Una delegación se dirigió entonces a la alcaldía para reprochar a la comisión municipal el cierre de las puertas, que sólo serviría para irritar a los insurgentes. Rougon, que perdía la cabeza, defendió su ordenanza con sus últimas energías; la doble vuelta dada a las llaves le parecía uno de los actos más ingeniosos de su administración; encontró para justificarlo palabras convencidas. Pero lo ponían en un aprieto, le preguntaban dónde estaban los soldados, el regimiento que había prometido. Entonces mintió, dijo rotundamente que no había prometido nada de nada. La ausencia de ese regimiento legendario, que los habitantes deseaban hasta el punto de haber soñado con su cercanía, era la gran causa del pánico. La gente bien informada citaba el paraje exacto de la carretera donde los soldados habían sido degollados.
A las cuatro, Rougon, seguido por Granoux, se dirigió a la mansión de Valqueyras. Pequeñas bandas, que se unían a los insurrectos, en Orchéres, seguían pasando a lo lejos, por el valle del Viorne. Durante todo el día los chiquillos habían trepado a las murallas, los burgueses habían ido a mirar por las troneras. Estos centinelas voluntarios alimentaban el espanto de la ciudad, al contar en voz alta las bandas, que eran tomadas por otros tantos batallones. Aquel pueblo cobarde creía asistir, desde las almenas, a los preparativos de una matanza universal. Al crepúsculo, al igual que la víspera, el pánico sopló, más frío.
Al regresar a la alcaldía, Rougon y su inseparable Granoux comprendieron que la situación resultaba intolerable. En su ausencia, un nuevo miembro de la comisión había desaparecido. No eran ya sino cuatro. Se sintieron ridículos, con la cara lívida; mirándose, durante horas, sin decir nada. Y además tenían un miedo atroz de pasar una segunda noche en la terraza de la mansión de Valqueyras.
Rougon declaró gravemente que, como la situación seguía igual, no había razón para continuar en sesión permanente. Si se producía algún acontecimiento grave, irían a avisarlos. Y por medio de una decisión debidamente tomada en el concejo, descargó sobre Roudier los cuidados de su administración. El pobre Roudier, que se acordaba de haber sido guardia nacional en París, bajo Luis Felipe, velaba en la puerta Grande, con convicción.
Pierre volvió a casa con las orejas gachas, hundiéndose en la sombra de las casas. Sentía que a su alrededor Plassans se le volvía hostil. Oía, en los grupos, correr su nombre, con palabras de cólera y de desprecio. Tambaleándose y con las sienes sudorosas, subió la escalera. Félicité lo recibió en silencio, con semblante consternado. También ella comenzaba a desesperar. Todo su sueño se derrumbaba. Allí se quedaron, en el salón amarillo, cara a cara. El día caía, un día sucio de invierno que imprimía tonos borrosos al papel naranja de grandes rameados; nunca la pieza había parecido más ajada, más sórdida, más vergonzante. Y en aquella hora, estaban solos; ya no tenían, como la víspera, un tropel de cortesanos que los felicitaban. Un día acababa de bastar para vencerlos, en el momento en que cantaban victoria. Si al día siguiente no cambiaba la situación, la partida estaba perdida. Felicité, que la víspera soñaba con las llanuras de Austerlitz, al mirar las ruinas del salón amarillo pensaba ahora, al verlo tan lúgubre y desierto, en los campos malditos de Waterloo.
Después, como su marido no decía nada, ella fue maquinalmente a la ventana, a esa ventana donde había aspirado con delicia el incienso de toda una subprefectura. Distinguió numerosos grupos abajo, en la plaza; cerró las persianas, al ver cabezas que se volvían hacia su casa, con el temor de ser abucheada. Se hablaba de ellos, tuvo ese presentimiento.
En el crepúsculo ascendían voces. Un abogado soltaba sus maledicencias con el tono de un litigante que triunfa.
—Ya lo habla dicho yo, los insurgentes se han marchado por sí solos, y no pedirán permiso a los cuarenta y uno para regresar. ¡Los cuarenta y uno! ¡Qué gran farsa! Yo creo que eran al menos doscientos.
—Nada de eso —dijo un grueso comerciante, tratante de aceite y gran político—, quizá no llegaban a diez. Porque, a fin de cuentas, no han luchado; habríamos visto la sangre por la mañana. Yo, yo en persona, fui al ayuntamiento a ver; el patio estaba tan limpio como mi mano.
Un obrero que se colaba tímidamente en el grupo agregó:
—No había que ser muy listo para tomar el ayuntamiento. La puerta ni siquiera estaba cerrada. —Unas risas acogieron esta frase, y el obrero, al verse alentado, prosiguió—: Los Rougon, ya se sabe, no son gran cosa.
Este insulto fue a herir a Felicité en el corazón. La ingratitud de aquel pueblo la afligía, pues había acabado por creer ella misma en la misión de los Rougon. Llamó a su marido; quiso que recibiera una lección sobre la inestabilidad del vulgo.
—Es como su espejo —continuó el abogado—; ¡pues no han armado ruido con ese desdichado espejo roto! Ustedes saben que Rougon es muy capaz de haberle disparado un tiro, para hacer creer en una batalla.
Pierre retuvo un grito de dolor. Ya ni siquiera creían en su espejo. Pronto llegarían hasta pretender que no había oído silbar una bala en su oreja. La leyenda de los Rougon se borraría, no quedaría nada de su gloria. Pero aun no había llegado al final de su calvario. Los grupos se ensañaban tan agriamente como habían aplaudido la víspera. Un ex fabricante de sombreros, un anciano de setenta años, cuya fábrica se encontraba en tiempos en el arrabal, hurgó en el pasado de los Rougon. Habló vagamente, con las vacilaciones de una memoria que se pierde, del cercado de los Fouque, de Adélaïde, de sus amores con un contrabandista. Dijo lo bastante para dar a los comadreos un nuevo impulso. Los conversadores se acercaron; las palabras «canallas», «ladrones», «intrigantes descarados», ascendían hasta la persiana tras la cual Pierre y Félicité rezumaban miedo y cólera. En la plaza llegaron a compadecer a Macquart. Fue el golpe postrero. Ayer Rougon era un Bruto, un alma estoica que sacrificaba a la patria sus afectos; hoy Rougon no era sino un vil ambicioso que pasaba sobre el vientre de su pobre hermano, y se servía de él como de un escalón para llegar a la fortuna.
—¿Estás oyendo, estás oyendo? —murmuraba Pierre con voz ahogada—. ¡Ah, qué bergantes!, nos matan; jamás nos levantaremos de ésta.
Félicité, furiosa, tamborileaba en la persiana con la punta de sus dedos crispados, y respondía:
—Déjalos que hablen, ea. Si volvemos a ser los más fuertes, verán cómo me las gasto. Sé de dónde viene el golpe. La ciudad nueva nos odia.
Estaba en lo cierto. La brusca impopularidad de los Rougon era obra de un grupo de abogados que se hallaban muy vejados por la importancia que había asumido un ex comerciante de aceite, iletrado, y cuya casa había estado al borde de la quiebra. El barrio de San Marcos, desde hacía dos días, estaba como muerto. El barrio viejo y la ciudad nueva eran lo único que quedaba. Esta última había aprovechado el pánico para perder al salón amarillo en el ánimo de los comerciantes y de los obreros. Roudier y Granoux eran excelentes hombres, honorables ciudadanos, a quienes esos intrigantes de los Rougon engañaban. Les abrirían los ojos. En vez de aquel gordo barrigudo, de aquel bribón que no tenía un céntimo, ¿no habría debido sentarse en el sillón del alcalde Isidore Granoux? Los envidiosos partían de eso para reprochar a Rougon todos los actos de su administración, que databa sólo de la víspera. No habría debido conservar la antigua corporación; había cometido una solemne tontería al mandar cerrar las puertas; por culpa de su necedad cinco concejales miembros habían cogido una pleuresía en la terraza de la mansión de Valqueyras. Y no paraban de hablar. Los republicanos también alzaban la cabeza. Se hablaba de un posible golpe de mano, intentado por los obreros del arrabal en la alcaldía. La reacción agonizaba.
Pierre, ante este derrumbamiento de todas sus esperanzas, pensó en algunos apoyos con los cuales, llegado el caso, podría contar aún.
—¿Aristide no iba a venir esta noche para hacer las paces? —preguntó.
—Sí —respondió Félicité—. Me había prometido un buen artículo.
El Independiente
no ha aparecido…
Pero su marido la interrumpió diciendo:
—¡Eh! ¿No es él ese que sale de la subprefectura?
La anciana sólo echó una mirada.
—¡Se ha vuelto a poner el cabestrillo! —gritó.
Aristide, en efecto, ocultaba de nuevo la mano en su pañuelo. El Imperio se deterioraba, sin que la República triunfase, y él había juzgado prudente volver a su papel de mutilado. Cruzó taimadamente la plaza, sin levantar la cabeza; después, como sin duda oyó en los grupos palabras peligrosas y comprometedoras, se apresuró a desaparecer por un recodo de la calle de la Banne.
—Bueno, no subirá —dijo amargamente Félicité—. Estamos por los suelos… ¡Hasta nuestros hijos nos abandonan!
Cerró violentamente la ventana, para no ver más; para no oír más. Y tras encender la lámpara, cenaron, desalentados, sin hambre, dejándose los bocados en el plato. Sólo tenían unas cuantas horas para tomar partido. Era imprescindible que al despertar tuviesen Plassans a sus plantas y le hicieran pedir perdón, si no querían renunciar a la fortuna soñada. La falta absoluta de noticias ciertas era la única causa de su ansiosa indecisión. Félicité, con su claridad de espíritu, lo comprendió pronto. Si hubieran podido conocer el resultado del golpe de Estado, habrían manifestado audacia y continuado de todas formas con su papel de salvadores, o bien se habrían apresurado a que se olvidara lo más posible su desdichada campaña. Pero no sabían nada concreto, perdían la cabeza, tenían sudores fríos, al jugarse así su fortuna a una tirada de dados, en plena ignorancia de los acontecimientos.
—¡Y ese diablo de Eugène que no me escribe! —exclamó Rougon en un impulso de desesperación, sin pensar en que revelaba a su mujer el secreto de su correspondencia.
Pero Félicité fingió no haber oído. El grito de su marido la había impresionado hondamente. En efecto, ¿por qué Eugène no escribía a su padre? Tras haberlo tenido tan fielmente al tanto de los éxitos de la causa bonapartista, habría tenido que precipitarse a anunciarle el triunfo o la derrota del príncipe Luis. La simple prudencia le aconsejaba la comunicación de esta noticia. Si se callaba, era que la República victoriosa lo había enviado a reunirse con el pretendiente en los calabozos de Vincennes. Félicité se sintió helada; el silencio de su hijo mataba sus últimas esperanzas. En ese momento trajeron
La Gaceta
, todavía fresca.
—¿Cómo? —dijo Pierre sorprendidísimo—. ¿Vuillet ha publicado su periódico? —Desgarró la faja, leyó el artículo de cabecera y lo terminó, pálido como un papel, doblándose sobre su silla—. Ten, lee —prosiguió, tendiéndole el diario a Felicité.
Era un soberbio artículo, de inaudita violencia contra los insurgentes. Jamás tanta hiel, tantas mentiras, tanta basura devota habían fluido de una pluma. Vuillet empezaba haciendo el relato de la entrada de la banda en Plassans. Una pura obra maestra. Se veían allí «esos bandidos, esas caras patibularias, esa hez de los presidios» invadiendo la ciudad, «borrachos de aguardiente, de lujuria y de pillaje»; después los mostraba «desplegando su cinismo por las calles, espantando a la población con gritos salvajes, no buscando sino la violación y el asesinato». Más adelante, la escena del ayuntamiento y la detención de las autoridades se convertían en todo un atroz drama: «Entonces, asieron por el cuello a los hombres más respetables; y, como Jesús, el alcalde, el bravo comandante de la guardia nacional, el jefe de correos, ese funcionario tan benévolo, fueron coronados de espinas por esos miserables, y recibieron sus escupitajos en el rostro». El párrafo consagrado a Miette y a su pelliza roja llegaba al lirismo. Vuillet había visto diez, veinte muchachas sangrientas. «¿Y quién no ha advertido, en medio de esos monstruos, a mujerzuelas infames vestidas de rojo, y que debían de haberse revolcado en la sangre de los mártires que esos bribones han asesinado a lo largo de los caminos? Blandían banderas, se abandonaban, en plena calle, a las caricias innobles de la horda entera». Y añadía con énfasis bíblico: «La República siempre marcha entre prostitución y matanzas». Y eso era sólo la primera parte del artículo; terminado el relato, en una perorata virulenta, el librero preguntaba si la región sufriría durante mucho tiempo «la vergüenza de esas bestias feroces que no respetaban ni las propiedades ni a las personas»; hacía un llamamiento a todos los valerosos ciudadanos diciendo que una tolerancia más prolongada sería un aliento, y que entonces los insurgentes vendrían a arrebatar «a la hija de los brazos de la madre, a la esposa de los brazos del esposo»; por último, tras una frase devota en la cual declaraba que Dios quería el exterminio de los malvados, terminaba con este trompetazo: «Afirman que esos miserables están de nuevo en nuestras puertas; ¡pues bien!, que cada uno de nosotros coja un fusil y los mate como a perros; me verán en primera fila, dichoso de desembarazar a la tierra de semejante chusma».
Este artículo, en el cual la pesadez del periodismo provinciano ensartaba perífrasis groseras, había consternado a Rougon, quien murmuró cuando Félicité dejó
La Gaceta
en la mesa:
—¡Ah! ¡Qué desgraciado! Nos asesta el último golpe; creerán que fui yo el que inspiró esta diatriba.
—Pero —dijo su mujer, pensativa— ¿no me anunciaste esta mañana que se negaba rotundamente a atacar a los republicanos? Las noticias lo habían aterrorizado, y tú pretendías que estaba pálido como un muerto.
—Pues sí, no entiendo nada. Como yo insistía, llegó a reprocharme no haber matado a todos los insurrectos… Era ayer cuando habría tenido que escribir su artículo; hoy va a conseguir que nos maten.
Félicité se perdía en pleno asombro. ¿Qué mosca le había picado a Vuillet? La imagen de aquel pertiguero fallido, con un fusil en la mano, disparando desde las murallas de Plassans, le parecía una de las cosas más grotescas que imaginarse pueda. Ciertamente había debajo alguna causa determinante que se le escapaba. Vuillet se desataba en insultos demasiado imprudentes y tenía un valor demasiado fácil para que la banda insurrecta estuviese realmente tan cerca de las puertas de la ciudad.
—Es un mal tipo, lo he dicho siempre —prosiguió Rougon, que acababa de releer el artículo—. Quizá sólo ha pretendido hacernos daño. He sido demasiado bueno al dejarle la jefatura de correos.
Fue un rayo de luz. Félicité se levantó vivamente, como iluminada por un pensamiento súbito; se puso un gorro, se echó un chal sobre los hombros.