En cuanto a Pierre Rougon, había echado barriga; se había convertido en un respetabilísimo burgués, a quien sólo le faltaban grandes rentas para parecer totalmente digno. Su cara abotagada y pálida, su pesadez, su aire amodorrado, parecían rezumar dinero. Un día había oído decir a un campesino que no lo conocía: «Ese gordo es un ricachón; ¡vamos, no le preocupa su cena!», reflexión que le había llegado al alma, pues consideraba una burla atroz haber seguido siendo un pobre diablo, al tiempo que adquiría las grasas y la gravedad satisfecha de un millonario. Cuando se afeitaba, los domingos, ante un espejito de veinticinco céntimos colgado en la falleba de una ventana, se decía que, con traje y corbata blanca, haría mejor papel en casa del subprefecto que este o aquel funcionario de Plassans. Este hijo de campesino que había perdido el color con los desvelos del comercio, grueso por la vida sedentaria, ocultando sus apetitos rencorosos bajo la placidez natural de sus rasgos, tenía en efecto el aire nulo y solemne, la imbécil rigidez que afecta un hombre en un salón oficial. Pretendían que su mujer lo trataba a la baqueta, y se equivocaban. Era de una testarudez de bruto; ante una voluntad ajena, netamente formulada, se habría encolerizado con violencia hasta golpear a la gente. Pero Félicité era demasiado flexible para oponerse a él; la naturaleza viva, mariposeante de esta enana no tenía como táctica chocar de frente con los obstáculos; cuando quería obtener algo de su marido o empujarlo por el camino que creía mejor, le rodeaba con sus vuelos bruscos de cigarra, le pinchaba por todos los lados, volvía a la carga cien veces, hasta que él cedía, sin darse demasiada cuenta. Pierre notaba, además, que era más inteligente que él y soportaba con bastante paciencia sus consejos. Félicité, más pesada que una mosca, hacía a veces todas sus tareas zumbando en las orejas de Pierre. Cosa rara, los esposos casi nunca se echaban en cara su fracaso. Sólo la cuestión de la instrucción de los hijos desencadenaba tempestades en la pareja.
La revolución de 1848 encontró, pues, a todos los Rougon en estado de alerta, exasperados por su mala suerte y dispuestos a violar a la fortuna si alguna vez la encontraban en el recodo de un sendero. Era una familia de salteadores al acecho, listos para atracar a los acontecimientos. Eugène vigilaba París; Aristide soñaba con degollar Plassans; el padre y la madre, quizá los más ávidos, contaban con trabajar por su cuenta y beneficiarse además de la tarea de sus hijos; sólo Pascal, ese discreto amante de la ciencia, llevaba la hermosa vida indiferente de un enamorado, en su casita soleada de la ciudad nueva.
En Plassans, esta ciudad cerrada donde la división de clases se hallaba tan netamente marcada en 1848, la repercusión de los acontecimientos políticos era muy sorda. Incluso hoy día, la voz del pueblo se ahoga allí; la burguesía aporta su prudencia, la nobleza su muda desesperación, el clero su fina hipocresía. Aunque los reyes se roben un trono o se funden repúblicas, la ciudad apenas se agita. En Plassans duermen cuando en París luchan. Pero, por muy calma e indiferente que aparezca la superficie, hay, en el fondo, un laboreo oculto muy curioso de estudiar. Si los disparos de fusil son raros en las calles, las intrigas devoran los salones de la ciudad nueva y del barrio de San Marcos. Hasta 1830, el pueblo no contó. Todavía hoy se obra como si no existiera. Todo pasa entre el clero, la nobleza y la burguesía. Los sacerdotes, muy numerosos, dan el tono a la política del lugar; son minas subterráneas, golpes en la sombra, una táctica sabia y temerosa que apenas permite dar un paso hacia delante o hacia atrás cada diez años. Estas luchas secretas de hombres que quieren ante todo evitar el ruido exigen una finura particular, una aptitud para las cosas pequeñas, una paciencia de gente desprovista de pasiones. Y así es como la lentitud provinciana, de la que se burlan de buena gana en París, está llena de traiciones, de palos taimados, de derrotas y victorias ocultas. Esos bonachones, sobre todo cuando sus intereses están en juego, matan a domicilio, a papirotazos, como nosotros matamos a cañonazos, en la plaza pública.
La historia política de Plassans, al igual que la de todas las pequeñas ciudades de Provenza, ofrece una curiosa particularidad. Hasta 1830, los habitantes siguieron siendo católicos practicantes y fervientes monárquicos; el propio pueblo no quería saber sino de Dios y de sus reyes legítimos. Después se produjo un extraño viraje; la fe desapareció, la población obrera y burguesa, desertando de la causa de la legitimidad, se entregó poco a poco al gran movimiento democrático de nuestra época. Cuando la revolución de 1848 estalló, la nobleza y el clero se encontraron solos para trabajar por el triunfo de Enrique V
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. Durante mucho tiempo habían mirado el advenimiento de los Orleáns como un ensayo ridículo que tarde o temprano haría volver a los Borbones; aunque sus esperanzas estuvieran singularmente quebrantadas, no por ello dejaron de entablar la lucha, escandalizados por la defección de sus antiguos fieles y esforzándose por atraérselos de nuevo. El barrio de San Marcos, ayudado por todas las parroquias, puso manos a la obra. En la burguesía, y sobre todo en el pueblo, el entusiasmo fue grande inmediatamente después de las jornadas de febrero; aquellos aprendices de republicanos tenían prisa por gastar su fiebre revolucionaria. Mas para los rentistas de la ciudad nueva, aquel hermoso fuego tuvo el brillo y la duración de un fuego de paja. Los pequeños propietarios, los comerciantes retirados, los que habían dormido a pierna suelta o redondeado sus fortunas bajo la monarquía, se vieron pronto asaltados por el pánico; la república, con su vida de sacudidas, hizo que temblaran por sus cajas y por su cara existencia de egoístas. Por ello, cuando se declaró la reacción clerical de 1849, casi toda la burguesía de Plassans se pasó al partido conservador. Fue recibida con los brazos abiertos. Jamás la ciudad nueva había mantenido relaciones tan estrechas con el barrio de San Marcos; ciertos nobles hasta llegaron a darles la mano a abogados y a ex comerciantes de aceite. Esta familiaridad inesperada entusiasmó al barrio nuevo, que entabló, desde entonces, una encarnizada guerra contra el gobierno republicano. Para estimular tal acercamiento, el clero tuvo que gastar tesoros de habilidad y paciencia. En el fondo, la nobleza de Plassans se encontraba sumida, como una moribunda, en una invencible postración; conservaba la fe, pero estaba aquejada del sueño de la tierra, prefería no actuar, dejar obrar al Cielo; de buena gana habría protestado con su mero silencio, sintiendo acaso vagamente que sus dioses estaban muertos y que lo único que le cabía era reunirse con ellos. Incluso en esa época de trastornos, cuando la catástrofe de 1848 pudo darle por un instante esperanzas del regreso de los Borbones, se mostró embotada, indiferente, hablando de arrojarse a la refriega y no abandonando sino a regañadientes su rincón junto al fuego. El clero combatió sin descanso ese sentimiento de impotencia y de resignación. Puso en ello una especie de pasión. Un sacerdote, cuando está desesperado, lucha más duramente; toda la política de la Iglesia consiste en seguir su camino, sea como sea, relegando el éxito de sus proyectos a varios siglos después, si es necesario, pero sin perder una hora, lanzándose siempre hacia delante, con un esfuerzo continuo. Fue, pues, el clero el que, en Plassans, dirigió a la reacción. La nobleza fue su testaferro, sin más; se ocultó tras ella, la reprendió, la dirigió, consiguió incluso devolverle una vida ficticia. Cuando la hubo inducido a vencer su repugnancia hasta el punto de hacer causa común con la burguesía, se creyó seguro de la victoria. El terreno estaba maravillosamente preparado; aquella antigua ciudad monárquica, aquella población de burgueses apacibles y de comerciantes cobardes debía alinearse fatalmente, tarde o temprano, en el partido del orden. El clero, con su sabia táctica, apresuró la conversión. Tras haberse ganado a los propietarios de la ciudad nueva, supo incluso convencer a los pequeños detallistas del barrio viejo. A partir de entonces, la reacción fue la dueña de la ciudad. Todas las opiniones estaban representadas en esta reacción; jamás se vio una mezcla semejante de liberales avinagrados, de legitimistas, de orleanistas, de bonapartistas, de clericales. Pero poco importaba, en aquel entonces. Se trataba únicamente de matar a la República. Y la República agonizaba. Una fracción del pueblo, un millar de obreros a lo sumo, de las diez mil almas de la ciudad, saludaban aún al árbol de la libertad, plantado en medio de la plaza de la Subprefectura.
Los más finos políticos de Plassans, los que dirigían el movimiento reaccionario, sólo presintieron el imperio bastante tarde. La popularidad del príncipe Luis Napoleón les pareció un capricho pasajero de la multitud que sería fácil de desbaratar. La propia persona del príncipe les inspiraba muy poca admiración. Lo consideraban una nulidad, un chiflado, incapaz de manejar Francia y sobre todo de mantenerse en el poder. Para ellos, no era sino un instrumento del que pensaban servirse, que despejaría el terreno y a quien pondrían en la puerta, cuando llegara la hora en que debía aparecer el verdadero pretendiente. Sin embargo, a medida que transcurrían los meses se iban inquietando. Sólo entonces tuvieron una vaga conciencia de ser víctimas de un engaño. Pero no les dejaron tiempo de tomar una decisión; el golpe de Estado estalló sobre sus cabezas, y tuvieron que aplaudir. La gran impura, la República, acababa de ser asesinada. Era un triunfo, de todas formas. El clero y la nobleza aceptaron los hechos con resignación, dejando para más adelante la realización de sus esperanzas, y se vengaron de su chasco uniéndose a los bonapartistas para aplastar a los últimos republicanos.
Estos acontecimientos cimentaron la fortuna de los Rougon. Mezclados en las diversas fases de la crisis, se engrandecieron sobre las ruinas de la libertad. Fue a la República a quien robaron aquellos salteadores al acecho; después de que fue degollada, ayudaron a desvalijarla.
Al día siguiente de las jornadas de febrero, Felicité, el olfato más fino de la familia, comprendió que estaban por fin sobre la buena pista. Empezó a girar en torno a su marido, a aguijonearlo para que se moviera. Los primeros rumores de revolución habían asustado a Pierre. Cuando su mujer le hubo hecho entender que tenían poco que perder y mucho que ganar con los cambios, se adhirió en seguida a su opinión.
—No sé lo que puedes hacer —repetía Felicité—, pero me parece que hay algo que hacer. ¿No nos decía el señor de Carnavant, el otro día, que sería rico si alguna vez volvía Enrique V y que este rey recompensaría espléndidamente a quienes hubieran trabajado por su regreso? Quizá nuestra fortuna esté en eso. Ya es hora de tener buena suerte.
El marqués de Carnavant, aquel noble que, según la crónica escandalosa de la ciudad, había conocido íntimamente a la madre de Felicité, iba de vez en cuando, en efecto, a visitar a los esposos. Las malas lenguas pretendían que la señora Rougon se le parecía. Era un hombre bajito, activo, de setenta y cinco años de edad, cuyos rasgos y modales ella parecía haber adquirido, al envejecer. Se contaba que las mujeres le habían devorado los restos de una fortuna ya muy mermada por su padre en la época de la emigración. Por lo demás, él confesaba su pobreza de buen grado. Recogido por uno de sus parientes, el conde de Valqueyras, vivía como un parásito comiendo a la mesa del conde y viviendo en un estrecho aposento situado bajo los tejados de su mansión.
—Pequeña —decía a menudo palmeando las mejillas de Felicité—, si alguna vez Enrique V me devuelve mi fortuna, te nombraré mi heredera.
Felicité tenía cincuenta años y él la llamaba aún «pequeña». La señora Rougon pensaba en esos golpecitos familiares y en esas continuas promesas de herencia cuando empujaba a su marido a la política. A menudo el señor de Carnavant se había quejado amargamente de no poder acudir en su ayuda. No cabía duda de que se conduciría como un padre con ella, el día en que fuera poderoso. Pierre, a quien su mujer explicó la situación con medias palabras, se declaró dispuesto a marchar en el sentido que le indicaran.
La especial posición del marqués lo convirtió, en Plassans, desde los primeros días de la República, en un activo agente del movimiento reaccionario. Aquel hombrecito inquieto, que sólo saldría ganando con el regreso de sus soberanos legítimos, se ocupó con fervor del triunfo de su causa. Mientras que la nobleza rica del barrio de San Marcos se dormía en su muda desesperación, temerosa quizá de comprometerse y de verse de nuevo condenada al exilio, él se valía por varios, hacía propaganda, reclutaba fieles. Fue un arma cuya empuñadura sostenía una mano invisible. A partir de entonces, sus visitas a los Rougon se hicieron cotidianas. Necesitaba un centro de operaciones. Como su pariente, el señor de Valqueyras, le había prohibido introducir a los afiliados en su residencia, había escogido el salón amarillo de Félicité. Por lo demás, no tardó en encontrar en Pierre una valiosa ayuda. Él no podía ir en persona a predicar la causa de la legitimidad a los pequeños detallistas y a los obreros del barrio viejo; lo habrían abucheado. Pierre, en cambio, que había vivido en medio de aquella gente, hablaba su lengua, conocía sus necesidades, conseguía catequizarlos a la chita callando. Se convirtió así en el hombre indispensable. En menos de quince días, los Rougon fueron más papistas que el Papa. El marqués, viendo el celo de Pierre, se había disimulado hábilmente detrás de él. ¿A santo de qué ponerse en evidencia cuando un hombre de fuertes espaldas accede a cargar con todas las tonterías de un partido? Dejó a Pierre pavonearse, hincharse de importancia, hablar como amo, contentándose con retenerlo o con lanzarlo hacia delante, según las necesidades de la causa. Así el ex comerciante de aceite fue pronto un personaje. Por la noche, cuando se encontraban solos, Félicité le decía:
—Adelante, no temas nada. Estamos en el buen camino. Si esto continúa, seremos ricos, tendremos un salón como el del recaudador, y daremos fiestas.
Se había formado en casa de los Rougon un núcleo de conservadores que se reunían todas las tardes en el salón amarillo para despotricar contra la República.
Había allí tres o cuatro negociantes retirados que temblaban por sus rentas, y que exigían de todo corazón un gobierno prudente y fuerte. Un ex comerciante de almendras, concejal del ayuntamiento, Isidore Granoux, era como el jefe de ese grupo. Su boca de hocico de liebre, hendida a cinco o seis centímetros de la nariz, sus ojos redondos, su pinta a la vez satisfecha y atontada, le asemejaban a un ganso cebado que digiere entre un saludable temor al cocinero. Hablaba poco, pues no podía encontrar las palabras; sólo escuchaba cuando se acusaba a los republicanos de querer saquear las casas de los ricos, contentándose entonces con ponerse rojo hasta que temían una apoplejía, y con murmurar invectivas sordas, en medio de las cuales reaparecían las palabras «holgazanes, criminales, ladrones, asesinos».