—Amigo mío —le dijo—, le presento los respetos de la corporación municipal. Lo llama a su cabeza, a la espera de que nuestro alcalde nos sea devuelto. Ha salvado usted Plassans. Se necesitan en la época abominable que atravesamos, hombres que alíen su inteligencia con su valor: venga…
Granoux, que recitaba un discursito que había preparado con grandes fatigas, desde la alcaldía a la calle de la Banne, sintió que su memoria se trastornaba. Pero Rougon, ganado por la emoción, lo interrumpió, estrechándole las manos, repitiendo:
—Gracias, querido Granoux, se lo agradezco mucho.
No se le ocurrió otra cosa. Entonces hubo una ensordecedora explosión de voces. Cada cual se precipitó, le tendió la mano, lo cubrió de elogios y de cumplidos, lo interrogó con avidez. Pero él, digno ya como un magistrado, pidió unos minutos para conferenciar con Granoux y Roudier. Los asuntos ante todo. ¡La ciudad se hallaba en una situación tan crítica! Se retiraron los tres a un rincón del salón, y allí, en voz baja, se distribuyeron el poder, mientras los contertulios, alejados unos cuantos pasos y fingiendo discreción, les echaban ojeadas a hurtadillas, en las que la admiración se mezclaba con la curiosidad. Rougon adoptaría el título de presidente de la comisión municipal; Granoux sería secretario, y en cuanto a Roudier, se convertiría en comandante en jefe de la guardia nacional reorganizada. Aquellos señores se juraron apoyo mutuo, de una solidez a toda prueba.
Felicité, que se había acercado a ellos, les preguntó bruscamente:
—¿Y Vuillet?
Se miraron. Nadie había visto a Vuillet. Rougon esbozó una leve mueca de inquietud.
—A lo mejor se lo han llevado con los otros… —dijo para tranquilizarse.
Pero Felicité negó con la cabeza. Vuillet no era hombre como para dejarse coger. Desde el momento en que no se le veía, que no se le oía, es que estaba haciendo algo malo.
Se abrió la puerta, Vuillet entró. Saludó humildemente, con su parpadeo, su sonrisa encogida de sacristán. Después fue a tender su mano húmeda a Rougon y a los otros dos. Vuillet había arreglado sus asuntillos él solo. Se había cortado su parte del pastel, como habría dicho Felicité. Había visto, por el tragaluz de su sótano, a los insurrectos que iban a detener al jefe de correos, cuya oficina estaba contigua a su librería. Y así, desde la mañana, a la misma hora en que Rougon se sentaba en el sillón del alcalde, había ido a instalarse tranquilamente en el despacho de correos. Conocía a los empleados; los había recibido a su llegada, diciéndoles que reemplazaría a su jefe hasta su regreso, y que no se preocupasen por nada. Después había rebuscado en el correo de la mañana con una curiosidad mal disimulada; olfateaba las cartas; parecía buscar una en particular. Sin duda su nueva situación respondía a uno de sus planes secretos, pues llegó, en su contento, a dar a uno de sus empleados un ejemplar de las
Oeuvres badines
de Piron. Vuillet tenía un fondo surtidísimo de libros obscenos, que escondía en un gran cajón, bajo una capa de rosarios y de estampas; era él quien había inundado la ciudad de fotografías y grabados indecentes sin que eso perjudicase para nada sus ventas a los feligreses. Sin embargo, debió de espantarlo, en el curso de la mañana, la forma grosera en que se había apoderado del edificio de correos. Pensó que su usurpación debía ser ratificada. Y por eso acudió a casa de Rougon, que se convertía decididamente en un poderoso personaje.
—¿Dónde se ha metido usted? —le preguntó Felicité con aire desconfiado.
Entonces contó su historia, adornándola. Según él, había salvado correos del pillaje.
—¡Bueno, pues está claro, quédese! —dijo Pierre, tras haber reflexionado un momento—. Sea útil.
Esta última frase indicaba el gran terror de los Rougon; tenían miedo de que alguien se convirtiera en demasiado útil, de que salvara la ciudad más que ellos. Pero Pierre no había encontrado ningún peligro grave en dejar a Vuillet como jefe interino de correos; incluso era una manera de desembarazarse de él. Felicité hizo un vehemente gesto de contrariedad.
Terminado el conciliábulo, los señores volvieron a mezclarse con los grupos que llenaban el salón. Tuvieron que satisfacer por fin la curiosidad general. Tuvieron que detallar punto por punto los acontecimientos de la mañana. Rougon estuvo magnífico. Amplificó aún más, engalanó y dramatizó el relato que había contado a su mujer. La distribución de los fusiles y de los cartuchos hizo jadear a todo el mundo. Pero fueron la marcha por las calles desiertas y la toma del ayuntamiento lo que fulminó a los estupefactos burgueses. A cada nuevo detalle se producía una interrupción.
—Y ustedes no eran más que cuarenta y uno, ¡es prodigioso!
—¡Caramba! Debía de estar endiabladamente oscuro.
—No, lo confieso, ¡jamás me hubiera atrevido a tanto!
—Entonces usted lo cogió así, ¡por el cuello!
—¿Y los insurrectos qué dijeron?
Pero estas cortas frases no hacían sino fustigar la inspiración de Rougon. Respondía a todos. Mimaba la acción. Aquel grueso señor, con la admiración de sus propias hazañas, recobraba la agilidad de un escolar, volvía a empezar, se repetía, en medio de las frases cruzadas, de los gritos de sorpresa, de las conversaciones privadas que se establecían bruscamente para discutir un detalle; y así iba engrandeciéndose, arrastrado por un soplo épico. Por otra parte, allí estaban Granoux y Roudier apuntándole hechos, pequeños hechos imperceptibles que él omitía. Se consumían, también ellos, por colocar una frase, por contar un episodio, y a veces le robaban la palabra. O bien hablaban los tres a la vez. Pero cuando, para guardar para el desenlace, como remate, el episodio histórico del espejo roto, Rougon quiso decir lo que había ocurrido abajo, en el patio, cuando la detención de los guardias, Roudier lo acusó de perjudicar la narración al cambiar el orden de los acontecimientos. Y disputaron un instante con cierta acidez. Después, Roudier, viendo llegada su ocasión, exclamó con voz diligente:
—¡Pues bueno, como quiera! Pero usted no estaba allí… Déjeme contar…
Entonces explicó con detalle cómo los insurrectos se habían despertado y cómo les habían apuntado para reducirlos a la impotencia. Agregó que no había corrido la sangre, afortunadamente. Esta última frase contrarió al auditorio, que contaba con un cadáver.
—Pero ustedes dispararon, creo —interrumpió Felicité, viendo que el drama era pobre.
—Sí, sí, tres disparos —prosiguió el ex fabricante de géneros de punto—. Fueron el salchichero Dubruel y los señores Liévin y Massicot quienes descargaron sus armas con rapidez culpable. —Y como hubo algunos murmullos—: Culpable, mantengo la palabra —prosiguió—. La guerra ya tiene necesidades bien crueles, sin que se derrame sangre inútil. Habría querido verlos en mi lugar… Por lo demás, esos señores me juraron que la culpa no era suya; no se explican cómo se dispararon sus fusiles… Y sin embargo, hubo una bala perdida que, tras haber rebotado, le hizo un cardenal en la mejilla a un insurrecto…
Este cardenal, esta herida inesperada, satisfizo al auditorio. ¿En qué mejilla estaba el cardenal, y cómo una bala, aunque fuera perdida, podía dar en una mejilla sin agujerearla? Esto proporcionó materia para largos comentarios.
—Arriba —continuó Rougon con su voz más fuerte, sin dejar tiempo para que se calmase la agitación—, arriba teníamos mucho que hacer. La lucha fue dura…
Y describió el arresto de su hermano y de los otros cuatro insurrectos muy largamente, sin nombrar a Macquart, a quien llamaba «el jefe». Las palabras «el despacho del señor alcalde, el sillón, el escritorio del señor alcalde» reaparecían a cada instante en su boca e imprimían, para los oyentes, una maravillosa grandeza a esta terrible escena. Ya no se peleaba en conserjería, sino en la sede del primer magistrado de la ciudad. Roudier estaba hundido. Rougon llegó por fin al episodio que preparaba desde el comienzo, y que debía presentarlo decididamente como un héroe.
—Entonces —dijo—, un insurrecto se precipita sobre mí. Aparto el sillón del señor alcalde, cojo a mi hombre por el cuello. ¡Y aprieto, ya pueden figurarse! Pero el fusil me estorbaba. No quería soltarlo, uno jamás suelta su fusil. Lo tenía, así, bajo el brazo izquierdo. Repentinamente se escapa un tiro…
Todo el auditorio estaba pendiente de los labios de Rougon. Granoux, que abría los labios, con un feroz prurito de hablar, exclamó:
—No, no, no es así… Usted no pudo verlo, amigo mío; peleaba como un león… Pero yo, que ayudaba a agarrotar a uno de los prisioneros, lo he visto todo… El hombre quiso asesinarlo; fue él quien disparó el tiro; vi perfectamente sus dedos negros que deslizaba bajo el brazo de usted…
—¿Usted cree? —dijo Rougon que se había puesto pálido.
No sabía que había corrido semejante peligro, y el relato del ex comerciante de almendras lo helaba de espanto… Granoux no solía mentir; pero un día de batalla está permitido ver las cosas dramáticamente.
—Cuando yo se lo digo, el hombre quiso asesinarlo —repitió con convicción.
—Claro, por eso —dijo Rougon, con voz apagada—, oí silbar la bala en mi oreja.
Se produjo una violenta emoción; el auditorio pareció impresionado y respetuoso ante aquel héroe. ¡Había oído silbar una bala en su oreja! Ciertamente, ninguno de los burgueses que allí estaban habría podido decir otro tanto. Felicité se creyó en el deber de arrojarse a los brazos de su marido, para llevar a su colmo el enternecimiento de la reunión. Pero Rougon se desprendió de golpe y terminó su relato con esta corta frase heroica que sigue siendo célebre en Plassans:
—El disparo se escapa, oigo silbar la bala en mi oreja, y ¡paf!, la bala va a romper el espejo del señor alcalde.
Fue una consternación: ¡un espejo tan bonito! ¡Increíble, realmente! La desgracia acaecida al espejo equilibró en la simpatía de aquellos caballeros el heroísmo de Rougon. El espejo se convertía en una persona, y se habló de él un cuarto de hora con exclamaciones, conmiseración, efusiones de pesar, como si lo hubieran herido en el corazón. Era el remate tal como Pierre lo había preparado, el desenlace de esta odisea prodigiosa. Un gran murmullo de voces llenó el salón amarillo. Se repetían entre sí el relato que acababan de oír y, de vez en cuando, un señor se apartaba de un grupo para ir a preguntar a los tres héroes la versión exacta de algún hecho discutido. Los héroes rectificaban el hecho con escrupulosa minuciosidad; tenían la sensación de hablar para la historia.
Sin embargo, Rougon y sus dos lugartenientes dijeron que los esperaban en la alcaldía. Se hizo un silencio respetuoso; se saludaron con sonrisas graves. Granoux reventaba de importancia; sólo él había visto al insurrecto apretar el gatillo y romper el espejo; eso lo engrandecía, le hacía estallar en su pellejo. Al dejar el salón, cogió el brazo de Roudier, con pinta de gran capitán roto por la fatiga, murmurando:
—Hace ya treinta y seis horas que estoy en pie, ¡y Dios sabe cuándo me acostaré!
Rougon, al irse, se llevó a Vuillet aparte y le dijo que el partido del orden contaba más que nunca con él y con
La Gaceta
. Era preciso que publicase un buen artículo para tranquilizar a la población y tratar como se merecía a aquella banda de desalmados que había cruzado Plassans.
—¡Quédese tranquilo! —respondió Vuillet—.
La Gaceta
iba a aparecer mañana por la mañana, pero voy a sacarla ya esta tarde.
Cuando hubieron salido, los contertulios del salón amarillo se quedaron un instante más, charlatanes como comadres a quienes un canario robado congrega en una acera.
Aquellos negociantes retirados, aquellos comerciantes de aceite, aquellos fabricantes de sombreros, nadaban en pleno drama mágico. Jamás los había agitado semejante conmoción. No salían de su asombro al ver que se habían revelado entre ellos héroes tales como Rougon, Granoux y Roudier. Después, ahogándose en el salón, hartos de contarse entre sí la misma historia, experimentaron una viva comezón por ir a publicar la gran noticia; desaparecieron uno a uno, picado cada cual por la ambición de ser el primero en saberlo todo, en contarlo todo; y Félicité, al quedarse sola, asomada a la ventana, los vio dispersarse por la calle de la Banne, asustados, braceando como grandes pájaros flacos, insuflando la emoción por las cuatro esquinas de la ciudad.
Eran las diez. Plassans, despierta, corría por las calles, atolondrada por el rumor que crecía. Los que habían visto u oído a la banda insurrecta contaban historias increíbles, se contradecían, aventuraban suposiciones atroces. Pero la gran mayoría ni siquiera sabía de qué se trataba; estos vivían en los extremos de la ciudad, y escuchaban, con la boca abierta, como un cuento de niños, esta historia de varios miles de bandidos que invadían las calles y desaparecían antes del día, como un ejército de fantasmas. Los más escépticos decían: «¡Quita allá!». Sin embargo, ciertos detalles eran concretos. Plassans acabó por convencerse de que una espantosa desgracia había pasado sobre ella durante su sueño, sin tocarla. Esta catástrofe mal definida tomaba prestado a las sombras de la noche, a las contradicciones de los diversos informes, un carácter vago, un horror insondable que hacían estremecerse a los más valientes. ¿Quién había desviado el rayo, pues? La cosa tenía algo de prodigioso. Se hablaba de salvadores desconocidos, de una pequeña banda de hombres que habían cortado la cabeza de la hidra, pero sin detalles, como de algo apenas creíble, cuando los contertulios del salón amarillo se diseminaron por las calles sembrando las noticias, repitiendo ante cada puerta el mismo relato.
Fue un reguero de pólvora. En unos minutos, de una punta a otra de la ciudad, la historia corrió. El nombre de Rougon voló de boca en boca, con exclamaciones de sorpresa en la ciudad nueva, con gritos de elogio en el barrio viejo. La idea de que se hallaban sin subprefecto, sin alcalde, sin jefe de correos, sin recaudador particular, sin autoridades de ninguna clase, consternó al principio a los habitantes. Estaban estupefactos de haber podido rematar su sueño y de haberse despertado como de ordinario, al margen de todo gobierno establecido. Pasado el primer estupor, se arrojaron con abandono en los brazos de los liberadores. Los escasos republicanos se encogieron de hombros; pero los pequeños minoristas, los pequeños rentistas, los conservadores de toda especie bendecían a aquellos héroes modestos cuyas hazañas habían ocultado las tinieblas. Cuando se supo que Rougon había detenido a su propio hermano, la admiración ya no conoció límites; se habló de Bruto; la indiscreción que tanto temía redundó en su gloria. En esa hora de pavor mal disipado, el agradecimiento fue unánime. Se aceptaba al salvador Rougon sin discutirlo.