—Eso es, continúen… —balbucía—. Esta noche o mañana, cuando los otros regresen, ¡ajustaremos cuentas!
Esta alusión a la banda insurrecta produjo un escalofrío en la espalda de los vencedores. Rougon, sobre todo, experimentó un leve ahogo. Su hermano, que estaba exasperado por haber sido sorprendido como un niño por aquellos burgueses asustados, a quienes motejaba de abominables civiles, a título de ex soldado, lo miraba, lo desafiaba con ojos relucientes de odio.
—¡Ah! ¡Sé cosas muy interesantes! ¡Sé cosas muy interesantes! —prosiguió sin quitarle ojo—. Mándenme ante un tribunal para que les cuente a los jueces historias que harán reír.
Rougon se demudó. Tuvo un miedo atroz de que Macquart hablase y él perdiera el aprecio de los caballeros que acababan de ayudarle a salvar Plassans. Por otra parte, esos caballeros, estupefactos con el dramático encuentro de los dos hermanos, se habían retirado a un rincón del despacho, viendo que iba a producirse una explicación tormentosa. Rougon tomó una decisión heroica. Avanzó hacia el grupo y dijo en tono nobilísimo:
—Conservaremos aquí a este hombre. Cuando haya reflexionado sobre su situación, podrá darnos informaciones útiles. —Después, con una voz aún más digna—: Cumpliré con mi deber, caballeros. He jurado salvar a la ciudad de la anarquía, y la salvaré, aun cuando tenga que ser el verdugo de mi pariente más cercano.
Recordaba a un antiguo romano sacrificando a su familia en el altar de la patria. Granoux, emocionadísimo, fue a estrecharle la mano con un aire lacrimógeno, que significaba: «Lo comprendo, ¡es usted sublime!». A continuación le hizo el favor de llevarse a todo el mundo, con el pretexto de conducir al patio a los cuatro prisioneros que estaban allí.
Cuando Pierre estuvo a solas con su hermano, sintió que recobraba todo su aplomo. Prosiguió:
—¿No me esperaba usted, verdad? Ahora comprendo: debió usted de urdir alguna asechanza en mi casa. ¡Desdichado! ¡Ya ve adónde lo han conducido sus vicios y desórdenes!
Macquart se encogió de hombros.
—Oiga —respondió—, déjeme en paz. Es usted un viejo tunante. Reirá mejor el que ría el último.
Rougon, que no tenía un plan concreto respecto a él, lo empujó a un cuarto de aseo donde el señor Garçonnet iba a descansar a veces. Este cuarto, iluminado por arriba, no tenía otra salida que la puerta de entrada. Estaba amueblado con unos sillones, un diván y un lavabo de mármol. Pierre cerró la puerta con doble vuelta, tras haber desatado a medias las manos de su hermano. Se oyó a este último arrojarse en el diván, y entonar el
Çaira
! con una voz formidable, como para acunarse.
Rougon, solo por fin, se sentó a su vez en el sillón del alcalde. Exhaló un suspiro, se enjugó la frente. ¡Qué dura era la conquista de la fortuna y los honores! Por fin tocaba su meta, sentía el muelle sillón hundido bajo él, acariciaba con la mano, con gesto maquinal, el escritorio de caoba, que encontraba sedoso y delicado como la piel de una mujer bonita. Y se arrellanó aún más, adoptó la actitud digna que Macquart tenía un momento antes, escuchando la lectura de la proclama. En torno a él, el silencio del despacho le parecía cobrar una gravedad religiosa, que impregnaba su alma de divina voluptuosidad. Hasta el olor a polvo y a papeles viejos, que andaban rodando por los rincones, ascendía como un incienso a sus ventanillas dilatadas. Ese aposento, de colgaduras ajadas, que apestaba a los negocios estrechos, a las preocupaciones miserables de un ayuntamiento de tercer orden, era un templo, en cuyo dios se convertía él. Entraba en algo sagrado. Él, a quien en el fondo no le gustaban los curas, recordó la emoción deliciosa de su primera comunión cuando había creído tragar a Jesús.
Pero, en su arrobo, experimentaba pequeños sobresaltos nerviosos a cada estallido de voz de Macquart. Las palabras de aristócrata, horca, las amenazas de ejecución, le llegaban en ráfagas violentas a través de la puerta y cortaban de forma desagradable su sueño triunfante. ¡Siempre aquel hombre! Y su sueño, que le mostraba Plassans a sus pies, se remataba con la brusca visión del tribunal, de los jueces, de los jurados y del público, escuchando las vergonzosas revelaciones de Macquart, la historia de los cincuenta mil francos y las otras; o bien, mientras disfrutaba de la blandura del sillón del señor Garçonnet, se veía de golpe ahorcado de un farol en la calle de la Banne. ¿Quién lo desembarazaría de aquel miserable? Por fin Antoine se durmió. Pierre tuvo diez minutos largos de puro éxtasis.
Roudier y Granoux vinieron a sacarlo de esta beatitud. Llegaban de la cárcel, adonde habían llevado a los insurrectos. La luz crecía, la ciudad iba a despertarse, era hora de tomar una decisión. Roudier declaró que ante todo convendría dirigir una proclama a los habitantes. Pierre, justamente, leía la que los insurgentes habían dejado sobre una mesa.
—Hombre —exclamó—, aquí hay una que nos viene al pelo. Sólo hay que cambiar unas cuantas palabras.
Y en efecto, bastó un cuarto de hora, al cabo del cual Granoux leyó, con voz conmovida:
—Habitantes de Plassans, la hora de la resistencia ha sonado, el reino del orden ha regresado…
Se decidió que la imprenta de
La Gaceta
imprimiera la proclama, que se exhibiría en todas las esquinas de las calles.
—Y ahora escuchen —dijo Rougon—, vamos a ir a mi casa; durante este tiempo el señor Granoux reunirá aquí a todos los concejales que no han sido detenidos, y les contará los terribles acontecimientos de esta noche. —Después añadió, con majestuosidad—: Estoy totalmente dispuesto a aceptar la responsabilidad de mis actos. Si lo que ya he hecho parece prenda suficiente de mi amor al orden, consiento en ponerme a la cabeza de una comisión municipal, hasta que puedan ser restablecidas las autoridades regulares. Pero, para que no me acusen de ambición, sólo regresaré a la alcaldía llamado por las instancias de mis ciudadanos.
Granoux y Roudier protestaron. Plassans no sería ingrato. Pues, a fin de cuentas, su amigo había salvado a la ciudad. Y recordaron todo lo que había hecho por la causa del orden: el salón amarillo siempre abierto a los amigos del poder, la buena palabra llevada a los tres barrios, el depósito de armas cuya idea le pertenecía, y sobre todo esa noche memorable, esa noche de prudencia y heroísmo, en la cual se había hecho ilustre para siempre. Granoux añadió que estaba seguro de antemano de la admiración y el agradecimiento de los señores concejales. Concluyó diciendo:
—No se mueva de su casa; iré a buscarlo y lo traeré en triunfo.
Roudier dijo aún que comprendía, por otra parte, el tacto y la modestia de su amigo, y que los aprobaba. Nadie, desde luego, pensaría en acusarlo de ambición, pero percibirían la delicadeza que desplegaba al no querer ser nada sin el asentimiento de sus conciudadanos. Esto era muy digno, muy noble, del todo grande. Ante esta lluvia de elogios, Rougon agachaba humildemente la cabeza. Murmuraba: «No, no, van ustedes demasiado lejos», con pequeños soponcios de hombre voluptuosamente cosquilleado. Cada frase del fabricante de punto retirado y del ex comerciante de almendras, colocados uno a su derecha, otro a su izquierda, le pasaba suavemente por la cara; y, echado hacia atrás en el sillón del alcalde, impregnado de los sentimientos administrativos del despacho, saludaba a diestro y siniestro, con traza de príncipe pretendiente a quien un golpe de Estado va a convertir en emperador.
Cuando estuvieron hartos de incensarse, bajaron. Granoux marchó en busca de los concejales. Roudier le dijo a Rougon que se adelantara; él lo alcanzaría en su casa, tras haber dado las órdenes necesarias para la custodia de la alcaldía. La luz crecía; Pierre llegó a la calle de la Banne, taconeando militarmente en las aceras, todavía desiertas. Llevaba el sombrero en la mano, pese al vivo frío; arranques de orgullo le subían toda la sangre al rostro.
Al pie de la escalera encontró a Cassoute. El cavador no se había movido, al no ver regresar a nadie. Allí estaba, en el primer peldaño, con la gran cabeza entre las manos, mirando fijamente al frente, con la mirada vacía y la muda terquedad de un perro fiel.
—¿Me esperaba usted, verdad? —le dijo Pierre, que lo comprendió todo al divisarlo—. ¡Bueno!, pues vaya a decirle al señor Macquart que he regresado. Pregunte por él en el ayuntamiento.
Cassoute se levantó y se retiró, saludando torpemente. Fue a entregarse como un corderito, con gran regocijo de Pierre, que se reía solo al subir la escalera, sorprendido de sí mismo, ocurriéndosele vagamente esta idea: «Tengo valor, ¿tendré también ingenio?».
Félicité no se había acostado. La encontró endomingada, con su gorro de cintas limón, como una mujer que espera visita. En vano había permanecido en la ventana, no había oído nada; se moría de curiosidad.
—¿Y qué? —preguntó, precipitándose al encuentro de su marido.
Éste, resoplando, entró en el salón amarillo, a donde ella lo siguió, cerrando cuidadosamente las puertas a sus espaldas. Se desplomó en un sillón, y dijo con voz ahogada:
—Hecho, seremos recaudador particular.
Ella le saltó al cuello, lo besó.
—¿De veras? ¿De veras? —grito—. Pues yo no oí nada. ¡Oh, maridito, cuéntame, cuéntamelo todo!
Volvía a sus quince años, se ponía zalamera, revoloteaba con sus vuelos bruscos de cigarra ebria de luz y de calor. Y Pierre, en la efusión de su victoria, vació su corazón. No omitió detalle. Explicó incluso sus proyectos futuros, olvidando que, según él, las mujeres no valían para nada, y que la suya debía ignorarlo todo, si quería seguir siendo el amo. Félicité, inclinada, se bebía sus palabras. Le obligó a volver a contar ciertas partes del relato, diciendo que no lo había entendido; en efecto, la alegría armaba tal jaleo en su cabeza que, a veces, se quedaba como sorda, con la mente perdida en pleno disfrute. Cuando Pierre contó el asunto de la alcaldía le entró la risa. Cambió tres veces de sillón, arrastrando los muebles, sin poder estarse quieta. Tras cuarenta años de esfuerzos continuos, por fin la fortuna se dejaba aferrar por el cuello. Se volvía loca, hasta el punto de olvidar toda prudencia.
—¡Eh! ¡Todo eso me lo debes a mí! —exclamó con una explosión de triunfo—. Si te hubiera dejado actuar, te habrían pillado los insurrectos como a un idiota: memo, era a Garçonnet, a Sicardot y a los otros a quienes había que arrojar a esas bestias feroces. —Y mostrando sus dientes bailoteantes de vieja, agregó con una risa de chiquilla—: ¡Eh! ¡Viva la República! ¡Ha despejado el patio!
Pero Pierre se había puesto de mal humor.
—Tú, tú —murmuró—, siempre crees haberlo previsto todo. Soy yo quien tuvo la idea de esconderse. ¡Cómo si las mujeres entendieran algo de política! Vamos, pobrecita, si tú condujeras la barca, pronto nos habríamos ido a pique.
Félicité apretó los labios. Se había comprometido demasiado, había olvidado su papel de hada muda. Pero le entró una de esas rabias sordas que experimentaba cuando su marido la aplastaba con su superioridad. Se prometió de nuevo, para cuando llegase la hora, cualquier venganza exquisita que le entregaría al hombrecillo atado de pies y manos.
—¡Ah!, se me olvidaba —prosiguió Rougon—. El señor Peirotte está en el baile. Granoux lo vio debatiéndose en manos de los insurrectos.
Félicité tuvo un estremecimiento. Precisamente estaba en la ventana, mirando con amor los ventanales del recaudador particular. Acababa de experimentar la necesidad de volver a verlos, pues la idea del triunfo se confundía en ella con las ganas de aquel hermoso piso, cuyos muebles gastaba con la mirada desde hacía tanto tiempo.
Se volvió, y con una voz extraña:
—¿Han detenido al señor Peirotte? —dijo.
Sonrió complacida; después un vivo rubor amorató su cara. Acababa, en el fondo de sí misma, de expresar este deseo brutal: «¡Si los insurrectos lo mataran!». Pierre leyó sin duda ese pensamiento en sus ojos.
—¡A fe mía!, si pescara una bala —murmuró—, eso arreglaría nuestros asuntos… No nos veríamos obligados a desplazarlo, ¿verdad?, y la culpa no sería nuestra.
Pero Félicité, más nerviosa, temblaba. Le parecía que acababa de condenar a muerte a un hombre. Ahora, si mataban al señor Peirotte, lo vería de noche, vendría a tirarle de los pies. Y ya sólo echó a las ventanas de enfrente ojeadas taimadas, llenas de voluptuoso horror. Hubo, a partir de entonces, en sus disfrutes una pizca de espanto criminal que los volvió más agudos.
Por otra parte, Pierre, vaciado su corazón, veía ahora el lado malo de la situación. Habló de Macquart. ¿Cómo desembarazarse de ese granuja? Pero Félicité, recuperada la fiebre del éxito, exclamó:
—No se puede hacer todo a la vez. ¡Lo amordazaremos, pardiez! Ya encontraremos algún medio… —Iba y venía, colocando los sillones, quitándole el polvo a los respaldos. Bruscamente, se detuvo en el centro de la pieza, y dirigiendo una larga mirada al ajado mobiliario—: ¡Dios mío! —dijo—. ¡Qué feo es esto! ¡Y con toda esa gente que va a venir!
—¡Bah! —respondió Pierre con soberbia indiferencia—, lo cambiaremos todo.
Él, que la víspera sentía un respeto religioso por los sillones y el canapé, se habría subido a ellos con los dos pies. Felicité, que experimentaba el mismo desdén, llegó incluso a zarandear un sillón al que le faltaba una rueda y que no le obedecía con suficiente rapidez.
Fue en ese momento cuando entró Roudier. A la anciana le pareció que se mostraba de una cortesía mucho mayor. Los «señor», los «señora» fluían con una música deliciosa. Por otra parte, los contertulios llegaban en fila, el salón se llenaba. Nadie conocía aún en detalle los acontecimientos de la noche, y todos acudían, con los ojos fuera de las órbitas, la sonrisa en los labios, empujados por los rumores que empezaban a correr por la ciudad. Aquellos señores, que la noche antes habían abandonado tan precipitadamente el salón amarillo, ante la noticia de la proximidad de los insurrectos, regresaban, zumbando, curiosos e importunos, como un enjambre de moscas al que hubiera dispersado una ráfaga de viento. Algunos ni siquiera se habían tomado el tiempo de ponerse los tirantes. Su impaciencia era grande, pero era visible que Rougon esperaba a alguien para hablar. A cada minuto dirigía a la puerta una mirada ansiosa. Durante una hora hubo apretones de manos expresivos, felicitaciones vagas, susurros admirativos, una alegría contenida, sin causa cierta, y que no pedía sino una palabra para convertirse en entusiasmo.
Por fin apareció Granoux. Se detuvo un instante en el umbral, con la mano derecha en su levita abotonada; su gruesa cara pálida, que exultaba, intentaba en vano ocultar su emoción bajo un gran aire de dignidad. A su aparición, se hizo un silencio; se notó que iba a ocurrir una cosa extraordinaria. En medio de una hilera, Granoux avanzó en derechura hacia Rougon. Le tendió la mano.