—Eso no lo sé —dijo ella con una sonrisa—. A lo mejor hay disparos.
El la miró fijamente.
—¡Eh!, dígame entonces, señora mía —prosiguió con voz ronca—, ¿no será que tiene la intención de hacer que me alojen una bala en la cabeza?
Felicité se ruborizó. Pensaba cabalmente, en efecto, que una bala, durante el ataque de la alcaldía, les haría un gran favor al desembarazarlos de Antoine. Serían mil francos ganados. Por eso se enfadó, murmurando:
—¡Vaya idea!… Verdaderamente es atroz tener ideas semejantes. —Después, súbitamente calmada—: ¿Acepta?… ¿Ha entendido, verdad?
Macquart había entendido perfectamente. Era una emboscada lo que le proponían. No veía ni sus motivos ni sus consecuencias, lo cual lo decidió a chalanear. Tras haber hablado de la República como de una amante a la que le desesperaba no querer ya, señaló los riesgos que iba a correr, y acabó pidiendo dos mil francos. Pero Felicité se las tuvo tiesas. Y discutieron hasta que ella le prometió procurarle, a su regreso a Francia, un puesto en el que no tendría nada que hacer y que le produciría mucho. Entonces se cerró el trato. Felicité le hizo vestir el uniforme de guardia nacional que había traído. Tenía que retirarse pacíficamente a casa de tía Dide, para traer hacia media noche, a la plaza del Ayuntamiento, a todos los republicanos que encontrase, asegurándoles que la alcaldía estaba vacía, que bastaría con empujar la puerta para apoderarse de ella. Antoine pidió una señal, y recibió doscientos francos. Ella se comprometió a pagarle los otros ochocientos francos al día siguiente. Los Rougon arriesgaban en esto los últimos céntimos de que podían disponer.
Cuando Felicité hubo bajado, se quedó un instante en la plaza para ver salir a Macquart. Éste salió tranquilamente por delante del retén, sonándose. De un puñetazo, en el cuarto de aseo, había roto el cristal del techo, para que creyeran que había escapado por allí.
—Listo —dijo Felicité a su marido al regresar a casa—. Será a media noche… A mí ya no me importa. Quisiera verlos fusilados a todos. Ayer, en la calle, nos hacían trizas.
—Eras demasiado buena al vacilar —respondió Pierre, que se estaba afeitando—. Cualquiera, en nuestro lugar, haría lo mismo.
Esa mañana, era miércoles, cuidó particularmente su arreglo. Fue su mujer la que lo peinó y le anudó la corbata. Le dio vueltas entre sus manos como a un niño que va a un reparto de premios. Después, cuando estuvo listo, lo miró, declaró que estaba muy decente y que haría un gran papel en medio de los grandes acontecimientos que se preparaban. Su gruesa cara pálida tenía, en efecto, una gran dignidad y un aire de heroica testarudez. Lo acompañó hasta el primer piso, haciéndole sus últimas recomendaciones: no debía perder nada de su actitud valerosa, fuera cual fuera el pánico; había que cerrar las puertas más herméticamente que nunca; dejar a la ciudad agonizar de terror dentro de sus murallas; y sería excelente si él era el único en querer morir por la causa del orden.
¡Qué jornada! Los Rougon hablan todavía de ella, como de una batalla gloriosa y decisiva. Pierre fue en derechura al ayuntamiento, sin inquietarse por las miradas ni las palabras que sorprendió al pasar. Se instaló allí magistralmente, como un hombre que no piensa abandonar su puesto. Envió simplemente un recado a Roudier, para advertirle de que recuperaba el poder. «Vigile las puertas —decía, sabiendo que esas líneas podían hacerse públicas—; yo vigilaré en el interior, haré respetar las propiedades y a las personas. En el momento en que las malas pasiones renacen y triunfan, los buenos ciudadanos deben tratar de sofocarlas, a riesgo de su vida». El estilo, las faltas de ortografía, volvían más heroico este billete, de un laconismo antiguo. Ni uno solo de los señores de la comisión provisional apareció. Los dos últimos fieles, el propio Granoux, se quedaron prudentemente en sus casas. De aquella comisión, cuyos miembros se habían desvanecido, a medida que el pánico soplaba con más fuerza, sólo Rougon seguía en su puesto, en su sillón de presidente. Ni siquiera se dignó enviar una orden de convocatoria. Él solo, y ya era bastante. Sublime espectáculo que un periódico de la localidad caracterizaría más adelante con una frase: «El valor dando la mano al deber».
Durante toda la mañana se vio a Pierre llenar la alcaldía con sus idas y venidas. Estaba completamente solo en aquel gran edificio vacío, cuyas altas salas resonaban largamente con el ruido de sus pisadas. Por lo demás, todas las puertas estaban abiertas. Paseaba en medio de ese desierto su presidencia sin concejo, con un aire tan impregnado de su misión que el portero, al encontrárselo dos o tres veces por los pasillos, lo saludó sorprendido y respetuoso. Fue visto detrás de cada ventana y, pese a que hacía mucho frío, apareció en varias ocasiones en el balcón, con legajos entre las manos, como un hombre atareado que espera importantes mensajes.
Después, hacia mediodía, recorrió la ciudad; visitó los retenes, hablando de un posible ataque, dando a entender que los insurgentes no estaban lejos; pero contaba, decía, con el valor de los valientes guardias nacionales; si era preciso, debía morir hasta el último en defensa de la buena causa. Cuando regresó de esta ronda, lentamente, gravemente, con la traza de un héroe que ha puesto orden en los asuntos de su patria y que sólo espera la muerte, pudo comprobar un auténtico estupor a lo largo de su camino; los paseantes del paseo, los pequeños rentistas incorregibles, a quienes ninguna catástrofe habría podido impedir ir a embobarse al sol a determinadas horas, lo miraron pasar con aire atolondrado, como si no lo reconociesen y no pudiesen creer que uno de los suyos, un ex comerciante de aceite, tuviera la desfachatez de arrastrar a todo un ejército.
En la ciudad, la ansiedad llegaba a su colmo. De un instante a otro se esperaba a la banda insurrecta. El rumor de la evasión de Macquart fue comentado de forma horrorosa. Se pretendió que lo habían liberado sus amigos los rojos, y que esperaba a la noche, en algún rincón, para arrojarse sobre los habitantes y prender fuego a la ciudad por los cuatro costados. Plassans, enclaustrada, aterrada, devorándose a sí misma en su prisión de murallas, no sabía ya qué inventar para tener miedo. Los republicanos, ante la fiera actitud de Rougon, sintieron una breve desconfianza. En cuanto a la ciudad nueva, a los abogados y a los comerciantes retirados, que la víspera despotricaban contra el salón amarillo, se quedaron tan sorprendidos que ya no se atrevieron a atacar abiertamente a un hombre de tal valor. Se contentaron con decir que era una locura desafiar así a unos insurgentes victoriosos, y que ese heroísmo inútil iba a atraer sobre Plassans las mayores desdichas. Después, hacia las tres, organizaron una delegación. Pierre, que ardía en deseos de exhibir su abnegación ante sus conciudadanos, no se atrevía a contar, sin embargo, con tan espléndida ocasión.
Hubo palabras sublimes. Fue en el despacho del alcalde donde el presidente de la comisión provisional recibió a la delegación de la ciudad nueva. Aquellos señores, tras haber rendido homenaje a su patriotismo, le suplicaron que no pensara en la resistencia. Pero él, con voz muy alta, habló del deber, de la patria, del orden, de la libertad y de otras muchas cosas. Por lo demás, no obligaba a nadie a imitarlo; cumplía simplemente lo que su conciencia y su corazón le dictaban.
—Ya lo ven, caballeros, estoy solo —dijo al terminar—. Quiero cargar toda la responsabilidad para que nadie más que yo se vea comprometido. Y si hace falta una víctima, me ofrezco de todo corazón; deseo que el sacrificio de mi vida salve la de los habitantes.
Un notario, el más capaz de la pandilla, le hizo observar que corría a una muerte segura.
—Ya lo sé —prosiguió él gravemente—. ¡Y estoy preparado!
Aquellos señores se miraron. Aquel «¡Y estoy preparado!» los dejó clavados de admiración. Decididamente, aquel hombre era un valiente. El notario lo instó a llamar en su ayuda a los gendarmes; pero él respondió que la sangre de esos soldados era muy valiosa, y que sólo la haría correr en último extremo. La delegación se retiró lentamente, emocionadísima. Una hora después, Plassans calificaba a Rougon de héroe; los más cobardes lo llamaban «viejo loco».
Al atardecer, Rougon quedó muy extrañado al ver aparecer a Granoux. El ex comerciante de almendras se arrojó en sus brazos, llamándole «gran hombre» y diciéndole que quería morir con él. El «¡Y estoy preparado!» que su criada acaba de traerle de la frutería lo había entusiasmado de veras. En el fondo de aquel cobardón, de aquel ser grotesco, había ingenuidades encantadoras. Pierre lo retuvo, pensando que no tendría importancia. E incluso lo conmovió la abnegación del pobre hombre; se prometió que el prefecto le felicitaría públicamente, lo cual haría reventar de despecho a los demás burgueses, que lo habían abandonado tan cobardemente. Y ambos esperaron la noche en la alcaldía desierta.
A esa misma hora, Aristide se paseaba por su casa con pinta profundamente inquieta. El artículo de Vuillet lo había sorprendido. La actitud de su padre lo dejaba estupefacto. Acababa de distinguirlo en una ventana, con corbata blanca y levita negra, tan tranquilo ante la proximidad del peligro que todas sus ideas se habían trastornado en su pobre cabeza. Y, sin embargo, los insurgentes regresaban victoriosos, ésa era la creencia de la ciudad entera. Pero le entraban dudas, olfateaba alguna lúgubre farsa. No atreviéndose a presentarse en casa de sus padres, había enviado a su mujer. Cuando Angèle regresó, le dijo con voz cansina:
—Tu madre te espera; no está nada furiosa, pero tiene pinta de burlarse bonitamente de ti. Me ha repetido en varias ocasiones que podías guardarte el pañuelo en el bolsillo.
Aristide se sintió terriblemente vejado. Por lo demás, corrió a la calle de la Banne, dispuesto a las más humildes sumisiones. Su madre se contentó con acogerlo con risas de desdén.
—¡Ah!, pobre muchacho —le dijo al verlo—, decididamente no eres muy listo.
—¿Qué sabe uno, en un agujero como Plassans? —exclamó él, despechado—. Me vuelvo idiota, palabra de honor. Ni una noticia, y todos tiritando. Es por estar encerrado en estas malditas murallas… ¡Ah, si hubiera podido seguir a Eugène a París! —Después, amargamente, viendo que Felicité seguía riéndose—: No ha sido usted amable conmigo, madre. Sé muchas cosas, fíjese… Mi hermano les tenía al corriente de lo que pasaba, y nunca me han dado la menor indicación útil.
—¿Sabes eso, tú? —dijo Felicité poniéndose seria y desconfiada—. ¡Bueno!, pues eres menos bruto de lo que creía. ¿Es que abres las cartas, como alguien a quien yo conozco?
—No, pero escucho detrás de las puertas —respondió Aristide con gran aplomo.
Esta franqueza no desagradó a la anciana. Volvió a sonreír, y mas dulce:
—Entonces, bobalicón —preguntó—, ¿cómo se explica que no te hayas aliado con nosotros antes?
—¡Ah!, ésa es la cosa —dijo el joven, cortado—. No tenía gran confianza en ustedes. Recibían a tales animales: ¡mi suegro, Granoux y los demás!… Y además no quería comprometerme demasiado… —Vacilaba. Prosiguió con voz inquieta—: Hoy, ¿está usted bien segura del éxito del golpe de Estado?
—¿Yo? —exclamó Felicité, a quien las dudas de su hijo herían—, yo no estoy segura de nada.
—Sin embargo, me ha mandado decir que me quitara el cabestrillo.
—Sí, porque todos esos señores se burlan de ti. —Aristide se quedó plantado sobre los pies, con la mirada perdida, contemplando en apariencia uno de los rameados del papel naranja. A su madre la asaltó una brusca impaciencia al verlo tan vacilante—. Mira —dijo—, vuelvo a mi primera opinión: no eres muy listo. ¡Y hubieses querido que te dejáramos leer las cartas de Eugène! Pero, desgraciado, con tus continuas incertidumbres lo habrías estropeado todo. Ahí estás vacilando…
—¿Vacilando yo? —interrumpió él, dirigiendo a su madre una mirada clara y fría—. ¡Ah!, bueno, usted no me conoce. Prendería fuego a la ciudad si tuviera ganas de calentarme los pies. ¡Pero ya comprenderá que no quiero equivocarme de camino! Estoy cansado de comer pan duro, y pienso burlar a la fortuna. Sólo jugaré sobre seguro.
Había pronunciado estas palabras con tal avidez que su madre, en aquel apetito ardiente de éxito, reconoció el grito de su sangre. Murmuró:
—Tu padre tiene mucho valor.
—Sí, ya lo he visto —prosiguió él riendo burlón—. Tiene una magnífica cabeza. Me ha recordado a Leónidas en las Termópilas… ¿Ha sido usted, madre, la que le ha dado ese aspecto? —Y alegremente, con gesto resuelto—: ¡Qué le vamos a hacer! exclamó, ¡soy bonapartista!… Papá no es hombre como para dejarse matar sin que eso le rente mucho.
—Y tú tienes razón —dijo su madre—; no puedo hablar, pero mañana verás.
Aristide no insistió, le juró que pronto estaría orgullosa de él; y se marchó, mientras Felicité, sintiendo que despertaban sus antiguas preferencias, se decía en la ventana, al mirarlo alejarse, que tenía un ingenio de todos los diablos, y que jamás habría tenido valor para dejarle partir sin ponerlo por fin en el buen camino.
Por tercera vez la noche, la noche llena de angustia, caía sobre Plassans. La ciudad agonizante estaba en los últimos estertores. Los burgueses regresaban rápidamente a su casa; se atrancaban puertas con gran estrépito de pernos y barras de hierro. La sensación general parecía ser que Plassans ya no existiría al día siguiente, que se habría abismado bajo tierra o evaporado en el cielo. Cuando Rougon volvió a cenar encontró las calles totalmente desiertas. Esa soledad lo puso triste y melancólico. Por ello, al final de la cena, tuvo una debilidad, y preguntó a su mujer si era necesario proseguir con la insurrección que Macquart preparaba.
—Se acabó la maledicencia —dijo—. ¡Si hubieras visto a los señores de la ciudad nueva cómo me saludaron! No me parece muy útil ahora matar a gente. ¿Eh? ¿Qué piensas? Haremos nuestro agosto sin eso.
—¡Ay, qué blandengue eres! —exclamó Félicité con cólera—. ¡Eres tú el que tuviste la idea, y ya estás retrocediendo! ¡Te digo que nunca harás nada sin mí!… Sigue, sigue por tu camino. ¿Es que los republicanos te perdonarían si te tuvieran?
Rougon, de regreso a la alcaldía, preparó la emboscada. Granoux le fue de gran utilidad. Lo envió a llevar sus órdenes a los distintos retenes que custodiaban las murallas; los guardias nacionales debían dirigirse al ayuntamiento en grupitos, lo más secretamente posible. Roudier, ese burgués parisiense despistado en provincias, que habría podido arruinar el asunto predicando humanidad, ni siquiera fue advertido. Hacia las once, el patio de la alcaldía estaba lleno de guardias nacionales. Rougon los asustó; les dijo que los republicanos que habían quedado en Plassans iban a intentar un golpe de mano desesperado, y se atribuyó el mérito de haber sido avisado a tiempo por su policía secreta. Después de trazar un cuadro sangriento de la matanza de la ciudad si esos miserables se adueñaban del poder, dio la orden de no pronunciar una sola palabra y de apagar todas las luces. Él mismo cogió un fusil. Desde la mañana, caminaba como en sueños; no se reconocía; sentía tras de sí a Felicité, en cuyas manos lo había arrojado la crisis de la noche, y se habría dejado ahorcar diciendo: «¡Qué más da, mi mujer va a venir a descolgarme!». Para aumentar el alboroto y desencadenar un espanto más prolongado sobre la ciudad dormida, rogó a Granoux que se dirigiera a la catedral y mandara tocar a rebato a los primeros disparos. El nombre del marqués le abriría la puerta del sacristán. Y en la sombra, en el silencio negro del patio, los guardias nacionales, enloquecidos de ansiedad, esperaban, con los ojos clavados en el portal, impacientes por tirar, como al acecho de una manada de lobos.