La forja de un rebelde (75 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Estaba obsesionado con volar, y supongo que me contó la historia, simplemente porque yo no me cansaba de escuchar sus disertaciones técnicas. El capitán Barberán era un hombre pequeño y vivaracho, con ojos febriles tras las gafas, prematuramente calvo, silencioso y retraído. Sus relaciones con los otros oficiales eran restringidas; nunca tomaba parte en sus juergas y vivía una vida de recluso. Parecía un fraile ascético vestido de uniforme.

No me hubiera atrevido a hablar al capitán Barberán de problemas políticos. Pero unos pocos días después de haberme tropezado con las juntas en nuestra reducida vida de guarnición, él mismo me dio la ocasión de ello, comenzando como siempre con su obsesión:

—Claro que se arriesga la vida volando. Pero al menos se arriesga por algo grande. —Se rió con una risilla nerviosa—. Realmente, yo soy un ambicioso. Ya se han hecho vuelos transatlánticos, pero nosotros, los españoles, tenemos el deber de volar a Suramérica. Tenemos tantas obligaciones...

Estábamos recostados en el parapeto de la terraza del cuartel, que domina el conjunto del estrecho de Gibraltar. El capitán Barberán se inclinó sobre el telémetro y ajustó los tornillos. Se quedó mirando un largo rato a través de los oculares. Cuando se enderezó, dijo:

—Ésta es otra de las cosas que tenemos que hacer. El Peñón es un trozo de tierra española que tenemos que rescatar... ¿Qué opinas tú de esta guerra?

—Mi capitán, yo no tengo opinión.

—Todo el mundo tiene opiniones. No te acuerdes de que soy un capitán.

—Pues..., en mi opinión..., creo que Marruecos es un mal asunto para España.

—¡Caramba! Un mal asunto. Así en rotundo. ¿Y de quién crees tú que es la culpa?

—De mucha gente. Primero, de los que hicieron el tratado de Algeciras. Por un lado, el Gobierno de España quería algo que permitiera al ejército borrar las derrotas de Cuba y Filipinas, y a la vez diera una manera de vivir a los generales. Por otro lado, estaba Inglaterra interesada en no tener frente a frente en el Estrecho otra potencia, ni aunque fuera Francia. Y Alemania tampoco quería a Francia en el Estrecho. Entre todos, nos metieron en el lío. Mientras nos estemos peleando con este problema de Marruecos, ni somos ni seremos una potencia en Europa. Tal vez nos ha salvado de la gran guerra, pero nos ha arruinado como nación.

—¡Hum! ¡Vaya unas teorías que te has formado! Aunque hay algo de verdad en ellas. ¿Tú sabes que Inglaterra no nos permite fortificar Ceuta o Sierra Carbonera? Todavía están allí las viejas baterías Ordóñez de 1868, y en algunos sitios hasta cañones de bronce.

—Pero ¿quién ha estado suministrando a los moros municiones, desde que comenzó el ataque en Melilla hace veinte años? Los fusiles son franceses y los cartuchos también. Pero este tráfico sirve a los intereses de nuestra propia gente; ¿por qué negarlo, mi capitán? Una vez, en Kudia Tahar, escuché una conversación por teléfono entre el general Berenguer y el general Marzo. El general Marzo había realizado una operación para establecer unos cuantos blocaos y una posición fortificada. Y pasó que yo estaba con el telegrafista que hizo la conexión con el cuartel general. Preguntó el general Berenguer: «¿Qué, cómo lo habéis pasado?». «Muy mal, viejo», dijo el general Marzo. «¿Pues qué ha pasado? ¿Habéis tenido muchas bajas?» «No. Lo que ha pasado es que esos cabrones no han disparado un solo tiro contra nosotros; y así no se va a ninguna parte.» Y ahora hacemos la paz con el Raisuni, dándole todos los honores, y tratamos de hacer lo mismo con Abd—el—Krim, porque las cosas se han puesto feas. Una guerra de verdad no le conviene a cierta gente, porque puede terminar con una verdadera conquista y con una pacificación final de las kábilas. Y esto sería matar la gallina de los huevos de oro.

—Entonces, ¿tú crees que deberíamos o conquistar la zona de una vez o abandonar Marruecos?

—Sí, señor. Evacuarlo. Yo creo que nos deberíamos dirigir a las potencias que nos hicieron el encarguito, y decirles: «Señores, aquí lo tienen ustedes y compónganselas como quieran». Y creo que tres cuartas partes del pueblo español cree lo mismo. Menos los militares de carrera, claro.

—Bien, no sé; unos pocos en el ejército estarían de acuerdo contigo. En fin, ya veremos en qué acaba todo esto...

De improviso apareció un nuevo personaje en las cabeceras de los periódicos: Horacio Echevarrieta, uno de los magnates de la minería española. Era un amigo de Abd—el—Krim y se ofrecía a ir a verle en el corazón del Rif y negociar con él el rescate de los prisioneros. Las gentes aclamaban entusiasmadas la idea; Echevarrieta aparecía como un salvador. Los oficiales del ejército en Marruecos protestaron: «Sería una intolerable desgracia. A los prisioneros había que liberarlos a bayonetazos». Pero el Gobierno soportó el proyecto y Echevarrieta logró el rescate de los prisioneros, a cambio de unos cuatro millones de pesetas.

El comandante Tabasco se paseaba furioso en su despacho:

—Esto es una indecencia. ¡Como si nosotros no existiéramos! El ejército ya no cuenta para nada. Naturalmente, Echevarrieta es un buen amigo de los Mannesmann, y lobos a lobos no muerden.

Honradamente, yo estaba un poco desconcertado por la ira del mayor. A mí me parecía magnífico que alguien hubiera rescatado a unos centenares de españoles de una esclavitud tan mala como la de la Edad Media. Sabía, sin embargo, que no podía discutir el problema con mi jefe y que lo mejor era hacerse el sordo y el mudo. Pero Tabasco necesitaba una audiencia que respondiera a su peroración:

—¿Qué estás ahí, haciendo caras? ¿No sabes quién es Echevarrieta?

—No sé más que lo que todo el mundo sabe, que es un millonario de Bilbao y que conoce a Abd—el—Krim de cuando estudiaron juntos en la Escuela de Minas; y eso porque lo han contado los periódicos.

—Ya, ya, muy bonito. Lo que es, es un estafador y un granuja. Un amigo de Prieto, el socialista millonario; un granuja, eso es lo que es. ¿Tú no te has enterado aún que Abd—el—Krim tiene algunas minas extremadamente ricas en el Rif, y que esas minas son en realidad de Echevarrieta? Aquí tienes cuál es la verdadera amistad de esos dos.

—Es la primera vez que oigo eso, mi comandante.

—Y no me choca. Esas son las cosas que las gentes que quieren que abandonemos Marruecos no van a contarte. ¡Esas gentes que quieren hacerle a Abd—el—Krim sultán de la República del Rif! Escucha: dos hermanos alemanes, los Mannesmann, encontraron que en el Rif había minas de hierro y de algo más, manganeso o no sé qué. Y cuando Abd—el—Krim, el padre del actual, era jefe de Beni—Urriaguel, se fueron a verle y le sacaron una concesión. Esto pasó hace veinte años. Naturalmente, no podíamos conformarnos con este despojo, y entonces los hermanos Mannesmann promovieron la guerra de 1909 contra nosotros. Y Abd—el—Krim padre trató de destruir nuestras minas. Le tuvimos que sentar la mano y hasta metimos en presidio a uno de los hijos de Abd—el—Krim que se había establecido en Melilla y fundado un periódico. Cuando los alemanes vieron que su negocio se convertía en nada, arreglaron las cosas con Echevarrieta. Compró su concesión por una miseria y después hizo un convenio con Abd—el—Krim, el hijo. Juntos pidieron la firma del sultán reconociendo la concesión. Sí, muchacho, las gentes dicen que nosotros tenemos la culpa de todo lo que pasa; pero nadie os cuenta que en 1920 el sultán decidió que la concesión no era válida. Y esto es lo que ahora estamos pagando. Es el colmo de la impudencia, que uno de esos mismos hombres que han provocado el conflicto vaya ahora a visitar a su cómplice y a llevarle cuatro millones de regalo a costa del pueblo español. ¡Me puedo imaginar lo que se habrán reído los dos granujas, repartiéndose el dinero! ¡Vaya una mina que han encontrado! Bueno, no les va a durar mucho.

Cuando le conté a Sanchiz esta explosión, me dijo:

—Se le ha olvidado decirte que el hombre que anda ahora detrás de las minas es el conde de Romanones. Él es el propietario de todas las minas del Rif.

—Eso dicen los periódicos.

—Y lo creo. Los generales y los millonarios siempre se ponen de acuerdo. Los generales, porque no quieren perder sus ingresos, y los millonarios, porque quieren aumentar los suyos. Pero a mí me da igual. Que me peguen un tiro y me dejen seco, y los políticos se pueden ir juntos a la mierda.

—A ti te dará igual, pero a mí, no —le dije—. Yo creo que deberíamos acabar con Marruecos de una manera o de otra. Al menos así no matarían a gente que no quiere que la maten. Si tú quieres, os pueden dejar aquí a ti y a tu Tercio, y regalaros Marruecos.

—No sería mala idea. Pero ¿qué iban a hacer entonces los generales? ¿Y todos los que chupan aquí? ¿Los ibas a meter en el Tercio con nosotros? No seas idiota, hombre. El día que se termine Marruecos, habrá que encontrar otra guerra para los generales o, si no, la inventarán ellos. Y si las cosas se ponen muy mal, acabarán haciéndose la guerra entre ellos mismos, igual que hace cien años.

Entre tanto se iba aproximando la fecha en que expiraba mi tiempo de servicio militar y en la cual tendría el derecho de licenciarme. La situación financiera de mi familia estaba muy mal. Mi hermano Rafael estaba sin trabajo por haberse terminado la liquidación de la Panificadora. Sus cartas explicaban la imposibilidad de encontrar un empleo; no sólo había muy pocas vacantes, sino que los sueldos habían descendido enormemente. Los bien pagados no ganaban más de 150 pesetas al mes. Mi madre y mi hermana estaban viviendo de los ahorros y de las pequeñas ganancias de la frutería. Pero si las cosas seguían igual, tendrían que cerrar la tienda. Indudablemente, yo no tenía el derecho de presentarme allí y ser una carga más.

Sin embargo, sabía que tenía que abandonar el ejército. La decisión era cada vez mayor dentro de mí, o la había tenido siempre. Encontraba intolerable el ambiente del cuartel, mucho más ahora que estaba cargado de tensión. Me daba cuenta de que no podía sostener mucho tiempo mi situación equívoca, ni bailar en la cuerda floja, sin estrellarme un día. Hasta entonces había logrado no mezclarme en negocios sucios, sin chocar con los otros, gracias a que Cárdenas estaba más que dispuesto, bajo pretexto de ayudarme, a encargarse de liquidar las cuentas mensuales. Se resistía a perder los ingresos de la oficina de Mayoría y seguía firmando como antes, primero con la excusa de mi ignorancia y después con la de que el nuevo coronel con sus interferencias había creado dificultades, que sólo podía evitar uno con práctica. Pero ahora ya comenzaba a pensar que era hora de que yo me convirtiera en una pieza del mecanismo, y me repetía más a menudo:

—En lo sucesivo le voy a dejar en las manos todo esto, porque la verdad es que le estoy quitando la oportunidad.

—¡Bah! No se apure —le replicaba yo—. Me queda tiempo de sobra, y vale más que no haga ahora un desaguisado y me meta en un lío por unas pocas pesetas.

Hasta entonces, Cárdenas me daba quinientas pesetas de su bolsillo. Nunca he sabido cuánto se guardaba, ni tampoco llegué a entrar en el secreto de las cuentas entre él y el comandante mayor; pero aunque éste odiaba la idea de perder al hombre que había sido el depositario de sus secretos durante ocho años, era indudable que Cárdenas no podía continuar para siempre. Tarde o temprano, me vería forzado a firmar una cuenta o un recibo con una historia sucia detrás. Ambos, el comandante y Cárdenas, estaban seguros de que yo me iba a reenganchar y quedarme en tan provechoso puesto; de otra forma nunca me hubieran puesto allí; y yo me había cuidado muy bien de no desengañarlos. Pero ahora estaba en un callejón sin salida. No había más que dos alternativas clarísimas o me licenciaba y corría el riesgo del hambre, o me quedaba y podía decirle adiós a mi vida propia.

Comencé a escribir cartas a casi cada persona que conocía en España, y las respuestas eran descorazonadoras: familiares y amigos me decían que no fuera un loco y que me quedara en el ejército. En él tenía mi carrera asegurada: ¿qué más quería?

Escribí a mí madre, explicándole la situación y pidiéndole consejo. «Haz lo que quieras», me contestó. «Las cosas van malamente aquí, pero donde comen tres, comen cuatro. Yo, por mí, me alegraría verte fuera del cuartel y tengo la seguridad de que saldrás adelante, aunque las cosas sean difíciles al principio.»

Con este consejo me decidí. Después de licenciarme, tendría aún dinero bastante para sostenerme tres o cuatro meses, y en este tiempo pueden pasar muchas cosas. Pero me rompía la cabeza pensando cómo iba a decirle al comandante que me marchaba, sin enfadarle y sin herirle después de lo que había hecho por mí. Y como a veces pasa, esta última dificultad la arregló el destino.

Caí enfermo de la noche a la mañana con una fiebre reumática aguda. Mi experiencia en Tetuán me hacía odioso el hospital y logré convencer al médico del regimiento que me dejara en el cuartel. Era un capitán joven, amistoso y locuaz, pero no muy interesado en su profesión, y me rellenó el cuerpo de salicilato y de morfina. Un día se sentó a la cabecera de mi cama:

—Bueno, ahora ya va usted estando mejor; un poquito débil, ¿no? De todas formas, no es usted muy fuerte. La culpa es de este cochino clima; el calor y la humedad no van con usted, amigo. Debería irse a España y vivir allí en un sitio alto y seco.

Cogí mi oportunidad instantáneamente:

—Para decirle la verdad, mi capitán, me he llevado un susto. Es la segunda vez que las he visto negras en África. Pero hay otra cuestión: en un mes tengo que decidirme si me reengancho o no. Naturalmente, yo querría quedarme en el cuartel, porque aquí tengo la vida asegurada, pero estoy mucho más interesado en salvar el pellejo. Lo que no sé es lo que el comandante va a decir, si le digo que me voy.

—Decídase usted y deje de mi cuenta al comandante. Mi consejo es que se licencie. Usted no tiene el corazón muy fuerte y estos ataques siempre repercuten allí y producen complicadones; hasta es posible que ya no sea usted útil para el servicio militar. Yo le hablaré al comandante.

Efectivamente le habló, porque el comandante vino a verme.

—¿Qué, cómo vamos?

—Mucho mejor, mi comandante. En dos o tres días creo que me levantaré.

—Bien, pero no te des mucha prisa. El doctor me ha dicho que no eres lo bastante fuerte para aguantar este clima. ¿Qué piensas hacer?

—Para decir la verdad, mi comandante, estaba pensando en licenciarme, porque el pedir el traslado a la Península no me conviene mucho. Usted sabe que yo no tengo mucha vocación militar y la paga de sargento en España es mucho menos que lo que yo puedo ganar... Claro es que estoy dispuesto a quedarme aquí, hasta que encuentre usted otro y esté enterado de las cosas.

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