La gran caza del tiburón (15 page)

Read La gran caza del tiburón Online

Authors: Hunter S. Thompson

Tags: #Comunicación

BOOK: La gran caza del tiburón
5.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero, como siempre, la solución de Reagan es parte del problema. A Villanueva le desprecia mayoritariamente la misma gente a la que Reagan dice que «intenta llegar». Es el clásico
vendido.
«Afrontémoslo —dice un periodista chicano que no suele identificarse con los militantes—. Danny es un cerdo asqueroso. Rubén Salazar me lo dijo. Ya sabéis que antes la KMEX era, en general, una buena emisora de noticias para los chicanos. Rubén fue uno de los que lo consiguieron, y Danny tuvo miedo a intervenir para impedírselo. Pero a las veinticuatro horas de la muerte de Rubén, Villanueva empezó a desmantelar el departamento de noticias. Ni siquiera permitió a Restrepo pasar las películas de la pasma gaseando a la gente en Laguna Park, al día siguiente de la muerte de Rubén. Y ahora intenta librarse de Restrepo, censurar las noticias y convertir de nuevo la KMEX-TV en una emisora Tío-Taco
segura.
¡Mierda! Y está consiguiendo salirse con la suya».

La castración total de la KMEX-TV sería un golpe paralizante para el movimiento. Un medio de información importante puede ser un instrumento de movilización de valor incalculable, sobre todo en una gran extensión urbana como Los Angeles. Lo único que hace falta es un director de noticias enterado y competente, con peso e integridad personal suficientes para abordar las noticias de modo personal. El hombre que contrató a Rubén Salazar, el antiguo director de la emisora, Joe Rank, le consideró lo bastante valioso como para superar lo que pagaba el
Los Angeles Times
por los servicios de una de las principales plumas del periódico… así que nadie puso pegas cuando Salazar exigió independencia absoluta en la dirección de los noticiarios de la KMEX. Pero, muerto Salazar, los propietarios anglos de la emisora se lanzaron rápidamente a recuperar el control de los noticiarios.

Guillermo Restrepo, el heredero lógico de Salazar, descubrió que no tenía allí ningún peso. Le redujeron al papel de locutor de noticias. Ya no tenía autonomía para investigar y escribir lo que le pareciese importante… Si el Comité Chicano del Moratorio convocaba una conferencia de prensa para explicar por qué organizaban una concentración de masas contra «la brutalidad policial», por ejemplo, Restrepo tenía que obtener permiso para informar de ello. Y los activistas chicanos aprendieron pronto que una información de dos minutos en el noticiario de la KMEX era esencial para el éxito de una concentración de este tipo, porque la televisión era el único medio de llegar deprisa a una gran audiencia de chicanos. Y no había ninguna otra emisora de televisión en Los Angeles interesada en noticias chicanas, salvo que se tratase de motines.

«Perder a Rubén fue un desastre terrible para el movimiento —dijo Acosta hace poco—. En realidad no estaba
con
nosotros; pero al menos estaba interesado. Demonios, la verdad es que el tipo nunca llegó a gustarme del todo, pero era el único periodista de Los Angeles con verdadera influencia, capaz de acudir a una conferencia de prensa en el barrio. Esa es la verdad. En fin, sólo podremos conseguir que esos cabrones nos escuchen alquilando un salón en un buen hotel de Hollywood Oeste o algo parecido a eso… un sitio donde
ellos
puedan sentirse cómodos, y celebrar allí nuestra conferencia de prensa. Café y pinchos gratis para la prensa. Pero aún así, la mitad de esos mierdas ni siquiera vendrían si no les diésemos también bebida gratis. ¡Demonios! ¿Tú sabes lo que
cuesta
eso?».

Este era el tono de nuestra conversación aquella noche en que Guillermo y yo fuimos al piso de Oscar a tomar una cerveza y a charlar un poco de política. Reinaba allí una tranquilidad extraña. Ni música, ni yerba, ni tipos
bato loco
malhablados espatarrados en los jergones de la habitación delantera. Era la primera vez que aquel piso no me parecía una zona de estacionamiento de tropas para el enfrentamiento infernal que podría estallar en cualquier momento.

Aquella noche la tranquilidad era absoluta. La única interrupción fue un súbito tamborileo en la puerta y voces gritando «¡Vamos, hombre, abre! ¡Traigo a unos
hermanos
conmigo!». Rudy corrió a la puerta y miró por la mirilla. Luego, retrocedió y cabeceó enfáticamente.

—Son unos muchachos del proyecto —le explicó a Oscar—. Les conozco, pero todos están muy pasados.

—Maldita sea —masculló Acosta—. Lo que me faltaba esta noche. Líbrate de ellos. Diles que tengo que ir mañana al juzgado. ¡Dios santo! ¡Tengo que dormir un poco!

Rudy y Frank salieron a parlamentar con los hermanos. Oscar y Guillermo volvieron a la política… mientras yo escuchaba, percibiendo una corriente descendente en todos los frentes.
Nada
salía a derechas. Aún estaba pendiente el juicio de Corky; Acosta no se mostraba optimista. Esperaba también una decisión sobre su desafío al gran jurado en el caso de los «seis de Baltimore». «Probablemente perderemos también —decía—. Los cabrones creen que nos tienen ya controlados; creen que estamos desmoralizados… así que seguirán presionando, seguirán apretándonos las clavijas —se encogió de hombros—. Y puede que tengan razón. Mierda. Estoy cansado de discutir con ellos. ¿Cuánto tiempo esperan tenerme bajando hasta su maldito juzgado a suplicar justicia? Ya estoy cansado de esa mierda. Todos estamos cansados… —Movió lentamente la cabeza y luego abrió una lata de cerveza—. Este rollo legal no conduce a nada —continuó—. Tal como están ahora las cosas, creo que estamos a punto de terminar con este juego. Sabes que en el descanso del mediodía de hoy tuve que impedir a un grupo de esos condenados
batos locos
patera al fiscal del distrito. ¡Dios mío! Eso me habría jodido definitivamente. ¡Me encerrarían por alquilar matones para atacar al fiscal! —cabeceó de nuevo—. Francamente, creo que todo está fuera de control. Sólo Dios sabe en lo que parará esto; las cosas están poniéndose muy feas, puede que pasen cosas realmente graves».

Desde luego, no era necesario pedirle que aclarase lo que quería decir exactamente. El barrio estaba plagado de bombas esporádicas, explosiones, tiroteos y violencias menores de todo tipo. Pero los policías no ven nada «político» en estos incidentes. Poco antes de abandonar la ciudad, hablé por teléfono con un teniente de la oficina del alguacil de Los Angeles Este. Estaba ansioso por convencerme de que la zona estaba completamente pacificada.

—Tenga usted en cuenta —dijo— que en esta zona siempre ha habido mucha delincuencia. Tenemos muchos problemas con las bandas de adolescentes, y las cosas empeoran. Ahora andan por ahí con rifles del 22 y pistolas, enfrentándose unos con otros. Creo que podíamos decir que son algo parecido a los Blackstone Rangers de Chicago, salvo que nuestras bandas son más jóvenes.

—Pero no están metidos en política, como las bandas de negros de Chicago… —dije.

—¿Bromea usted? —contestó—. La única cosa política que han hecho los Blackstone Rangers ha sido liar a alguien para que les consiguiese una subvención federal de un montón de dinero.

Le pregunté sobre algunas cosas que había oído de bombas, etcétera, pero se apresuró a negarlo todo, diciendo que eran rumores. Luego, durante la medía hora siguiente de charla inconexa sobre lo que había pasado en las últimas semanas, mencionó un caso de explosión de dinamita y el incendio de un edificio de la universidad de Los Angeles Este, y también la bomba que había estallado en la oficina inmobiliaria de un político local
vendido.

—Pero se equivocaron de tipo —dijo el teniente—. Pusieron la bomba en la oficina de un tipo que se llamaba igual que el otro.


Qué malo
—murmuré, pasando a mi propio dialecto—. Pero aparte de todo eso, ¿no creen ustedes que está cociéndose algo? ¿Qué me dice de esas manifestaciones que acaban en motines?

—Siempre es el mismo grupo de agitadores —explicó—. Cogen a una multitud que se ha reunido por otras razones, y la sublevan.

—Pero esa última manifestación se convocó para protestar contra la
brutalidad policial
—dije—. Y luego se convirtió en un motín. Vi las películas: cincuenta o sesenta coches de la policía alineados en el Bulevar Whittier, la policía disparando contra la multitud…

—No había otro remedio —contestó—. La gente perdió el control. Nos
atacaban.

—Comprendo —dije.

—Déjeme que le explique otra cosa —continuó—. La manifestación
en realidad
no fue para protestar contra la «brutalidad policial». El tipo que la organizó, Rosalio Muñoz, me contó que utilizó esa consigna sólo para sacar a la gente al parque.

—Bueno, ya sabe usted como son —dije.

Le pregunté luego sí podía darme los nombres de algún dirigente chicano con quien pudiera hablar si decidía escribir el artículo sobre la situación en Los Angeles Este.

—Bueno, tiene usted al congresista Roybal —dijo—. Y a ese agente inmobiliario del que le hablé…

—¿El que le pusieron la bomba?

—Oh no —contestó—. El otro… al que
querían
ponerle la bomba.

—Muy bien —dije—. Anotaré esos nombres. Sí decidiese echar un vistazo por el barrio, me ayudarían ustedes, ¿verdad? ¿No hay problema para andar por allí, con esas bandas tiroteándose…?

—No hay ningún problema —dijo él—. Le proporcionaremos incluso un coche para que se pasee por allí con unos cuantos agentes.

Dije que estupendo. ¿Qué mejor medio, después de todo, de conocer la realidad por dentro? Pasarse unos cuantos días recorriendo el barrio en un coche de la policía, sobre todo en este momento, en que reinaban la paz y la tranquilidad.

—No vemos ningún indicio de tensión política —me dijo el teniente—. La comunidad nos apoya mucho —rió entre dientes y añadió—: Y además tenemos un servicio de información muy activo.

—Eso está muy bien —dije—. En fin, tengo que colgar, porque si no perderé el avión.

—Ah, así que ha decidido usted hacer el reportaje… ¿y cuándo llegará a la ciudad?

—Llevo aquí dos semanas —le dije—. Mi avión sale dentro de diez minutos.

—Pero creí que decía usted que llamaba desde San Francisco —dijo.

—Eso dije, sí, pero estaba mintiendo. Clic.

Estaba claro que era hora de largarse. El último cabo suelto del caso Salazar había quedado anudado aquella mañana, cuando el jurado emitió un veredicto de «culpable» en el juicio de Corky Gonzales. Le condenaron a «cuarenta días y cuarenta noches» de prisión en la cárcel del condado de Los Angeles, por posesión de un revólver cargado el día de la muerte de Salazar. «Apelaremos», dijo Acosta. Pero, desde el punto de vista político, el caso está terminado. Todo el mundo sabe que Corky sobrevivirá los cuarenta días de cárcel. Queríamos enfrentar al sistema judicial
gabacho
con un hombre que toda la comunidad chicana sabía que era inocente desde un punto de vista técnico y dejarles extraer sus propias conclusiones sobre el veredicto.

—Demonios, nosotros no negamos en ningún momento que pudiese haber
alguien
con una pistola cargada en aquel camión. Pero no era Corky. El no se atrevería a llevar un arma encima. El es un
dirigente.
No tiene por qué llevar un arma encima, por la misma razón que no tiene por qué llevarla encima Nixon.

Acosta no había subrayado este punto en el juicio, por miedo a alarmar al jurado y a inflamar a la prensa gringa. Y no digamos ya a los policías. ¿Por qué darles el mismo género de excusa superficial para disparar contra Gonzales que habían utilizado ya para justificar el disparar contra Rubén Salazar?

Corky se limitó a encogerse de hombros al oír el veredicto. Tiene cuarenta y dos años y se ha pasado la mitad de la vida bregando con la justicia gringa, por lo que enfoca ya el sistema judicial anglo con un tranquilo humor fatalista que Acosta aún no ha logrado asimilar. Pero Oscar va camino de acostumbrarse muy deprisa. La semana de abril del día de los inocentes de 1961, fue para él terriblemente deprimente; sufrió una serie de retrocesos y reveses que parecían confirmar sus peores sospechas.

Dos días después del juicio de Corky, Arthur Alarcón (un destacado jurista mexicano-norteamericano), juez del tribunal superior, rechazó el alegato cuidadosamente construido de Acosta, con el que se proponía desbaratar las acusaciones contra los «seis de Baltimore», por «racismo institucional subconsciente» en el sistema del Gran Jurado. Esta estrategia significaba casi un año de trabajo duro, en gran parte realizado por estudiantes de derecho chicanos que reaccionaron ante el veredicto con amargura similar a la de Acosta.

Luego, en aquella misma semana, el Comité de Supervisores de Los Angeles votó el uso de fondos públicos para pagar todos los gastos legales de los policías acusados recientemente de matar «por accidente» a dos mexicanos: un caso conocido en Los Angeles Este como «El asesinato de los hermanos Sánchez». Era un caso de error de identidad, según los policías. Al parecer, les habían dado la dirección equivocada de un apartamento donde creían que se ocultaban «dos fugitivos mexicanos», así que aporrearon la puerta y gritaron un aviso de que «salieran de allí con los brazos en alto o entrarían disparando». No salió nadie, así que los polis entraron tirando a matar.

¿Cómo podrían haber sabido ellos que atacaban otro apartamento? ¿Y cómo podrían haber sabido que los hermanos Sánchez no sabían inglés? Hasta el alcalde Sam Yorty y el jefe de policía Ed Davis admitían que aquellas muertes habían sido una auténtica desgracia. Pero cuando el fiscal del distrito federal inició un proceso contra los policías, tanto Yorty como Davis manifestaron públicamente su enojo. Ambos convocaron conferencias de prensa y salieron en la televisión criticando la decisión del fiscal, en un tono que curiosamente recordaba las protestas de la Legión Norteamericana cuando se acusó al teniente Calley del asesinato de mujeres y niños en My Lai.

Los alegatos de Yorty y Davis eran tan burdos y toscos que un juez del distrito emitió por fin una «orden de silencio» para mantenerles callados hasta que se juzgara el caso. Pero habían dicho ya suficiente para encender en todo el barrio la cólera ante la idea de que los dólares en impuestos de los chicanos se utilizaran para defender a unos «policías rabiosos» que admitían haber matado a dos mexicanos. Parecía una reposición de lo de Salazar: el mismo estilo, la misma excusa, el mismo resultado… aunque esta vez con hombres distintos y distinta sangre en el suelo. «Si no pago impuestos, me meten en la cárcel —decía un joven chicano mientras veía un partido de fútbol en un campo local—, luego cogen mi dinero de los impuestos y lo usan para defender a un cerdo asesino. ¿Qué habría pasado si hubiesen acudido a mí casa por error? Pues que ahora yo estaría muerto».

Other books

Numb by Dean Murray
Strangely Normal by Oliver, Tess
Targets Entangled by Layne, Kennedy
Nanny X Returns by Madelyn Rosenberg
Harbor Nocturne by Wambaugh, Joseph
The Alchemy of Forever by Avery Williams
My Last Confession by Helen FitzGerald