Rougon, hacia las cinco de la madrugada, se atrevió por fin a salir de casa de su madre. La anciana se había dormido en una silla. Se aventuró despacito hasta el extremo del callejón de San Mittre. Ni un ruido, ni una sombra. Se acercó hasta la puerta de Roma. El hueco de la puerta, con las dos hojas abiertas, de par en par, se hundía en la negrura de la ciudad dormida. Plassans dormía a pierna suelta, sin parecer sospechar la enorme imprudencia que cometía al dormir así con las puertas abiertas. Parecía una ciudad muerta. Rougon, tomando confianza, se adentró por la calle de Niza. Vigilaba desde lejos las esquinas de las callejas; se estremecía en cada portal, creyendo siempre ver una banda de insurgentes saltar a sus espaldas. Pero llegó al paseo Sauvaire sin contratiempos. Decididamente, los insurgentes se habían desvanecido en las tinieblas, como una pesadilla.
Entonces Pierre se detuvo un instante en la acera desierta. Exhaló un gran suspiro de alivio y de triunfo. Conque esos bribones de republicanos le entregaban Plassans. La ciudad le pertenecía, a esa hora: dormía cómo una tonta; allí estaba, negra y apacible, muda y confiada, y sólo tenía que alargar la mano para cogerla. Esta corta parada, esa mirada de hombre superior lanzada sobre el sueño de toda una subprefectura, le causaron goces inefables. Allí, cruzado de brazos, adoptó, solo en la noche, una actitud de gran capitán en vísperas de una victoria. A lo lejos, sólo oía el canto de las fuentes del paseo, cuyos sonoros hilos de agua caían en los estanques.
Después lo asaltó la inquietud. ¡Y si, por desgracia, se hubiera hecho el Imperio sin él! ¡Si los Sicardot, los Garçonnet, los Peirotte, en lugar de ser arrestados y llevados por la banda insurrecta, la hubiesen arrojado entera a las cárceles de la ciudad!
Sintió un sudor frío, reanudó la marcha, esperando que Félicité le daría informes exactos. Avanzaba más rápidamente, deslizándose a lo largo de las casas de la calle de la Banne, cuando un extraño espectáculo, que vio al alzar la cabeza, lo clavó en seco en el empedrado. Una de las ventanas del salón amarillo estaba brillantemente iluminada y, en el resplandor, una forma negra, en la que reconoció a su mujer, se inclinaba, agitando los brazos de manera desesperada. Se interrogaba, no comprendía, espantado, cuando un objeto duro rebotó en la acera, a sus pies. Felicité le tiraba la llave del cobertizo, donde él había ocultado una reserva de fusiles. Esa llave significaba claramente que había que coger las armas. Desanduvo el camino, sin explicarse por qué su mujer le había impedido subir, imaginándose cosas terribles.
Fue derecho a casa de Roudier, a quien encontró levantado, dispuesto a marchar, pero en completa ignorancia de los acontecimientos de la noche. Roudier vivía en un extremo de la ciudad nueva, al fondo de un desierto donde el paso de los insurgentes no había despertado el menor eco. Pierre le propuso ir a ver a Granoux, cuya casa hacía esquina en la plaza de los Recoletos, y bajo las ventanas del cual debía de haber pasado la banda. La criada del concejal parlamentó mucho tiempo antes de introducirlos, y oían la voz temblorosa del pobre hombre, que gritaba desde el primer piso:
—¡No abra, Catherine! Las calles están infestadas de tunantes.
Estaba en su dormitorio, sin luz. Cuando reconoció a sus dos buenos amigos, se mostró aliviado; pero no quiso que la criada trajese una lámpara, por miedo a que la claridad atrajera alguna bala. Parecía creer que la ciudad estaba todavía llena de insurrectos. Retrepado en un sillón, junto a la ventana, en calzoncillos y con la cabeza envuelta en un pañuelo, gemía:
—¡Ay, amigos míos, si supieran!… He intentado acostarme, pero ¡armaban un alboroto! Entonces me eché en este sofá. Lo he visto todo, todo. Caras atroces, una banda de presidiarios escapados. Después volvieron a pasar; se llevaban al valiente comandante Sicardot, al digno señor Garçonnet, al jefe de correos, a todos esos señores, lanzando gritos de caníbales… —Rougon sintió una cálid a alegría. Hizo repetir al señor Granoux que había visto perfectamente al alcalde y a los otros en medio de aquellos bandidos—. ¡Se lo digo yo! —lloraba el hombrecillo—; estaba detrás de mi persiana… Como al señor Peirotte, vinieron a detenerlo; le oí que decía, al pasar bajo mi ventana: «Señores, no me hagan daño». Debían de martirizarlo… Es una vergüenza, una vergüenza…
Roudier calmó a Granoux afirmando que la ciudad estaba libre. Y entonces al digno hombre le entró un gran ardor guerrero, cuando Pierre lo enteró de que venía a buscarlo para salvar Plassans. Los tres salvadores deliberaron. Resolvieron ir a despertar a cada uno de sus amigos y citarlos ante el cobertizo, el arsenal secreto de la reacción. Rougon seguía pensando en los grandes gestos de Félicité, olfateando un peligro en alguna parte. Granoux, seguramente el más bruto de los tres, fue el primero en opinar que debían de haber quedado republicanos en la ciudad. Fue un rayo de luz, y Rougon, con un presentimiento que no lo engañó, se dijo para sí: «Macquart anda en el asunto».
Al cabo de una hora, se encontraron en el cobertizo, situado al fondo de un barrio perdido. Habían ido allí discretamente, de puerta en puerta, ahogando el ruido de las campanillas y de las aldabas, reclutando el mayor número de hombres posible. Pero sólo habían podido reunir unos cuarenta, que llegaron en fila, escurriéndose en las sombras, sin corbata, con caras muy pálidas y aún muy dormidas de burgueses espantados. El cobertizo, alquilado a un tonelero, se hallaba atestado de viejos flejes, de barriles desfondados, que se amontonaban en los rincones. En el medio, los fusiles estaban tendidos en tres cajas largas. Una torcida de cera, colocada en un trozo de madera, iluminaba esta extraña escena con un resplandor de mariposa oscilante. Cuando Rougon hubo retirado las tapas de las tres cajas, se produjo un espectáculo siniestramente grotesco. Por encima de los fusiles, cuyos cañones brillaban, azulados y como fosforescentes, se estiraban cuellos, se inclinaban cabezas con una especie de horror secreto, mientras, en las paredes, la claridad amarilla de la torcida dibujaba la sombra de narices enormes y de tales de pelo tiesos.
Mientras tanto la banda reaccionaria se contó y, ante lo reducido de su número, tuvo una vacilación. No eran sino treinta y nueve, con toda seguridad los iban a asesinar; un padre de familia habló de sus hijos; otros, sin alegar pretextos, se dirigieron hacia la puerta. Pero llegaban dos nuevos conjurados; éstos vivían en la plaza del Ayuntamiento, sabían que quedaban, en la alcaldía, una veintena de republicanos a lo sumo. Deliberaron de nuevo. Cuarenta y uno contra veinte pareció una cifra posible. La distribución de las armas se llevó a cabo entre pequeños escalofríos. Era Rougon quien las sacaba de las cajas, y cada cual, al recibir su fusil, cuyo cañón, en la noche de diciembre, estaba helado, sentía que un gran frío penetraba en él y le congelaba hasta las entrañas. Las sombras, en las paredes, adoptaron actitudes extravagantes de reclutas cohibidos, apartando sus diez dedos. Pierre cerró las cajas con pesar; dejaba allí ciento nueve fusiles que habría distribuido de buena gana; a continuación pasó a repartir los cartuchos. Había, en el fondo de la cochera, dos grandes toneles, llenos hasta el borde, con que defender Plassans contra un ejército. Y como aquel rincón no estaba iluminado, y uno de los señores traía la torcida, otro de los conjurados —era un gordo salchichero que tenía puños de gigante— se enfadó, diciendo que no era nada prudente acercar así la luz. Lo aprobaron con fuerza. Los cartuchos fueron distribuidos en plena oscuridad. Se llenaron los bolsillos hasta rebosar. Después, una vez dispuestos, cuando hubieron cargado sus armas con precauciones infinitas, se quedaron allí un instante, mirándose con aire torvo, intercambiando miradas en las que una cobarde crueldad brillaba entre la tontería.
Por las calles, avanzaron a lo largo de las casas, mudos, en una sola fila, como salvajes que parten a la guerra. Rougon había considerado un honor marchar al frente; había llegado la hora en que debía dar el pecho si quería el éxito de sus planes; tenía gotas de sudor en la frente, a pesar del frío, pero conservaba un aire muy marcial. Detrás de él venían inmediatamente Roudier y Granoux. En dos ocasiones la columna se detuvo en seco; había creído oír lejanos ruidos de batalla; no eran sino las pequeñas bacías de cobre, colgadas de cadenillas, que sirven de muestra a los barberos del sur, y que agitaban las ráfagas de viento. Después de cada alto, los salvadores de Plassans reanudaban su marcha prudente en la oscuridad, con su aspecto de héroes amedrentados. Llegaron así a la plaza del Ayuntamiento. Allá, se agruparon en torno a Rougon, deliberando una vez más. Frente a ellos, en la fachada negra de la alcaldía, sólo una ventana estaba iluminada. Eran cerca de las siete, ya iba a nacer el día.
Tras diez minutos largos de discusión, se decidió que avanzarían hasta la puerta, para ver qué significaban esa sombra y ese silencio inquietantes. La puerta estaba entornada. Uno de los conjurados pasó la cabeza y la retiró vivamente, diciendo que había en el portal un hombre sentado contra la pared, con un fusil entre las piernas, y que dormía. Rougon, viendo que podía empezar con una hazaña, entró el primero, se apoderó del hombre y lo sujetó, mientras Roudier lo amordazaba. Este primer éxito, obtenido en silencio, animó singularmente a la pequeña tropa, que había soñado con un tiroteo muy mortífero. Y Rougon hacía señas imperiosas para que la alegría de sus soldados no estallara demasiado ruidosamente.
Continuaron avanzando de puntillas. Después, a la izquierda, en el retén de policía que se encontraba allí, distinguieron unos quince hombres acostados en camas de campaña, roncando en el resplandor agonizante de un farol colgado de la pared. Rougon, que decididamente se estaba convirtiendo en un gran general, dejó ante el retén a la mitad de sus hombres, con la orden de no despertar a los dormidos, sino de tenerlos a raya y hacerlos prisioneros, si se movían. Lo que le inquietaba era la ventana iluminada que habían visto desde la plaza; seguía oliéndose que Macquart estaba mezclado en el asunto, y como percibía que ante todo había que apoderarse de los que velaban arriba, no le incomodaba actuar por sorpresa, antes de que el ruido de una lucha los impulsase a atrancar la puerta. Subió despacito, seguido por los veinte héroes de los que aún disponía; Roudier mandaba el destacamento que seguía en el patio.
Macquart, en efecto, se pavoneaba arriba en el despacho del alcalde, sentado en su sillón, de codos sobre el escritorio. Tras la marcha de los insurgentes, con la gran confianza de un hombre de espíritu grosero, entregado a su idea fija y a su victoria, se había dicho que era el alcalde de Plassans y que iba a conducirse como un triunfador. Para él, aquella banda de tres mil hombres que acababa de cruzar la ciudad era un ejército invencible, cuya proximidad bastaría para mantener a los burgueses humildes y dóciles bajo su mano. Los insurgentes habían encerrado a los gendarmes en su cuartel, la guardia nacional se encontraba desmembrada, el barrio noble debía de reventar de miedo, los rentistas de la ciudad nueva jamás habían tocado un fusil en su vida, con toda seguridad. No había armas, además, como tampoco soldados. Ni siquiera tomó la precaución de mandar cerrar las puertas, y mientras sus hombres llevaban su confianza aún más lejos, hasta dormirse, él esperaba tranquilamente el nuevo día, que, pensaba, iba a traer y agrupar a su alrededor a todos los republicanos de la región.
Ya pensaba en grandes medidas revolucionarias: el nombramiento de un municipio cuyo jefe sería él, la prisión de los malos patriotas y sobre todo de la gente que le desagradaba. El pensamiento de los Rougon vencidos, del salón amarillo desierto, de toda esa camarilla pidiéndole gracia, lo sumía en un dulce gozo. Para armarse de paciencia, había resuelto dirigir una proclama a los habitantes de Plassans. Se habían puesto entre cuatro a redactar el cartel. Una vez terminada, Macquart, adoptando una actitud digna en el sillón del alcalde, hizo que se la leyeran, antes de enviarla a la imprenta de
El Independiente
, con cuyo civismo contaba. Uno de los redactores comenzaba con énfasis: «Habitantes de Plassans, la hora de la independencia ha sonado, el reinado de la justicia ha llegado…», cuando se dejó oír un ruido en la puerta del despacho, que se abría lentamente.
—¿Eres tu, Cassoute? —preguntó Macquart interrumpiendo la lectura. Nadie respondió; la puerta seguía abriéndose—. ¡Entra de una vez! —prosiguió con impaciencia—. ¿Ese bandido de mi hermano está en su casa?
Entonces, bruscamente, las dos hojas de la puerta, empujadas con violencia, batieron contra las paredes, y una oleada de hombres armados, en medio de los cuales marchaba Rougon, muy rojo, con los ojos fuera de las órbitas, invadieron el despacho blandiendo sus fusiles congo palos.
—¡Ah, qué canallas, tienen armas! —rugió Macquart.
Quiso coger un par de pistolas dejadas sobre el escritorio; pero ya tenía cinco hombres al cuello que lo sujetaban. Los cuatro redactores de la proclama lucharon un instante. Hubo empujones, sordos pataleos, ruidos de caídas. A los combatientes les estorbaban singularmente sus fusiles, que no les servían de nada, y que no querían soltar. En la lucha, el de Rougon, que un insurrecto trataba de arrebatarle, se disparó solo, con una detonación espantosa, llenando el despacho de humo; la bala fue a romper un soberbio espejo, que subía desde la chimenea hasta el techo, y que tenía la reputación de ser uno de los espejos mas hermosos de la ciudad. Este tiro, disparado sin saber por qué, enmudeció a todo el mundo y puso fin a la batalla.
Entonces, mientras aquellos señores resoplaban, se oyeron tres detonaciones que venían del patio. Granoux corrió a una de las ventanas del despacho. Los rostros se alargaron, y todos, inclinados ansiosamente, esperaron, nada interesados en tener que reanudar la lucha con los hombres del retén, a quienes habían olvidado en su victoria. Pero la voz de Roudier gritó que todo iba bien; Granoux cerró la ventana, radiante. La verdad era que el disparo de Rougon había despertado a los durmientes; se habían rendido, al ver imposible toda resistencia. Sólo que, con las prisas ciegas que tenían por acabar, tres de los hombres de Roudier habían descargado sus armas al aire, como para responder a la detonación de arriba, sin saber muy bien lo que hacían. Hay momentos en los que los fusiles se disparan solos en manos de los cobardes.
Mientras tanto Rougon mandó atar firmemente las manos de Macquart con los alzapaños de las grandes cortinas verdes del despacho. Éste reía burlón, lloraba de rabia.