La forja de un rebelde (54 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Entonces, ya eres un veterano completo.

—Treinta y tres meses de mili. El más viejo de aquí. Todos estos son quintos al lado mío; vamos, «borregos». ¡La cantidad de piojos que me he quitado! Nunca desde que era un chico, porque, ¿sabe usted, mi sargento?, cuando somos chicos todos tenemos piojos, ¿sabe usted?

—¿Y qué vas a hacer cuando te licencies? —¿Qué va a hacer uno? Trabajar...

—¿Qué oficio tienes?

—¿Oficio? Pues, cavar y arar detrás de unas mulas. ¿Qué profesión va usted a tener en un pueblo como el mío, como no sea usted el cura? Y a veces hasta el cura tiene que cavar. Allí todo el mundo destripa terrones.

—Hombre, supongo que en tu pueblo habrá alguna tienda; y un médico y un boticario; aunque sea un zapatero remendón. No van a ser todos destripaterrones como tú dices.

—Pues sí, señor. Yo vengo de un sitio que llaman Maya, allá en la sierra en la provincia de Salamanca, y allí no hay nada de lo que usted dice. Una especie de taberna es lo único que hay, que ni es taberna ni es nada y venden pan allí. Y si alguno se pone malo, pues hay que llamar al doctor a Béjar. Pero tenemos un curandero que sabe más que el doctor. Mire usted, cuando el doctor viene, seguro que alguien se muere.

—¿Tienes novia?

—Anda, claro.

—¿Le escribes?

—Yo no, porque no sé. Ése, Matías, que es el único que sabe escribir bien aquí. —Me señaló a un soldado con una cara lastimosa de puro estúpido, que se sonrojó y se echó a reír locamente.

—¡Y le escribo cada cosa! —soltó entusiástico el escriba.

—Cuéntame qué le escribes.

—Anda, ¿qué le escribo? Pues las cosas que éste suelta: «¡Tengo unas ganas de darte un pechugón!» y cosas así. Un día se le ocurrió una buena y la escribí tal como la dijo. Luego la escribí a las novias de todos éstos y hasta a la mía también. Fue y dijo: «Cuando nos casemos y nos metamos en la cama, voy a meter la cabeza entre tus tetas y voy a hozar allí como los cerdos hasta que me ahogue». El inventor de la frase se puso encarnado, más de orgullo que de modestia, y explicó:

—Sabe usted, mi sargento, si no hace usted nada en todo el día, pues se pone uno a pensar y le vienen ideas. Y luego éste, que ha dormido con no sé cuántas mujeres, nos cuenta cosas y... bueno, usted sabe lo que yo quiero decir. —Hizo una pausa—.

No es que a mí me dé vergüenza, porque éstas son cosas de hombres, pero bueno, pues uno no puede dormir después.

—¿Así que tú tienes experiencia, eh? —le dije al que sabía de mujeres, un tipo de golfillo en un uniforme demasiado grande. —Imagine usted, mi sargento, he sido limpiabotas en Salamanca. Y esto ya es algo. La ciudad de la sífilis, la llaman. ¿Ha estado usted allí?

—Sí.

—Bueno, entonces usted conoce cómo es. De día en los cafés y en los soportales de la plaza, y por la noche en las casas de putas. Las putas son buenas chicas y siempre piden que les limpien los zapatos para que paguen los cabritos. Y claro, siempre tiene uno un capricho. Éstos no saben nada de la vida.

—Pues yo me he acostado con mi novia antes de venir aquí —exclamó uno de ellos.

—¡Qué, lo dices tú que te has acostado! Sois unos maricas. Cuando vais a Tetuán os da miedo acostaros con una mujer.

—Porque son unas guarras. Dame una de las putas de los sargentos y verás. Mire usted, mi sargento, en Tetuán hay putas a dos reales, pero tienen más piojos que aquí. Para lo único que son buenas es cuando va a haber operaciones.

—¿Operaciones?

—Sí, señor. Cuando va a haber tiros. Si tiene uno suerte, pues le dan un permiso para ir a Tetuán y se busca uno una tía que esté mala, y se acuesta con ella. Le mandan a uno al hospital por dos o tres meses y no tiene uno que andar corriendo cuando llueven balas. Pero las tías piojosas lo saben y piden doble.

Nos interrumpió el rancho de mediodía, un caldero enorme lleno de judías blancas nadando en un caldo rojo ladrillo, seguido por otro lleno de café, agua tenuemente coloreada, en la que los soldados empapaban trozos de pan. Uno de ellos trajo una lata de leche condensada y dejó caer un chorrito fino en su café.

—Caray, ¡vaya un lujo que te gastas!

—No, señor. Es que tengo las tercianas y me dan una lata de leche cada tres días.

—Pero si tienes tercianas, debías estar en el hospital.

—Bueno, eso es si tiene uno las palúdicas todo el día. Pero con un poco de fiebre un día sí y otro no, le ponen a uno a quinina y a leche y le dejan de servicio. Claro que el día que me da, no lo hago.

Comimos con el sargento, arroz hecho con los chorizos que habíamos llevado, y bebimos café, un café que era indudablemente mejor que el de los soldados, pero que era infernalmente malo. Después nos pusimos a charlar con una botella de coñac entre nosotros.

—Y usted, ¿cómo lo pasa aquí?

—No muy mal. La cocina me da unas diez pesetas al día: y siempre se saca algo de la ropa, aunque haya que dejarle su parte al suboficial. Y la comida me sale gratis; donde comen dieciséis, comen diecisiete.

—Ya hay que hacer números para alimentar a diecisiete y sacar diez pesetas diarias.

—No tanto como parece. Judías, garbanzos, patatas, arroz y bacalao; sal, aceite y vinagre y mucho pimentón. Todo de Intendencia y todo barato. No me gasto más que tres reales por cabeza y a veces hasta les compro un barrilito de vino. No me gusta explotar a los pobres diablos. Saben que les robo, pero otros son peores que yo y también lo saben. En Miscrela hubo un sargento que los alimentó dos meses con sólo judías con pimentón, cocidas en agua. Además, ellos también arramblan con lo que pueden. Si uno de los moros se descuida, le roban alguna gallina o algún cordero y hay fiesta; ponen trampas a los conejos, y cuando se presenta la ocasión, le dan un tiro a un pájaro. —Se calló pensativo—: Pero uno gana mucho más dinero cuando hay una operación o cuando se va de convoy. Entonces se le da a cada hombre una lata de sardinas y un par de galletas, y ya está aviado para todo el día.

—No me choca que revienten y acaben en el hospital.

—Los que acaban en el hospital son los que no sirven para nada. Yo llevo en África veinte años y hoy se vive con lujo. Tenía usted que haber visto la comida que nos daban entonces. Galletas a cada comida. Galletas de la guerra de Cuba. Tan duras que las teníamos que partir con el machete sobre una piedra, o empaparlas en agua para comerlas. Todavía hay algunas, pero ya no se atreven a darlas, porque están llenas de gusanos.

—¿Cuánto tiempo está usted en el blocao?

—La regla es un mes, pero yo me quedo voluntario. Si va uno a Tetuán, se gasta los cuartos. Aquí gana uno dinero y es lo único que importa. Ya tengo ahorradas más de diez mil pesetas. Aparte de eso, se está mejor en el blocao que en el frente; es más tranquilo. Pero usted, usted tiene suerte. Si a mí me hubiera tocado Ingenieros, a estas horas era rico.

A la caída de la tarde Córcoles y yo nos fuimos cerro abajo. Los campos seguían absurdamente llenos de paz. Un moro pasó por una vereda, trotando sobre un borriquillo, un perro flacucho trotando a compás tras él. De la pista, que aparecía en la distancia como un hormiguero, venían las notas del cornetín tocando alto el trabajo.

—Pero esa gente vive peor que los moros en sus chozas de paja —dije a Córcoles.

—Bah. No te preocupes. Mierda que no ahoga, engorda —me replicó.

Capítulo 6

Víspera de batalla

—Van a empezar en abril.

—Eso dicen. La primavera es el mejor tiempo.

—Hay quien dice que van a empezar desde Ben—Karrick y otros que desde Xauen. Naturalmente, tú lo sabes mejor que yo...

—Claro.

No conocía una palabra de los planes de campaña, pero no pude resistir el deseo de mostrarme bien enterado.

—Cuéntame. Me apuesto a que van a empezar por Xauen.

—Naturalmente. Fíjate, el valle de Beni—Arós está cerrado por Xauen y por Larache en las dos puntas, y por las posiciones francesas y las nuestras por ambos lados. Vamos a mandar una columna desde Larache y otra desde Xauen y vamos a coger al Raisuni en medio, sin que tenga escape.

Pero Luisa quería conocer mucho más. Como un estratego de café, le fui detallando todas las operaciones que se planeaban.

Después, nos acostamos. Aquella noche no esperaba al general.

Al día siguiente le conté a Montillo el curioso interés de la Luisa en el plan de operaciones.

—Has hecho bien en contarle un cuento. La zorra esa está chupando por los dos lados, o mejor, yo creo que por tres, porque me parece que está dando información a los moros por un lado y a los franceses de Tánger por otro. De todas maneras, tenemos que contárselo al comandante.

La consecuencia fue que se me pidió que cultivara la amistad de la Luisa y que le fuera dando informes cada vez más detallados de las operaciones que iban a emprenderse por el camino de Xauen. Yo seguía sin tener más nociones que antes del plan. Mi trabajo era coleccionar los informes de los agentes, hacer notas y trazar mapas más o menos rudimentarios del valle de Beni—Arós v de sus líneas de comunicaciones.

Poco a poco fui conociendo a los jefes de las fuerzas de operaciones. El general Dámaso Berenguer, alto comisario de Marruecos, macizo y pesado, con una voz untuosa. El general Marzo, también de la familia de los generales gordos, con un corsé bajo el uniforme, sanguíneo y apopléjico, con un genio explosivo. El coronel Serrano, rechoncho y valiente hasta la temeridad, un hombre paternal a quien adoraban sus soldados por su buen humor y por su carencia absoluta de miedo. El teniente coronel González Tablas, alto, enérgico, una autoridad entre los moros de Regulares, de quien era el jefe, con mucho del aristócrata entre los demás jefes, que la mayoría parecían campesinos acomodados y quienes le odiaban cordialmente, o al menos a mí me lo parecía. Y, finalmente, el general Castro Girona, amabilísimo, pero extraño, con su piel tostada, su cabeza rapada y su interés genuino por los moros.

Este general, que parecía fundido para ser el «Hombre de Marruecos», disfrutaba de un prestigio tremendo entre los moros, muchos de cuyos dialectos hablaba bien. Político astuto, hizo posible la ocupación de Xauen sin derramamiento de sangre, a costa sólo de unos cuantos tiros sueltos; semanas antes de la operación entró en la ciudad disfrazado de carbonero moro y negoció el rendimiento con los notables, amenazándolos con un bombardeo del pueblo y ofreciéndoles a la vez beneficios pecuniarios.

Esta hazaña, indudablemente, salvó a cientos de familias españolas de llevar luto, porque Xauen está escondida entre montañas en una posición casi inexpugnable. Pero le ganó la enemistad unánime de los generales que soñaban con una «conquista» de Xauen, la ciudad sagrada, y con escribir «una página gloriosa de historia». En las operaciones siguientes Castro Girona no recibió ningún mando de fuerza. Las condecoraciones y los ascensos se reservaban para los otros.

Lo que yo vi del Estado Mayor del ejército español en aquella época, me mueve a hacerle justicia. He visto allí hombres que representaban la ciencia y la cultura militares, estudiosos y desinteresados, luchando constantemente contra la envidia de sus hermanos oficiales en otros cuerpos y contra el antagonismo de los generales, muchos de los cuales eran incapaces de leer un mapa militar y, siendo por tanto dependientes del Estado Mayor, odiaban o despreciaban a sus miembros. Los oficiales del Estado Mayor, en general, eran impotentes: cuando un general tenía «una idea», su único trabajo era tratar de encontrar la forma menos peligrosa de ponerla en práctica, ya que les era imposible rechazarla. Las ideas de los generales eran, casi sin excepción, basadas en lo que ellos se complacían en llamar «por cojones».

Hacia el fin de marzo de 1921, los preparativos del Estado Mayor para las operaciones próximas estaban terminados. Volví a la compañía en Hámara. Tenía la orden de cesar el trabajo en la pista y unirme a una de las columnas, dejando en la posición un pelotón a las órdenes del alférez Mayorga y al señor Pepe con sus moros.

Por primera vez iba a ir a la guerra.

Cada soldado cogido en el mecanismo de un ejército se pregunta a sí mismo en la víspera de ir al frente: «¿Por qué?». Los soldados españoles en Marruecos se hacían la misma pregunta. No podían evitar el intentar entender por qué se encontraban en África y por qué tenían que arriesgar sus vidas. Los habían hecho soldados a los veinte años, porque tenían veinte años; los habían destinado a un regimiento y los habían mandado a África a matar moros. Hasta aquí, su historia era la misma de todos los soldados que son movilizados por una ley y mandados al frente de batalla. Pero en este punto comenzaba su historia puramente española:

«¿Por qué tenemos nosotros que luchar contra los moros? ¿Por qué tenemos que "civilizarlos" si no quieren ser civilizados? ¿Civilizarlos a ellos, nosotros? ¿Nosotros, los de Castilla, de Andalucía, de las montañas de Gerona, que no sabemos leer ni escribir? Tonterías. ¿Quién nos civiliza a nosotros? Nuestros pueblos no tienen escuelas, las casas son de adobe, dormimos con la ropa puesta, en un camastro de tres tablas en la cuadra, al lado de las mulas, para estar calientes. Comemos una cebolla y un mendrugo de pan al amanecer y nos vamos a trabajar en los campos de sol a sol. A mediodía comemos un gazpacho, un revuelto de aceite, vinagre, sal, agua y pan. A la noche nos comemos unos garbanzos o unas patatas cocidas con un trozo de bacalao. Reventamos de hambre y de miseria. El amo nos roba y, si nos quejamos, la Guardia Civil nos muele a palos. Si yo no me hubiera presentado en el cuartel de la Guardia Civil cuando me tocó ser soldado, me hubieran dado una paliza. Me hubieran traído a la fuerza y me hubieran tenido aquí tres años más. Y mañana me van a matar. ¿O voy a ser yo el que mate?»

El soldado español aceptaba Marruecos como aceptaba las cosas inevitables, con el fatalismo racial frente a lo irremediable. «Sea lo que Dios quiera», dice. Y esto no es una resignación cristiana, sino una blasfemia subconsciente. Dicho así, significa que uno se siente impotente ante la realidad y tiene que resignarse a la voluntad del usurero cuando le quita a uno el trozo de tierra, aunque se haya pagado tres veces su valor, por la simple razón de que nunca tuvo uno junta la suma total de la deuda.

Este español «sea lo que Dios quiera» no significa esperanza en Dios y en su bondad, sino el fin de toda esperanza, la expectación de lo peor.

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