La forja de un rebelde (41 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Sube al estrado y empieza a pegar gritos: él no está conforme con la huelga. Las huelgas no sirven para nada. Hay que obrar de otra manera; hay que ir a la acción directa. Hay que cargarse a unos cuantos patronos, hay que prender fuego a los talleres. Parece que se ha vuelto loco. Todos los demás están callados y cuando se levanta un murmullo, la campanilla lo calla. Hay un grupo que se siente arrastrado por el orador. Al final, todo rojo, dice «he terminado» y se bebe de golpe un vaso grande de agua.

Otro pide la palabra para responder.

—Aquí —dice— no somos anarquistas. Somos personas honradas que queremos trabajar honradamente. No necesitamos matar a nadie. En cuanto a romper las máquinas, las máquinas son de los trabajadores y son sagradas. —Se enardece de pronto y grita— Si yo le viera al compañero o a otro compañero levantar un martillo para romper mi Minerva, ¡le machacaba los sesos!

Los trescientos hombres empiezan a aplaudir y a gritar:

—¡Bravo!

El anarquista se queda en su banco regruñendo.

Después vamos a ver el teatro. La Casa del Pueblo tiene un teatro, donde dan funciones, hacen cine y tienen los mítines. Por los pasillos no tropezamos más que con blusas blancas y azules. Cuando nos abren la puertecilla que lleva al escenario del teatro, uno de la cola dice:

—¡Arrea, tenemos turistas!

Se ríen todos y yo me avergüenzo de mi traje a medida, de mis botas y de mi sombrero. Me vuelvo al que ha hablado y le chillo:

—¡Qué turistas ni qué cuernos! Trabajadores como tú, tal vez más que tú.

—Perdona, compañero —me dice—. Me he colado, pero como aquí no suelen venir «señoritos», mejor dicho, compañeros con traje de señoritos...

Entonces me dejo llevar de un impulso violento:

—Pues a pesar del traje y de las manos finas y de todo lo que queráis, ¡obreros! ¡Y qué obreros! Un año de meritorios, cinco duros al mes, doce, catorce horas de trabajo...

Y suelto un discurso lleno de todos los rencores. Cuando acabo, otro de la cola dice:

—¡Bien por el chaval!

—¡Qué chaval ni qué narices! ¡Tan hombre como tú o más!

Un viejo me golpea la espalda:

—No te cabrees. No han querido ofenderte. Desde el momento que trabajas eres un hombre.

Cuando deshacemos el laberinto de pasillos para salir a la calle, voy mirando con desafío a todas las blusas blancas y azules que encuentro. Quisiera que me volvieran a llamar «señorito» para meterles en el salón grande a todos y chillarles lo que somos nosotros, los «señoritos empleados», porque veo claramente que ellos no comprenden y nos desprecian. Creen que el ser empleado es tener un sitio caliente en el invierno y un ventilador en el verano; leer el periódico y cobrar a fin de mes.

Antes de marcharme, me doy de alta en Oficios Varios.

Capítulo 9

Revisión de la infancia

¡Buena mujer! Si ando un poco más rápido, la alcanzo y le veré la cara. A lo mejor es fea. Pero de espaldas está bien. ¡Cómo se le marca bajo la falda! Tiene los muslos algo abombados por detrás. Se le nota al andar cuando una pierna se queda atrás y la otra va hacia adelante. ¡Bien mueve las caderas! ¡Claro, hombre, claro! ¡No seas imbécil! Es como la otra, igual que la otra. Y ésta que viene de frente, también. Dicen que cuando somos jóvenes nos gustan las mujeres gordas y debe de ser verdad. Por lo menos ayer no me equivoqué. Me gustaba más la Mafia que las otras, muchachitas más jóvenes, pero delgadas. Había una muy bonita, con unos ojos azules y cara de virgen. Le gustaba yo también, pero a mí me gustaba más la Maña. Un poco gruesa, no puedo negarlo, pero de carne dura y blanca. ¿Qué diría la tía Baldomera si viviese? Jesús! Jesús! Si alguien le contara que Arturito se había acostado con una mujer. Con una de esas mujeres malas. La Maña tiene una camisita corta de color de rosa que no llega a los muslos. El bordado de la camisa le monta sobre las ancas. Parecen las ancas de un caballito joven y gordo. ¡Pues no digo nada la cara del padre Vesga si lo supiera! «Ha perdido usted la pureza», me diría. ¿La tenía él? Su manía con el sexto mandamiento... Yo creo que a veces no podía más en el tablero aquel que tenía por cama. Ahora me doy cuenta de por qué miraba así a las mujeres.

Iba a confesarse con él una tendera de la calle de Mesón de Paredes, alta y con un pecho formidable. Con lo chiquitín que era el padre Vesga, se debía sentir aplastado en el cajón del confesonario. Cuando acababan, ella se iba a rezar la penitencia al lado de las filas de los chicos, a la derecha del altar. El padre salía colorado del calor de dentro del cajón aquel y se ponía detrás de ella. Le miraba las caderas y los ricitos de la nuca. Daba vueltas entre las manos al bonete de cuatro puntas. ¡Plaff! Un bonetazo a un chico.

—Toma, para que hables.

La otra volvía la cabeza y sonreía.

—No sea usted malo —le decía.

El chico se quedaba llorando silenciosamente. Después era una lluvia de bonetazos a lo largo de la fila. Se levantaba la tía aquella y se iba despacio meneando las caderas.

—Adiós, padre —le decía bajito cuando pasaba al lado de él; y le besaba la mano.

—El Señor sea contigo, hija.

Miraba a la cola de la fila, para ver si los chicos oían la misa o jugaban y se sentaban sobre los talones. Pero la miraba a ella, tan alta meneando la grupa como una mula, a un lado y a otro. Después solía ponerse de rodillas al lado del altar y rezar y golpearse el pecho.

Se abría la sotana y se golpeaba la carne con el puño cerrado. Yo creo que a veces se arañaba, porque una vez tenía rota la cadena del reloj de señora.

¿Cómo hubiera estado el padre Vesga, con su sotana, entre los muslos de la Maña? Unos muslos fuertes de aragonesa. La tía ha visto que era la primera vez que estaba con una mujer y se ha aprovechado de mí. Bueno, ¿qué importa? Pero sería curioso ver al padre Vesga, acostumbrado a dormir en las tablas, metidito en los muslos de la Maña, en la cama blanda de somier, frotándole ella los pechos por la cara, porque con lo chiquitín que era no llegaría más arriba. La Maña es muy alta, más alta que yo, y yo soy más alto que la mayoría de los hombres.

El tío José, si lo supiera, me diría muy serio:

—Hombre, yo no digo que no hagas esas cosas; todos las hemos hecho. Pero mira dónde te metes y sobre todo que no se entere tu tía.

Me daría un duro los domingos, me guiñaría un ojo y se reiría bajito. Cuando éramos niños —bueno, cuando yo era niño, porque él ya tenía la calva y el bigote blanco— venía de la oficina con El Imparcial, yo me tumbaba en la alfombra del comedor a leer y él se tumbaba al lado mío. Primero se sentaba en el suelo, después se tendía a lo largo.

—Pepe —gritaba la tía—, ¿estás loco? —Tú cállate, mujer.

Me enseñaba las letras de los titulares: la b y la a, ba. A las tres y media me decía:

—Vamos al cine, que empieza a las cuatro —y salía yo de la mano de él, todavía en falditas, con mi gabán de «ministro» lleno de botones de nácar grandes, llenos de iris. Así aprendí a leer.

Otro que no se enfadaría es el tío Luis. ¡Que no se enfadará! Porque él no se ha muerto aún. Cuando venga a Madrid tengo que contárselo. A lo mejor pega un ¡uh! de los suyos. Me dirá: «Aprovecha, hijo, aprovecha, que luego se hace uno viejo. Ya ves, yo ya tengo reuma y casi no me puedo mover. Cuando tenía tu edad. ¡Uh! Bien me aprovechaba de las mozas». ¡Buen punto! También Andrés. Como su mujer está mala, siempre con su pierna supurando, cuando viene a Madrid le dice a mi madre: «No me esperéis a dormir, duermo en la posada». ¿En la posada? En la «posada del amor». Tengo que ir a ver esa obra. La echan en el Eslava y salen mujeres desnudas. Es una posada donde todo el que entra se pone cachondo. Mira cómo van esos dos novios del brazo; ¡seguro que van cachondos los dos! ¡Y esto de Enriqueta se ha acabado! Si quiere que se acueste conmigo, si no, hemos terminado. Con un duro tengo mujer. No quiero más cine. Claro, ahora me doy cuenta; bien se aprovechaba mi prima. Tenía yo entonces ocho o nueve años. Trabajaba ella como criada en una casa de la calle Vergara. Los señores se iban de paseo después de comer y se quedaba sola en la casa. Me guardaba dulces y bombones. Era una casa llena de bombones y dulces. ¿O los compraba mi prima para que yo fuera? Me daba también naranjas y plátanos. Subía yo allí sobre las cuatro de la tarde. Mi prima estaba siempre en camisa.

—Me has despertado —me decía. Me daba bombones y fruta y se volvía a echar.

—Siéntate aquí, estoy muy cansada. Quítate el delantal si quieres y échate un poco.

Jugábamos en la cama haciéndonos cosquillas los dos. Se ponía nerviosa y se frotaba contra mí. Después se tumbaba a lo largo, panza arriba, cansada.

Me gustaba el calor de su carne, su olor, tirarle de los ricillos del sobaco. Un día le tiré de los ricillos del sexo.

—Mete la mano aquí, verás qué calentito está —me dijo—. Las mujeres no somos como vosotros. ¿A ver cómo la tienes tú ya?

Aquel día, para hacerme cosquillas, me daba besos en el miembro. Se echó a reír a carcajadas.

—Mira cómo se pone.

Se puso a caballo sobre mí y se frotaba la tripa contra la mía. No fue más allá. Después se quedó caída encima de mí. Desde aquel día se divertía excitándome y frotándose después contra mí.

Éste es el secreto de todos. Ya he entrado yo en el secreto. ¡Ya no quiero más Enriqueta! Ahora podía venir mi prima a restregarse conmigo. ¡Guarra! Se aprovechaba de que yo era un niño. ¡Pero no! Tenía razón. No podía acostarse con nadie sin ser una zorra y se consolaba así. ¿Por qué no puede todo el mundo hacer lo que le da la gana? Me gustaría acostarme con las chicas y a ellas les gustaría acostarse conmigo, pero no puede ser. Los hombres tienen las zorras para eso; las mujeres tienen que esperar a que las case el cura o meterse a zorras. Y claro, mientras, también se ponen excitadas. La que se excita mucho se tiene que echar a la calle. Sería mucho más bonito que todo el mundo se acostara con quien le diera la gana. ¿ Por qué no?

Claro que entonces yo no sabría quién es mi padre, y mi madre sería una que se habría acostado con todo el mundo.

Es curioso, nunca me he imaginado a mi madre así; como una mujer que se ha acostado con un hombre y ha hecho lo mismo que la Maña conmigo. Y sin embargo es indudable, si no se hubiera acostado con mi padre, yo no hubiera nacido, ni los otros hermanos: Rafael, la Concha, José. ¡José! Ya tiene veintidós años. Seguro que aún no se ha acostado con ninguna mujer. Entre todas las primas solteronas y beatas, no le dejan salir de casa más que para acompañarlas. Decía en la última carta que la prima Elvira se quería casar con él. Seguro que se restriegan en camisa. Elvira dirá que está mala y subirá José a verla a la alcoba.

—Pasa, pasa, tú, no importa —le dirá y se pondrán los dos cachondos.

Como ya no podrán aguantarse, ella le quiere cazar a él.

A lo mejor, con las ganas de mujer que él tendrá, lo consigue. Porque, ¿dónde va a ir? A él le falta el valor para ir a una casa de mujeres y coger una para acostarse con ella. Además, esto en Córdoba no puede hacerse como en Madrid. En Córdoba se conocen todos y al día siguiente todo el mundo sabría que José había estado en la casa de la fulana.

Me he metido a filósofo. Ya hablo de las cosas de la vida. ¿Por qué no tengo derecho a pensar en la vida? ¿Por qué aún no tengo veintiún años y no puedo disponer de mis bienes? ¡Mierda! ¿Qué es la vida? El obturador de una máquina fotográfica. Aprietas el disparador: ¡paf! ¡Instantánea! No has visto nada; un relampaguito que cruza. Como las pantorrillas de ésta que sube al tranvía. ¡Un relámpago! ¿Las tiene feas o bonitas? No sé, pero hoy me gustan todas las pantorrillas. Bueno, vamos a dejar las mujeres. ¿Qué es la vida? Esto es más interesante.

Desde aquí arriba, desde la cuesta que hace la calle de Alcalá, veo la vida. Mañana de domingo. La iglesia de las Calatravas, con sus vendedores de periódicos católicos, sus ciegos, sus viejas mendicantes, sus chiquillos a la caza de coches para abrir la portezuela y pedir la perra chica. Con sus hileras de señoritas «bien» paseando al lado de los señoritos «bien» que se inclinan hacia ellas y les hablan detrás de los pelos rizados de las orejas. Cuando les dicen algo agradable, menean los pendientes que cuelgan como gotas, igual que los caballos menean las orejas cuando pasa un automóvil. Los tranvías con sus ¡tan! ¡tan! y sus panzas amarillas y rojas llenos de anuncios, las casas macizas de piedra con sus ventanas abiertas o cerradas. Las vías de hierro del tranvía entre los adoquines cuadrados con brillos de mica. Las aceras de asfalto negro, blanco o de polvo de suela de zapatos, moteado de colillas. Las mesas redondas de mármol, blancas como la leche o veteadas de negro. El reloj del Banco de España, señor grave que canta las horas, con una campana como un caldero. ¡Plam! ¡Plam!... La diosa Cibeles con su cara seria y sus leones aburridos, escupiendo agua por todas partes. Leones acuáticos. ¿Dónde está el Sahara para estos leones? Una noche, Pedro de Répide abrigó a la diosa Cibeles con su capa española de paño de color café bien tostado y así amaneció. En las narices, tenía la diosa carámbanos de hielo y sudaba bajo la capa. A Pedro de Répide le costó una multa. ¿Quién le manda a él abrigar a las estatuas? Y allá arriba, en la calle de Alcalá, los tres arcos y su inscripción latina: «Carolus Rex»... ¿Esto es la vida?

Claro que en París, en Londres, en Pekín, hay una calle como ésta y un hormiguero como éste que se pasea o va a misa. Dicen que los chinos, en sus templos, tienen muchos tejados puntiagudos y en cada punta una campanita de plata y aun de oro que suena con el aire. Delante de la puerta, colgado sobre tres maderos, un gong de bronce, viejísimo, con más de mil años... Cuando van a decir la misa, la misa china claro está, el más viejo de los bonzos —los sacerdotes chinos se llaman «bonzos»— sale con su mazo de madera y golpea el gong. Suena a lo lejos como una cascada de ¡ploms! temblorosos. Los chinos vienen a pasitos cortos, saltando sobre la punta de los pies, con las manos metidas en las mangas y la bolita del gorro bailando, suben las escaleras del templo a saltitos menudos. Se arrodillan y doblan la tripa una y mil veces, delante del Buda serio de ombligo pulido. Luego queman papelitos que son las oraciones. Algo así como cuando el padre Vesga me mandaba escribir cien veces el credo. Los chinos se hacen viejos, con coletas retorcidas y bigotes largos que les caen a los lados de la cara en puntas lacias. Una cosa rara. En todos los dibujos que he visto y en las fotografías, he encontrado chinos que tenían bigote blanco y las barbas blancas, pero nunca un chino con la coleta blanca. Tampoco he visto chinas con el pelo blanco.

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