que chillan y discuten. —Vámonos, Rafael.
Nos vamos escaleras abajo y, ya en la calle, Rafael me dice:
—Has estado bueno.
Me indigno y hablo, hablo sin parar, a lo largo de calles y calles. Convenciéndole de que no he tenido razón hacia mi madre y que él y yo y la Concha, los tres, tenemos la obligación de quitarla del río, del lavar ropa, del partir hielos, del tostarse al sol, del volver a casa fatigada. Aunque haya que romper el mundo.
Rafael me deja hablar y al final me dice:
—Pues nada. Mañana pedimos que nos suban el sueldo a los dos, a ti en el banco, a mí en el Fénix. Les hablamos a los directores de la «mamá» lavandera y verás cómo nos dan un buen sueldo para mantenerla...
La operación más simple de la aritmética es sumar y la más difícil también. Sumar diez o doce hojas llenas de columnas de cincuenta líneas de seis o siete cifras cada una es más difícil que manejar la regla de cálculo y la tabla de logaritmos. Al final, siempre falta o sobra un céntimo o un millar y ha de volverse a comenzar desde el principio. Así, sumando, yo no me entero de lo que dice el ordenanza y contesto: «Voy», mecánicamente. Al cabo de un rato vuelve, me da en el hombro y me dice:
—Le está a usted esperando Corachán. Se lo he dicho hace ya un rato y se le ha olvidado.
Con este sobresalto subo corriendo las escaleras, porque los empleados no tenemos derecho a usar el ascensor, que está reservado sólo para los clientes y los jefes. ¿Qué me querrá el tío éste? Me hace esperar el ordenanza un buen rato en la sala de visitas de la dirección. Lo aprovecho para calmar mi agitación y para pensar qué me querrá este hombre. Desde luego, nada bueno. Pero, en fin, sea lo que sea, pronto lo sabré. Estoy sentado en un sillón de cuero cuyo asiento se hunde y oscila. Me divierto un rato dejándome llevar de atrás a adelante, de adelante atrás, en un movimiento de vaivén. En la mesa barnizada en medio del salón hay una cajita de plata. La abro y está llena de cigarrillos rubios. Titubeo un momento y por último cojo un puñado de ellos y los guardo en el bolsillo de la americana. El ordenanza me abre la puerta del despacho y me anuncia.
Don Antonio, como siempre, está leyendo minuciosamente una carta y emplea en ello un montón de minutos. Finalmente la firma y se digna levantar la cabeza y mirarme detrás de las gafas:
—¿Usted es el empleado del negociado de cupones que ha roto una luna anteayer?
—Sí, señor —le contesto.
—Bien, bien. Por esta vez, vistos sus antecedentes, no se toma ninguna medida enérgica. La dirección ha acordado descontar el importe de la luna de su sueldo. Son 37, 50 pesetas. Puede usted retirarse.
Bajo las escaleras despacio y me meto en los váteres a fumarme uno de los cigarrillos rubios, pensando en la injusticia.
Hace menos de un mes que se cubrieron todas las mesas con lunas de cristal. Las mesas, en su mayoría, tienen un tablero central forrado de hule rojo o verde y un marco ancho de madera barnizada alrededor. Directamente sobre este marco pusieron las lunas y, claro, han quedado en hueco en el centro. Los cupones que mandamos fuera, a provincias o al extranjero, se sellan por el dorso con las iniciales de la sucursal para evitar que los roben y se puedan negociar. Sellamos millares de cupones con un sello de metal y hay días en que sólo se oye en el negociado el ruido del sello golpeando el tampón y los cupones. Cuando pusieron las lunas, pedí una plancha de goma, porque veía que la iba a romper. Me contestaron que no era necesario y seguía sellando sobre el cristal. Anteayer la luna se convirtió en una estrella. Pusieron una nueva y yo no me había vuelto a preocupar del asunto. Ahora sale este tío con que tengo que pagarla. Bueno, se pagará, pero no sello más cupones en tanto que no me den una plancha de goma.
Cuando bajo al negociado están todos pendientes de lo que ha ocurrido y la historia de la luna recorre inmediatamente todo el banco. Como el banco está lleno de lunas y de sellos, el malhumor es general, porque todos piensan que más tarde o más temprano les pasará a ellos lo mismo; Pla me llama a los retretes —«la tertulia»— y me lo encuentro allí rodeado de seis o siete, envueltos en el humo de los pitillos, uno de ellos de guardia en la escalera por si baja Corachán.
—Tú —me dice—, ven aquí y cuéntanos lo que ha pasado.
Refiero la historia de la entrevista y del descuento de la luna. Pla se indigna:
—Son unos ladrones. Tienen las lunas aseguradas y encima nos las cobran cuando se rompen. Hay que protestar de esto.
—Sí. ¿Pero cómo? —dice otro—. Porque no vamos a subir en comisión a la dirección a protestar, para que nos echen a la calle.
—Pues algo hay que hacer. Si les dejamos pasar ésta, podemos prepararnos a pagar cristales rotos. Además, a esta gentuza hay que enseñarle los dientes. Mira lo que ha pasado con el 1 de mayo. Se han aguantado y no han dicho media palabra.
Hacía ya años que se había reconocido la ley, la Fiesta del Trabajo, el 1 de mayo. Este día por la mañana se hacía una manifestación que atravesaba Madrid y llevaba a la presidencia del Consejo de Ministros un escrito con las reivindicaciones obreras. Los patronos consideraban esta fiesta como un insulto que se les hacía y recurrían a todos los medios para obligar a trabajar el día 1. El día 2 era fiesta nacional en conmemoración de la lucha del 2 de mayo de 1808 durante la guerra de la Independencia contra las tropas de Napoleón. Y oponían una fiesta a la otra para negar la primera. Así, solamente los oficios de jornaleros la celebraban, pero se trabajaba en todas las demás profesiones, particularmente en el comercio y en la banca.
Aquel año habíamos acordado que los sindicatos que había en cada banco no fueran a trabajar y se incorporaran a las manifestaciones, pasara lo que pasara. Seguramente nos echarían a la calle, pero entonces El Socialista haría una campaña intensa, puesto que estábamos dentro de la ley. Fuimos un centenar aproximadamente, de todos los bancos de Madrid, dándonos valor mutuamente y amenazándonos con represalias al que traicionara. Cuando la manifestación recorrió la calle de Alcalá, donde están los bancos, el grupo de señoritos de cuello duro que llamaba tanto la atención desapareció por las calles laterales. Sólo cruzamos unos pocos, pero fue suficiente para que se supiera, y el día 3 fuimos todos a trabajar pensando en el despido inmediato.
Nadie dijo nada. Cabanillas —el que años más tarde llegaría a ser director del Heraldo de Madrid— tuvo que renunciar a publicar el artículo que tenía preparado contra el Crédit. Un artículo furioso en el que describía las iras del capitalismo francés, despidiendo a unos empleados que estaban dentro de la ley, por no ir a trabajar, y cerrando el banco el día 2 y llenando de colgaduras e iluminación los balcones para celebrar la derrota de Napoleón en una casa francesa.
Nos sentimos llenos de orgullo del éxito, de vergüenza por la deserción en la calle de Alcalá y de miedo latente a las represalias que vendrían más tarde, una a una, sobre todos. Para que nos fueran despidiendo uno a uno, poco a poco, valía más que nos hubiéramos decidido a atravesar todos la calle de Alcalá con la cabeza alta entre los trabajadores. Claro que, cuando se preguntaba a cada uno individualmente, resultaba que ninguno se había separado un instante de las filas, sólo para tomar un vermut o para hacer una necesidad urgente.
A los retretes van bajando empleados y el grupo se engrasa hasta casi llenar el espacio libre entre los urinarios y las cabinas. El cuerpecillo rechoncho de Pla está sumergido en medio, gritando cada vez más rabioso:
—¡Hay que hacer algo! ¡Tenemos que armar la gorda! ¡Si no, somos unos cobardes!
Uno de los moderados encuentra una solución:
—Es muy sencillo. Pagamos entre todos la luna y aquí no ha pasado nada. Así, cada vez que se rompa una luna, con pagar cada uno diez céntimos tenemos resuelta la cuestión. Nadie se va a arruinar.
—Tú lo que quieres es evitarte compromisos.
—Claro, hombre, bastante comprometidos estamos ya. Todavía si nos hubieran despedido a todos el 3 de mayo, nos mantendría la Casa del Pueblo y hasta nos hubiera tenido que readmitir el banco. Pero ahora el primero que chille va a la calle; y ¿de qué va a comer?
—¡Lo que somos es unos cochinos! —exclama Pla. De repente dice—: ¡Ya está resuelto! —No hay manera de sacarle una explicación—. Esperadme un momento aquí —dice. Y sale corriendo escaleras arriba para volver con un pliego de papel blanco en el que ha escrito una cabecera a máquina: «Como el Crédit con 250. 000. 000 de francos no tiene dinero para pagar un cristal de seis duros, los empleados tienen el gusto de pagarle».