La forja de un rebelde (82 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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»Lo mismo pasa con la recién casada. Si muestra muy abiertamente su cariño al marido, sus amiguitas y hasta su propia madre comienzan a criticarla abiertamente. Le dicen: "Qué, ¿todavía no se ha acabado la luna de miel?". Y al final le dicen: "¡Pero, muchacha, estás igual que una perra caliente, corriendo siempre detrás de él!". Al fin, ella no se atreve ya a mostrar que está encariñada con él, porque tiene miedo de las burlas de las otras mujeres y acaba por convencerse que él tiene su derecho a mantener sus amistades y hasta sus diversiones; incluso que no es un real hombre si no lo hace. Todo termina, como terminan la mayoría de los matrimonios en nuestro país, en un vacío absoluto. Lo raro sería que, siendo las cosas como son, no fuera así.

No había solución. Traté de incorporarme a la sociedad masculina; no quería convertirme en un solitario aburrido. Por un tiempo estuve yendo a la taberna de la calle de Preciados. Pero rápidamente todos se enteraron de mi nueva colocación, y perdí los antiguos conocidos. Comenzaba una discusión y fuera él que fuera el que tenía la palabra, se interrumpía de pronto y decía:

—Claro, don Arturo —ahora ya era «don Arturo»— no puede estar conforme con lo que yo digo. Lo comprendo. Está en otra situación que nosotros ahora. Se ha convertido en un burgués y hay muchas cosas que ya no puede ver con los mismos ojos que las vemos nosotros...

En otras ocasiones las palabras tomaban un giro más agresivo:

—Lo que necesitamos es una revolución. Hay que hacer una limpieza y ahorcar a todos los generales y a todos los curas. Hay que quemar las iglesias y...

—Al fin, te ibas a quedar tú solo, ¿no? —decía yo.

—Claro, tú eres un burgués. Ya te han comprado y tú ya te has vendido por el plato de lentejas. Sí, amiguito, ahora no te falta más que engordar, comprarte una sortija con un diamante gordo, e ir a misa a los jesuítas. Ya hemos visto muchos como tú.

Una tarde de domingo, después de una corrida de toros en la cual había actuado un torero famoso, entonces muy discutido, nos reunimos en la taberna y comenzamos a discutir sus faenas. Uno de sus entusiastas hizo una afirmación que yo contradije.

—Naturalmente —replicó—, usted lo ha visto mucho más cerca que yo. Como don Arturo ahora pertenece a los de arriba, se puede permitir el lujo de una contrabarrera y ver lo que nosotros no podemos ver desde la andanada de sol.

De esta forma, nuestras discusiones se hundían en el ridículo. Si alguien decía que hacía frío y yo decía que no me lo parecía, se me contestaba que «claro, como yo podía comprarme un buen gabán». Unas veces reaccionaba furioso y otras lo tomaba a broma. Al fin dejé de ir allí.

Me refugié en la taberna del Portugués, en compañía de Pla. Me había conocido como un muchacho y como un hombre, y no era capaz de malentenderme. Al cabo de unas semanas, Pla era el único que me defendía en nuestra peña y a veces por puro compromiso. Mi carnet de miembro de la UGT se había convertido en un arma de dos filos. A los que estaban por encima de mí, les parecía una desgracia que yo, un jefe de una gran firma, me mezclara con la gentuza de la Casa del Pueblo. A los obreros, incluso a los de cuello duro, les parecía un intruso.

Al final me sumergí totalmente en mi trabajo, que tenía grandes atracciones para mí. No había logrado llegar a ser un ingeniero, ni aun un mal mecánico, pero ahora era consejero de inventores. A menudo los ayudaba en sus investigaciones y en sus problemas, solamente por escapar de mí mismo. Escribía artículos técnicos o jurídicos para dos revistas profesionales y mi jefe me dejó editar una revista técnica como propaganda de la firma. Mi trabajo me llevó al corazón de la gran industria, y mis viajes a los dos centros industriales de España —Cataluña y Vizcaya— se hicieron más frecuentes. Más y más, cada vez iba perdiendo mi contacto personal con las gentes. Y sin embargo, me seguía gustando mezclarme con gentes del pueblo. Fue por entonces cuando me convertí en un parroquiano habitual de dos sitios absolutamente dispares: Villa Rosa y la taberna de Serafín.

Villa Rosa era uno de los colmados andaluces más conocidos de Madrid, en una esquina de la plaza de Santa Ana. Acostumbraba a ir allí cuando tenía dieciocho años, abundante dinero en el bolsillo y una debilidad por los vinos andaluces. De aquel período no había quedado nada que me uniera a Villa Rosa, más que mi amistad con un viejo camarero, Manolo. Había sido para mí como un padrazo gruñón, que sabía regañarme y hasta echarme a la calle cuando tenía un poco más de vino que lo que me convenía. Había sido mi consejero infinitas veces, con el humor picaro de un viejo corrido y con una honestidad que raramente se encuentra en España, excepto entre granujas y cínicos que tienen su propio código de decencia entre sí. Un día me lo encontré en la calle y comenzamos a desenterrar recuerdos. Su apariencia era la de un digno mayordomo de casa grande, con sus ribetes de bufón alegre que se ha aviejado y se ha vuelto sabio como el diablo, «más por viejo que por diablo», todo encerrado en una cara infinitamente sagaz encuadrada de cabellos canos.

—Todavía estoy en Villa Rosa —me dijo—. Venga usted a verme un día.

—Mañana por la noche voy. Te lo prometo, Manolo.

Y fui. Manolo me presentó y respondió por mí a toda la concurrencia de calaveras jóvenes y viejos que eran los habituales.

Hacia el mismo tiempo, un día pasé ante la taberna del señor Fernando, en la calle de las Huertas. En aquella tabernita, frecuentada por trabajadores de Lavapiés, por prostitutas de Antón Martín y sus chulos, yo había bebido mi primer vaso de vino. Cuando Rafael y yo éramos aún niños, habíamos ido muchas veces por una botella de vino para comer. El propietario, el señor Fernando, nos daba un vaso de limonada o diez céntimos para caramelos y cuando su hijo, Serafín, gordito como una morcilla, no estaba muy ocupado fregando vasos y botellas, jugábamos con él tras el mostrador. Cuando pasé aquel día estaba en la puerta un muchachote fornido y rollizo en mangas de camisa y con un delantal a rayas verdes y negras, que se me quedó mirando. Dio un paso hacia mí:

—Perdone usted. Usted es Arturo, ¿no?

—Y tú eres Serafín.

Me metió en la taberna entonces vacía. En la trastienda sonó la carraspera del señor Fernando. Me senté con ellos y les conté mi vida. La suya no había cambiado: seguían con su negocio y con sus parroquianos que se iban haciendo un poquito viejos, y entre los que había algunos jóvenes que iban reemplazando a los que desaparecían:

—Ven a vernos —dijo el señor Fernando—. Bueno, si no te has vuelto orgulloso para rozarte con nosotros.

—Todavía soy el hijo de la señora Leonor, la lavandera —le dije—. Vendré.

Cuando no iba a Villa Rosa a bromear un rato con Manolo, me iba a la taberna del señor Fernando, mejor dicho a la taberna de Serafín, porque el señor Fernando se murió muy poco tiempo después. Allí se me aceptaba como un proletario, porque Serafín había jugado conmigo y el señor Fernando había conocido a mi madre cuando aún bajaba a lavar al río.

Manolo vino a mi mesa, la limpió con el paño y preguntó:

—¿Qué va a ser hoy? ¿Lo de siempre? Y un chato para mí que estoy seco de sed. —Tráete media docena.

—Tenemos una buena juerga dentro. Ya le contaré después.

Trajo una bandeja con los seis vasitos de manzanilla y levantó uno de ellos en alto:

—¡A su salud! —se inclinó confidencial—: ¿Sabe usted quién está en el patio?

Villa Rosa tenía un patio con techo de cristal, imitando un patio andaluz, lleno de tiestos con flores, paredes cubiertas de azulejos e imitadas ventanas moriscas decoradas con escayola.

—Yo qué sé. ¿Quién está dentro?

—Don Miguelito.

—Bueno, y ¿quién es don Miguelito?

—¡La madre de Dios, pues no es usted cerrao, ni náa! ¿Quién va a ser? ¡El Rey de España! El mismísimo Primo de Rivera. Se ha liado de juerga hoy y ahí está La Caoba con él y unos cuantos cantores. En cuanto se pase la hora del vermut, vamos a cerrar para el público.

—Por eso es por lo que he visto unos cuantos tipos raros fuera.

—La secreta. Él no quiere que la policía vaya detrás de él, pero no puede quitárselos de encima.

Manolo se marchó a atender a otros parroquianos, pero volvió en seguida y comenzó a dar vueltas alrededor de mí.

—¿Qué opinas tú de don Miguelito, Manolo?

—Hum, ¿qué quiere usted que diga? Yo no me meto en política. Es un tío con reaños. Esto es lo que me gusta de él. Pero, mire usted, todos esos señoritingos que andan siempre a su alrededor como moscas a la miel, son una colección de mangantes que ni aun saben beber. Entre los dos, le diré que yo creo que va a acabar mal. Todos estos fulanos no vienen más que a chupar del bote: «Don Miguel, bébase un chato...» y otro y otro. Y al final, yo mismo lo he visto, cuando le tienen caliente, le sacan un contrato para una carretera, para un amigo suyo o un puesto en un ministerio o una recomendación para sabe Dios qué. Pero en cuanto acaben de ordeñar la vaca, la mandan al matadero. Ya lo vera.

Manolo salpicaba su charla con gestos de gitano viejo que está contando la buenaventura.

—Me gustaría verle de cerca —dije.

—¿No le ha visto usted nunca?

—En retrato sólo.

—Espérese usted un poco. Le voy a presentar. Es un tío muy campechano. —Desapareció por un rato y cuando volvió, me dijo al oído—: ¡Venga! —Asomó la cabeza a través de la puerta entreabierta del patio—: Si Su Excelencia da permiso...

—¡Entra, Manolo!

—Pues, aquí lo traigo a este señor, que es un viejo amigo y que quería saludar a Vuestra Excelencia.

—Dile que pase.

Entré en el patio, bastante excitado y confuso, enfrentado con las miradas de todos los de la reunión. El general Primo de Rivera estaba repantigado en un sillón de mimbre y tenía a su lado una mujer de tipo agitanado. En el rincón opuesto había un grupo de gitanos con guitarras y dos muchachas con faralaes. Las mesitas del patio se habían agrupado en el centro para formar una mesa única, grande, que estaba llena de vasos y botellas, y alrededor de ella una colección de hombres y mujeres, los hombres de todas las edades, las mujeres todas jóvenes, menos dos con tipo de alcahuetas.

—¿Cómo está usted? Tome usted alguna cosa —dijo el general.

Era una situación embarazosa. ¿Qué diablos podía yo decirle a este hombre y qué era lo que podía decirme él a mí? Brindar por la dictadura era algo que yo no podía hacer. Decirle algo así como «a su salud» me parecía ridículo. El general me salvó de la dificultad:

—Si quieren ustedes beber buena manzanilla, señores, vayan al Montillano, en Ceuta. Ese hombre sabe lo que es vino.

—Tiene usted razón, mi general —dije espontáneo.

—¡Caramba! ¿Usted conoce el Montillano?

—He sido sargento en Ceuta, mi general, y el general Serrano me invitó alguna vez allí.

—¡Ah, aquéllos eran los buenos tiempos! ¿Cuándo dejó usted Marruecos?

—Hace un año, poco más o menos.

—Bien, bien. ¿Y qué opina usted de Marruecos?

—Es muy difícil para mí decir lo que pienso, mi general. He sido allí un soldado y no me quejo; no me fue muy mal. Otros lo han pasado peor que yo, sin hablar de los que no han vuelto y se han quedado allí bajo tierra.

—No es eso lo que yo le preguntaba. Yo estaba hablando de Marruecos. ¿Debemos abandonarlo o no?

—Ésas son cosas muy altas para mí, mi general.

—Sí, naturalmente, pero yo quiero saber lo que usted piensa. Usted ha estado allí, ¿qué haría usted si estuviera en mi puesto? Dígalo con toda franqueza.

—Pues..., diciendo la verdad —muchas veces he pensado si en aquel momento fui tan atrevido por causa del vino—, yo he servido en filas y he visto mucha miseria y muchas cosas mucho peores que miseria. Creo, mi general, que el hombre que quiera gobernar España debe abandonar Marruecos, que no es más que un matadero.

Manolo, a espaldas mías, puntuó mis frases con una simple exclamación gitana:

—¡Ele!

—El general Primo de Rivera opina lo mismo, muchacho. Y si puede lo hará. Y podrá, aunque el diablo se empeñe.

El general se había medio incorporado de la butaca, pero ahora se dejó caer pesadamente contra el respaldo curvo. La cara paternal se cambió en una de aburrimiento. No dijo nada más.

—Excusen ustedes por haberles interrumpido, señores. ¿Manda usted alguna cosa, mi general?

De pronto la rutina automática del ejército había surgido en mí, ayudándome a salir de la situación. Me daba lástima el viejo que ahora estaba en la silla con la cara de un perro azotado.

—Nada, muchacho. Muchas gracias.

Manolo me acompañó a mi mesa:

—¿Qué opina usted del general? —preguntó—. Es un gran tipo, ¿no?

—Manolo, ¿te das cuenta que me puedo ganar ahora mismo mil pesetas, contando lo que acaba de decir el general? —Me venía a la cabeza una visión de mi interviú en la primera página de los periódicos. Manolo se puso serio:

—¡Por la salud de su madre, don Arturo! No sea usted idiota y vaya a hacer un disparate que nos comprometa a todos, y que le cueste a usted que le metan en la cárcel hasta que le salgan canas. Escuche usted a un viejo que no le ha engañado en su vida. Y me parece que lo mejor que puede usted hacer ahora es marcharse a cenar.

Hasta que yo me uní a la tertulia de la taberna de Serafín, el señor Paco había sido allí la voz cantante. Ahora lo era yo. Podía haberse resentido de que yo le hubiera arrebatado un derecho adquirido en veinte años de discusiones políticas alrededor de la mesa de mármol de la trastienda. Pero con todo su aplomo revolucionario, el señor Paco era un hombre sencillo que se asombraba por todo lo que no conocía.

Lo que él conocía a fondo eran las cuatro paredes de su taller de carpintería, las mil y una clase de maderas que existen bajo el sol, las informaciones de los periódicos de izquierda más rabiosos, sobre todo los satíricos, la topografía de todo el barrio de Lavapiés, y el río Jarama a donde iba a pescar y a bañarse en los veranos.

—El oficio ahora es una vergüenza. A mí deme usted una buena mesa de nogal macizo, y no esas porquerías de pino sin labrar, forradas con una chapita que se llena de bultos con un puchero caliente. O encina. La encina es la mejor madera del mundo. Pero hay que saberla trabajar, si no, la herramienta se escurre como si fuera hierro en vez de madera. Mi maestro, el señor Juan, que Dios tenga en paz, me tuvo serrando encina un año entero, hasta que me harté y un día le tiré la herramienta encima del banco: «¡No sierro más!». Me dio un pescozón, era lo que le daban a un aprendiz entonces y a veces hasta a los oficiales, y me dijo: «Qué, ¿te crees que ya lo sabes todo? Bueno, pues vas a trabajar con la garlopa». Y me dio un cepillo y un tablero de encina para que lo alisara. Me hubiera gustado veros a uno de vosotros allí. La condenada herramienta se atasca en la madera y no corta aunque eches las tripas por la boca. Me costó dos años aprender a cepillar encina y sacar virutas tan finas como papel de fumar. Pero ahora... Sierras con una máquina, cepillas con una máquina y barnizas a máquina. ¡Todo lo más que hay que hacer es serrar unos cachos de pino y pegarles una tapa de caoba y después darle con el pulverizador!

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