La Frontera de Cristal (6 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Cuento

BOOK: La Frontera de Cristal
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El estudiante mexicano había temido algo así, algo que rompiera la perfecta intimidad enclaustrada de la pareja, la autosuficiencia de los amantes. Odia al mundo, mundo metiche, cruel, que no gana nada con entrometerse con los amantes, salvo eso, el goce malicioso de distanciarlos. ¿Podrían otra vez gozar de la plenitud anterior a este pequeño incidente? Juan confió en que sí, multiplicó sus pruebas de cariño y lealtad a Lord Jim, sus pequeños mimos, su atención. Acaso, la voluntad de reconstruir algo que por ser tan perfecto algún día debía fisurarse, se notaba demasiado.

Están otra vez juntos, con las mascarillas blancas, enguantados, disecando otro cadáver de mujer, anciana ésta. Lord Jim le pide a Juan que le recuerde cómo era ese lugar, el palacio de la Inquisición en México, convertido en Escuela de Medicina. Le divierte la idea de que el mismo local sirva un día para la tortura y al siguiente para el alivio de los cuerpos. El estudiante mexicano desvía el tema y le cuenta de la plaza de Santo Domingo y la antigua tradición de los «evangelistas», que son unos viejos con máquinas de escribir tan viejas como ellos, sentados en los portales y tomando el dictado de los analfabetas que quieren mandarles cartas a sus padres, novios, amigos.

—¿Cómo saben que el mecanógrafo les fue fiel?

—No lo saben. Tienen que tener fe.

—Confianza, Juan.

—Sí.

Jim se quitó la máscara y Juan le hizo un gesto de advertencia, había que cuidarse, ya una vez, la primera vez, se besaron junto a un cadáver, las bacterias de los muertos han matado a más de un médico incauto… Jim lo miró de una manera extraña. Le pidió que le dijera la verdad. ¿De qué? De su familia, de su casa. Jim sabía lo que se decía en la Universidad, que Juan era hijo de gente pudiente, hacendados, etcétera. Juan no se lo había dicho, porque nunca hablaban del pasado. Ahora le pedía por favor que le mandara una carta hablada, como si él, el gringo, fuese el evangelista de la plaza y él, Juan, el analfabeto…

—No es cierto —dijo Juan otra vez de espaldas, pero sin titubear—. Son puras mentiras. Vivimos en un apartamento bastante modesto. Mi padre era muy honrado y murió sin un centavo. Mi madre se lo recriminó siempre. Se morirá recriminándolo. Siento pena y vergüenza por los dos. Siento pena por la moral inútil de mi padre, que nadie la recuerda ni la aprecia y no sirvió para un carajo. Le hubieran celebrado en cambio su riqueza. Siento vergüenza de que no haya robado, de que haya sido un pobre diablo. Pero igual vergüenza sentiría si fuera ladrón. Mi jefe. Mi pobre, pobre jefe.

Se sintió aliviado, limpio. Le había sido fiel a Lord Jim. Desde ahora, no habría una sola mentira entre los dos. Pensó esto y sintió un malestar fugitivo. Lord Jim, también, podía ser sincero con él, también.

—Explícame sin pena y vergüenza, como les dices, son algo así como pity y shame en inglés —dijo el norteamericano.

—Me da pena mi madre, quejándose siempre de lo que no fue, adolorida por su vida que debe aceptar y que ya nunca será de otra manera. Me da vergüenza su compasión de sí misma, tienes razón, ese horrible pecado del self pity, de estarse dando pena a uno mismo el día entero. Sí, creo que tienes razón. Hay que tener un poco de compasión para encubrir la pena y la vergüenza por los demás.

Apretó la mano de Lord Jim y le dijo que no debían hablar del pasado, se entendían tan bien en el presente. El norteamericano lo miró de una manera extraña, que Juan casi asimiló a la de la mujer muerta que no se resignaba a cerrar los ojos, la mujer que ambos no acababan de disecar.

—Me sienta muy mal decírtelo, Juan, pero también tenemos que hablar del futuro.

El estudiante mexicano hizo un gesto involuntario pero intenso, un movimiento veloz y simultáneo, aunque reiterado, de una mano llevada a la boca, como si implorara silencio, y otra adelantada, negando, deteniendo lo que se venía…

—Lo siento, Juan. De verdad me apena lo que voy a decirte. Bueno, hasta me avergüenza. Tú entiendes que nadie es totalmente dueño de su destino.

Juan, esta vez literalmente, le dio la espalda a Cornell. Cortó los estudios, se despidió cortésmente de los Wingate y éstos se mostraron sorprendidos, azorados, preguntándole por qué, ¿tenía algo que ver con ellos, con el trato de la casa?, pero sus miradas eran de alivio y de secreta seguridad: esto tenía que acabar mal… Esperaba verlos un día. Le daría gusto pasearlos por la hacienda a caballo. —Búsquenme si van a México.

La familia norteamericana se sintió aliviada pero al mismo tiempo culpable. Tarleton y Charlotte lo discutieron varias veces. El chico tuvo que notar el cambio de actitud de sus anfitriones cuando empezó a andar con Jim Rowlands. ¿Habían faltado a las leyes de la hospitalidad? ¿Se habían dejado arrastrar por un prejuicio irracional? Seguramente. Pero los prejuicios no se extirpaban de un día para otro, eran viejísimos, tenían más realidad, vamos, que un partido político o una cuenta de banco. Negros, homosexuales, pobres, ancianos, mujeres, extranjeros… la lista era interminable. Pero Becky, para qué exponerla a una mala influencia, a una relación escandalosa. Ella era inocente. La inocencia era digna de protección. Becky los escuchaba murmurar mientras ellos la imaginaban mirando el programa educativo Sesame Street y ella trataba de mantener una cara seria. Si supieran. Trece años y en una escuela privada. ¿Qué le podían reprochar? ¿Para qué servía el dinero? Día tras día, todo el día, la cantinela de la Generación Egoísta, la Me Generation con derecho a todos los caprichos, todos los placeres, y un solo valor, Yo. ¿No eran así sus padres? ¿No tenían éxito porque eran así? ¿Qué le iban a pedir a ella? ¿Que fuera una puritana de la época de la cacería de brujas en Nueva Inglaterra? Entonces la niña se perdía en los sucesos de la pantalla para no oír las voces de sus padres, que no querían ser escuchados y se hizo la pregunta que la confundía mucho, ¿cómo gozar de todo pero parecer una persona muy moral, muy puritana? La sangre le hacía cosquillas, el cuerpo le cambiaba y Becky se angustiaba de no tener respuestas. Abrazó a su conejo de peluche y se atrevió a decirle, ¿Y tú?, ¿entiendes algo Bunny?

Juan, en su vuelo clase económica de Eastern Airlines a la ciudad de México, quiso imaginar, desde las nubes, un futuro sin Lord Jim y lo aceptó con amargura, con desolación, como si la vida se la hubieran cancelado. Fue lo malo de admitir el pasado primero, el futuro después. Fue lo penoso de salirse del instante donde ellos se amaban sin explicaciones, dueños de un solo tiempo, de un solo espacio, el Edén de la juventud amorosa que excluye padres, amigos, profesores, jefes. Pero no otros amantes.

Suspendido en el aire, Juan Zamora quiso recordarlo todo, lo bueno y lo malo, sólo una vez más y luego cancelarlo para siempre, no pensar nunca más en lo que sucedió. Nunca más sentir el odio, la pena, la vergüenza, la compasión por el pasado que vivieron sus pobres padres. Y tampoco sentir eso mismo: pity, shame por sí o por Lord Jim, por el futuro que iban a vivir ambos, separados para siempre, desolado el de Juan Zamora, feliz, cómodo, seguro el de Lord Jim, su matrimonio concertado desde siempre, desde antes de conocer a Juan, arreglado por las familias de la rica clase profesional de Seattle, del otro lado del continente, donde se esperaba que un joven médico con futuro estuviera casado, tuviera hijos, eso inspiraba respeto, inspiraba confianza, y bueno, en la tradición anglosajona, una experiencia homosexual era aceptada como parte de la educación de un caballero, no había un inglés en Oxford que no pasara por eso, lo decía por si algo llegaba a saberse; Cornell y Seattle estaban muy lejos, el país era inmenso, los amores eran frágiles y pequeños…

—Y los ricos, te diré citando a un buen escritor, somos distintos de la demás gente —clavó el clavo final Lord Jim.

Lo recordó una sola vez, airado, indignado contra la hipocresía de Tarleton Wingate. Ése es el Lord Jim que Juan quería recordar.

Clavó la frente ardiente en la ventanilla helada y le dio la espalda a todo. Abajo, la barranca de Cornell le parecía insignificante, no lo convocaba, no era para él.

Cuando cuatro años más tarde los Wingate decidieron ir de vacaciones a Cancún, se detuvieron en la ciudad de México para que Becky conociera el maravilloso Museo de Antropología. Pero la muchacha —ahora una estudiante de diecisiete años, bastante descolorida a pesar de que imitaba a su madre y se pintaba el pelo de amarillo— era muy curiosa y hasta liberada. Se consiguió un noviecito mexicano en el lobby del hotel y juntos se fueron a pasar un día a Cuernavaca. Era un chico muy apasionado y eso como que le molestó al chofer que los llevó, un tipo enojón e inseguro que trataba de asustar a los turistas con su velocidad en las curvas.

Ahora fue Becky la que animó a sus padres para caerle de sorpresa a Juan Zamora, el estudiante mexicano que vivió con ellos en 1981, ¿se acordaban? Cómo no se iban a acordar. Y como Tarleton y Charlotte Wingate sentían un poco de vergüenza por la manera como partió Juan de su casa, aceptaron la proposición de su hija. Además, el propio Juan Zamora los había invitado a visitarlo.

Tarleton llamó larga distancia a Cornell y pidió la dirección de Juan. La computadora universitaria se la dio enseguida. No era una dirección en el campo.

—Pero yo quiero conocer una jacienda —dijo Becky.

—Ésta ha de ser su town house —dijo Charlotte—. ¿Lo llamamos?

—No —se alborotó Becky—, mejor vamos de sorpresa.

—Eres muy fantasiosa —contestó su padre—. Pero estoy de acuerdo. Quizá si lo llamamos, busque la manera de no vernos. Siento que salió con rencor de la casa.

El mismo chofer de turismo que llevó a Becky a Cuernavaca la condujo ahora con sus padres. El chofer tenía una sonrisa burlona. Quién la hubiera visto el día anterior, besuquéandose de lo lindo con un naco de miedo. Ahora, toda modosa la muy hipócrita, con esa pareja de gringos distinguidos —a veces se daba el caso— pero en busca de un lugar imposible.

—¿La colonia Santa María? —casi se rió Leandro Reyes, el nombre que Tarleton leyó y anotó mentalmente en el permiso de circular, por si las dudas—. Es la primera vez que alguien me pide llevarlo allí.

Atravesaron no sólo el espacio urbano grueso, amarejado, rumoroso como un río sin agua, de pura piedra suelta, no sólo penetraron la nata corrupta del aire pardo, también cruzaron los tiempos de México D.F. desordenados, anárquicos, inmortales: tiempo imbricado en su anterior y en su porvenir, como un niño que será padre de su descendencia, como un nieto que será la prueba única de que su abuelo caminó por estas calles: al norte siempre, por Mariano Escobedo a Ejército Nacional a Puente de Alvarado y la Estación de Buenavista, más allá de San Rafael, cada vez más bajo todo, más incierto entre su construcción y su derrumbe, ¿qué es nuevo, qué es viejo, qué está naciendo en esta ciudad, qué se está muriendo, son la misma cosa?

Los Wingate se miraron entre sí, asombrados, adoloridos.

—Quizás hay un error.

—No —les dijo el chofer—. Aquí estamos. Es esa casa de apartamentos.

—Sería más prudente regresar —dijo Tarleton.

—No —casi grita Becky—. Ya estamos aquí. Me muero de curiosidad.

—Entonces ve tu sola —le dijo su madre.

Esperaron un rato frente al edificio verde, color limón, necesitado de una buena mano de pintura. Tenía tres pisos y ropa colgada a secar en los balcones, una antena de TV y un expendio de gaseosas a la entrada. Una muchacha chapeteada, con delantal pero con permanente, se ocupaba de acomodar las botellas en la nevera. Un viejo pequeño, arrugado y con sombrero de petate, se asomó a la puerta y los miró con curiosidad. A cada lado, una balatería. Pasó un tamalero gritando rojos, verdes, de chile, de dulce y de manteca. El chofer —Leandro Reyes, leyó Tarleton Wingate en el permiso— hablaba interminablemente en inglés sobre deudas, inflación, el costo de la vida, devaluaciones del peso, merma de salarios, pensiones que no servían para nada, todo muy amolado.

Salió Becky de la casa y subió con premura al automóvil.

—Él no estaba. Su madre sí. Se asomó a la ventana a ver el coche. Dijo que hacía mucho que nadie la visitaba. Juan está bien. Trabaja en un hospital. Le hice jurar que no le diría que estuvimos aquí.

Todas las noches, Juan Zamora tiene exactamente el mismo sueño. A veces, quisiera soñar algo distinto. Se acuesta pensando en otra cosa, pero por más esfuerzos que haga, el sueño de siempre regresa siempre, puntualmente. Entonces él se resigna y admite la soberanía del sueño, lo convierte en compañero inevitable de sus noches: un sueño amante, un sueño que debe adorar a quien visita, porque no se deja expulsar de ese segundo cuerpo del antiguo estudiante y ahora joven doctor del Seguro Social Juan Zamora.

Regresa él, noche tras noche, hasta habitarlo a él, su gemelo, su socio, su camisa mitológica, que no se puede mudar sin arrancarle la piel al soñador: sueña con una mezcla de confusión, gratitud, rechazo y enamoramiento; cuando quisiera escaparse del sueño, lo hace deseando intensamente ser poseído de nuevo por el sueño; cuando quisiera adueñarse del sueño, la vida cotidiana se asoma con la sonrisa amarga de todas las auroras de Juan Zamora, secuestrándolo en los hospitales, las ambulancias, las morgues de su geografía citadina. Secuestrado por la vida, rehén del sueño, Juan Zamora regresa todas las noches a Cornell y camina de la mano de Lord Jim hacia el puente sobre la barranca. Es el otoño y los árboles vuelven a mostrarse desnudos como agujas negras: el cielo ha descendido un par de peldaños pero la barranca es más honda que el firmamento y convoca a los dos jóvenes amantes con una promesa mentirosa: el cielo está allá abajo, el cielo existe boca arriba, respirando maleza y breña, su aliento es verde, sus brazos espinosos: hay que merecer el cielo entregándose a él, poniendo de cabeza la mentira que desubica al paraíso y lo exalta hasta las nubes: el paraíso, de existir, está en la entraña misma de la tierra, nos aguarda con su abrazo húmedo, donde se confunden carne y arcilla, donde el gran útero materno se confunde con el barro de la creación y la vida nace y renace de su gran profundidad genésica, jamás de su ilusión aérea, jamás de las líneas de aviación que falsamente unen Nueva York y México, Atlántico y Pacífico, separando, rompiendo la maravillosa unidad de los amantes, su androginia perfecta, su identidad siamesa, su bellísima anormalidad, su monstruosa perfección, para arrojarlos a destinos incompatibles, a horizontes opuestos, ¿qué horas son en Seattle cuando en México cae la noche, porqué la ciudad de Jim mira hacia un mar jadeante y la ciudad de Juan hacia un polvo inquieto, por qué el aire de la costa es de cristal y el aire de la meseta de excremento?

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