Cuando salía del callejón de San Mittre, vacilante, preguntándose si no sería peligroso solicitar del prefecto el perdón de Silvère, vio a Aristide merodeando en torno al campo de vigas. Éste, habiendo reconocido a su padre, acudió corriendo, con semblante inquieto, y le dijo unas palabras al oído. Pierre se demudó; miró con pavor al fondo del ejido, a esas tinieblas que sólo una hoguera de gitanos manchaba con una claridad roja. Y ambos desaparecieron por la calle de Roma, apretando el paso, como si hubiesen matado, y levantándose el cuello del gabán, para no ser vistos.
—Eso me evita un recado —murmuró Rougon—. Vamos a cenar. Nos esperan.
Cuando llegaron, el salón amarillo resplandecía. Felicité se había multiplicado. Todo el mundo se encontraba allá, Sicardot, Granoux, Roudier, Vuillet, los comerciantes de aceite, los comerciantes de almendras, toda la pandilla. Sólo el marqués había pretextado un reumatismo; se marchaba, además, para un viajecito. Esos burgueses manchados de sangre herían su delicadeza, y su pariente, el conde de Valqueyras, debía de haberle rogado que se fuera por algún tiempo a sus posesiones de Corbiére para que lo olvidaran. La negativa del señor de Carnavant vejó a los Rougon. Pero Felicité se consoló prometiéndose desplegar un lujo mayor; alquiló dos candelabros, encargó dos entrantes y dos dulces más, con el fin de reemplazar al marqués. La mesa, para más solemnidad, fue aparejada en el salón. El Hotel de Provenza había proporcionado la cubertería de plata, la porcelana, la cristalería. Desde las cinco estuvieron colocados los cubiertos, para que los invitados, al llegar, pudieran gozar del primer vistazo. Había, en los dos extremos, sobre el mantel blanco, dos ramos de rosas artificiales, en jarrones de porcelana dorada, con flores pintadas.
La sociedad habitual del salón no pudo ocultar, una vez reunida, la admiración que le causó semejante espectáculo. Aquellos señores sonreían con aire cohibido, intercambiando miradas socarronas que significaban claramente: «Estos Rougon están locos, tiran el dinero por la ventana». La verdad era que Felicité, al ir a hacer las invitaciones, no había podido contener su lengua. Todo el mundo sabía que Pierre estaba condecorado y que lo iban a nombrar algo, lo cual alargaba singularmente las narices, según la expresión de la anciana. Y además, decía Roudier: «La renegrida esa se hinchaba en exceso». En el día de las recompensas, a la pandilla de burgueses que se habían abalanzado sobre la República expirante, observándose unos a otros, vanagloriándose de asestar una dentellada más ruidosa que la del vecino, no les hacía ninguna gracia que sus anfitriones recibieran todos los laureles de la batalla. Los mismos que habían vociferado por temperamento, sin pedir nada al Imperio naciente, se sentían profundamente vejados al ver que, gracias a ellos, el más pobre, el más tarado de todos, iba a tener la cinta roja en el ojal. ¡Si al menos hubieran condecorado a todo el salón!
—No es que me importe la condecoración —dijo Roudier a Granoux, a quien había arrastrado al vano de una ventana—. La rechacé en tiempos de Luis Felipe cuando era proveedor de la corte. ¡Ah! ¡Luis Felipe era un buen rey, Francia nunca encontrará uno parecido! —Roudier volvía a ser orleanista. Luego agregó con la redomada hipocresía de un ex fabricante de géneros de punto de la calle Saint-Honoré—: Pero usted, mi querido Granoux, ¿no cree que la cinta iría bien en su ojal? Después de todo, usted ha salvado la ciudad tanto como Rougon. Ayer, en casa de personas distinguidísimas, no querían creer que hubiera podido hacer tanto ruido con un martillo.
Granoux balbuceó un «gracias» y, ruborizándose como una virgen en su primera confesión de amor, se inclinó a la oreja de Roudier, murmurando:
—No diga nada, pero tengo razones para pensar que Rougon pedirá la condecoración para mí. Es un buen chico.
El ex fabricante de géneros de punto se puso serio y a partir de entonces se mostró de una gran cortesía. Habiendo ido Vuillet a charlar con él de la merecida recompensa que acababa de recibir su amigo, respondió en voz alta, para que lo oyera Felicité, sentada a unos pasos, que hombres como Rougon «honraban la Legión de Honor». El librero le hizo coro; esa mañana le habían dado la seguridad formal de que la clientela del colegio le sería devuelta. En cuanto a Sicardot, experimentó al principio un ligero fastidio al no ser ya el único condecorado de la pandilla. Según él, sólo los militares tenían derecho a la cinta. El valor de Pierre lo sorprendía. Pero, buena persona en el fondo, se acaloró y acabó gritando que los Napoleón sabían distinguir a los hombres de corazón y energía.
Rougon y Aristide fueron recibidos, pues, con entusiasmo; todas las manos se tendieron hacia ellos. Hasta llegaron a besarlos. Angèle estaba en el canapé, al lado de su suegra, feliz, mirando la mesa con el asombro de una gran tragona que nunca había visto tantos platos juntos. Aristide se acercó, y Sicardot acudió a felicitar a su yerno por el soberbio artículo de
El Independiente
. Le devolvía su amistad. El joven, a las paternales preguntas que le dirigía, respondió que su deseo era marchar con su gente a París, donde su hermano Eugène lo favorecería; pero le faltaban quinientos francos. Sicardot se los prometió, viendo ya a su hija recibida en las Tullerías por Napoleón III.
Entre tanto Félicité le había hecho una seña a su marido. Pierre, muy agasajado, interrogado cariñosamente sobre su palidez, sólo consiguió escapar un minuto. Pudo murmurar al oído de su mujer que había encontrado a Pascal y que Macquart se marchaba esa noche. Bajó aún más la voz para informarla de la locura de su madre, poniéndose un dedo en la boca, como para decir: «Ni una palabra, nos arruinaría la velada». Felicité se mordió los labios. Intercambiaron una mirada en la cual leyeron un pensamiento común: ahora, la vieja no les molestaría; arrasarían la casucha del furtivo, como habían arrasado las tapias del cercado de los Fouque, y contarían para siempre con el respeto y la consideración de Plassans.
Pero los invitados miraban la mesa. Felicité hizo sentar a aquellos caballeros. Fue una beatitud. Cuando cada uno cogía su cuchara, Sicardot, con un gesto, pidió un momento de tregua. Se levantó, y gravemente:
—Señores —dijo—, quiero, en nombre de la compañía, decir a nuestro anfitrión cuán felices nos sentimos por las recompensas que le han valido su coraje y su patriotismo. Reconozco que Rougon tuvo una inspiración del cielo al quedarse en Plassans, mientras esos bribones nos arrastraban por los caminos. Por ello aplaudo con las dos manos las decisiones del Gobierno… Déjenme terminar…, felicitarán luego a nuestro amigo… Sepan, pues, que nuestro amigo, nombrado caballero de la Legión de Honor, será designado además recaudador particular.
Hubo un grito de sorpresa. Se esperaba algún pequeño puesto. Algunos forzaron una sonrisa; pero, con ayuda de la vista de la mesa, los cumplidos se reanudaron a más y mejor.
Sicardot reclamó de nuevo silencio.
—Esperen —prosiguió—, aún no he acabado… Sólo una frase… Es de creer que conservaremos a nuestro amigo entre nosotros, gracias a la muerte del señor Peirotte.
Mientras los convidados proferían exclamaciones, Félicité sintió una punzada en el corazón. Sicardot le había contado ya la muerte del recaudador particular; pero, recordada al inicio de esa cena triunfal, esa muerte repentina y horrorosa hizo que un pequeño soplo frío le recorriera el rostro. Recordó su deseo; era ella la que había matado a aquel hombre. Y, con la música clara de la vajilla, los convidados festejaban la comida. En provincias se come mucho y ruidosamente. Desde los entremeses, aquellos señores hablaban todos a la vez; hacían leña del árbol caído, se lanzaban lisonjas a la cabeza, emitían comentarios descorteses sobre la ausencia del marqués: los nobles eran de un trato imposible; Roudier acabó incluso por dar a entender que el marqués se había excusado porque el miedo a los insurrectos le había producido ictericia. Al segundo plato fue la arrebatiña. Los comerciantes de aceite, los comerciantes de almendras salvaban a Francia. Se brindó por la gloria de los Rougon. Granoux, muy colorado, empezaba a balbucir, y Vuillet, muy pálido, estaba completamente achispado; pero Sicardot seguía escanciando, mientras Angèle, que ya había comido demasiado, se preparaba vasos de agua azucarada. La alegría de haberse salvado, de no temblar ya, de encontrarse en el salón amarillo, en torno a una buena mesa, bajo la claridad resplandeciente de dos candelabros y de la araña, que veían por vez primera sin su funda salpicada de cagadas negras, daba a esos señores una expansión de necedad, una plenitud de gozo amplio y denso. En el aire cálido, retumbaban sus vozarrones, más encomiásticos a cada plato, embarullándose en medio de los cumplidos, llegando hasta decir —fue un ex maestro curtidor retirado quien encontró tan linda frase— que la cena «era un verdadero festín de Lúculo».
Pierre estaba resplandeciente, su gruesa cara pálida rezumaba triunfo. Félicité, encallecida, decía que alquilarían sin duda la vivienda del pobre señor Peirotte, a la espera de poder comprar una casita en la ciudad nueva, y distribuía ya su futuro mobiliario en las habitaciones del recaudador. Entraba en sus Tullerías. En cierto momento, como el ruido de las voces se volvía ensordecedor, pareció asaltada por un repentino recuerdo; se levantó y fue a inclinarse al oído de Aristide.
—¿Y Silvère? —le preguntó.
El joven, sorprendido por esta pregunta, se estremeció.
—Ha muerto —respondió en voz baja—. Yo estaba allí cuando el gendarme le abrió la cabeza de un pistoletazo.
Felicité sintió a su vez un ligero escalofrío. Abría la boca para preguntar a su hijo por qué no había impedido ese asesinato, reclamando al muchacho, pero no dijo nada, se quedó allí, sobrecogida. Aristide, que había leído la pregunta en sus labios temblorosos, murmuró:
—Ya comprenderá que no he dicho nada… ¡Mala suerte para él, también! He hecho bien. Es un buen alivio.
Esta franqueza brutal desagradó a Felicité. Aristide, como su padre, como su madre, tenía su cadáver. Seguramente no habría confesado con tal rotundidad que vagaba por el arrabal y había dejado que le partieran la cabeza a su primo si los vinos del Hotel de Provenza y los sueños que forjaba sobre su próxima llegada a París no le hubieran hecho prescindir de su disimulo. Una vez soltada la frase, se contoneó en su silla. Pierre, que seguía desde lejos la conversación de su mujer y de su hijo, comprendió, intercambió con ellos una mirada cómplice implorando silencio. Fue como un último soplo de pavor que corrió entre los Rougon, entre el escándalo y la cálida alegría de la mesa. Al volver a su sitio, Félicité distinguió del otro lado de la calle, tras un cristal, un cirio que ardía; velaban el cuerpo del señor Peirotte, traído esa mañana de Sainte-Roure. Se sentó, sintiendo que ese cirio le calentaba la espalda. Pero las risas aumentaban, un grito de arrobo llenó el salón amarillo cuando aparecieron los postres.
Y a esas horas, el arrabal estaba aún todo estremecido por el drama que acababa de ensangrentar el ejido de San Mittre. El regreso de las tropas, tras la matanza de la llanura de Nores, se caracterizó por atroces represalias. Hubo hombres a quienes mataron a culatazos detrás de un lienzo de muralla, otros a quienes la pistola de un gendarme abrió la cabeza en el fondo de un barranco. Para que el horror cerrase los labios, los soldados sembraban de muertos la carretera Se les habría podido seguir por el rastro rojo que dejaban. Fue un prolongado degüello. En cada etapa asesinaban a algunos insurgentes. Mataron a dos en Sainte-Roure, a tres en Orchéres, a uno en Le Béage. Cuando la tropa hubo acampado en Plassans, junto a la carretera de Niza, se decidió que se fusilaría aún a uno de los prisioneros, el más comprometido. Los vencedores consideraban conveniente dejar tras de sí ese nuevo cadáver, con el fin de inspirar a la ciudad respeto al Imperio naciente. Pero los soldados estaban hartos de matar; no se presentó ninguno para la siniestra tarea. Los prisioneros, echados sobre las vigas del aserradero como en una cama de campaña, atados por las muñecas, de dos en dos, escuchaban, esperaban con un estupor cansado y resignado.
En ese momento, el gendarme Rengade apartó bruscamente a la muchedumbre de curiosos. En cuanto se enteró de que la tropa volvía con varios cientos de insurrectos, se había levantado, tiritando de fiebre, arriesgando la vida en esa fría oscuridad de diciembre. Fuera, su herida se abrió, la venda que tapaba su órbita vacía se manchó de sangre; hilillos rojos corrieron por su mejilla y por sus bigotes. Horroroso, con su cólera muda, la cara pálida envuelta en un lienzo ensangrentado, corrió a mirar a cada prisionero a la cara, largamente. Siguió así las vigas, bajándose, yendo y viniendo, estremeciendo a los más estoicos con su repentina aparición. Y de repente:
—¡Ah! ¡Bandido, ya lo tengo! —gritó.
Acababa de poner una mano en el hombro de Silvère. Silvère, en cuclillas sobre una viga, con la cara muerta, miraba a lo lejos, al frente, en el crepúsculo lívido, con aire dulce y estúpido. Desde la salida de Sainte-Roure tenía esa mirada vacía. A lo largo de la carretera, durante largas leguas, mientras los soldados activaban la marcha del convoy a culatazos, se había mostrado de una dulzura infantil. Cubierto de polvo, muerto de sed y de fatiga, seguía caminando, sin una palabra, como uno de esos animales dóciles que marchan en rebaños bajo el látigo de los vaqueros. Pensaba en Miette. La veía extendida en la bandera, bajo los árboles, con los ojos en el vacío. Desde hacía tres días sólo la veía a ella. En ese momento, en el fondo de la sombra creciente, seguía viéndola.
Rengade se volvió hacia el oficial que no había podido encontrar entre los soldados los hombres necesarios para una ejecución.
—Este granuja me ha reventado el ojo —le dijo señalando a Silvère—. Entréguemelo… Para ustedes será uno menos.
El oficial, sin responder, se retiró con aire indiferente, haciendo un gesto vago. El gendarme comprendió que le entregaban a su hombre.
—¡Vamos, levántate! —prosiguió sacudiéndolo.
Silvère, como todos los demás prisioneros, tenía un compañero de cadena. Estaba atado por un brazo a un campesino de Poujouls, un tal Mourgue, hombre de cincuenta años, a quien los ardientes soles y el duro oficio de la tierra habían convertido en una bestia. Ya encorvado, con las manos rígidas, la cara chata, guiñaba los ojos, alelado, con esa expresión testaruda y desconfiada de los animales apaleados. Había salido, armado con una horca, porque toda su aldea salía; pero jamás habría podido explicar lo que lo arrojaba así a los caminos. Desde que lo habían hecho prisionero, comprendía aún menos. Creía vagamente que lo devolvían a su casa. El asombro de verse atado, la visión de toda aquella gente que lo miraba, lo atontaba, lo embrutecía más. Como no hablaba y no entendía más que su dialecto, no pudo adivinar lo que quería el gendarme. Alzó hacia él su cara pesada, haciendo un esfuerzo; luego, imaginándose que le preguntaban el nombre de su pueblo, dijo con su voz ronca: