No todos los contertulios del salón amarillo tenían, en verdad, la torpeza de aquel ganso cebado. Un rico propietario, el señor Roudier, de rostro regordete e insinuante, disertaba horas enteras, con la pasión de un orleanista defraudado en sus cálculos por la caída de Luis Felipe. Era un fabricante de géneros de punto de París retirado en Plassans, ex proveedor de la corte, que había hecho de su hijo un magistrado y que contaba con los Orleáns para empujar al mozo a las más altas dignidades. Como la revolución acabó con sus esperanzas, se había lanzado a la acción a cuerpo descubierto. Su fortuna, sus antiguas relaciones comerciales con las Tullerías, que según él eran relaciones de buena amistad, el prestigio que adquiere en provincias todo aquel que ha ganado dinero en París y se digna ir a comérselo en lo hondo de una provincia, le daban una gran influencia en la comarca; cierta gente lo escuchaba como a un oráculo.
Pero el carácter más fuerte del salón amarillo era con toda seguridad el comandante Sicardot, el suegro de Aristide. De talla hercúlea, con una cara de un rojo ladrillo, llena de cicatrices y con mechones de pelo gris, se contaba entre los más gloriosos zopencos del ejército napoleónico. En las jornadas de febrero, la mera guerra de las calles lo había exasperado; se mostraba inagotable sobre el tema, diciendo con cólera que era vergonzoso luchar así; y recordaba con orgullo el gran reinado de Napoleón.
Se veía también, en casa de los Rougon, a un personaje de manos húmedas, de mirada equívoca, el señor Vuillet, un librero que proveía de santas imágenes y de rosarios a todas las beatas de la ciudad. Vuillet vendía libros clásicos y religiosos; era católico practicante, lo cual le aseguraba la clientela de numerosos conventos y parroquias. Con una inspiración genial, había unido a su comercio la publicación de un periodiquillo bisemanal,
La Gaceta de Plassans
, donde se ocupaba exclusivamente de los intereses del clero. El periódico le comía cada año un millar de francos, pero hacía de él el paladín de la Iglesia y le ayudaba a dar salida a la mercancía invendible de su sagrada tienda. Este hombre iletrado, cuya ortografía era dudosa, redactaba en persona los artículos de
La Gaceta
con una humildad y una bilis que sustituían al talento. Por eso al marqués, al ponerse en campaña, le llamó la atención el partido que podría sacar de esa figura insulsa de sacristán, de esa pluma grosera e interesada. Desde febrero, los artículos de
La Gaceta
contenían menos faltas; el marqués los revisaba.
Puede imaginarse, ahora, el singular espectáculo que ofrecía cada noche el salón amarillo de los Rougon. Todas las opiniones se codeaban y ladraban a la vez contra la República. Se entendían en el odio. El marqués, por otra parte, que no faltaba nunca a una reunión, apaciguaba con su presencia las pequeñas disputas que surgían entre el comandante y los otros adherentes. Aquellos plebeyos estaban secretamente halagados por los apretones de mano que tenía a bien distribuirles a la llegada y a la salida. Sólo Roudier, como librepensador de la calle Saint-Honoré
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, decía que el marqués no tenía un céntimo y que él se reía del marqués. Este último conservaba una amable sonrisa de gentilhombre; se encanallaba con aquellos burgueses sin una sola de las muecas de desprecio que cualquier otro habitante del barrio de San Marcos se hubiera creído en el deber de hacer. Su vida de parásito lo había suavizado. Era el alma del grupo. Mandaba en nombre de personajes desconocidos, cuyos nombres jamás facilitaba. «Ellos quieren esto, ellos no quieren aquello», decía. Aquellos dioses ocultos, que velaban por los destinos de Plassans desde el fondo de su nube, sin parecer mezclarse directamente en los asuntos públicos, debían de ser ciertos sacerdotes, los grandes políticos de la región. Cuando el marqués pronunciaba aquel misterioso «ellos», que inspiraba a la reunión un maravilloso respeto, Vuillet confesaba con su actitud beatífica que los conocía perfectamente.
La persona más dichosa con todo esto era Félicité. Empezaba por fin a tener gente en su salón. Se sentía un poco avergonzada, sí, de sus viejos muebles de terciopelo amarillo; pero se consolaba pensando en el rico mobiliario que compraría cuando la buena causa hubiera triunfado. Los Rougon habían acabado por tomarse su monarquismo en serio. Félicité había llegado a decir, cuando Roudier no estaba allí, que, si no habían hecho fortuna en su comercio de aceite, era por culpa de la monarquía de julio. Era una forma de dar un color político a su pobreza. Se mostraba cariñosa con todo el mundo, incluso con Granoux, inventando cada noche una nueva forma de despertarlo a la hora de marcharse.
El salón, ese núcleo de conservadores pertenecientes a todos los partidos, y que se engrosaba diariamente, tuvo pronto una gran influencia. Por la diversidad de sus miembros, y sobre todo gracias al impulso secreto que cada uno de ellos recibía del clero, se convirtió en el centro reaccionario que irradió sobre toda Plassans. La táctica del marqués, que se quedaba en segundo plano, hizo que se tuviera a Rougon por el jefe de la banda. Las reuniones se celebraban en su casa, lo cual bastaba a los ojos poco clarividentes de la mayoría para ponerlo a la cabeza del grupo y señalarlo a la atención pública. Se le atribuyó toda la tarea; se le creyó el principal artífice de aquel movimiento que, poco a poco, devolvía al partido conservador a los republicanos entusiastas de la víspera. Hay ciertas situaciones de las que se benefician sólo los tarados. Éstos fundan su fortuna allá donde hombres mejor situados y más influyentes no se habrían atrevido a arriesgar la suya. Ciertamente, Roudier, Granoux y los demás, por su posición de hombres ricos y respetados, parecían tener que ser preferidos mil veces a Pierre como jefes activos del partido conservador. Pero ninguno de ellos habría consentido en hacer de su salón un centro político; sus convicciones no iban hasta comprometerse abiertamente; en resumen, no eran sino gritones, comadres de provincia que accedían a chismorrear en casa de un vecino contra la República, desde el momento en que el vecino cargaba con la responsabilidad de sus chismorreos. La partida era demasiado incierta. Para jugarla, en la burguesía de Plassans, estaban sólo los Rougon, esos grandes apetitos insatisfechos y lanzados a resoluciones extremas.
En abril de 1849, Eugène dejó repentinamente París y vino a pasar quince días con su padre. Nunca se conoció bien el objetivo de este viaje. Hay que creer que Eugène vino a tantear su ciudad natal para saber si presentaría con éxito su candidatura de representante a la Asamblea Legislativa, que iba a reemplazar próximamente a la Constituyente. Era demasiado fino para arriesgarse a un fracaso. Sin duda la opinión pública le pareció poco favorable, pues se abstuvo de toda tentativa. Se ignoraba, por lo demás, en Plassans, lo que había sido de él, qué hacía en París. A su llegada, lo encontraron menos gordo, menos dormido. Lo rodearon, trataron de hacerle hablar. Fingió ignorancia, sin entregarse, forzando a los otros a hacerlo. Unas mentes más ágiles habrían encontrado, bajo su aparente gandulería, una gran preocupación por las opiniones políticas. Parecía sondear el terreno más para un partido que por propia cuenta.
Aunque hubiera renunciado a toda esperanza personal, no por ello dejó de quedarse en Plassans hasta fin de mes, muy asiduo sobre todo a las reuniones del salón amarillo. Desde el primer timbrazo, se sentaba en el vano de una ventana, lo más lejos posible de la lámpara. Se quedaba allí toda la velada, la barbilla en la palma de la mano derecha, escuchando religiosamente. Las mayores necedades lo dejaban impasible. Aprobaba todo con la cabeza, hasta los gruñidos pasmados de Granoux. Cuando le preguntaban su opinión, repetía cortésmente el parecer de la mayoría. Nada llegó a colmar su paciencia, ni los hueros sueños del marqués que hablaba de los Borbones como inmediatamente después de 1815, ni las efusiones burguesas de Roudier, que se enternecía contando el número de pares de calcetines que había suministrado antaño al rey ciudadano. Al contrario, parecía muy a sus anchas en medio de aquella torre de Babel. A veces, cuando todos esos seres grotescos golpeaban a brazo partido a la República, se veía reír a sus ojos sin que sus labios perdiesen su mohín de hombre serio. Su forma concentrada de escuchar, su inalterable complacencia le habían granjeado todas las simpatías. Se le juzgaba inútil, pero buen chico. Cuando un ex comerciante de aceite o de almendras no podía colocar, en medio del tumulto, de qué manera salvaría él a Francia, si fuera el amo, se refugiaba junto a Eugène y le gritaba sus maravillosos planes al oído. Eugène asentía despacio con la cabeza, como encantado por las cosas elevadas que estaba oyendo. Sólo Vuillet lo miraba con aire torvo. Este librero, que llevaba dentro a sacristán y a periodista, hablaba menos que los otros, observaba más. Se había fijado en que el abogado charlaba a veces en los rincones con el comandante Sicardot. Se prometió vigilarlos, pero jamás pudo sorprender una sola de sus palabras. Eugène hacía callar al comandante con un guiño de ojos, en cuanto él se acercaba. Sicardot, a partir de esa época, sólo habló de los Napoleón con una misteriosa sonrisa.
Dos días antes de su regreso a París, Eugène se encontró en el paseo Sauvaire a su hermano Aristide, que lo acompañó unos instantes, con la insistencia de un hombre en busca de consejo. Aristide estaba muy perplejo. Desde la proclamación de la República, había exhibido el más vivo entusiasmo por el nuevo gobierno. Su inteligencia, agilizada por los dos años de estancia en París, veía más allá que los cerebros toscos de Plassans; adivinaba la impotencia de legitimistas y de orleanistas, sin distinguir con claridad cuál sería el tercer ladrón que vendría a robar la República. Por si acaso, se había puesto de parte de los vencedores. Había roto toda relación con su padre, calificándolo en público de viejo loco, de viejo imbécil engatusado por la nobleza.
—Y, sin embargo, mi madre es una mujer inteligente —agregaba—. Jamás la hubiera creído capaz de empujar a su marido a un partido cuyas esperanzas son quiméricas. Van a acabar de quedarse en la miseria. Pero las mujeres no entienden nada de política.
El quería venderse, y lo más caro posible. Su gran inquietud a partir de entonces fue tomar el viento, ponerse siempre del lado de quienes podrían, a la hora del triunfo, recompensarlo magníficamente. Por desgracia, marchaba a ciegas; se sentía perdido, en lo hondo de su provincia, sin brújula, sin indicaciones concretas. A la espera de que el curso de los acontecimientos le trazase una vía segura, conservó la actitud de republicano entusiasta que habría adoptado desde el primer día. Gracias a esa actitud, se quedó en la subprefectura; incluso le aumentaron el sueldo. Hostigado pronto por el deseo de desempeñar un papel, persuadió a un librero, un rival de Vuillet, para fundar un periódico democrático, convirtiéndose en uno de sus redactores más ásperos.
El Independiente
hizo, bajo su impulso, una guerra sin cuartel a los reaccionarios. Pero la corriente lo arrastró poco a poco, a su pesar, más lejos de lo que quería ir; llegó a escribir artículos incendiarios que le daban escalofríos cuando los releía. Se comentó mucho, en Plassans, una serie de ataques dirigidos por el hijo contra las personas a quien el padre recibía cada tarde en el famoso salón amarillo. La riqueza de los Roudier y de los Granoux exasperaba a Aristide hasta el punto de hacerle perder toda prudencia. Empujado por su celosa acritud de hambriento, se había convertido en enemigo irreconciliable de la burguesía cuando la llegada de Eugène y su forma de comportarse en Plassans vinieron a consternarlo. Concedía a su hermano una gran habilidad. Según él, aquel grueso mozo adormilado nunca dormía más que con un ojo, como los gatos al acecho ante el agujero de un ratón. Y hete aquí que Eugène se pasaba veladas enteras en el salón amarillo, escuchando religiosamente a esos seres grotescos de quien él, Aristide, se había burlado despiadadamente. Cuando supo, por los chismorreos de la ciudad, que su hermano daba apretones de manos a Granoux y los recibía del marqués, se preguntó con ansiedad qué debía creer. ¿Se habría equivocado hasta tal punto? ¿Los legitimistas o los orleanistas tendrían alguna posibilidad de éxito? Esta idea lo aterrorizó. Perdió su equilibrio y, como suele ocurrir, cayó sobre los conservadores con más rabia, para vengarse de su ceguera.
La víspera del día en que paró a Eugène en el paseo Sauvaire, había publicado, en
El Independiente
, un artículo terrible sobre los manejos del clero, en respuesta a un suelto de Vuillet que acusaba a los republicanos de querer demoler las iglesias. Vuillet era la bestia negra de Aristide. No pasaba semana sin que los dos periodistas intercambiasen los más groseros insultos. En provincias, donde se cultiva aún la perífrasis, la polémica pone el lenguaje de las verduleras en estilo cuidado: Aristide llamaba a su adversario «hermano Judas» o también «servidor de San Antonio», y Vuillet respondía galantemente llamando al republicano de «monstruo ahíto de sangre de quien la guillotina era la innoble proveedora».
Para sondear a su hermano, Aristide, que no se atrevía a mostrarse abiertamente inquieto, se contentó con preguntarle:
—¿Has leído mi artículo de ayer? ¿Qué opinas de él?
Eugène tuvo un leve encogimiento de hombros.
—Es usted un bobo, hermano —respondió simplemente.
—¡Cómo! —exclamó el periodista palideciendo—. ¡Le das la razón a Vuillet, crees en el triunfo de Vuillet!
—¡Yo!… Vuillet…
Iba seguramente a añadir: «Vuillet es tan bobo como tú». Pero al ver la cara gesticularte de su hermano, que se tendía ansiosamente hacia él, pareció presa de súbita desconfianza.
—Vuillet tiene cosas buenas —dijo con tranquilidad.
Al separarse de su hermano, Aristide se sentía aún más perplejo que antes. Eugène había debido de burlarse de él, pues Vuillet era el personaje más sucio que imaginarse pueda. Se prometió ser prudente, no comprometerse más, a fin de tener las manos libres si le era preciso un día ayudar a un partido a estrangular a la República.
La misma mañana de su marcha, una hora antes de subir a la diligencia, Eugène se llevó a su padre al dormitorio y tuvo con él una larga conversación. Félicité, que se había quedado en el salón, intentó vanamente escuchar. Los dos hombres hablaban bajo, como si temieran que una sola de sus palabras pudiera ser oída desde fuera. Cuando salieron por fin de la habitación, parecían muy animados. Tras haber besado a su padre y a su madre, Eugène, cuya voz arrastraba las palabras como de costumbre, dijo con emocionada vivacidad: