El pozo medianero era un gran pozo muy poco profundo. A cada lado de la tapia, los brocales se redondeaban en un ancho semicírculo. El agua se encontraba a tres o cuatro metros, a lo sumo. Esa agua durmiente reflejaba las dos aberturas del pozo, dos medias lunas que la sombra del muro separaba con una raya negra. Al inclinarse, parecía poderse distinguir, a la vaga luz, dos espejos de singular nitidez y brillo. En las mañanas de sol, cuando el goteo de las cuerdas no enturbiaba la superficie del agua, aquellos espejos, aquellos reflejos del cielo, se recortaban, blancos sobre el agua verde, reproduciendo con extraña exactitud las hojas de un pie de hiedra que había crecido a lo largo del muro, por encima del pozo.
Una mañana, muy temprano, Silvère, al ir a sacar la provisión de agua de tía Dide, se inclinó maquinalmente, en el momento en que aferraba la cuerda. Tuvo un sobresalto, se quedó encorvado, inmóvil. En el fondo del pozo había creído ver una cabeza de jovencita que lo miraba sonriente; pero había sacudido la cuerda, el agua agitada ya no era sino un espejo turbio en el que nada se reflejaba con nitidez. Esperó a que el agua se durmiera de nuevo, sin atreverse a moverse, con el corazón latiendo a todo latir. Y a medida que las arrugas del agua se ensanchaban y morían, vio formarse otra vez la aparición. Osciló mucho tiempo con un balanceo que imprimía a sus rasgos una vaga gracia de fantasma. Por fin se fijó. Era el rostro sonriente de Miette, con su busto, su pañoleta de colores, su corpiño blanco, sus tirantes azules. Silvère se vio a su vez en el otro espejo. Entonces, sabiendo ambos que se veían, se hicieron señas con la cabeza. En un primer momento, ni siquiera pensaron en hablarse. Después se saludaron.
—Buenos días, Silvère.
—Buenos días, Miette.
El extraño sonido de sus voces los asombró. Habían adquirido una sorda y singular dulzura en aquel agujero húmedo, les parecía que venían de muy lejos, con ese canto ligero de las voces oído por la noche en el campo. Comprendieron que les bastaría con hablar bajo para oírse. El pozo resonaba al menor soplo. Acodados en los brocales, inclinados y mirándose, conversaron. Miette dijo lo apenada que llevaba desde hacía ocho días. Trabajaba en el otro extremo del Jas y no podía escaparse más que por la mañana temprano. Al decir esto, hacía un mohín de despecho que Silvère reconocía perfectamente, y al que respondía con un irritado balanceo de la cabeza. Se hacían sus confidencias, como si se hubieran encontrado frente a frente, con los gestos y las expresiones de la fisonomía que pedían las palabras. Poco les importaba la tapia que los separaba, ahora que se veían allá abajo, en aquellas profundidades discretas.
—Yo sabía —continuó Miette con carita sagaz—, que sacabas agua cada día a la misma hora. Oigo, desde la casa, chirriar la roldana. Entonces inventé un pretexto, aseguré que el agua de este pozo cocía mejor la verdura. Me decía que vendría a sacarla todas las mañanas a la misma hora que tú, y que podría decirte hola, sin que nadie se lo figurase. —Soltó una risa de inocente que se aplaude por su astucia, y terminó diciendo—: Pero no me imaginaba que nos veríamos en el agua.
Era ésa, en efecto, una alegría inesperada que los encantaba. Casi hablaban sólo para ver sus labios moverse, tanto divertía aquel juego nuevo a la infancia que había aún en ellos. Así se prometieron en todos los tonos no faltar jamás a la cita matinal. Después de que Miette declarara que tenía que irse, le dijo a Silvère que podía sacar su cubo de agua. Pero Silvère no osaba mover la cuerda: Miette se había quedado inclinada, él seguía viendo su rostro sonriente, y le costaba demasiado borrar esa sonrisa. Ante una leve sacudida que dio al cubo, el agua tembló, la sonrisa de Miette palideció. Se detuvo, presa de un extraño temor: se imaginaba que acababa de contrariarla y que ella lloraba. Pero la niña le gritó: «¡Hale! ¡Hale!», con una risa que el eco le devolvía más prolongada y sonora. Y ella misma soltó ruidosamente un cubo. Se produjo una tempestad. Todo desapareció en el agua negra. Silvère entonces se decidió a llenar sus dos cántaros, escuchando los pasos de Miette, que se alejaba, del otro lado del muro.
A partir de ese día, los jóvenes no dejaron ni una sola vez de encontrarse en su cita. El agua durmiente, aquellos espejos blancos donde contemplaban sus imágenes, daban a sus entrevistas un encanto infinito que durante mucho tiempo bastó a su imaginación juguetona de niños. No sentían el menor deseo de verse cara a cara, aquello les parecía mucho más divertido, tomar un pozo como espejo y confiar a su eco el hola matinal. Pronto conocieron el pozo como a un viejo amigo. Les gustaba inclinarse sobre el lienzo pesado e inmóvil, semejante a plata fundida. Abajo, en una media luz misteriosa, corrían resplandores verdes, que parecían mudar el agujero húmedo en un escondite perdido en el fondo de un bosquecillo. Se distinguían así en una especie de nido verduzco, tapizado de musgo, en medio de la frescura del agua y del follaje. Y todo lo incógnito de aquel manantial profundo, de aquella torre hueca sobre la cual se curvaban, atraídos, con pequeños escalofríos, agregaba a su alegría de sonreírse un miedo inconfesado y delicioso. Les asaltaba la loca idea de descender, de ir a sentarse en una hilera de gruesas piedras que formaban una especie de banco circular, a unos centímetros del lienzo de agua; meterían los pies en el agua, conversarían durante horas, sin que a nadie se le ocurriera nunca ir a buscarlos a aquel lugar. Después, cuando se preguntaban lo que podía haber allá abajo, sus vagos pavores volvían, y pensaban que ya era bastante permitir que su imagen descendiera allá abajo, muy al fondo, a aquellos resplandores verdes que tornasolaban las piedras con extraños reflejos, a aquellos ruidos singulares que subían de los rincones negros. Aquellos ruidos, sobre todo, llegados de lo invisible, los inquietaban; a menudo les parecía que otras voces respondían a las suyas; entonces enmudecían, y oían mil pequeñas quejas que no se explicaban: laboreo sordo de la humedad, suspiros del aire, gotas de agua deslizándose sobre las piedras y cuya caída tenía la grave sonoridad de un sollozo. Para tranquilizarse, se hacían cariñosas señas con la cabeza. La atracción que los retenía acodados en los brocales tenía así, como todo encanto punzante, su pizca de horror secreto. Pero el pozo seguía siendo su viejo amigo. ¡Era un pretexto tan excelente para sus citas! Jamás Justin, que espiaba cada paso de Miette, desconfió de su diligencia para ir a sacar el agua por la mañana. A veces la miraba desde lejos inclinarse, demorarse. «¡Ah!, qué haragana —murmuraba—, ¡pensar que se divierte haciendo círculos!». ¿Cómo sospechar que al otro lado del muro había un galán que miraba en el agua la sonrisa de la jovencita, diciéndole: «Si esa mula parda de Justin te maltrata, dímelo, que se va a enterar?».
Más de un mes duró ese juego. Estaban en julio; las mañanas ardían, blancas de sol, y era una delicia acudir allá, a aquel rincón húmedo. Resultaba agradable recibir en la cara el hálito helado del pozo, amarse en aquella agua de manantial, a la hora en que el sol se encendía. Miette llegaba jadeante, cruzando los rastrojos; en su carrera, los pelillos de su frente y de sus sienes se despeinaban; apenas se tomaba el tiempo de dejar su cántaro; se inclinaba, floja, desmelenada, vibrante de risas. Y Silvère, que llegaba casi siempre el primero a la cita, experimentaba, al verla aparecer en el agua, con aquella risueña y loca prisa, la viva sensación que habría sentido si ella se hubiera arrojado bruscamente en sus brazos, en el recodo de un sendero. En torno a ellos, el gozo de la radiante mañana cantaba, una oleada de luz cálida, sonora de zumbidos de insectos, azotaba el viejo muro, los pilares y los brocales. Pero ellos ya no veían el matinal chaparrón de sol, no oían ya los mil ruidos que ascendían del suelo: estaban en el fondo de su escondite verde, bajo la tierra, en aquel agujero misterioso y vagamente inquietante, ensimismándose para gozar del frescor y de la media luz, con una alegría estremecida.
Ciertas mañanas, Miette, cuyo temperamento no se avenía a una larga contemplación, se mostraba bromista; movía la cuerda, dejaba caer adrede gotas de agua que arrugaban los claros espejos y deformaban las imágenes. Silvère le suplicaba que se estuviera quieta. El, de ardor más concentrado, no conocía más vivo placer que mirar el rostro de su amiga, reflejado en toda la pureza de sus rasgos. Pero ella no lo escuchaba, bromeaba, ponía un vozarrón, una voz de coco, a la que el eco daba una dulzura ronca.
—No, no —refunfuñaba—, hoy no te quiero, te hago muecas; mira qué fea soy.
Y se entretenía viendo las formas disparatadas que adoptaban sus caras ensanchadas, danzando sobre el agua.
Una mañana, se enfadó en serio. No encontró a Silvère en la cita, y lo esperó cerca de un cuarto de hora, haciendo chirriar en vano la roldana. Iba a alejarse, exasperada, cuando por fin llegó. En cuanto lo vio, desencadenó una verdadera tempestad en el pozo; agitaba el cubo con una mano irritada, el agua negruzca remolineaba con sordas salpicaduras contra las piedras. Por más que Silvère le explicó que tía Dide lo había retenido, a todas las disculpas ella respondía:
—Me has puesto triste, no quiero verte.
El pobre chico interrogaba con desesperación al oscuro agujero, lleno de ruidos lamentables, donde le esperaba, los otros días, una visión tan clara, en el silencio del agua muerta. Tuvo que retirarse sin haber visto a Miette. Al día siguiente, anticipándose a la hora de la cita, miraba melancólicamente dentro del pozo, sin oír nada, diciéndose que aquella cabecita loca quizá no vendría, cuando la niña, que estaba ya al otro lado, desde donde acechaba taimadamente su llegada, se inclinó de repente, estallando en risas. Todo quedó olvidado.
Hubo así dramas y comedias de los que el pozo fue cómplice. Aquel bendito agujero, con sus espejos blancos y su eco musical, apresuró singularmente su cariño. Le dieron una vida extraña, lo llenaron a tal punto con sus jóvenes amores que, mucho después, cuando ya no acudieron a acodarse en los brocales, Silvère, cada mañana, al sacar el agua, creía ver aparecer en él la cara risueña de Miette, en la media luz estremecida y todavía emocionada por toda la alegría que habían puesto allí.
Aquel mes de gozosa ternura salvó a Miette de su muda desesperación. Sintió despertarse sus afectos, sus dichosas despreocupaciones de niña, que la odiosa soledad en que vivía había comprimido en su interior. La certeza de que era amada por alguien, de que ya no se encontraba sola en el mundo, le hizo tolerables las persecuciones de Justin y de los chavales del arrabal. Había ahora una canción en su corazón que le impedía oír los abucheos. Pensaba en su padre con enternecida piedad, ya no se abandonaba tan a menudo a ensoñaciones de implacable venganza. Sus amores nacientes eran como un alba fresca en la cual se calmaban sus malas fiebres. Se había dicho que debía conservar su actitud muda y rebelde, si quería que Justin no tuviera la menor sospecha. Pero, a pesar de sus esfuerzos, cuando el muchacho la hería, sus ojos seguían llenos de dulzura; ya no sabía de dónde sacar la mirada negra y dura de antaño. Él la oía también canturrear entre dientes, por la mañana, en el desayuno.
—¡Ah! ¡Estás muy alegre, Chantegreil! —le decía desconfiado, examinándola con su aire torvo—. Apuesto a que has jugado alguna mala pasada.
Ella se encogía de hombros, pero temblaba en su interior; se esforzaba de inmediato por desempeñar su papel de mártir rebelde. Por lo demás, aunque olfateaba los gozos secretos de su víctima, Justin buscó mucho tiempo antes de enterarse de qué manera se le había escapado.
Silvère, por su parte, disfrutaba de una honda dicha. Sus citas cotidianas con Miette bastaban para llenar las horas vacías que pasaba en casa. Su vida solitaria, sus largos mano a mano silenciosos con tía Dide, se emplearon en recoger uno por uno los recuerdos de la mañana, en saborearlos en sus menores detalles. Experimentó desde entonces una plenitud de sensaciones que lo aisló aún más en la existencia enclaustrada que llevaba con su abuela. Por temperamento, amaba los rincones ocultos, las soledades donde podía a sus anchas vivir con sus pensamientos. Por esa época ya se había lanzado ávidamente a leer todos los libros descabalados que encontraba en los chamarileros del arrabal, y que debían conducirlo a una extraña y generosa religión social. Esta instrucción, mal digerida, sin bases sólidas, le abría sobre el mundo, y en especial sobre las mujeres, perspectivas de vanidad, de voluptuosidad ardiente, que habrían turbado singularmente su espíritu, si su corazón hubiese estado insatisfecho. Llegó Miette, la acogió al principio como a una amiga; después, como a la alegría y la ambición de su vida. Por la noche, retirado en el reducto donde dormía, tras haber colgado su lámpara a la cabecera de su catre de tijera, encontraba a Miette en cada página del viejo volumen polvoriento que había cogido al azar sobre una tabla, por encima de su cabeza, y que leía devotamente. No podía hablarse en sus lecturas de una jovencita, de una criatura hermosa y buena, sin que la reemplazara inmediatamente por su enamorada. Y él mismo entraba en escena. Si leía una historia novelesca, romántica, se casaba con Miette en el desenlace o moría con ella. Si leía, por el contrario, algún panfleto político, alguna grave disertación sobre economía social, libros que prefería a las novelas, por ese singular amor que los semisabios sienten por las lecturas difíciles, encontraba también un medio para interesarla en las cosas mortalmente aburridas que a menudo ni siquiera lograba entender; creía aprender la forma de ser bueno y amante con ella, cuando estuvieran casados. La mezclaba así en sus ensoñaciones más hueras. Protegido por ese puro cariño contra las indecencias de ciertos cuentos del siglo XVIII que cayeron en sus manos, se complacía sobre todo en encerrarse con ella en las utopías humanitarias que grandes mentes, enloquecidas por la quimera de la felicidad universal, han soñado en nuestros días. Miette, en su ánimo, resultaba necesaria para la abolición del pauperismo y para el triunfo definitivo de la revolución. Noches de lecturas febriles, durante las cuales su espíritu en tensión no podía apartarse del volumen que dejaba y cogía veinte veces; noches llenas, en suma, de un voluptuoso nerviosismo del cual disfrutaba hasta que se hacía de día, como de una embriaguez prohibida, con el cuerpo oprimido por las paredes del estrecho gabinete, la vista turbada por el resplandor amarillo y turbio de la lámpara, entregándose a placer a la quemazón del insomnio y edificando proyectos de una nueva sociedad, de una generosidad absurda, en la cual la mujer, siempre con los rasgos de Miette, era adorada por las naciones de hinojos. Se hallaba predispuesto a amar la utopía por ciertas influencias hereditarias; en él, los trastornos nerviosos de su abuela tendían al entusiasmo crónico, a impulsos hacia todo cuanto fuera grandioso e imposible. Su infancia solitaria, su instrucción a medias, habían desarrollado singularmente las tendencias de su naturaleza. Pero no estaba aún en esa edad en que la idea fija remacha su clavo en el cerebro de un hombre. Por la mañana, en cuanto se había refrescado la cabeza en un cubo de agua, sólo se acordaba confusamente de los fantasmas de su vigilia, conservaba sólo de sus sueños un salvajismo lleno de fe ingenua y de inefable ternura. Volvía a ser un niño. Corría al pozo, con la única necesidad de encontrar la sonrisa de su enamorada, de disfrutar de las alegrías de la radiante mañana. Y durante el día, si la idea del futuro lo ponía pensativo, también a menudo, cediendo a súbitas efusiones, besaba en las dos mejillas a tía Dide, quien lo miraba entonces a los ojos, como presa de inquietud, al verlos tan claros y tan profundos con una alegría que ella creía reconocer.