La forja de un rebelde (74 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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El general Burguete era un hombre alto, un poquito barrigudo, pero encorsetado, con un bigote enorme a lo káiser. Inmediatamente mostró que su inclinación hacia el prusianismo no se limitaba al estilo de sus bigotes. Escrutaba a los soldados uno por uno minuciosamente, mientras nos asábamos bajo el sol.

El uniforme de paño azul se usaba raramente en Marruecos, y la mayoría de los hombres lo habían recibido en el último momento de los almacenes del regimiento. Así que el general encontró ocasión sobrada para descubrir faltas en cada detalle de cada pieza del uniforme. Comenzó a gruñir; al poco rato chillaba indignado; los oficiales de cada unidad chillaban a sus subalternos con idéntica indignación, y así sucesivamente, hasta el último hombre en las filas. Entre ochenta o cien quedaron arrestados. La revista se terminó a las once. Cuando ya parecía que era imposible prolongarla más, y esperábamos que nuestras desdichas y nuestros sudores tocaran a su fin, el general decidió que las fuerzas tenían que rendir el tradicional homenaje a la imagen de Nuestra Señora de África, a quien él iba a ofrecer su bastón de mando.

Permanecimos en formación otra hora frente a la iglesia, ensartando rosarios de maldiciones a la patrona y al general. Para final, éste decidió asomarse al balcón de la comandancia general, y desde allí presenciar nuestro desfile en columna de honor. Volvimos al cuartel a las dos. Tuvimos dos casos de insolación y cinco de desmayo. Lo mismo ocurrió con los demás regimientos. El nuevo alto comisario había emprendido bien su carrera.

Ah, ¡pero el general Burguete había venido «a poner orden en Marruecos»! La misma tarde se paseaba por las calles de Ceuta, arrestando soldados a diestro y siniestro. Se presentaban en grupos en los cuerpos de guardia. Los oficiales comenzaron a llegar después. El ejército de Marruecos tenía su manera peculiar de vestir y de comportarse en la calle, y esta manera era indudablemente diferente de la que se usaba en Madrid. Pero el general Burguete pretendía que los soldados de Marruecos, con sus uniformes descoloridos por el sol y con todas las huellas de la vida de campamento encima, aparecieran como los soldados de guarnición en Madrid en tarde de domingo.

Uno de ellos le replicó ásperamente:

—No tengo otra cosa, mi general. No tengo más que estos harapos, y piojos en cada costura, porque no me dan otra cosa.

—Todo el que no tenga un uniforme decente, debe quedarse en el cuartel. Preséntese al oficial de guardia de su regimiento.

—Franco puede ser hermano suyo —me dijo Sanchiz, cuando le conté la historia—. Ya verás cuando venga a Ceuta.

Burguete entabló negociaciones inmediatas con el Raisuni. De un día al otro, el Raisuni, que estaba cercado en Tazarut a la merced del Gobierno español, se convirtió en un personaje importante: se le restauraron sus honores principescos, se le pagó una importante indemnización, y las tropas se retiraron del yébel Alam. Más tarde, el cabecilla comenzó a hacer indicaciones acerca de los oficiales españoles o nativos que deberían destituirse porque no le eran simpáticos. Los Ingenieros no estaban afectados por estas intrigas, pero la repercusión en otras unidades fue gravísima.

—Las cosas se están poniendo serias, chico —me dijo Sanchiz un día. A él le llegaban más noticias en la oficina del Tercio que a mí en la mía—. Tú sabes que nuestros oficiales están en muy buenas relaciones con los de Regulares. Al fin y al cabo, la mayoría de ellos habían servido con las unidades moras antes de venirse con nosotros. Como Franco. Y ahora, Burguete está despidiendo gente, según dicen, de acuerdo con una lista que le ha dado el Raisuni. Y algunos de los nuestros quieren rebelarse. Bien, yo creo que es una cochinería el poner al granuja ese del Raisuni en andas, después de los miles de muertos que nos ha costado. Yo no sé lo que Franco va a hacer. Dicen que está verdaderamente furioso y que ha hecho una protesta. Pero lo que sí puedo decirte es una cosa: si quiere levantar la Legión, nos vamos detrás de él como un solo hombre y te advierto que la cosa sería un poco más seria de lo que puede imaginarse.

Sin embargo, lo que estaba pasando no era una política personal de Burguete, sino del Gobierno de Madrid. Quería atraerse al Raisuni, para tener las manos libres con Abd—el—Krim y terminar el conflicto de una manera o de otra. Al mismo tiempo, seguían negociaciones de paz con Abd—el—Krim y negociaciones para el rescate de los prisioneros que tenía.

Era simplemente una renovación de la tradicional política seguida en Marruecos: la política de soborno de los jefes de kábila que eran bastante fuertes para enfrentarse con el ejército. Se sobornaba al Raisuni, y se tenían esperanzas de sobornar a Abd—el—Krim. Se estaban repatriando las fuerzas expedicionarias. El país estaba en la mayor ignorancia de lo que se tramaba, pero nosotros en Marruecos estábamos tensos y comenzaban a formarse facciones en el ejército.

El ejército contenía dentro de sí tres grandes núcleos. Dejando aparte los pocos que estaban en contra de la aventura marroquí en un sentido general, la parte del Gobierno la tomaban abiertamente todos los que querían estar tranquilos y vivir a gusto en una guarnición provinciana que tenía un sobresueldo de guerra. Pero estaban allí los veteranos de África, interesados sólo en la vuelta de los tiempos felices en que sin mucho riesgo se podía robar a manos llenas. Y por último estaban los «heroicos», que se llenaban la boca del honor de España, del honor de la monarquía y del honor de la nación, que sólo se podían salvar con guerra a toda costa.

Entre los «heroicos» estaba el nuevo jefe del Tercio. Y el Tercio crecía rápidamente como un Estado dentro del Estado, como un cáncer dentro del ejército. Franco no estaba contento con su ascenso y su carrera brillante. Necesitaba guerra. Y ahora tenía en sus manos el Tercio, un instrumento de guerra. Hasta el último de los soldados del Tercio compartía esta creencia y se sentía absolutamente independiente del resto del ejército español, como si fuera de una raza aparte. Formaban su sociedad aparte, voceaban sus hazañas y mostraban su desprecio hacia los demás.

—Nosotros somos los salvadores de Melilla —decían. Y era verdad.

Pero de ser un héroe de esta clase a ser un rebelde —y un fascista—, no hay más que un paso.

Capítulo 6

Adiós a las armas

Un día, el comandante Tabasco me llamó al Despacho y me dio un paquete de hojas manuscritas.

—Haz el favor de copiarme esto a máquina, con tantas copias como puedas. Es una cosa completamente confidencial lo mejor sería que lo hicieras a solas por las tardes.

Me copié largas listas de «miembros» y de «candidatos a miembro»; de proposiciones y de resoluciones. Me tomó algún tiempo llegar a comprender que don José era algo así como una especie de secretario general de las juntas de Oficiales de Ceuta. Aparentemente se planeaba una asamblea de representantes de todas las juntas militares de España para la segunda mitad del año 1923 en Madrid, «pendiente de acontecimientos imprevistos», y don José iba a ir allí como uno de los delegados. Sería fácil organizar la conferencia durante los permisos de vacaciones veraniegas y reunirse representantes de todas las armas, de todas las unidades y de todas las guarniciones:

«No podemos cerrar los ojos a la marcha que los acontecimientos están tomando en el país. Nosotros, los militares, tenemos el deber de servir a la Nación, y el país no puede ir más lejos en este camino desastroso. Estamos en las manos de los revolucionarios ¿Cómo, si no, el Parlamento se atrevería a atacar al jefe supremo del Estado, o cómo podría haber partes del país que pretendan declararse independientes? Es nuestra obligación salir al paso de los acontecimientos...»

Había oído hablar de las juntas —¿qué español no había oído hablar de ellas?—, pero nunca había encontrado a uno de sus miembros. Interesado en saber más, le pregunté ingenuamente a don José:

—Entonces, ¿las juntas están dirigidas por el Gobierno, don José?

—¡Hombre! Eso es lo que el Gobierno quisiera. ¡Ca!, las juntas son independientes. Son los cimientos de la nación.

Puse una cara perfectamente idiota y don José se echó a reír:

—Ya veo que no te das cuenta de lo que está pasando a tu al rededor. Mira, muchacho: España estuvo ya una vez al borde del desastre, en 1917, durante la gran guerra. Los franceses y los ingleses no estaban muy contentos con nuestra neutralidad y trataron de arrastrarnos a la guerra, protegiendo a todos los enemigos de la nación, a los socialistas, a los anarquistas y a los republicanos y masones; hasta lo intentaron con los liberales. Se las arreglaron para convencer al conde de Romanones, que entonces era el presidente. Los socialistas y los anarquistas organizaron una huelga general... Pero tú debes acordarte de aquello, porque ya eras un muchacho.

—Claro que me acuerdo, mi comandante. Pero la huelga general estalló por la subida de los precios y porque el pueblo decía que estábamos mandando fuera todo lo que necesitábamos para vivir. Los trabajadores pedían o una baja en el precio del pan o un aumento en los jornales.

—¡Puah! Eso fue únicamente el pretexto. La verdad era que lo que ellos pretendían era hacer una revolución idéntica a la que entonces comenzaba en Rusia.

—Pero los aliados estaban en contra de la Revolución rusa, mi comandante.

—Tú no entiendes una palabra de esto. Los aliados se volvieron contra los revolucionarios rusos después, cuando los rusos se negaron a seguir luchando por ellos. Les estuvo bien empleado, porque la revolución fue fabricada por los mismos ingleses y franceses. La criada les salió respondona. ¿No te acuerdas cómo los aliados fomentaron la revolución en Alemania?

—¿Así que usted cree que los aliados hicieron la revolución alemana?

—Pues claro, muchacho. ¿Quién, si no? Ciertamente no fueron los alemanes. Estaban bastante deshechos ya los pobres para buscarse más complicaciones. La hicieron los aliados, porque querían destruir a Alemania para siempre. Pero eso es otra historia. De todas maneras, en España Romanones nos quiso meter en la guerra; y como él solo era muy poco, él y sus amigos incitaron a los republicanos y a los obreros para poder así justificar que todo el país quería ayudar a los aliados. Pero había que mostrar a la gentuza que no habían contado con la huéspeda: un gran patriota llamó a todos los oficiales que tenían un sentido del honor, y se habló clarito al Gobierno: «¡O se rompe con la gentuza, o ponemos las tropas en la calle!». Afortunadamente no fue necesario. Pero las juntas siguieron funcionando. Después de todo, habíamos tenido un buen ejemplo de lo que son capaces los malos españoles y no queríamos que nos cogieran descuidados otra vez.

—Me parece recordar que en 1917 el ejército no estaba todo él unido. El mismo Millán Astray se puso en contra de las juntas, ¿no, mi comandante?

—¡Oh, sí! Y hasta nos quería fusilar a todos. Pero Millán Astray no es un militar, es un maníaco. ¿Tú no conoces su historia?

—No, señor.

—Bien. Allá, a fines del siglo, en los noventa, su padre era director de la cárcel Modelo de Madrid. Cuando los prisioneros querían irse de juerguecita, le daban una propina al director y se marchaban libremente toda la noche. Pero ocurrió que un preso, que se llamaba Varela, salió una noche, asesinó a su madre, aplastándole la cabeza, y le robó lo que tenía, con la complicidad de la criada. Cuando la policía descubrió cómo habían pasado las cosas, metieron en la cárcel al viejo Millán Astray. El hijo, que entonces era un chiquillo, se volvió loco. Dijo que su padre era inocente y que él mismo iba a restaurar el honor de la familia. Entonces la guerra de Filipinas estaba en su apogeo, y allá se hizo famoso por su bravura. Le ascendieron y pusieron al padre en libertad, pero esto no curó al hijo. En 1917 ametralló a los obreros en huelga, y nos hubiera ametrallado a nosotros también.

—Y ahora las juntas quieren evitar que Millán Astray se subleve.

—No, las juntas no se preocupan de pequeñeces. Lo que nosotros queremos es evitar que las cosas sigan como van. Estamos al borde de una revolución. La plebe se las ha manejado para hacerle al Rey responsable de cada cosa que ha pasado en Marruecos. Intentan proclamar la República y hacernos abandonar Marruecos. Los ingleses estarían encantados. Se establecerían ellos mismos en Ceuta y se saludarían de una a otra orilla. Pero las cosas no les van a salir tan fáciles.

—Entonces, ¿usted cree que el general Picasso
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está en combinación con toda esa gente?

—El general Picasso es un pobre infeliz que no ve más allá de sus narices. Le han echado arena en los ojos y se traga cada historia que le cuentan. ¡Como si los papeles, que se supone haber encontrado en la mesa de Silvestre, fuera posible, si hubieran existido, que Silvestre los dejara a la vista de cualquiera! No importa, todos esos trucos no conducen a nada, porque para eso estamos nosotros. Y si es necesario un pronunciamiento, lo habrá.

Me era un poco difícil comprender lo que quería decir. ¿Un pronunciamiento? ¿Contra quién? ¿Por qué? ¿Por una vuelta a los tiempos de Fernando VII o de Isabel II, cuando los generales regían el país?

Hablé de ello con Sanchiz y se echó a reír:

—Está bien que toda esa gente charle, pero no han contado con Franco, ni con nosotros. Pasará lo que el Tercio quiera que pase; ya lo verás.

Me encontré más confundido aún y al mismo tiempo inquieto. Unos pocos días más tarde hablé al capitán Barberán, nuestro capitán cajero, quien yo sabía era diferente a los otros.

Había una especie de camaradería entre el capitán y yo, desde que un día me encontró dibujando un mapa de Marruecos, cuando era cabo en la oficina. Él mismo se encerraba cada tarde en su despacho para estudiar y hacer cálculos. Aquel día vino a mi mesa, miró lo que hacía, lo criticó y corrigió y comenzó a enseñarme topografía. De vez en cuando me llevaba a las canteras de Benzú para hacer prácticas de campo, mientras él hacía sus experimentos con algunos aparatos eléctricos extraños, en tanto que yo levantaba los croquis. Al cabo de un tiem—po, me explicó lo que estaba haciendo. Él era un piloto de aviación y estaba haciendo estudios en navegación aérea. Existía un nuevo método de orientación, que no era conocido de media docena de personas en España; era muy complicado de explicar, pero, contado en dos palabras, consistía en guiarse por ondas radioeléctricas. Ahora estaba trabajando en ello, porque «unos pocos amigos y yo tenemos un proyecto: queremos volar a América».

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