Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
No ha sido el único. Un procurador estableció una agencia de informes comerciales y pronto se hizo una clientela formidable. Despachaba cientos de informes al día. Ponía anuncios en los periódicos: «Se desean meritorios que sepan escribir a máquina». Tenía cerca de cincuenta chicos trabajando sin parar. Se paseaba entre ellos con las manos a la espalda como el maestro de una escuela y de vez en cuando repartía cachetes entre los chicos que no trabajaban lo de prisa que él quería. Después amplió «el negocio»: cuando admitía un chico, exigía una garantía de quinientas pesetas para responder de su honradez. Por último tuvo que intervenir la policía y cerrar la casa.
Con las chicas ocurre lo mismo y aún más. De poco tiempo a esta parte las chicas comienzan a trabajar en oficinas y en tiendas en una cantidad cada vez mayor. No se han atrevido a tomar chicas meritorias y en todas partes les dan sueldos pequeños de diez duros al mes. Pero con ellas sustituyeron a los empleados y a los dependientes. Porque con chicos solos no puede llenarse una oficina o una tienda, pero con mujeres y chicos sí. La dependencia de los bazares se ha visto poco a poco en la calle. Había dependientes que llevaban treinta años en la casa y ganaban cincuenta o sesenta duros al mes. Por término medio ganaban cuarenta duros y podían sostener una casa modesta. Ahora toda la dependencia es de muchachas. Muy guapas, con un uniforme negro de satén y un delantalito chiquitín, que venden cuatro veces más que los dependientes antiguos. La que más, cobra quince duros al mes. Del antiguo personal no queda más que un viejo con gorro negro que se pasea por las salas y aterroriza a las chicas despidiéndolas a la menor falta o las manosea cuando están sacando cajas de algún rincón, sin derecho a que protesten.
Como éste es un barrio lleno de oficinas, la taberna tiene una clientela casi exclusivamente compuesta de empleados y dependientes. Cada día es mayor el número de parroquianos que llega a contar a los conocidos que le han puesto en la calle. Si son jóvenes, todavía tienen esperanza, pero como tengan más de treinta años, pueden renunciar completamente a encontrar trabajo. Uno de ellos nos cuenta en medio del saloncillo:
—En los anuncios del Liberal venía hoy un buen anuncio. «Se necesita un contable. Empleo fijo. » Aunque ya sé que ninguna oficina se abre hasta las nueve por lo menos, me fui allí a las ocho y media. Estaban ya cinco antes que yo. Era un almacén de productos de cirugía de un alemán en la calle de las Infantas. A las diez había lo menos doscientos desde la puerta del primer piso hasta la mitad de la calle. Nos mandaron entrar a los diez primeros y nos sentamos en unos bancos en el recibimiento. Al lado hay una habitación con un mostrador en medio y allí se metió el dueño de la casa con el primero. Un alemán con la cabeza afeitada como el trasero de un niño. Le empezó a preguntar su nombre, dónde había trabajado, etc. El hombre contestaba en voz baja pero, aun así, le oíamos todo lo que decía. «Hable usted más alto», le dice el tío ladrón aquel. Después se sentó a una mesa y comenzó a dictarle cálculos, asientos de diario, problemas de interés compuesto, cambios de monedas, ¡la Biblia! El hombre trabajaba bien. Se veía que era un empleado que conocía el oficio. El alemán de vez en cuando le miraba lo escrito por encima del hombro. A la media hora, cuando acabó, le dijo:
—Bien, me gusta. Comprobaremos sus informes y, si son buenos, se quedará usted en casa. —AI otro se le alegraron los ojos. El alemán agregó—: ¿Cuánto quiere usted ganar?
—Lo que la casa tenga por costumbre pagar por el puesto.
—No, no, en mi casa no quiero empleados que estén a disgusto desde el primer día; usted diga cuáles son sus aspiraciones.
—Pues mire usted, como contable de una casa así, de la importancia de la suya, no estaría mal unos setenta duros al mes.
—¿Trescientas pesetas? ¡Usted está loco! ¡Trescientas pesetas! No, amigo mío, éste es un negocio modesto, no un banco que puede permitirse el lujo de tirar el dinero. Lo siento que no podamos llegar a un acuerdo. A ver el segundo.
—Señor, aunque fuera algo menos me podría quedar.
—No, no, de ninguna manera, no puedo tomarle a usted. Estaría usted a disgusto desde el primer día y no quiero gente descontenta. A los tres meses tendría que aumentarle el sueldo o se marcharía usted. Yo soy muy serio en mis tratos. El empleo es fijo pero no hay aumentos.
Se volvió al segundo con su risita:
—¿Usted también tendrá pretensiones?
—Con treinta duros me arreglaría: llevo sin trabajar tres meses.
Entonces el sexto, un muchacho muy fino con lentes de oro, se levantó:
—Yo soy perito mercantil y poseo el francés y el alemán, cosa que a usted puede interesarle. A Dios gracias no necesito el sueldo para vivir. Así que con tener para mis pequeños vicios, no preciso más.
El alemán le hizo un examen rapidísimo.
—La plaza está cubierta —nos dijo a todos—. Y usted desde mañana puede venir a trabajar. Le daré cien pesetas al mes y ya veremos más adelante cómo van las cosas.
El que llevaba tres meses sin trabajar, va y me dice al oído:
—A ese ladrón le parto yo la cara.
Conque, bajamos juntos las escaleras y cuando llegamos a la calle, va y le dice al perito mercantil que iba tan orgulloso:
—¿Conque usted es perito?
—Sí, señor.
—Usted lo que es, es un hijo de zorra —y con la frente le ha dado un cabezazo en medio de la nariz que le ha partido las gafas y le ha dejado tirado en el suelo echando sangre como un cerdo—. Lo que es tú, mañana no trabajas.
Ha salido a todo correr y al otro le han tenido que llevar a la casa de socorro. Si los demás hubiéramos tenido reaños, habríamos subido al almacén y hubiéramos tirado por la ventana al alemanote ese.
Enfrente del Banco Hispano están construyendo una casa y los albañiles vienen a comer a la taberna y a tomarse sus copas cuando dejan el trabajo. Uno de ellos ha estado escuchando la historia y entonces ha dicho en voz alta:
—¡Muy bien hecho! ¡Les está a ustedes merecido por calzonazos! ¿A que no se atreve nuestro patrón a tomar un oficial por cuatro pesetas? Ni encuentra en Madrid un albañil que trabaje por ese jornal. Lo que pasa es que ustedes quieren ser señoritos y no quieren ser trabajadores. Les da a ustedes vergüenza decir que tienen hambre, porque visten como los señorones. Y luego el que más y el que menos no come en casa por llevar corbata. Claro que para poder comer, buenas huelgas nos ha costado y buenos palos de la policía y de los guardias. Pero ustedes los señoritos, ¿cómo van a declararse en huelga ni van a ir con el cuello planchado a que les den de palos en la Puerta del Sol? ¡Les está bien empleado, por calzonazos! ¡He dicho!
—Y muy bien dicho, sí, señor —exclama Pla—. Somos unos cabrones. —Se golpea el pecho furioso.
Yo creo que tiene un poco de vino sobrante. —Unos cabrones, pero yo no. Yo tengo mi carnet de la Casa del Pueblo, compañero. —Y saca un cuadernito rojo del bolsillo—. ¿Y para qué sirve? Somos muy pocos y además en cuanto se enteran los jefes que estamos afiliados a un sindicato, nos ponen en la calle. ¡No podemos ni hacer una sociedad! ¡Sí, señor! En Madrid, donde todo el mundo es empleado, tenemos que asociarnos en Oficios Varios, porque no somos bastantes para formar un sindicato. ¡Y cualquiera va a hacer propaganda con los tiralevitas que hay! A las veinticuatro horas a la calle; ¿y quién te defiende entonces? El sindicato no puede y los otros sindicatos no van a mantenerte.
Pla y el albañil se lían a discutir y a beberse copas de vino. Cuando nos vamos se quedan allí, acodados al mostrador.
Al día siguiente, cuando salimos a mediodía, nos vamos juntos Pla y yo. Él vive en la calle de Relatores, al lado de nuestra calle, y muchas veces coincidimos.
—Enséñame el carnet de la Casa del Pueblo —le digo.
—Estas cosas no se pueden contar a nadie —me dice.
Y saca de la cartera el carnet, un cuadernito pequeño lleno de cupones de dos pesetas. «UGT. Oficios Varios», dice el sello de caucho.
—No te creas que soy yo sólo. Estamos afiliados muchos. En el Crédit por lo menos diez, que yo sepa. Pero, claro, de todas maneras somos muy pocos. Todavía no somos bastantes para formar un sindicato separado y nos meten en Oficios Varios con todos los que no tienen oficios determinados o tienen un oficio del que hay muy poca gente. También hay dependientes de comercio. Realmente, por ahora, el único beneficio que sacamos es la sociedad de socorros.
Como le miro interrogante, prosigue:
—Es el único beneficio y además la excusa con los patronos. Algunas veces vale y otras no. Tenemos una Sociedad de Asistencia Médica que se llama Mutualidad Obrera, que es la mejor que hay en España. Te dan todo: los mejores médicos, la botica y el sanatorio para operarte. Hasta un socorro si pierdes el jornal por estar enfermo. Pero para ser socio tienes que estar afiliado a la UGT. Así, si se enteran que estoy afiliado, puedo decir que estoy para tener derecho a la sociedad de médico y botica. Pero ya llegaremos. Tarde o temprano, tendremos nuestra sociedad y entonces les vamos a arreglar las cuentas a estos tíos. Ya lo saben ellos. Para evitarlo han hecho una Sociedad Católica, pero no se afilia nadie. Aquí se afiliarían muchos, si no tuvieran tanto miedo. Porque en cuanto le pillan a uno el carnet, le ponen en la calle y no vuelve a encontrar trabajo. Cuando piden tus referencias, contestan que eres un buen empleado, pero que es un «socialero» y un rebelde afiliado a la Casa del Pueblo. Y con esto basta para que te mueras de hambre. Conozco un empleado de la casa Pallarés que le despidieron después de quince años de trabajo por ser afiliado al Sindicato. En otra casa donde pidió trabajo, le dijo el jefe:
—¿Conque usted es socialista?
—Yo, no, señor.
—Pues la casa Pallarés me dice que está usted afiliado a la Casa del Pueblo.
—Sí, señor, estoy afiliado porque... Y le iba a contar la historia de la Mutualidad. El otro le interrumpió:
—¡Basta! ¡Basta! No necesito explicaciones. ¿Usted cree que yo puedo tener en mi casa un empleado que no cree en Dios y que va por las calles con una bandera colorada dando gritos contra el Gobierno? ¡Mi casa no es nido de anarquistas! Métase usted a albañil y dediquese a poner bombas. Ésta es una casa decente.
Durante días he pensado sobre estas cosas. Claro que sé lo que son los socialistas. Pero todo esto son cuestiones de política que no me interesan. En el Congreso se pelean todos los días, Maura, Pablo Iglesias y Lerroux, y por las paredes de las casas se escribe con brea: «¡Maura no!». A veces, debajo, escriben con almagre: «¡Maura sí!». Los que escriben «no» son obreros. Los que escriben «sí», señoritos. A veces se encuentran los dos grupos con sus botes de pintura. Se los tiran a la cabeza y se dan de bofetadas. A la caída de la tarde, cuando la calle de Alcalá está llena de gente paseando, suele aparecer un grupo de señoritos que comienzan a gritar: «¡Maura sí!». En seguida se forma un grupo de obreros y de estudiantes que empieza a gritar: «¡Maura no!». La gente sale corriendo y muchos aprovechan para marcharse sin pagar de las terrazas de los cafés. Los guardias dan cargas, pero nunca pegan a los señoritos.
Lerroux tiene en la calle de Relatores, donde vive Pla, un círculo que le llaman de los Jóvenes Bárbaros, y aquí es donde más se grita. Los mauristas vienen a la puerta a chillar y salen a palos. Luego Lerroux va al círculo, echa un discurso y dice que hay que capar a los curas y preñar a las monjas. La gente se calienta con estos discursos y se va en manifestaciones a la Puerta del Sol. Nunca llegan allí. En la calle de Carretas les esperan los guardias y a sablazo limpio los disuelven.
Los socialistas hacen huelgas todos los días. Unas veces son los panaderos, otra los albañiles, otra los tipógrafos. Los meten en la cárcel, les dan de palos, pero luego al final se salen con la suya. Son los únicos que trabajan ocho horas al día y los únicos que cobran el jornal que piden. Allí no hay meritorios y los chicos como yo que trabajan ganan desde el primer día 2, 50 pesetas diarias. A la cabeza de todos está Pablo Iglesias, un tipógrafo ya viejo, que dice todas las verdades que se le ocurren en el Congreso. Los obreros le llaman el Abuelo. Le han metido en la cárcel no sé cuántas veces, pero él sigue empeñado en que todos los obreros sean socialistas.
Yo sería socialista de buena gana, pero la cuestión es saber si soy un obrero o no. Esto parece muy sencillo, pero no lo es. Indudablemente, si cobro por trabajar, soy un obrero, pero no soy obrero más que en esto. Los mismos obreros nos llaman «señoritos» y no quieren nada con nosotros. Claro que tampoco podríamos nosotros ir por la calle con los obreros, ellos con su blusa y sus alpargatas y nosotros con nuestro traje a medida, las botas brillantes y el sombrero.
Le convenzo a Pla para que me lleve a la Casa del Pueblo, y un día que va a pagar la cuota, voy con él. Es un edificio todo lleno de habitaciones muy pequeñas que son las secretarías. Allí dentro hay uno o dos compañeros detrás de una mesa y un cobrador, con unas hojas de cupones y el taleguillo de los cuartos. Por todas partes se oye sonar dinero y los pasillos están llenos de obreros que en muchos sitios forman cola delante de la puerta de su secretaría y van entrando uno a uno a recoger sus cupones.
—Hoy es sábado —me dice Pla— y casi todas las sociedades cobran una cuota semanal. Hay sociedades muy fuertes. Los albañiles deben de tener millones. Con este dinero aguantan luego las huelgas, y ayudan a los otros cuando están en huelga. También ayudan a los que no tienen trabajo, pero hay muy pocos, porque en la construcción no falta trabajo nunca.
Luego me lleva a ver los dos salones, el grande y el chico. En el grande hay una reunión de tipógrafos de Rivadeneyra, una casa editorial muy grande que hay en el paseo de San Vicente. Hay más de trescientos. Uno de los que están en la presidencia se levanta y sale al borde del estrado. El presidente hace sonar una campanilla y se callan todos.
—Compañeros —dice—, se pone a votación el ir o no a la huelga. Los que estén conformes con la huelga que se levanten.
En una ola de ruido de bancos y de pies, se levantan muchos de golpe. Después se levantan otros poco a poco. Por último quedan cuatro o cinco sentados. Los demás los miran y se van levantando. En el primer banco se queda uno sentado, solo.
—Queda aprobada la huelga por unanimidad.
—Pido la palabra —dice el que está sentado.