La fortuna de los Rougon (14 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—¡La enterraremos, la enterraremos!

Hablaban sin duda de la República. La emoción estuvo a punto de provocarle una crisis de nervios a Félicité. Fue una hermosa velada para el salón amarillo.

Entre tanto, el marqués seguía conservando su misteriosa sonrisa al mirar a Félicité. Aquel viejecito era demasiado fino para no comprender hacia dónde iba Francia. Fue uno de los primeros en olfatear el Imperio. Más adelante, cuando la Asamblea Legislativa se desgastó en vanas querellas, cuando los propios orleanistas y legitimistas aceptaron tácitamente la idea de un golpe de Estado, se dijo que decididamente la partida estaba perdida. Por lo demás, sólo él vio claro. Vuillet notaba, sí, que la causa de Enrique V, defendida por su periódico, se volvía detestable; pero le importaba muy poco; le bastaba con ser una obediente criatura del clero; toda su política tendía a despachar la mayor cantidad posible de rosarios y estampas de santos. En cuanto a Roudier y Granoux, vivían en una pasmada ceguera; no era seguro que tuviesen una opinión; querían comer y dormir en paz, y a eso se limitaban sus aspiraciones políticas. El marqués, tras haber dicho adiós a sus esperanzas, no dejó por eso de acudir regularmente a casa de los Rougon. Se divertía allí. El choque de ambiciones, el despliegue de tontería burguesa, habían acabado por ofrecerle cada tarde un espectáculo de lo más regocijante. Tiritaba ante la idea de encerrarse en su pequeño alojamiento, debido a la caridad del conde de Valqueyras. Con maligna alegría se guardó para sí la convicción de que la hora de los Borbones aún no había llegado. Fingió ceguera, trabajando como en el pasado por el triunfo de la legitimidad, permaneciendo siempre a las órdenes del clero y la nobleza. Desde el primer día, había calado en la nueva táctica de Pierre, y creía que Félicité era su cómplice.

Una tarde que llegó el primero, encontró a la anciana sola en la salón.

—¿Qué, pequeña? —le preguntó con su sonriente familiaridad—, ¿marchan vuestros asuntos?… ¿Por qué diantres te andas con tapujos conmigo?

—No me ando con tapujos —respondió Félicité intrigada.

—Ya ven, ¡se cree que engaña a un viejo zorro de mi especie! ¡Eh!, mi querida niña, trátame como amigo. Estoy dispuesto a ayudaros secretamente… Vamos, sé franca. —Felicité tuvo un relámpago de inteligencia. No tenía que decir nada, quizá iba a enterarse de todo, si sabía calla—. ¿Sonríes? —prosiguió el señor de Carnavant—: Es el comienzo de una confesión. ¡Ya sospechaba yo que debías de estar detrás de tu marido! Pierre es demasiado torpe para inventar la linda traición que preparáis… De veras, deseo con todo mi corazón que los Bonaparte os den lo que yo hubiera pedido para ti a los Borbones.

Esta simple frase confirmó las sospechas que la anciana tenía desde hacía algún tiempo.

—El príncipe Luis tiene muchas posibilidades, ¿verdad? —preguntó vivamente.

—¿Me traicionarás si te digo que así lo creo? —respondió riendo el marqué—. Yo ya me he despedido, pequeña. Soy un viejo hombrecillo acabado y enterrado. Además, trabajaba para ti. Y como has sabido encontrar sin mí el buen camino, me consolaré de mi derrota viéndote triunfar… Y sobre todo no te hagas la misteriosa. Acude a mí, si estás en apuros. —Y agregó, con la sonrisa escéptica de un hidalgo encanallado—. ¡Vaya!, yo también puedo traicionar un poco. —En ese momento llegó el clan de los ex comerciantes de aceite y de almendras—. ¡Ah, queridos reaccionarios! —prosiguió en voz baja el señor de Carnavant—. Ya ves, pequeña, el gran arte en política consiste en tener dos buenos ojos cuando los demás son ciegos. Tienes todas las cartas mejores en tu juego.

Al día siguiente, Félicité, aguijoneada por esta conversación, quiso tener una certeza. Estaban entonces en los primeros días del año 1851. Desde hacía más de dieciocho meses, Rougon recibía regularmente, cada quince días, una carta de su hijo Eugène. Se encerraba en el dormitorio para leer esas cartas, que escondía después en el fondo de un viejo escritorio, cuya llave guardaba cuidadosamente en un bolsillo del chaleco. Cuando su mujer lo interrogaba, se contentaba con responder: «Eugène me ha escrito que está bien». Hacía mucho que Felicité soñaba con echar mano a las cartas de su hijo. Al día siguiente, por la mañana, mientras Pierre dormía aún, se levantó y fue, de puntillas, a sustituir la llave del escritorio, en el bolsillo del chaleco, por la llave de la cómoda, que era del mismo tamaño. Después, en cuanto su marido salió, se encerró a su vez, vació el cajón y leyó las cartas con una curiosidad febril.

El señor de Carnavant no se había equivocado, y sus propias sospechas se confirmaban. Había allí unas cuarenta cartas, en las cuales pudo seguir el gran movimiento bonapartista que desembocaría en el Imperio. Era una especie de sucinto diario, que exponía los hechos a medida que se iban presentando y deducía de cada uno de ellos esperanzas y consejos. Eugène tenía fe. Hablaba a su padre del príncipe Luis Bonaparte como del hombre necesario y fatal, único que podía resolver la situación. Había creído en él antes incluso de su regreso a Francia, cuando el bonapartismo era calificado de ridícula quimera. Félicité comprendió que su hijo era desde 1848 un activísimo agente secreto. Aunque no se explicaba muy claramente sobre su situación en París, era evidente que trabajaba por el Imperio, a las órdenes de personajes a quienes nombraba con una especie de familiaridad. Cada una de sus cartas comprobaba los progresos de la causa y permitía prever un próximo desenlace. Terminaban en general exponiendo la línea de conducta que Pierre debía seguir en Plassans. Félicité se explicó entonces ciertas palabras y ciertos actos de su marido, cuya utilidad se le había escapado; Pierre obedecía a su hijo, seguía ciegamente sus recomendaciones.

Cuando la anciana hubo terminado su lectura, estaba convencida. Todo el pensamiento de Eugène se le apareció claramente. Contaba con hacer su fortuna política en la refriega y, de paso, con pagar a sus padres la deuda de su instrucción, arrojándoles un jirón de la presa, a la hora del encarne. A poco que su padre le ayudase, resultara útil a su causa, le sería fácil hacerlo nombrar recaudador particular. No podrían negarle nada, a él, que habría metido las dos manos en las más secretas tareas. Sus cartas eran una simple deferencia por su parte, una forma de evitar muchas tonterías a los Rougon. Por ello Félicité experimentó un vivo agradecimiento. Releyó ciertos pasajes de las cartas, aquellos donde Eugène hablaba en términos vagos de la catástrofe final. Esa catástrofe, cuyo género y alcance ella no adivinaba bien, se convirtió para ella en una especie de fin del mundo; Dios alinearía a los elegidos a su derecha y a los condenados a su izquierda, y ella se colocaría entre los elegidos.

Cuando consiguió, a la noche siguiente, volver a poner la llave del escritorio en el bolsillo del chaleco, se prometió utilizar el mismo método para leer cada nueva carta que llegase. Resolvió igualmente hacerse la ignorante. Esta táctica era excelente. A partir de ese día, ayudó tanto más a su marido cuanto que pareció hacerlo a ciegas. Cuando Pierre creía trabajar solo, era ella quien, con mucha frecuencia, llevaba la conversación al terreno deseado, quien reclutaba partidarios para el momento decisivo. La desconfianza de Eugène la hacía sufrir. Quería poder decirle, después del éxito: «Lo sabía todo y, lejos de estropear nada, he asegurado el triunfo». Nunca un cómplice hizo menos ruido y más tarea. El marqués, a quien había tomado por confidente, estaba maravillado.

Lo que le seguía preocupando era la suerte de su querido Aristide. Desde que compartía la fe de su hijo mayor, los artículos rabiosos del
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la asustaban aún más. Deseaba vivamente convertir al desdichado republicano a las ideas napoleónicas; pero no sabía cómo hacerlo de forma prudente. Recordaba con qué insistencia les había dicho Eugène que desconfiaran de Aristide. Sometió el caso al señor de Carnavant, que fue por entero de la misma opinión.

—Pequeña —le dijo—, en política hay que saber ser egoísta. Si convirtierais a vuestro hijo y
El Independiente
se pusiera a defender el bonapartismo, eso significaría asestar un duro golpe al partido.
El Independiente
está condenado; su mero título basta para poner furiosos a los burgueses de Plassans. Dejad al bueno de Aristide atascarse, eso forma a los jóvenes. No me parece hecho de una pasta como para desempeñar mucho tiempo el papel de mártir.

En su fervor por indicar a los suyos el buen camino, ahora que se creía en posesión de la verdad, Félicité hasta llegó a querer adoctrinar a su hijo Pascal. El médico, con el egoísmo del sabio sumido en sus investigaciones, se ocupaba muy poco de política. Habrían podido derrumbarse los imperios, mientras él hacía un experimento, sin que se dignase volver la cabeza. Sin embargo, había acabado por ceder a las instancias de su madre, que lo acusaba más que nunca de su vida insociable.

—Si frecuentaras a la gente bien —le decía—, tendrías clientes en la alta sociedad. Ven al menos a pasar las veladas en nuestro salón. Conocerás a Roudier, Granoux, Sicardot, todos personas bien situadas que te pagarán por tus visitas cuatro y cinco francos. Los pobres no te van a enriquecer.

La idea de tener éxito, de ver a toda su familia llegar a la fortuna se había convertido en una monomanía en Félicité. Pascal, para no apenarla, fue a pasar algunas veladas en el salón amarillo. Se aburrió menos de lo que temía. La primera vez, se quedó estupefacto del grado de imbecilidad en el que un hombre con buena salud puede caer. Los ex comerciantes de aceite y de almendras, y hasta el marqués y el comandante, le parecieron animales curiosos que no había tenido hasta entonces la ocasión de estudiar. Miró con el interés de un naturalista sus expresiones crispadas en una mueca, donde veía sus ocupaciones y sus apetitos; escuchó sus charlas hueras, como si hubiera tratado de sorprender el sentido del maullido de un gato o del ladrido de un perro. En esa época, se ocupaba mucho de historia natural comparada, trasladando a la raza humana las observaciones que podía hacer sobre la forma en que la herencia se comporta en los animales. Por eso, al encontrarse en el salón amarillo, se divirtió creyendo que había caído en una casa de fieras. Estableció parecidos entre cada uno de aquellos seres grotescos y algún animal que conocía. El marqués le recordó exactamente un gran saltamontes verde, con su flacura, su cabeza delgada y ladina. Vuillet le dio la impresión descolorida y viscosa de un sapo. Fue más suave con Roudier, un carnero gordo, y con el comandante, un viejo dogo desdentado. Pero su continuo asombro era el prodigioso Granoux. Se pasó toda una velada midiendo su ángulo facial. Cuando le oía farfullar algún vago insulto contra los republicanos, esos bebedores de sangre, se esperaba siempre oírlo gimotear como un ternero; y no podía verlo levantarse sin imaginar que iba a ponerse a cuatro patas para salir del salón.

—Charla —le decía bajito su madre—, intenta hacerte con la clientela de estos señores.

—No soy veterinario —respondió por fin, sacado de sus casillas.

Felicité lo cogió, una tarde, en un rincón, e intentó catequizarlo. Estaba encantada de verlo ir a su casa con cierta asiduidad. Lo creía ganado para la sociedad, sin poder suponer por un instante las singulares diversiones con que disfrutaba al ridiculizar a los ricos. Alimentaba el secreto proyecto de hacer de él, en Plassans, el médico de moda. Bastaría que hombres como Granoux y Roudier accediesen a lanzarlo. Ante todo, quería darle las ideas políticas de la familia, comprendiendo que un médico sólo podía salir ganando al hacerse ferviente partidario del régimen que iba a suceder a la República.

—Amigo mío —le dijo—, puesto que ya te has vuelto razonable, tienes que pensar en el porvenir… Te acusan de ser republicano, porque eres lo bastante tonto para cuidar a todos los pordioseros de la villa sin que te paguen. Sé franco, ¿cuáles son tus verdaderas opiniones?

Pascal miró a su madre con ingenuo asombro. Después, sonriente:

—¿Mis verdaderas opiniones? —respondió—, no sé muy bien… ¿Dice usted que me acusan de ser republicano? ¡Bueno!, pues no me siento herido en absoluto por eso. Lo soy sin duda, si por esa palabra se entiende un hombre que desea la felicidad de todo el mundo.

—Pero nunca llegarás a nada —interrumpió con vehemencia Felicité—. Te timarán. Mira a tus hermanos, tratan de abrirse camino.

Pascal comprendió que no tenía que defender sus egoísmos de sabio. Su madre lo acusaba simplemente de no especular con la situación política. Se echó a reír, con cierta tristeza, y desvió la conversación. Nunca Felicité pudo inducirlo a calcular las posibilidades de los partidos, ni a enrolarse en el que parecía que iba a ganar. Sin embargo, continuó yendo de vez en cuando a pasar una velada en el salón amarillo. Granoux le interesaba como un animal antediluviano.

Mientras tanto los acontecimientos seguían su marcha. El año 1851 fue, para los políticos de Plassans, un año de ansiedad y de pavor, de los que se benefició la causa secreta de los Rougon. De París llegaban las noticias más contradictorias; ora ganaban los republicanos, ora el partido conservador aplastaba a la República. El eco de las querellas que desgarraban la Asamblea Legislativa llegaba al fondo de la provincia, aumentado un día, debilitado al siguiente, cambiado hasta tal punto que los más clarividentes avanzaban en plena oscuridad. La única sensación general era que se aproximaba el desenlace. Y era la ignorancia de ese desenlace lo que mantenía en una atolondrada inquietud a aquel pueblo de burgueses cobardes. Todos deseaban acabar de una vez. Estaban enfermos de incertidumbre, se habrían arrojado en los brazos del Gran Turco si el Gran Turco se hubiera dignado salvar a Francia de la anarquía.

La sonrisa del marqués se agudizaba. Por la tarde, en el salón amarillo, cuando el espanto volvía indistintos los gruñidos de Granoux, se acercaba a Félicité y le decía al oído:

—Vamos, pequeña, el fruto está maduro… Pero tienes que hacerte útil.

A menudo Félicité, que seguía leyendo las cartas de Eugène, y que sabía que, de un día para otro, podía producirse una crisis decisiva, había comprendido esa necesidad: hacerse útil, y se había preguntado de qué forma los Rougon se esforzarían por ello. Acabó por consultar al marqués.

—Todo depende de los acontecimientos —respondió el viejecito—. Si este departamento permanece en calma, si una insurrección no espanta a Plassans, os será difícil poneros en primer plano y prestar servicios al nuevo Gobierno. Os aconsejo entonces que os quedéis en casa y que esperéis en santa paz los beneficios de vuestro hijo Eugène. Pero, si el pueblo se levanta y nuestros buenos burgueses se creen amenazados, habrá que desempeñar un lindo papel. Tu marido es un poco tosco…

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