La forja de un rebelde (78 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Los viajeros dormitaban o francamente roncaban. Aquello era una historia vieja sin interés. El herrero se calló, se recostó contra el respaldo y comenzó a roncar a su vez. Sólo quedó al lado de la ventanilla un viejo que estaba despierto inmóvil y silencioso, fumando sin cesar. Intenté leer, pero la luz del vagón era una miserable candileja de aceite, que no me dejaba seguir la letra impresa más de dos minutos. Abandoné la lectura y dejé correr libremente mis pensamientos.

Pensaba que mi situación era en un sentido muy similar a la del joven campesino. Todos los eslabones que me unían al mundo en el que había vivido durante los últimos cuatro años estaban rotos; y ahora al volver al mundo que había conocido antes, me iba a encontrar un extraño en él y tendría que forjar nuevos eslabones. Este hombre tenía un par de hombros sólidos y anchos. Ganaría siempre en Madrid el pan que le habían negado en su pueblo, porque, aunque no fuera más, sería capaz de subir maletas de la estación o descargar sacos si no encontraba otra cosa. Contra el hambre —hambre pura—, estaba mejor defendido que yo. Lo único que yo podía hacer era trabajar en una oficina, con el cuello bien planchado y las tripas vacías.

El tren estaba ahora ya en plena meseta castellana y su esqueleto de acero tintineaba monótono. La lamparilla estaba casi ahogada por su propia mecha ya carbonizada; y la brasa del cigarrillo en los labios del viejo, despierto siempre en su rincón, llenaba el compartimento de un silencio tan fino y penetrante como el humo azulado del tabaco dormido en el aire.

Hubiera sido capaz de preguntar al viejo en qué iba pensando.

Yo, ahora, pensaba en la vida y en Dios. Frase por frase iba creando el diálogo que con él tendría un simple campesino de Castilla, muerto a tiros en los campos de África, pidiéndole justicia, justicia seca. Porque yo me sentía, como él, prisionero en esta jaula que es el vivir, una jaula que nosotros no tejemos; y me sentía aterrorizado y a la vez rebelde, como un pájaro:

Estábamos llegando a Aranjuez y comenzaba a amanecer. Un amanecer frío que mordía a través de nuestras ropas de África y helaba los huesos. El humo de los cigarrillos ahora era gris y pesado y llenaba las gargantas de toses. Manzanares y yo le dijimos adiós al soldado, que se quedaba allí esperando el tren para su pueblo; no nos había hablado, no había hecho más que estar sentado, cabeceando su sueño a veces, a veces roncando, las manos posadas siempre sobre las rodillas. Nos bebimos juntos unas tazas de café y unas copas de coñac en la fonda de la estación. El café era espeso como pintura y se pegaba a los labios, pero estaba caliente; el coñac era una mezcla de jarabe y vitriolo, que caía en el estómago como una masa de mercurio, pero después ardía dentro y nos despertó. Compramos una merienda descomunal: una tortilla fría, grande como un pan, chuletas de cordero y dos botellas de vino, y nos volvimos a nuestro compartimento. En dos horas estaríamos en Madrid.

Manzanares tenía las mejillas enrojecidas cuando acabamos de comer. Rebuscó en los bolsillos y contó todo su dinero. Tenía menos de cien pesetas.

—¡Mierda! ¿Qué puedo yo hacer con esto? Lo primero que me hace falta es un traje de paisano y encontrar un sitio donde dormir, al menos hasta que me oriente un poco. —Se quedó mirando las monedas en su mano—. Usted cree que yo estaba durmiendo. Pero no dormía. La herida me despertó. Cuando estoy quieto, siempre empieza a dolerme dentro, hasta que me ahoga. El doctor dice que es que el pulmón se pega a la pleura. Seguramente usted sabe lo que quiere decir, pero yo no. Lo único que sé es que no me deja dormir en paz. Y estaba pensando en esto, en el dinero que me queda. ¿Cómo quieren que sea uno una persona decente con noventa pesetas y un pulmón seco? Y estaba pensando en lo fácil que sería robar una cartera cuando uno está vestido de uniforme. ¿A quién se le va a ocurrir sospechar de un licenciado de África?

—Mira; no seas idiota. Que hayas escapado de África para caer en la cárcel.

—No. Si no es que sea un idiota, es que esto es un callejón sin salida. Ahora ya no puedo ir en uniforme y si me compro un traje de paisano, me quedo sin comer.

—Pero tendrás algún amigo que te deje un poco de dinero...

—Sí. Amigos tengo, pero tan pronto como me arrime a ellos, estoy perdido. Tengo que volver a robar y lo que es peor aún, en un par de horas la policía sabrá que estoy en Madrid. Bueno, yo sé lo que tengo que hacer.

Su cara de granujilla se cortaba ahora por dos hondas líneas que iban desde las aletas de la nariz a las comisuras de los labios, en un gesto duro y cínico que empujaba su labio inferior hacia adelante, como si fuera a escupir a alguien en la cara.

Llegamos a Madrid en un silencio hostil. Mi madre, mi hermana y mi hermano estaban en la estación. Como yo esperaba, tuvimos nuestra escena de abrazos, besos y unas lágrimas de mi madre (a quien yo había comenzado ya a llamar la Abuelilla). Les presenté a Manzanares y le invité a un café con nosotros en la Puerta de Atocha.

—No, señor. Muchas gracias. Usted ha encontrado a los suyos y aquí nos despedimos. ¡Buena suerte! Creo que nunca nos volveremos a encontrar. Usted tiene su camino y yo el mío, y van aparte.

Nos estrecharnos las manos y desapareció. Subimos la cuesta de la estación y Rafael propuso que tomáramos café en el bar Cascorro. Nos sentamos alrededor de una mesa y mientras ellos desayunaban, me agobiaron a preguntas, me repitieron cien veces lo contentos que estaban que hubiera salido del ejército, y me aseguraron que en cuanto descansara unos días, encontraría trabajo sin dificultad. De pronto hubo un revuelo entre las gentes que llenaban el bar. En cada una de las puertas estaba un guardia que no dejaba salir a nadie, y dentro dos policías que iban de uno a otro, pidiendo los documentos y cacheando o preguntando a veces al camarero del mostrador.

—¿Cuánto tiempo hace que está éste aquí?

—Media hora. ¿Qué pasa, don Luis?

—¿Estás seguro que hace media hora? Entonces no va nada contigo. Acaban de robar una cartera con cuatro mil pesetas en la salida de la estación.

Cuando el policía vino a nuestra mesa, miró a mi maleta y dijo:

—¿Licenciado, sargento?

—Sí. Ha terminado mi tiempo en África.

—Enhorabuena de haber escapado sano y salvo. Andamos buscando un sinvergüenza que acaba de robarle la cartera a un viajero, precisamente del tren en que usted ha llegado. Pero no es uno de los habituales, porque todos están vagueando por aquí.

Rafael sacó su cartera para mostrar su cédula personal. El detective hizo un gesto de rechazo:

—No hace falta, muchacho. Ustedes no pueden negar que son hermanos y su uniforme es bastante para mí. Nadie roba carteras cuando acaba de llegar de Marruecos.

Se marchó la policía al fin y se restablecieron los ruidos del bar, más animados aún con los comentarios de lo ocurrido. Entonces apareció Manzanares en la puerta, se acercó al mostrador y pidió una copa de coñac. Me saludó con la mano afectuosamente y a poco el camarero vino a nosotros:

—De parte del soldado que está en el mostrador, que ¿qué quieren ustedes tomar?

Manzanares volvió hacia mí su carilla infantil y me miró con sus ojillos vivos de ratón. Unos ojillos que ahora eran chispeantes y alumbraban la cara abierta en una sonrisa alegre. Acepté la . invitación y levanté el vaso hacia él.

Después salió y se perdió en la gran plaza. Ha sido la última vez que le he visto en mi vida.

Capítulo 8

Golpe de Estado

Una de las primeras cosas que hice fue visitar a mi antiguo sastre, elegir un paño oscuro y tomarme medidas para un traje. Hasta que no pudiera estrenar este uniforme civil, no podía desprenderme del militar y no podía hacer nada. Me fui a la Puerta del Sol, sin otro pensamiento que el de verla una vez más y al mismo tiempo ver si encontraba algún conocido. Porque, tarde o temprano, todo el mundo en Madrid cruza la Puerta del Sol.

—¡Caramba, Barea! ¿Otra vez en Madrid? Yo pensaba que estabas en Marruecos.

—De allí he llegado hoy, don Agustín.

—Me alegro mucho de verte. ¿Has venido con permiso?

—No, cumplido.

—Mejor que mejor. Y ahora, ¿qué vas a hacer?

—Mi oficio, supongo, chupatintas. Es decir, si encuentro trabajo, que parece es una cosa bastante difícil.

—Sí, las cosas están mal... Bueno, te diré, ve a verme a la oficina. No te puedo ofrecer una gran cosa, pero siempre hay un sitio para ti.

Y así me encontré empleado en las oficinas de don Agustín Ungría el mismo día que llegué a Madrid.

Don Agustín tenía una oficina en la plaza de la Encarnación con cincuenta empleados, acomodados en dos inmensos salones sostenidos por columnas de hierro y repletos de mesas de todas las descripciones imaginables. Había viejos pupitres con tapas ruidosas en los que había que trabajar de pie, mesas de ministro que habían perdido el barniz, dos o tres burós con cierre de persiana, cada uno de un color diferente, y una legión incontable de mesas, grandes y chicas, cuadradas, redondas, poligonales u ovaladas. Había sillas con asientos de paja trenzada y patas curvadas, con respaldos y asiento de encina, incómodas y duras, sillones monacales, banquetas redondas y cuadradas y hasta bancos. La firma había comenzado allí mismo, hacía treinta años, con seis empleados. Para cada nuevo empleado que había ido incorporándose hasta llegar a los cincuenta se había comprado una mesa y una silla en cualquier tienda de viejo.

El personal era como el mobiliario, todo él de segunda mano. Tampoco se exigía a más de cuatro empleados el conocer algo más de lo que se necesitaba para rellenar un impreso o hacer una suma. Los salarios eran miserablemente bajos. Había un núcleo de viejos escribientes que ya no tenían donde ir y que se agarraban allí a su vieja mesa, reumáticos y catarrosos. Y había un grupo de jóvenes alborotadores, llenos de protestas, que desaparecían de la noche a la mañana y eran sustituidos por otros de la misma clase. El trabajo en aquella oficina se tomaba únicamente hasta encontrar un nuevo empleo. Los empleados de Madrid la llamaban El Refugio, haciendo alusión al dormitorio gratuito de los sin hogar.

Las actividades de la firma eran también múltiples y complejas, como el mobiliario y el personal. Don Agustín era un agente de negocios. Suministraba informes comerciales, cobraba deudas de personas privadas y del Estado, registraba patentes, dirigía pleitos, y en general se encargaba de hacer todo lo que tuviera que ver con papeles y documentos en las cien oficinas del Estado.

Don Agustín, cabeza y propietario de la firma, tenía sesenta y seis años y parecía haberse escapado de un cuadro del Greco: el cabello, blanco puro, le caía en largas y rizadas guedejas enmarcando una frente noble; su rostro largo, de piel como cera, se alargaba más aún por una barbita puntiaguda, tan blanca como el cabello y el bigote. Pero el arco de sus cejas sobre los ojos vivísimos era recio y pesado, su boca amplia y sensual y su nariz poderosa y graciosamente curvada. El cuerpo parecía pertenecer a otra persona, a un hombre de esqueleto pesado sin una onza de grasa en él. Era el corpachón de un campesino aragonés. Podía aún trabajar treinta horas sin descanso, comerse una gallina asada como postre de una comida de tres platos, o vaciar media docena de botellas de vino. Nadie sabía exactamente el número de sus hijos ilegítimos.

Había ido a Valencia desde un oscuro pueblecillo de Aragón, cuando tenía veinte años. Hasta entonces había trabajado la tierra. En la ciudad aprendió a leer y a escribir. Trabajaba como un jornalero y vivía entre los cargadores del puerto. El rumor decía que su primer dinerillo lo ganó contrabandeando seda y tabaco. De todas maneras, él comenzó a emplear sus ahorros en el negocio de la naranja, prestando dinero a huertanos pequeños a quienes los pagos, con el acostumbrado retraso del comercio, causaban grandes dificultades. Estableció una oficina en Valencia. En sus tratos con los comerciantes de naranja notó que los exportadores extranjeros andaban siempre a la caza de informes comerciales; y cambió su oficina en una oficina de información, explotando su conocimiento íntimo de todas las gentes locales. Más tarde hizo el depósito que exige la ley y se convirtió en un agente de negocios legal. Había muy pocos competidores. Don Agustín prosperó y trasladó su negocio a Madrid.

Trataba a su familia y al personal con las maneras de un déspota patriarcal, y con todo su éxito nunca perdió los valores de su juventud en el pueblecillo zaragozano, donde una simple moneda de plata era riqueza. Honores y condecoraciones tenían para él una atracción irresistible. Por algún servicio que hizo al Estado durante el reinado de Alfonso XII se le había concedido la Orden de Isabel la Católica, y uno de sus mayores placeres era asistir a banquetes vestido de la más rigurosa etiqueta con la placa de la Orden prendida en el pecho. La condecoración era en esmalte con una fina orla de diamantes, pero los empleados la llamábamos «el huevo frito».

No era mísero. Si pagaba sueldos miserables era porque sus instintos eran aún los de un pobre campesino para quien cien pesetas representaban una suma fantástica.

—Cuando yo tenía sus años —le gritaba a uno de los empleados—, ganaba tres pesetas al día, mantenía la mujer y los chicos, tenía una querida y ¡ahorraba! —Después le prestaba cien pesetas al pedigüeño, para sacarle de un apuro, y nunca exigía el pago de la deuda. Una vez me enseñó un grueso legajo—: ¿Tú sabes cuánto me deben mis empleados en préstamos que nunca han pagado, desde que monté la oficina hace cuarenta años? Más de cien mil pesetas. Todo lo tengo anotado aquí. Pero ¡aún no están contentos! Cada día veo caras nuevas en la oficina; los únicos que se quedan son los viejos, que ya no sirven para nada. En fin, no los puedo poner en la calle a los pobres.

Unos pocos años antes, yo había ya trabajado unos meses en la oficina y el Abuelo —como le llamábamos— y yo habíamos simpatizado. Ahora me ofrecía un puesto de confianza. Iba a trabajar con su hijo Alfonso, «que tenía ideas en la cabeza» como él decía y quería extender la tramitación de patentes al extranjero. Tenía ya un secretario inglés y quería que yo trabajara con él, porque conocía francés y podía entendérmelas con los clientes en cuestiones técnicas. La verdad es que don Alfonso tenía una inteligencia extrañamente limitada: aprendía con gran facilidad y recordaba cada cosa aprendida, pero era incapaz del más pequeño esfuerzo creativo. Tenía el título de abogado y podía citar de memoria los más intrincados artículos de cualquier código, pero era incapaz de dar un consejo legal basado en estos mismos artículos. Su francés era excelente y sus traducciones del español al francés también, pero era incapaz de dictar una carta de negocio ordinaria, ni mantener una conversación normal en este idioma. Estaba profundamente interesado en organización industrial, conocía el sistema de Taylor y de Ford en todos sus detalles, pero fracasaba en la organización de su propia oficina.

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