La forja de un rebelde (38 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Nos echamos a reír los dos y con nosotros todo el negociado.

Enriqueta viene con unos paquetes de cupones y se coloca a mi lado. Comenzamos a hablar:

—¿Hereda usted mucho? —Y me da un pellizco en un costado—. ¡Ladrón! —Dice en voz baja—: ¡Qué calladito lo tenías!

—¡Psch! Cuatro o cinco mil duros; tal vez seis mil.

Magdalena suspira a la cifra y me mira con rabia. Con rabia de solterona pobre y fea. Calzada deja de escribir facturas. «Treinta mil pesetas», dice. Los dos estamos en el secreto: es el hijo de un portero que remienda zapatos en un tugurio debajo de una escalera de casa pobre. Yo soy un hijo de lavandera. Se imagina lo que son para nosotros treinta mil pesetas, pensando en lo que serían treinta mil pesetas para él. Treinta mil pesetas debajo del quinqué donde trabaja su padre, machacando suela, con las gafas colgando en la punta de la nariz. Seguro que se lavaba las manos negras de polvo de suelas viejas antes de tocar un billete. Perahíta dice:

—Seis mil duros no es mucho, pero le hacen a uno independiente. Siempre es bueno tener algo cuando se queda uno sin trabajo o cuando viene una enfermedad. Nunca se sabe. Mil duros teníamos nosotros ahorrados y gracias a ello se pudo salvar la Eloísa. Tres mil pesetas me cobró el médico por operarla del riñon. Tan bien que ha quedado. No me pesa. Sin los mil duros, estaría viudo a estas horas.

¿Qué haría este hombre gordo sin la Eloísa que le cepilla la ropa y le plancha los pantalones? Continúa la historia:

—Después, otra vez hemos empezado a hacer el «gato». En dos años ya tenemos tres mil pesetas. ¡Cuesta trabajo reunir mil duros! Pero, en fin, algo es algo, para otra operación ya hay. Por lo menos estamos tranquilos.

Me echo a reír y me miran todos.

—Me río porque, como siga usted ahorrando, a ese paso se quedan su mujer y usted sin riñones en ocho años.

Y estallan las risas de todos.

Volvemos a reunimos —por última vez en la vida— todos los herederos. Don Primo va entregando a cada uno una hoja de papel con la liquidación para que firmen el «recibí» y después les da el dinero. No se marchan, se quedan allí a ver lo que los otros cobran por si el notario les engaña. A medida que van deletreando los papeles de la liquidación, van estallando las broncas. La primera es la tía Braulia. Se va a la mesa con la liquidación en la mano e interrumpe a don Primo que está pagando al tío Julián:

—Oiga usted, señor, ¿me quiere usted leer esto? Porque una no sabe de letras.

—Un momento, señora. —Don Primo termina con el tío Julián, coge la liquidación y comienza a leer—: Entregado a don Enrique González, a petición: 500 pesetas. Entregado a don Hilario González, a petición: 750 pesetas. Entregado... —Siguen así una hilera de peticiones hasta seis—. Liquidado: 1. 753 pesetas.

La tía Braulia escucha muy atenta. Cuando acaba el notario, dice:

—Bueno, en resumen, ¡la nada entre dos platos! Que éste —le fusila a su marido con un dedo negro— se ha ido comiendo los cuartos. Y mientras, una en la higuera. ¡Para eso querías venir a Madrid!

Se pone en jarras, aumentando el volumen de sus cuatro o cinco sayas y refajos y mira con desafío al tío Hilario.

—Bueno, mujer, yo te explicaré. Aquí no vas a dar un escándalo.

—Pues claro que lo voy a dar. ¡Hasta en el pueblo me van a oír desde aquí!

Esta bronca es la señal de todas las demás. Cada mujer se pone a revisar sus cuentas y cada una encuentra un desfalco de su marido. El tío Anastasio llega a la mesa y firma la liquidación de su mujer y de Baldomerita. El notario va extendiendo los billetes sobre la mesa, uno a uno; el tío alarga la mano muy digno:

—No se moleste en contar, no vale la pena.

Agarra el paquete de billetes de la mano de don Primo y se los mete en el bolsillo con la liquidación. La tía Basilisa protesta.

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Pero vamos a ver!

El tío Anastasio se encrespa:

—¡Vamos a ver! ¡Vamos a ver! Aquí no se ve nada. En casa arreglaremos todo; o tú te crees que yo soy como éstos, que voy a dar escándalo en casa de este señor. ¡A Dios gracias no soy un gañán! Uno tiene su educación y sabe comportarse delante de la gente. ¡A casa!

La tía Braulia le corta el paso:

—¡Gañán! ¡Gañán! A mucha honra, señorito de mierda. Usted ha hecho lo que el mío, arramblar con los cuartos y ahora se pone muy chulo para que los demás no nos enteremos. ¡Usted es un sinvergüenza como todos los hombres! ¡Eso, eso es lo que es usted!

La tía Basilisa rompe a llorar, la tía Braulia también. Se abrazan llorando. El tío Hilario y el tío Basilio se miran con odio. Los chicos del tío Julián comienzan a llorar también. Don Primo se enfada y da un puñetazo en la mesa:

—¡Puñeta! ¡Que están ustedes en mi casa!

Se quedan todos en silencio y entonces nos llama a mi madre y a mí. Firmamos la liquidación los dos. Don Primo pone en la mesa un billete de cien pesetas, otro, otro, y cuenta hasta diez billetes. Miran todos a ver qué pasa y miro yo asombrado de ver que el notario ha dejado de poner billetes sobre la mesa. Después saca otra liquidación.

—Es lo mejor que hemos podido comprar. Aquí están las pólizas y la liquidación. Firme usted aquí. El niño no hace falta que firme, porque esto es bajo su responsabilidad de tutora.

Mi madre firma trabajosamente con sus patas de mosca. Después, don Primo le da un resguardo del Banco de España. Los conozco muy bien, porque los manejo todos los días.

—Aquí tiene usted el resguardo del depósito.

Mi madre mete los billetes en un portamonedas. Dobla el resguardo en pliegues y lo guarda en el pecho. Me coge de la mano.

—Despídete de don Primo —dice.

Igual, igual que cuando tenía ocho años y me llevaban de la manita. Me dan ganas de llorar. La tía Basilisa se acerca a mi madre:

—¿Qué has hecho, Leonor?

—Nada, me he aconsejado de don Primo y como yo no soy más que la tutora del chico, pues él se ha encargado de comprar papel del Estado. Me ha separado mil pesetas para arreglarnos un poco y lo demás para cuando sea hombre, que haga lo que quiera.

—¿Mucho, mucho? —pregunta el tío Anastasio.

—Al cambio que tiene ahora la Deuda Interior —dice don Primo—, le hemos podido comprar doce mil quinientas pesetas nominales.

Fuencisla, al oír doce mil pesetas, se vuelve hecha una furia:

—Entonces, ha hecho usted trampa, ¡tío ladrón! —le dice a don Primo.

Nos quedamos todos suspensos. El tío Anastasio planta una manaza en la mesa y dice:

—Hay que aclarar eso, ¿eh?

Don Primo, con su traje negro, sus gafas de oro y su barbita, los mira como si quisiera empezar a bofetadas:

—Señora —dice con la voz ronca—, le perdono a usted el insulto, porque al fin y al cabo nadie está obligado a saber. He dicho doce mil quinientas pesetas nominales y ustedes se asustan de la cantidad. El papel de la Deuda está a sesenta y nueve por ciento y la gente deseando vender, porque no es un papel de especulación.

Los paletos han hecho corro alrededor de la mesa y le miran con los ojos muy abiertos. «El papel», «la Deuda», «el sesenta y nueve por ciento». ¿Qué quiere decir este tío?

—Bueno, menos retórica —dice el tío Hilario—, las cosas claras. Este mocoso (así se te reviente el lobanillo, ¡tío ladrón!) se lleva más de dos mil duros y nosotros una miseria. ¿Por qué?

A las tres de la tarde salimos de la notaría, después de una explicación minuciosa de las particiones, de lo que es papel de la Deuda, de por qué sesenta y nueve pesetas valen cien. En la esquina de la calle nos decimos todos ¡adiós! Un adiós lleno de rencores. El grupo de los parientes de Brunete, con sus hombres en traje de pana, faja y sombrero redondo, sus mujeres de faldas pomposas y pañuelo de colorines a la cabeza y sus chicos pataleantes dentro de las botas duras, se va plaza adelante, discutiendo a gritos. La gente vuelve la cabeza para seguir mirándolos, después que los han rebasado.

Mi madre y yo nos vamos calle del Arenal arriba hacia la Puerta del Sol. Voy al lado de ella, pero separado de ella. No la he cogido del brazo, como siempre que vamos juntos por la calle. Voy a su altura a medio metro de distancia. Vamos callados los dos. Ella con sus pasos menudos de mujer pequeña y nerviosa; yo alargando las zancas de mis piernas largas, andando la mitad que ella en el mismo espacio. Voy lleno de resentimientos. Comienzan contra unos y otros y acaban contra mi madre. No se escapa nadie. Los parientes por su fiscalización desconfiada, minuciosa, contando los céntimos, comprobando las sumas, haciéndose explicar diez veces la diferencia entre sesenta y nueve y ciento. Manoseando los recibos, la póliza, el resguardo, con las caras contraídas de ira. Don Primo de acuerdo con mi madre, para hacer los dos lo que les ha dado la gana, sin contar conmigo y sin que yo sepa una palabra. No me parece mal que el dinero esté en el banco, me parece mal que se haya hecho a mis espaldas. «El niño no hace falta que firme. » ¿Para qué? El niño es un niño y ellos son personas mayores que hacen lo que quieren de los niños. Los hacen trabajar y se guardan los cuartos, compran papel de la Deuda o compran un traje y se quedan tan tranquilos. El niño ya será un hombre y cuando lo sea podrá protestar si quiere. ¡No! ¡No! y ¡no! ¡En cuanto lleguemos a casa se va a armar la gorda! Le voy yo a decir a mi madre las cuatro verdades. Si soy un niño, que me manden al colegio, me eduquen y me mantengan. Si soy un hombre, que me traten como tal. Y si no soy ninguna de las dos cosas, entonces que se vayan todos al diablo, pero sin jugar conmigo como si fuera el gato.

Tengo deseos de fumarme un pitillo para matar la nerviosidad.

Llevo cigarrillos en el bolsillo, mi madre sabe que fumo, pero nunca he fumado delante de ella y no me atrevo a sacar uno. ¡Mejor! ¡Si se enfada, mejor! En la Puerta del Sol me decido, saco un pitillo y lo enciendo. Mi madre me mira y sigue marchando a pasitos cortos, como si no hubiera pasado nada. Comienzo a enfadarme de que no me diga nada. Podría regañarme y así podría yo estallar. Necesito chillar, discutir, echar fuera lo que llevo dentro.

En la calle de Carretas me pregunta, al fin:

—¿Qué vas pensando?

—Nada —le digo.

—Así te ahorras un trabajo —me contesta.

—Claro, cuando los demás piensan por uno, ¡para qué hay que pensar!

—¿Por qué dices eso?

—¿Por qué? Tan bien lo sabe usted como yo. —Me paro y me encaro con ella—. Que ya estoy harto de ser el «niño», ¿se entera usted?

Volvemos a caer en un silencio moroso y así llegamos a casa.

Como yo había supuesto, la señora Pascuala viene con nosotros a través del pasillo y entra en la buhardilla cuando abrimos la puerta:

—¿Qué? ¿Se ha arreglado todo bien, Leonor? Mi madre suspira, se quita el pañuelo negro de la cabeza, se sienta en una silla:

—Todo está arreglado. Ya tenía ganas de acabar con esta historia. Le digo a usted que si no fuera por el chico... Se vuelve la gente loca en cuanto ve un billete. Yo creía que se iban a pegar en la misma notaría. ¿Para qué? Para luego coger una miseria que no le saca a una de pobres. Ya ve usted, los hermanos del tío José han trabajado treinta años juntos. El tío José les ha vendido el trigo, les ha prestado el dinero para mulas y para tierras; y los hermanos y sus hijos se miran con ganas de darse de puñaladas. Los otros igual. Hasta éste —me señala a mí—, ahí le tiene usted furioso porque he hecho lo que me ha parecido mejor para él. Hasta los chicos ven un billete y se vuelven locos. Muchas fatigas he pasado para sacarlos adelante a los cuatro, usted lo sabe, Pascuala, pero prefiero mi cocido y mi café recolado. Así he vivido toda mi vida y así quisiera morirme; con que me dejen morir en mi cama tranquilamente, sin ir al hospital, me conformo. No es mucho pedir. —Yo no he dicho nada —contesto malhumorado. —Tú no has dicho nada. ¿Te crees que no tengo ojos en la cara? Vienes todo el camino como un monaguillo, separado de una. Luego, el «señorito» enciende un pitillo en la Puerta del Sol, con todo el descaro del mundo. ¿Qué creías, que iba a chillarte? No, hijo, no; puedes fumar todo lo que quieras. Ahora, vamos a ver, ¿qué te pasa?

—¿Que qué me pasa? Pues eso; que estoy harto ya de ser el niño y el chiquillo y de que se disponga de lo mío sin contar conmigo. ¿Quién le ha mandado a usted comprar papel del Estado? Usted tendrá sus ideas sobre el dinero, pero yo también tengo las mías. Y al fin y al cabo el dinero es mío y de nadie más. —¿Y cuáles son tus ideas sobre el dinero? —Eso no le importa a nadie. Usted ha debido de coger el dinero, puesto que a mí no me lo dan por menor. Pero después los dos hubiéramos visto lo que se hacía con él. Y no que, sin contar con nadie, se pone usted de acuerdo con el notario, y compra papel del Estado. ¿Y usted qué sabe del papel del Estado? En todo caso lo puedo saber yo que estoy en un banco y precisamente en el negocio donde se manejan los títulos. ¡Papel de la deuda perpetua!

Tan siquiera hubiera usted comprado amortizable, podría uno tener la suerte de que saliera premiado un título. ¡Pero papel de la deuda interior que nadie lo quiere! ¡Y todavía cree usted que soy un chiquillo que no entiende nada de nada!

—¡Pues claro que lo creo! ¡Tonto! —Y su mano me acaricia los pelos revueltos. Los dedos se van enredando en la cabeza y me van aflojando los nervios—. ¡Claro que lo creo! Mira: hasta que seas mayor de edad, yo soy tu tutora. Esto no es que tenga el derecho de hacer lo que me da la gana. Es que tengo la responsabilidad de administrar tus bienes y la obligación de darte cuenta de lo que he hecho el día que seas mayor de edad. Ahora no podemos gastar los cuartos en lo que tú quieras. Luego, cuando seas un hombre, vendrías a decirme: «¿Dónde esta mi dinero?». Cuando yo te dijera: «Te lo gastaste», me contestarías: «¿Yo? Yo no me lo podía gastar porque era un niño. Se lo habrá gastado usted que era la única que podía disponer de ello». Y hasta podrías llevarme a la cárcel por ladrona. ¡No! El dinero se quedará en el banco hasta que tú mismo puedas dar la orden de sacarlo y entonces te lo gastas en lo que quieras, en negocios o en mujeres. ¡Y buen provecho te haga! Yo nada necesito. Toda mi vida he sido pobre y me moriré pobre. Tú tienes una vida por delante, yo soy ya vieja.

Los dedos en el pelo, las últimas palabras, me disuelven todas las iras y los ojos se me llenan de agua.

—¿Ves cómo eres un chiquillo y un tonto? —me dice.

Me limpia la cara como cuando era niño, me da un beso en la frente. Saca un billete de cien pesetas. Me lo da:

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