La forja de un rebelde (36 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Tienen una casona. Y una vaca. Mi padre trabaja con sus setenta. Aquí más abajo. No se ve. Delante de la casa hay un valle. Allí planta maíz el viejo. Luego, la madre lo fríe en la sartén cuando yo voy a verles. —Se calla y mira sin ver—. Se abre el maíz como una flor blanca, con un estallido. Cuando vuelvo a Madrid, la madre me mete unas mazorcas en la maleta. ¿Dónde podría yo aquí hacer flores de maíz? —Y da la vuelta a la celda con la mirada.

Después se levanta pesadamente, con su corpachón de elefante, se va a la ventana y me arrastra, una mano en la espalda empujándome. Se asoma al patio inmenso del colegio, donde discuten las palomas y las gallinas.

—Pero tú serás un hombre —me dice. No sé qué tiene su frase de misterio, de figuras calladas, de casita, de padres y madres; de niños, de mujer. Algo que no es esto, la celda numerada con el patio por horizonte. Alguien que no es él con su sotana. Siento su envidia hacia mí, por algo que aún yo no sé. Salgo del colegio, triste por él y por mí, y en muchos domingos no vuelvo.

Un día me contó:

—Tú no sabes por qué soy cura. Los padres —los vascos dicen siempre «los padres», no «mis padres»— eran pobres. Cuatro hermanas tenía cuando nací. Parece que comía mucho, más que el padre. Salí listillo en la escuela y el cura del pueblo, que se fijó en mí, le dijo un día a mi madre: «¡Buen canónigo hará Joaquín!». Era yo un chico cuadrado que a los ocho años hacía astillas con el hacha del padre que se pesaría sus tres kilos. Sacos de castañas llevaba ya al hombro que pesarían un medio quintal. El cura meneaba la cabeza cada vez que el padre me llevaba al campo. «¿Joaquín —porque el padre también se llamaba Joaquín—, quieres que le hagamos curilla?» Y así fue. A los once años me mandaron a Deusto. Salí de allí a los veintitrés para cantar misa en el pueblo. La madre lloraba y el padre me abrazó cuando me quité la casulla. «Ya eres un hombre, como yo te quería», me dijo. Los padres de Deusto querían que me quedara con ellos para la enseñanza, pero me daban asco sus sotanas raídas y sus zapatones viejos. No podía ser jesuíta. Me vine con los escolapios. Aquí se puede vivir; es uno libre y hay chicos a quienes enseñar.

Le escuchaba y le veía rodeado de chicos, pero no como cura. De chicos que eran hijos suyos, pataleando en la tierra. A él le veía como a su padre, con un azadón. Con un traje de pana —¿por qué de pana?—, crujiendo al andar su corpachón de hombre fuerte y grande. Abrazando con un solo brazo —¿por qué un solo brazo?— a una mujer fuerte y colorada con un pañuelo rojo en la cabeza. Dando un manotón a un chico sucio de mocos. Se marchaba a cavar la tierra. ¡Uuuh! ¡Uuuh! Es el grito del tío Luis, yo a caballo en sus espaldas. ¡Qué bien gritaría el padre Joaquín! Si se asomara ahora a la ventana y gritara ¡uh! ¡uh! se llenarían las ventanas de cabezas de curas. El padre Vesga se quejaría al rector.

—¿Y si tuviera usted hijos, padre Joaquín?

Se lo he preguntado a bocajarro y le miro a la cara, para ver la cara que pone. Parece que le he dado un puñetazo. Tuerce la boca para abajo. Se le caen las manos, pesadas, a lo largo de la sotana. Mira al atril, al oboe y a la ventana. Mira afuera, a la pared de enfrente. No. Más lejos. Mira allá, lejos, detrás de la pared, detrás de lo que hay detrás de la pared.

—¡Yo no puedo tener hijos!

A veces, los hombres parece que hablan hacia adentro. Las palabras no salen de la boca, suenan dentro. En el estómago, en el pecho, en la carne, en los huesos; y resuenan allí. Hablan para ellos, para ellos solos, pero no hablan ellos. Se les oye todo su cuerpo. Así hablaba el tío José cuando afirmaba a mi madre que se moría. Así hablaba ahora el padre Joaquín. Después, sigue:

—Pero tengo uno.

Se despierta:

—No me hagas caso. A veces... ¡está uno tan solo! Me refería al Niño Jesús. Cuando yo canté mi primera misa, estaba enamorado del Niño Jesús. Hasta le veía en sueños. Me ha durado toda la vida. Por eso... me he dedicado a la enseñanza.

Está mintiendo y, como no sabe mentir, al mirarle él sabe que yo comprendo su mentira y se calla.

De la corteza del pino se hacen piraguas. Se arranca un trozo, uno de esos trozos llenos de arrugas profundas, metiendo los dedos en lo hondo de la arruga y tirando. Son trozos de madera porosa, blanda, que se dejan trabajar con la navaja como un trozo de queso. Primero se corta en forma de cigarro puro, ancho en medio, afilado en las puntas. Después se saca la panza de la quilla, redonda o aguda con dos planos curvos, combados, unidos por una arista central. Por último, se ahueca la parte superior. Se dejan trozos de madera en medio que forman los bancos de remar y donde se sientan los indios desnudos con sus remos planos. Y la charca donde la barca flota se convierte en una selva del Brasil o del Canadá, con orillas verdes llenas de serpientes o con márgenes heladas donde aúllan los lobos. Yo he hecho barcas de éstas en las mañanas de domingo y las he hecho flotar en una charca de la Moncloa o seguir el cauce de un arroyo de diez centímetros de ancho. Saltando en el «rápido» que formaban dos piedras en el cauce. Siempre venía un niño, surgido no sé de dónde, que seguía la barca en silencio.

—¿Me la das?

—Para ti.

Se quedaba con la barca. La seguía arroyo abajo. Llamaba a sus padres o a sus amiguitos para que la vieran.

—Me la ha dado un señor.

Me sentaba recostado contra un pino. Furioso contra el chico. ¿Por qué ha venido a reclamar su derecho de niño? ¿Por qué ha venido a avergonzarme de mi juego y a reclamar su derecho? «¿Me la das?» Se la tengo que dar, porque es suya. ¿Cómo podría yo seguir jugando con la barca de corteza de pino, si soy ya el «señor que regala barcas»?

¿El niño o el hombre? ¡Me gusta tanto jugar con las barcas! ¡Me gustan tanto las piernas de las muchachas que saltan a la comba delante de mí!

Un hombre, sí. Soy un hombre. Tengo ya una categoría. Empleado del Crédit. Mi madre trabaja en el río. Es necesario que deje de trabajar allí. No quiero verla más subir los lunes y los martes diciendo: «Anda, baja por leche, estoy cansada». No quiero oler más la ropa sucia que se amontona en casa durante la semana y que huele agria, como un vinagre de vino podrido, no quiero ver más al señor Manuel, pegado a la pared al lado de la puerta, con su frente chorreando sudor de los cien escalones, dejando escurrir el talego de dos metros para que no estalle. No quiero contar más las sábanas y los calzoncillos de don Fulano y arreglar las cuentas.

No quiero ir más con ella, por las tardes, a llevar los talegos de ropa limpia y recoger los de ropa sucia, esperando en el portal de las casas a que ella baje. «No me han pagado», me dice. Cuando entramos en la calle mi madre visita al panadero: «Juanito, deme un pan... mañana se lo pagaré». Después, en la tienda de comestibles: «Antonio, deme dos kilos de patatas y un cuarto de bacalao... mañana se lo pagaré». Así se hace la cena. Los señores no han pagado su ropa sucia de sudor y de cagarrutas en los calzoncillos faltos de botones. La lavandera no ha pagado su cena. Mi madre está contenta porque le fían. Yo estoy rabioso porque tiene que pedir y porque los señorones no le han pagado. Ceno porque mi madre está tan alegre de que yo pueda cenar, aunque no le han pagado los señores, que no podría dejar de cenar. Después se hace su café. Su lujo. Un café hecho en un puchero culotado como pipa de viejo holandés, donde los posos se amontonan días y días. Mi madre echa una pulgarada de polvo nuevo y hierve el agua que se tiñe más con los posos viejos que con el café reciente. Se lo bebe abrasando, a sorbitos. A veces dice: «Sin mi poquito de café, no podría vivir». Lo bebe también en el río. Lleva café y té una mujer que, como ella, es viuda con hijos. Una mujer que baja en invierno y en verano a las siete de la mañana y abre la espita de la cafetera o de la tetera y por cinco céntimos da un vaso de cristal lleno de café hirviendo o de té, con un trocito de limón flotando. A veces las lavanderas le suelen decir: «Señora Luisa, mañana le pagaré». Se va tan contenta de que le deban. Perra chica a perra chica, un día se sienta en un montón de ropa sucia y dice: «Me deben diez duros». Yo veo la tragedia formidable de esta mujer que baja a las siete de la mañana cargada con sus cafeteras grandes como cubos, a quien se deben, perra chica a perra chica, ¡mil perras chicas! Pero a mi madre no le ha pagado don Fulano y también debe ella cuatro tazas de café. ¡Le han faltado veinte céntimos!

No gano más que cinco duros, pero ganaré más. Y ganarán Rafael y la Concha. Rafael no sé. La Concha sí. La Concha se siente como yo, esclava de una obligación. Se resigna a ser criada y a fregar platos y barrer salas. Quiere ser más y trabaja, trabaja como una burra. Rafael no. Rafael se siente rebelde contra todo y contra todos. Se ha marchado de la tienda y cuando mi madre le ha querido meter en otra ha salido de casa y no ha vuelto. Sólo yo sé dónde está. Duerme en la calle, en los bancos del Prado. Un maricón le ha dado un día quince pesetas. Después de haber cogido el dinero, le ha pegado y ha salido corriendo. Por la noche, cuando he ido a buscarle, me ha dicho: «Vente a cenar conmigo». Hemos comido unas tajadas grandes de bacalao frito en una taberna de la calle de la Libertad. «Vente a casa», le he dicho yo. «Madre no hace más que llorar. » Se ha callado, ha mordido el bacalao y el panecillo, abriendo mucho la boca para coger más, con hambre, y me ha contestado: «No. No quiero ser tendero». Se ha marchado por la calle de Alcalá arriba y yo me he ido a casa. Con la tajada de bacalao, no tenía ganas de cenar. Mi madre ha cenado en silencio. Entre sorbo y sorbo de café, ha levantado la cabeza, la lámpara de petróleo en medio de los dos, y me ha preguntado: —¿Le has visto?

He inclinado la cabeza dentro de la taza. —Sí —le he dicho.

No he dicho más y ella no me ha preguntado más. ¿Cómo le puedo decir que tiene rota su blusa blanca de tendero que ya es color chocolate? ¿Cómo le puedo decir que esta noche ha cenado porque le ha sacado los cuartos a un maricón?

—Dice que no vuelve a casa porque no quiere ser tendero —le digo.

Se calla. Mira la llama de la lámpara. Se mira las manos, sus manos roídas por la lejía.

—Dile que venga. Si no quiere ser tendero que sea otra cosa. Todo menos que sea un golfo.

Se refugia de nuevo en la llama de la lámpara, blanca, roja, amarilla y negra de humo.

—¡Dile que venga! ¡Le perdono! Pero esto no se lo digas. Que venga como si no hubiera pasado nada.

Cuando vuelve Rafael, porque yo le traigo, se acuesta. Cuando viene mi madre, está dormido. Cuando se despierta, está la cena lista. Le llama mi madre suavemente.

—¡Rafael! ¡Rafael!

Abre unos ojos borrachos de cama blanda. Comemos en silencio los tres, y cuando se acaba la cena, Rafael se levanta el primero:

—Me voy —dice.

—No vuelvas tarde —dice mi madre. Y me guiña un ojo.

Me levanto y le digo:

—Me voy contigo.

Mi madre me da un duro junto con la llave de la casa.

—No vengáis tarde.

Tomamos café en la calle. Arriba en la buhardilla se ha quedado mi taza llena, por no abandonar a Rafael. Nos vamos al cine. Cuando salimos nos bebemos unos vasillos de vino en la calle de Preciados. Después tomamos el camino de casa. Rafael viene despacio, a remolque. En la calle de Carretas le digo:

—Ya llevará dormida un buen rato.

Y nos acostamos los dos juntos en mi cama de hierros dorados.

Se escapa de vez en cuando y se va por ahí, solo, dando vueltas a las esquinas, buscando algo. Después, el doctor Chicote le ha recomendado en la fábrica de cervezas del Águila. Como es verano trabaja ahora hasta las doce de la noche. Gana mucho, seis pesetas diarias. Trabaja como obrero moviendo barriles de un lado para otro. Llega a casa a las doce y media o la una, se cae en la cama a veces con el pantalón puesto, y se duerme, roncando fuerte, hasta las seis. Algunos días bajo con él a la fábrica que está en las afueras de Madrid, al lado de la estación de las Delicias. Vemos amanecer y tomamos una taza de té con aguardiente en la puerta de la fábrica. Después, cuando suena a las siete el pito de la fábrica, soltando un chorro de vapor blanco, él se mete dentro con los doscientos obreros como él. Yo subo despacio el paseo de las Delicias, haciendo tiempo hasta las nueve que entro en el banco. A veces voy a casa y desayuno allí. Mi madre me da el café con leche, con un trozo de mantequilla, y me pregunta:

—¿Y Rafael?

Como si no le hubiera visto desde hace días.

—Se ha quedado en la fábrica —le contesto.

—Parece que está más tranquilo. ¡Dios lo haga!

Desde que murió la tía, ninguna de sus relaciones ha seguido el trato con nosotros. Hasta don Julián ha dejado ya de tratarme como sobrino de doña Baldomera. He pasado a ser para él un empleado del Crédit, peligroso, porque se siente con la responsabilidad de mi conducta. Cuando he empezado a trabajar en el negociado de cupones, he ido a su despacho y le he dicho:

—Don Julián, me han destinado a cupones.

Me ha mirado desde detrás de las gafas y se ha rascado el bigotito.

—Bien, bien, a ver cómo se porta usted Espero que no me dejará en ridículo.

Es la primera vez que me ha llamado de usted. La primera y la definitiva. Desde entonces soy para él el señor Barea.

¡Le odio! ¡Es un cerdo! ¡Un tiralevitas! Con sus veinte años de banco tiembla delante de cada jefe. Le da vergüenza de mí. ¿Qué ha sido él? Un infeliz como yo, huérfano, muerto de hambre. Le recogió su abuela entre el canario, el loro y el cura que llenan su casa.

Todos los días va aún a casa de la abuela. En el bolsillo lleva bombones para el loro, y la abuela se ríe cuando el loro coge los bombones; le besa al nieto y le da un billete de vez en cuando. Cuando no está la abuela o el loro está solo en la cocina, don Julián se quita el alfiler negro de la solapa de la americana, le pincha al loro a través de los hierros de la jaula y le llama ladrón, el loro grita y ha aprendido la frase. Cuando don Julián entra en la casa y el loro está allí, le suele gritar con voz ronca:

—¡Ladrón! ¡Ladrón!

Tiene razón el loro. ¡Ladrón, cornudo, cerdo, puerco, esclavo! ¡Todo, todo!

Pero no es él sólo. Es el Crédit entero. Aquel miedo de meritorio de que le echaran a uno a la calle antes de terminar el año de trabajo gratis, se aumenta entre los hombres, ya empleados hechos y derechos. Los hacen cobardes. Cuentan los pitillos que se fuma uno, si tiene alguna amiga, si va a misa o no, si llega tarde, si se equivoca en el trabajo, si va a la taberna del Portugués.

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