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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (37 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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Rougon, al quedarse solo, se extrañó de esta rebelión de un hombre tan humilde, tan rastrero de ordinario. La conducta de Vuillet le pareció turbia. Pero no tuvo tiempo de buscar una explicación. Apenas se había echado de nuevo en su sillón, cuando entró Roudier, haciendo sonar terriblemente, sobre su muslo, un gran sable que se había colgado del cinturón. Los durmientes se despertaron despavoridos. Granoux creyó que llamaban a las armas.

—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó, guardando precipitadamente su casquete de seda negra en el bolsillo.

—Señores —dijo Roudier sofocado, sin pensar en tomar la menor precaución oratoria—, creo que una banda de insurgentes se aproxima a la ciudad.

Estas palabras fueron acogidas por un silencio espantoso. Sólo Rougon tuvo fuerzas para decir:

—¿Los ha visto usted?

—No —respondió el ex fabricante de géneros de punto—; pero oímos ruidos raros en el campo; uno de mis hombres me ha asegurado que había visto fuegos corriendo por la pendiente de Les Garrigues. —Y como todos aquellos señores se miraban con rostros blancos y mudos—: Vuelvo a mi retén —prosiguió—; me temo un ataque. Avisen por su parte.

Rougon quiso correr con él, tener otros informes; pero ya estaba lejos. Por supuesto, la comisión no tuvo ganas de volver a dormirse. ¡Ruidos raros! ¡Fuegos! ¡Un ataque! ¡Y en plena noche! Avisar, era fácil de decir, pero ¿qué hacer? Granoux estuvo a punto de aconsejar la misma táctica que les había salido bien la víspera: esconderse, esperar a que los insurrectos hubieran cruzado la ciudad, y triunfar a continuación en las calles desiertas. Pierre, felizmente, recordando los consejos de su mujer, dijo que Roudier había podido equivocarse, y que lo mejor sería ir a ver. Ciertos miembros torcieron el gesto; pero, cuando se convino que una escolta armada acompañaría a la comisión, todos bajaron con gran valentía. Abajo, dejaron sólo unos cuantos hombres; se hicieron rodear por unos treinta guardias nacionales; después se aventuraron por la ciudad dormida. Sólo la luna, deslizándose a ras de los tejados, alargaba sus sombras lentas. Marcharon en vano a lo largo de las fortificaciones, de puerta en puerta, con el horizonte amurallado, sin ver nada, sin oír nada. Los guardias nacionales de los diferentes retenes les dijeron, sí, que de la campiña llegaban ráfagas especiales, por encima de los portones cerrados; aguzaron el oído sin captar otra cosa que un rumor lejano, en el que Granoux pretendió reconocer el clamor del Viorne.

Sin embargo, seguían inquietos; iban a regresar a la alcaldía muy preocupados, aunque fingiendo encogerse de hombros y motejando a Roudier de cobarde y visionario, cuando Rougon, interesado en tranquilizar plenamente a sus amigos, tuvo la idea de ofrecerles el espectáculo de la llanura, en varias leguas. Condujo a la pequeña tropa al barrio de San Marcos y fue a llamar a la mansión de Valqueyras.

El conde, desde los primeros disturbios, había partido hacia su castillo de Corbiére. En la mansión sólo estaba el marqués de Carnavant. Desde la víspera, se había mantenido prudentemente al margen, no porque tuviera miedo, sino porque le repugnaba que lo vieran trapicheando con los Rougon, en la hora decisiva. En el fondo ardía de curiosidad; había tenido que encerrarse, para no correr a presenciar el asombroso espectáculo de las intrigas del salón amarillo. Cuando un ayuda de cámara acudió a decirle, en plena noche, que había abajo unos señores que preguntaban por él, no pudo conservar su prudencia más tiempo, se levantó y bajó a toda prisa.

—Mi querido marqués —dijo Rougon presentándole a los miembros de la comisión municipal—, tenemos que pedirle un favor. ¿Podría ordenar que nos condujeran al jardín de la casa?

—Desde luego —respondió el marqués, sorprendido—, voy a llevarles yo mismo.

Y por el camino pidió que le contaran el caso. El jardín terminaba en una terraza que dominaba la llanura; en aquel lugar, un ancho lienzo de muralla se había derrumbado, el horizonte se extendía sin límites. Rougon había comprendido que sería un excelente puesto de observación. Los guardias nacionales se habían quedado en la puerta.

Mientras charlaban, los miembros de la comisión fueron a acodarse en el parapeto de la terraza. El extraño espectáculo que se desplegó entonces ante ellos los dejó mudos. A lo lejos, en el valle del Viorne, en esa hondonada inmensa que se hundía, hacia poniente, entre la cadena de Les Garrigues y las montañas de la Seille, los resplandores de la luna fluían como un río de pálida luz. Los grupos de árboles, las rocas oscuras, formaban, de trecho en trecho, islotes, lenguas de tierra, emergiendo del mar luminoso. Y se distinguían, según los recodos del Viorne, algunos tramos del río, que aparecían, con reflejos de armadura, en el fino polvo de plata que caía del cielo. Era un océano, un mundo que la noche, el frío, el miedo secreto, ensanchaban hasta el infinito. Aquellos señores no oyeron, no vieron al principio nada. Había en el cielo un temblor de luz y de voces remotas que los ensordecía y los cegaba. Granoux, poco poeta por naturaleza, murmuró, sin embargo, ganado por la paz serena de esa noche de invierno:

—¡Qué hermosa noche, señores!

—Decididamente, Roudier ha soñado —dijo Rougon con cierto desdén.

Pero el marqués aguzaba su fino oído.

—¡Eh! —dijo con su voz clara—, oigo toques a rebato.

Todos se inclinaron sobre el parapeto, conteniendo la respiración. Y leves, con purezas de cristal, los tañidos lejanos de una campana ascendieron desde la llanura. Aquellos señores no pudieron negarlo. Eran toques de rebato. Rougon pretendió reconocer la campana de Le Béage, un pueblo situado a una legua larga de Plassans. Decía eso para tranquilizar a sus colegas.

—Escuchen, escuchen —interrumpió el marqués—. Esta vez es la campana de Saint-Maur.

Y les designaba otro punto del horizonte. En efecto, una segunda campana lloraba en la noche clara. Después, pronto fueron diez campanas, veinte campanas, cuyos tañidos desesperados oyeron sus oídos, acostumbrados al ancho temblor de las sombras. Siniestras llamadas ascendían de todas partes, debilitadas, semejantes a estertores de agonizante. La llanura entera sollozó muy pronto. Aquellos señores ya no se burlaban de Roudier. El marqués, que sentía una maligna alegría al espantarlos, tuvo a bien explicarles la causa de todos aquellos repiques:

—Son —dijo— los pueblos vecinos que se congregan para venir a atacar Plassans cuando amanezca.

Granoux desorbitaba los ojos.

—¿No han visto ustedes nada allá abajo? —preguntó de repente. Nadie miraba. Aquellos señores cerraban los ojos para oír mejor—. ¡Ah! ¡Miren! —prosiguió al cabo de un silencio—. Más allá del Viorne, cerca de esa masa negra.

—Sí, ya veo —respondió Rougon, desesperado—; encienden una hoguera.

Casi inmediatamente se encendió otra hoguera frente a la primera, luego una tercera, luego una cuarta. Manchas rojas aparecieron así en toda la longitud del valle, a distancias casi iguales, semejantes a los faroles de alguna avenida gigantesca. La luna, que las apagaba a medias, las hacía desplegarse como charcos de sangre. Esta iluminación siniestra acabó de consternar a la comisión municipal.

—¡Pardiez! —murmuraba el marqués, con su chanza más aguda—, esos bandidos se hacen señales.

Y contó complacido las hogueras, para saber, decía, con cuántos hombres más o menos tendría que habérselas «la valiente guardia nacional de Plassans». Rougon quiso suscitar dudas, decir que los pueblos tomaban las armas para ir a unirse al ejército de los insurgentes, y no para acudir a atacar a la ciudad. Aquellos señores, con su silencio consternado, demostraron que se habían formado una opinión y que rechazaban todo consuelo.

—Y ahora estoy oyendo
La marsellesa
—dijo Granoux con voz apagada.

Era muy cierto. Una banda debía de seguir el Viorne y pasar, en ese preciso momento, bajo la ciudad; el grito: «¡A las armas, ciudadanos! ¡Formad vuestros batallones!», llegaba, a bocanadas, con vibrante nitidez. Fue una noche atroz. Aquellos señores la pasaron acodados en el parapeto de la terraza, helados por el terrible frío que hacía, sin poder sustraerse al espectáculo de la llanura sacudida toda por el rebato y
La marsellesa
, arrebolada por la iluminación de las señales. Se llenaron los ojos de ese mar luminoso, salpicado de llamas sangrientas; dejaron resonar sus oídos, escuchando ese clamor vago; hasta el punto de que sus sentidos, falseados, oían y veían cosas pavorosas. Por nada del mundo habrían abandonado aquel sitio; de haberse vuelto de espaldas, se habrían imaginado que un ejército les pisaba los talones. Como ciertos cobardes, querían ver llegar el peligro, sin duda para emprender la huida en el momento oportuno. Así, hacia la madrugada, cuando la luna se puso y sólo tuvieron ante sí un abismo negro, experimentaron una horrible congoja. Se creían rodeados por enemigos invisibles que reptaban en la sombra, dispuestos a saltarles al cuello. Al menor ruido, se trataba de hombres que se consultaban al pie de la terraza, antes de escalarla. Y nada, nada más que negrura, en la cual clavaban enloquecidos sus miradas. El marqués, como para consolarlos, les decía con su voz irónica:

—¡No se preocupen! Esperarán al amanecer.

Rougon echaba pestes. Sentía que el miedo volvía a asaltarlo. Los cabellos de Granoux acabaron de encanecer. El alba apareció por fin con mortal lentitud. Fue de nuevo un pésimo momento. Aquellos señores, con los primeros rayos, esperaban ver un ejército alineado en orden de batalla delante de la ciudad. Y justamente esa mañana el día tenía perezas, se arrastraba al borde del horizonte. Con el cuello tendido, los ojos pasmados, interrogaban las vagas blancuras. Y en la sombra indecisa entreveían perfiles monstruosos, la llanura se mudaba en lago de sangre, las rocas en cadáveres flotando en la superficie, los grupos de árboles en batallones aún amenazantes y en pie. Luego, cuando la claridad creciente borró esos fantasmas, el día amaneció, tan pálido, tan triste, con melancolía tal, que al propio marqués se le encogió el corazón. No se vislumbraban insurgentes, los caminos estaban despejados; pero el valle, totalmente gris, tenía un aspecto desierto y lúgubre de degolladero. Las hogueras estaban apagadas, las campanas sonaban aún. Hacia las ocho, Rougon distinguió solamente una banda de unos cuantos hombres que se alejaban a lo largo del Viorne.

Aquellos señores estaban muertos de frío y de cansancio. Al no ver ningún peligro inmediato, decidieron tomarse unas horas de descanso. Dejaron de centinela a un guardia nacional, con la orden de correr a avisar a Roudier, si advertía a lo lejos alguna banda. Granoux y Rougon, quebrantados por las emociones de la noche, llegaron a sus casas, que eran vecinas, sosteniéndose mutuamente.

Félicité acostó a su marido con toda clase de precauciones. Le llamaba «pobrecito mío», le repetía que no debía dejarse impresionar así, que todo acabaría bien. Pero él negaba con la cabeza; sentía serios temores. Ella lo dejó dormir hasta las once. Después, cuando hubo comido, lo puso con buenos modos en la puerta, dándole a entender que había que llegar hasta el final. En la alcaldía, Rougon sólo encontró a cuatro miembros de la comisión; los otros se disculparon; estaban realmente enfermos. El pánico, desde la mañana, soplaba sobre la ciudad con más áspera violencia. Esos señores no habían podido guardarse para sí el relato de la noche memorable pasada en la terraza de la mansión de Valqueyras. Sus criadas se habían apresurado a difundir la noticia, adornándola con detalles dramáticos. A esas horas, era cosa incorporada a la historia que habían visto en el campo, desde las alturas de Plassans, danzas de caníbales devorando a sus prisioneros, corros de brujas girando en torno a sus marmitas donde hervían niños, interminables desfiles de bandidos cuyas armas brillaban al claro de luna. Y se hablaba de las campanas que tocaban por sí solas a rebato en el aire desolado, y se afirmaba que los insurrectos habían prendido fuego a los bosques de las cercanías, y que toda la región estaba en llamas.

Era martes, día de mercado en Plassans, Roudier se había creído en el deber de ordenar que se abrieran las puertas de par en par para permitir la entrada a las escasas campesinas que traían verduras, mantequilla y huevos. En cuanto estuvo reunida, la comisión municipal, que sólo se componía de cinco miembros, contando al presidente, declaró que se trataba de una imprudencia imperdonable. Aun cuando el centinela apostado en la mansión de Valqueyras no hubiera visto nada, era preciso que la ciudad siguiera cerrada. Entonces Rougon decidió que el pregonero público, acompañado por un tambor, iría por las calles proclamando el estado de sitio en la ciudad y anunciando a los habitantes que quien saliese no podría volver a entrar. Las puertas fueron cerradas oficialmente, en pleno mediodía. Esta medida, tomada para tranquilizar a la población, llevó a su colmo el espanto. Y nada hubo más curioso que esta ciudad que se candaba, que corría los cerrojos, bajo el claro sol, a mediados del siglo diecinueve.

Cuando Plassans hubo cerrado y apretado a su alrededor el gastado cinturón de sus murallas, cuando se hubo bloqueado como una fortaleza sitiada en las proximidades de un asalto, una angustia mortal pasó sobre las tétricas casas. A cada hora, desde el centro de la ciudad, se creía oír descargas que estallaban en los arrabales. Ya nadie sabía nada, estaban en el fondo de un sótano, de un agujero tapiado, a la espera ansiosa de la liberación o del golpe de gracia. Desde hacía dos días, las bandas de insurgentes que recorrían la campiña habían interrumpido todas las comunicaciones. Plassans, acorralada en el callejón sin salida donde se alza, se encontraba separada del resto de Francia. Se sentía en plena rebelión de toda la comarca: a su alrededor tocaban a rebato,
La marsellesa
rugía, con clamores de río desbordado. La ciudad, abandonada y temblorosa, era como una presa prometida a los vencedores, y los transeúntes del paseo iban, a cada minuto, del terror a la esperanza, creyendo divisar en la puerta Grande, ya blusas de insurgentes, ya uniformes de soldados. Jamás una subprefectura, en su calabozo de muros ruinosos, tuvo agonía más dolorosa.

Hacia las dos, se difundió el rumor de que el golpe de Estado había fracasado; el príncipe presidente estaba en el torreón de Vincennes; París se encontraba en manos de la más avanzada demagogia; Marsella, Tolón, Draguignan, todo el sur pertenecía al victorioso ejército insurrecto. Los insurgentes iban a llegar por la noche y a hacer una carnicería en Plassans.

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