La fortuna de los Rougon (26 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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La jovencita iba a cumplir los once años cuando su tía Eulalie murió repentinamente. A partir de ese día, todo cambió en la casa. Rébufat se inclinó poco a poco a tratar a Miette como a un mozo de granja. La abrumó a tareas rudas, se sirvió de ella como de una bestia de carga. Ella ni siquiera se quejó, creía tener una deuda de agradecimiento que pagar. Por la noche, rota de fatiga, lloraba a su tía, aquella terrible mujer cuya bondad oculta percibía entonces. Por lo demás, el trabajo, incluso el más duro, no le desagradaba; le gustaba la fuerza, estaba orgullosa de sus robustos brazos y sus sólidas espaldas. Lo que la afligía era la desconfiada vigilancia de su tío, sus continuos reproches, su actitud de amo irritado. En aquel momento, era una extraña en la casa. Incluso una extraña no habría sido tan mal tratada como ella. Rébufat abusaba sin escrúpulos de aquella pequeña parienta pobre a quien conservaba a su lado por una caridad bien entendida. Pagaba diez veces con su trabajo aquella dura hospitalidad, y no pasaba día sin que le echaran en cara el pan que comía. Justin, sobre todo, sobresalía en herirla. Desde que su madre ya no vivía, viendo a la cría sin defensa, ponía toda su mala idea en hacerle insoportable la convivencia. La tortura más ingeniosa que inventó fue hablarle a Miette de su padre. La pobre niña, al haber vivido fuera del mundo, bajo la protección de su tía, que había prohibido pronunciar delante de ella las palabras de presidio y presidiario, no comprendía casi el sentido de esas palabras. Fue Justin quien se lo enseñó, contándole a su manera la muerte del gendarme y la condena de Chantegreil. No paraba de mencionar detalles odiosos: los presidarios llevaban una bola en el pie, trabajaban quince horas diarias, morían todos de agotamiento; el presidio era un lugar siniestro cuyos horrores describía minuciosamente. Miette lo escuchaba, alelada, con los ojos llenos de lágrimas. A veces la sublevaban bruscas violencias, y Justin tenía que dar un salto hacia atrás, ante sus puños crispados. Saboreaba como un glotón esta iniciación cruel. Cuando su padre, por la menor negligencia, se enfurecía con la niña, se ponía de su parte, feliz de poder insultarla sin peligro. Y si ella intentaba defenderse:

—Anda —decía—, de casta le viene al galgo; acabarás en presidio como tu padre.

Miette sollozaba, herida en lo más íntimo, aplastada de vergüenza, sin fuerzas.

En esa época, Miette se hacía ya mujer. De una pubertad precoz, resistió el martirio con una energía extraordinaria. Se abandonaba raramente, sólo en las horas en que su orgullo natural se ablandaba bajo los ultrajes de su primo. Pronto soportó con los ojos secos las incesantes heridas de aquel ser cobarde, que la vigilaba al hablar, por miedo a que le saltara a la cara. Además, ella sabía hacerlo callar, mirándolo fijamente. En diversas ocasiones le dieron ganas de escapar del Jas-Meiffren. Pero no hizo nada, por valor, por no confesarse vencida ante las persecuciones que aguantaba. A fin de cuentas, se ganaba el pan, no robaba la hospitalidad de los Rébufat; esta certeza bastaba a su orgullo. Se quedó así para luchar, endureciéndose, viviendo con una continua idea de resistencia. Su línea de conducta consistió en hacer sus tareas en silencio y en vengarse de las malas palabras con un desprecio mudo. Sabía que su tío abusaba demasiado de ella para escuchar con facilidad las insinuaciones de Justin, que soñaba con echarla a la calle. Por eso ponía una especie de desafío en no irse por sí sola.

Sus largos silencios voluntarios estuvieron llenos de extrañas ensoñaciones. Al pasar sus días dentro del cercado, separada del mundo, creció como una rebelde, se formó opiniones que habrían alarmado singularmente a la buena gente del arrabal. El destino de su padre la absorbió sobre todo. Recordó todas las palabras de Justin; acabó aceptando la acusación de asesinato, diciéndose que su padre había hecho bien en matar al gendarme que quería matarlo. Conocía la verdad de la historia por boca de un jornalero que había trabajado en el Jas-Meiffren. A partir de ese momento, ni siquiera volvió la cabeza las raras veces en que salía, cuando los golfos del arrabal la seguían chillando:

—¡Eh! ¡Chantegreil!

Avivaba el paso, los labios apretados, los ojos de un negro feroz. Cuando cerraba la verja, al regresar, dirigía una sola y larga mirada a la pandilla de galopines. Se habría vuelto mala, se habría deslizado al salvajismo cruel de los parias, si no se hubiera agolpado a veces en su corazón toda su infancia. Sus once años la empujaban a debilidades de niñita que la aliviaban. Entonces lloraba, se avergonzaba de sí misma y de su padre. Corría a esconderse al fondo de una cuadra para sollozar a sus anchas, comprendiendo que, si veían sus lágrimas, la martirizarían aún más. Y después de llorar a gusto, iba a bañarse los ojos en la cocina, recuperaba su rostro mudo. No era sólo el propio interés lo que la hacía ocultarse; llevaba el orgullo de sus fuerzas precoces hasta el punto de no querer parecer una niña. A la larga todo debía agriarse en ella. Pero felizmente se salvó, al recobrar la ternura de su naturaleza amante.

El pozo que se encontraba en el patio de la casa habitada por tía Dide y Silvère era un pozo medianero. La tapia del Jas-Meiffren lo cortaba en dos. Antiguamente, antes de que el cercado de los Fouque estuviera unido a la gran finca vecina, los hortelanos se servían diariamente de aquel pozo. Pero desde la compra del terreno, como estaba alejado de las dependencias, los habitantes del Jas, que disponían de enormes albercas, no sacaban ni un cubo de agua al mes. Del otro lado, en cambio, todas las mañanas se oía rechinar la roldana; era Silvère, que sacaba para tía Dide el agua necesaria para el uso doméstico.

Un día la roldana se rajó. El joven carretero talló él mismo una hermosa y fuerte roldana de roble que colocó por la tarde, después de su jornada. Tuvo que subirse a la tapia. Tras acabar su trabajo, se quedó a horcajadas sobre la albardilla, descansando, mirando con curiosidad la ancha extensión del Jas-Meiffren. Una campesina que arrancaba malas hierbas a unos pasos de él acabó por centrar su atención. Era en julio, el aire quemaba, aunque el sol estaba ya en la línea del horizonte. La campesina se había quitado la casaca. En corpiño blanco, con una pañoleta de colores anudada sobre los hombros, con las mangas de la blusa remangadas basta el codo, estaba en cuclillas entre los pliegues de su falda de algodón azul, sostenida por dos tirantes cruzados a la espalda. Avanzaba de rodillas, arrancando activamente la cizaña que echaba en un serón. El joven no veía sino sus brazos desnudos, quemados por el sol, estirándose a derecha e izquierda para agarrar alguna hierba olvidada. Seguía con complacencia el juego rápido de los brazos de la campesina, saboreando un especial placer al verlos tan firmes y tan dispuestos. Ella se había enderezado levemente al no oírlo trabajar más, y había agachado de nuevo la cabeza, incluso antes de que él hubiera podido distinguir sus rasgos. Ese movimiento asustado lo retuvo. Se interrogaba sobre aquella mujer, como un chico curioso, silbando maquinalmente y marcando el compás con un cortafrío, que tenía en la mano, cuando el cortafrío se le escapó. La herramienta cayó del lado del Jas-Meiffren, sobre el brocal del pozo, y fue a rebotar a unos pasos del muro. Silvère lo miró, inclinándose, dudando si descender. Pero al parecer la campesina examinaba al joven con el rabillo del ojo, porque se levantó sin decir una palabra y acudió a recoger el cortafrío, que tendió a Silvère. Entonces éste vio que la campesina era una niña. Se quedó sorprendido y un poco intimidado. En la claridad roja del ocaso, la joven se erguía hacia él. La tapia, en aquel punto, era baja, pero la altura resultaba aún demasiado grande. Silvère se tendió sobre la albardilla, la campesinita se puso de puntillas. No se decían nada, se miraban con aire confuso y risueño. El joven hubiera querido, además, prolongar la actitud de la niña. Alzaba hacía él una cabeza adorable, de grandes ojos negros y una boca roja, que le asombraban y conmovían singularmente. Nunca había visto una chica tan de cerca; ignoraba que una boca y unos ojos pudieran ser tan gratos a la vista. Todo le parecía tener un encanto desconocido, la pañoleta de color, el corpiño blanco, la falda de algodón azul, que sostenían los tirantes, tensos por el movimiento de los hombros. Su mirada se deslizó a lo largo del brazo que le presentaba la herramienta; hasta el codo, el brazo era de un moreno dorado, como bronceado; pero más lejos, en la sombra de la manga de la blusa arremangada, Silvère distinguía una redondez desnuda, de una blancura lechosa. Se turbó, se inclinó más, y pudo por fin coger el cortafrío. La campesinita empezaba a estar confusa. Luego se quedaron allí, sonriéndose aún, la niña abajo, con la cara levantada, el joven semiacostado sobre la albardilla. No sabían cómo separarse. No habían intercambiado una palabra. Silvère se olvidó incluso de dar las gracias.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Marie —respondió la campesina—; pero todo el mundo me llama Miette. —Se puso medio de puntillas y con su voz límpida—: ¿Y tú? —preguntó a su vez.

—Yo me llamo Silvère —respondió el joven obrero. Hubo un silencio, durante el cual parecieron escuchar complacidos la música de sus nombres—. Yo tengo quince años —prosiguió Silvère—. ¿Y tú?

—Yo —dijo Miette—, cumpliré once años para Todos los Santos.

El joven obrero hizo un gesto de sorpresa.

—¡Ah! ¡Vaya! —dijo riendo—, ¡y yo que te había tomado por una mujer!… Tienes los brazos fuertes.

Ella se echó a reír, también, bajando los ojos sobre sus brazos. Después no se dijeron nada más. Se quedaron aún un buen rato, mirándose y sonriendo. Como Silvère no parecía tener más preguntas que hacerle, Miette se marchó con toda sencillez, y siguió arrancando las malas hierbas, sin levantar la cabeza. El se quedó un instante sobre la tapia. El sol se ponía; un haz de rayos oblicuos se deslizaba sobre las tierras amarillas del Jas-Meiffren; las tierras llameaban, parecían un incendio corriendo a ras del suelo. Y, en aquel haz llameante, Silvère miraba a la campesinita en cuclillas, cuyos brazos desnudos habían reanudado su rápido juego; la falda de algodón azul blanqueaba, a lo largo de los brazos cobrizos corrían resplandores. Acabó experimentando una especie de vergüenza por estar allí. Bajó de la tapia.

Por la noche, Silvère, preocupado por su aventura, trató de interrogar a tía Dide. Acaso sabría quién era esta Miette que tenía los ojos tan negros y una boca tan roja. Pero, desde que habitaba en la casa del callejón, tía Dide no había vuelto a echar un solo vistazo por detrás de la tapia del patizuelo. Era, para ella, como una barrera infranqueable, que tapiaba su pasado. Ignoraba, quería ignorar lo que había ahora al otro lado de ese muro, en el antiguo cercado de los Fouque, donde había enterrado su amor, su corazón y su carne. A las primeras preguntas de Silvère, lo miró con un espanto infantil. ¿Iría también él, pues, a remover las cenizas de aquellos días extinguidos y a hacerla llorar como su hijo Antoine?

—No sé —dijo con voz rápida—, ya no salgo, no veo a nadie…

Silvère esperó con cierta impaciencia al día siguiente. En cuanto llegó a casa de su patrón, dio charla a sus camaradas del taller. No contó su entrevista con Miette; habló vagamente de una chica a la que había visto de lejos en el Jas-Meiffren.

—¡Eh! ¡Es la Chantegreil! —gritó uno de los obreros.

Y, sin que Silvère necesitara interrogarlos, sus compañeros le contaron la historia del cazador furtivo Chantegreil y de su hija Miette, con ese odio ciego del vulgo contra los parias. A la última, sobre todo, la motejaron de mala manera; y siempre acudía a sus labios el insulto de hija de galeote, como una razón sin réplica que condenaba a la pobre inocente a una eterna vergüenza.

El carretero Vian, un hombre bondadoso y digno, acabó por imponerles silencio.

—¡Eh! ¡Callaos, malas lenguas! —dijo soltando un varal de carreta que examinaba—. ¿No os da vergüenza ensañaros con una niña? Yo he visto a esa cría. Tiene una pinta muy honrada. Y además me han dicho que no le hace ascos al trabajo y que realiza ya las tareas de una mujer de treinta años. Hay aquí holgazanes que no valen lo que ella. Le deseo para más adelante un buen marido que haga callar las habladurías.

Silvère, a quien las bromas y los groseros insultos de los obreros habían helado, sintió que las lágrimas le subían a los ojos ante la última frase de Vian. Por lo demás, no abrió los labios. Cogió su martillo, que había dejado a un lado, y se puso a golpear con todas sus fuerzas el cubo de una rueda que estaba herrando.

Por la tarde, en cuanto regresó del taller, corrió a trepar a la tapia. Encontró a Miette con su faena de la víspera. La llamó. Ella acudió hacia él, con su sonrisa cohibida, su adorable salvajismo de niña crecida entre lágrimas.

—¿Eres la Chantegreil, verdad? —le preguntó bruscamente. Ella retrocedió, dejó de sonreír, y sus ojos se pusieron de un negro duro, brillante de desconfianza. ¡Aquel chico iba, pues, a insultarla como los otros! Le dio la espalda sin responder, cuando Silvère, consternado por el súbito cambio de su rostro, se apresuró a añadir—: Quédate, por favor… No quiero causarte pena… ¡Tengo tantas cosas que decirte!

Ella regresó, desconfiada aún. Silvère, cuyo corazón rebosaba y que se había prometido vaciarlo largamente, se quedó mudo, sin saber por dónde empezar, temeroso de cometer alguna nueva torpeza. Todo su corazón entró por fin en una frase:

—¿Quieres que sea tu amigo? —dijo con voz emocionada. Y cuando Miette, muy sorprendida, alzó hacia él sus ojos, que habían vuelto a estar húmedos y sonrientes, continuó con viveza—: Sé que te hacen daño. Esto tiene que terminar. Yo te defenderé ahora. ¿Quieres?

La niña resplandecía. Aquella amistad que se le ofrecía la sacaba de todos sus malos sueños de odios mudos. Movió la cabeza, y respondió:

—No, no quiero que te pelees por mí. Tendrías demasiado que hacer. Y además hay personas de las que no puedes defenderme. —Silvère quiso gritar que la defendería del mundo entero, pero ella le cerró la boca, con un gesto mimoso, añadiendo—: Me basta con que seas mi amigo.

Entonces conversaron unos minutos, bajando la voz lo más posible. Miette le habló a Silvère de su tío y de su primo. Por nada del mundo hubiera querido que los viesen así a horcajadas sobre la albardilla. Justin sería implacable si tuviera un arma contra ella. Hablaba de sus temores con el susto de una escolar que encuentra a una amiga a la que su madre le ha prohibido tratar. Silvère comprendió solamente que no podría ver a Miette a sus anchas. Eso lo entristeció mucho. Prometió, sin embargo, no volverse a subir a la tapia. Buscaban ambos un medio para verse de nuevo, cuando Miette le suplicó que se fuese; acababa de divisar a Justin que cruzaba la finca, dirigiéndose hacia el lado del pozo. Silvère se apresuró a bajar. Cuando estuvo en el pequeño patio, se quedó al pie del muro, aguzando el oído, irritado por su huida. Al cabo de unos minutos, se aventuró a trepar de nuevo y a echar un vistazo al Jas-Maiffren; pero vio a Justin que charlaba con Miette, y retiró a toda prisa la cabeza. Al día siguiente no pudo ver a su amiga, ni siquiera de lejos; debía de haber acabado su tarea en aquella parte del Jas. Transcurrieron ocho días así, sin que los dos amigos tuvieran ocasión de intercambiar una sola palabra. Silvère estaba desesperado; pensaba en ir resueltamente a preguntar por Miette a casa de los Rébufat.

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